Lo trascendente

Luis Rubio

La transición política que México ha vivido a lo largo de las últimas décadas ha sido accidentada y compleja, caracterizada por más vaivenes que constantes y más dudas que certezas. Aunque a los mexicanos nos encanta debatir sobre el tema de la transición en los términos que lo hacen los españoles, la verdad es que se trata de realidades radicalmente distintas. Por esta razón, es imperativo reconocer nuestra realidad específica para avanzar hacia la construcción de un sistema político que sea a la vez democrático y funcional, representativo y exitoso.

Quienes nos reunimos para promover un amparo por las modificaciones al Artículo 41 constitucional lo hicimos pensando en esto: el entramado institucional que heredamos del fin de la era del PRI no permite una convivencia política saludable, mantiene relegada a la ciudadanía a un status de tercera y la propensión al abuso del ciudadano por parte de partidos y gobierno es infinita. No murió el corporativismo, simplemente se transformó, con todo lo que eso implica. Es decir, no es sólo que la libertad de expresión, motivo específico del amparo, sea fundamental para el desarrollo democrático de una sociedad, sino que el ciudadano no tiene protecciones legales y no cuenta con derechos efectivos frente a los poderosos del país en todos sus ámbitos. Dado que nuestra democracia no nació con la fortaleza institucional que hubiera sido deseable, la decisión de ampararnos responde a nuestra percepción de que es fundamental que instituciones como la Suprema Corte de Justicia asuman una función, en este caso de tribunal constitucional, para desarrollar el cuerpo de protecciones a la ciudadanía que no surgieron del proceso original de transición política.

No cabe ni la menor duda que hemos experimentado un proceso de enorme y profundo cambo político. El contraste de la institución de la presidencia actual con la de la era gloriosa del PRI debería convencer hasta al más escéptico. Si a eso se agrega el nuevo protagonismo del poder legislativo, la independencia (aunada al dispendio y arrogancia) de los gobernadores y la capacidad de chantaje y extorsión de los sindicatos más importantes del país, es evidente que el viejo sistema ya no existe, al menos en su forma original. El problema es que el nuevo esquema no es democrático, representativo ni funcional.

En su origen, la transición política mexicana guarda una diferencia fundamental con la española o con los procesos de construcción nacional que experimentaron naciones desde Estados Unidos en el siglo XVIII hasta Sudáfrica en los noventa. Aquellos procesos fueron pactados y negociados, en tanto que el nuestro fue, pues, a la mexicana. La estructura del poder político en nuestro país, léase la enorme concentración del poder que existía en la presidencia y en el PRI, fue la circunstancia que llevó a que se introdujeran los menores cambios posibles. Todo se hizo para mantener los privilegios antes existentes, así se compartieran con un pequeño núcleo adicional de beneficiarios (el PRD, el PAN y los gobernadores)

El contraste con los otros casos es extraordinario. En España, las fuerzas políticas, hijas todas ellas de una sangrienta guerra civil, estaban decididas a evitar que la confrontación de entonces impidiera la construcción nación moderna, democrática y exitosa. Eso les llevó a pactar, abandonar las viejas rencillas y orientarse hacia el futuro. Algo similar ocurrió en Sudáfrica, donde el fin del gobierno del apartheid no se tradujo en ataques a los blancos, sino que toda la energía se dedicó a la redacción y adopción de una constitución moderna. En Estados Unidos la discusión, que duró más de diez años, se dedicó a la construcción de instituciones que permitieran pesos y contrapesos efectivos, confiriéndole al sistema de gobierno un equilibrio conducente a la estabilidad y viabilidad a la entonces nueva nación. Con todo y sus enormes diferencias, las tres naciones colocaron al ciudadano, y a las protecciones necesarias para que éste pudiera actuar, en el centro del entramado institucional que construyeron. Aquí los privilegios se sustentan en la limitación de las libertades y derechos de la ciudadanía.

Cada caso refleja sus circunstancias y peculiaridades, pero lo relevante para nosotros es que nuestro proceso de transición no ha consistido, más que marginalmente, en la construcción de nuevas instituciones, desarrollo de pesos y contrapesos ni mucho menos en la construcción de mecanismos para el desarrollo de una ciudadanía pujante, colocada en el corazón de la vida política nacional. Más bien, nuestra transición adquirió tintes defensivos: en lugar de orientar al país hacia el futuro, todos los esfuerzos se han concentrado en defender el statu quo y proteger los derechos adquiridos, cualquiera que sea su origen. Los partidos y políticos que negociaron los cambios en materia electoral de 1996 tuvieron más interés en encumbrar a tres partidos grandes y poderosos que en representar a la ciudadanía o crear un entramado institucional democrático. Ese déficit sigue ahí y tiene que ser atendido.

Desde una perspectiva ciudadana, el país ha ganado mucho con la disminución del poder de la presidencia porque se ha reducido de manera drástica la probabilidad de abuso por parte de una persona todopoderosa. Sin embargo, lo que en realidad ha ocurrido es que esa concentración de poder que antes existía en la presidencia ahora ha reaparecido en el liderazgo de los partidos en el poder legislativo, en los gobernadores y en los propios partidos. En cierta forma, esto constituye un avance dado que se trata de un poder de alguna manera negociado. Sin embargo, desde el punto de vista ciudadano, los costos de nuestra nueva realidad son abrumadores. El ciudadano no tiene acceso a la justicia y no existen protecciones cuando los partidos políticos deciden restringir sus libertades (como ocurrió con el caso que motivó el amparo). El punto no es defender el derecho de unos cuantos a comprar propaganda política sino reclamar derechos amplios, con sus debidas protecciones, para el conjunto de la ciudadanía.

La debilidad institucional que nos caracteriza es legendaria y quizá sea una de las explicaciones del pobre desempeño de nuestra economía. Ningún inversionista ni ahorrador con visión de largo plazo invertiría en un país donde los derechos ciudadanos no cuentan ni están protegidos. El tema, pues, no es electoral o de propaganda política sino de la esencia del desarrollo, del tipo de país en que queremos vivir.

 

¿Acordar qué?

Luis Rubio

La inseguridad pública ha adquirido un nuevo nivel de importancia política. Eso es lo que se puede derivar de la enorme cantidad de intercambios entre políticos que los ciudadanos hemos observado en estos días. Aunque hay muchas propuestas, conceptos e ideas en los medios, en el corazón de esos intercambios hay una gran confusión: todos los políticos quieren responder ante el reclamo ciudadano, pero sus propuestas son políticas, no relacionadas con la seguridad. Peor, ahora ya encontraron una solución mágica, un acuerdo nacional, que de pronto lo va a resolver todo.

Han sido días terriblemente reveladores de que a pesar de que la inseguridad lleva décadas de ser un flagelo para la ciudadanía, nuestros gobernantes siguen sin tener idea de cómo responder. De hecho, fue interesante poder observar que tuvo que ser una organización de la sociedad, México Unido Contra la Delincuencia, quien forzara el tema central al ámbito de la política: el problema de fondo es la falta de autoridad y legitimidad del sistema de gobierno y, en este caso, de las policías y del aparato judicial. Es decir, se trata de un problema institucional: el problema de fondo es la debilidad del Estado, en su más amplia acepción, por lo que cualquier respuesta que se pretenda dar tiene que pasar por ese tamiz.

El nuevo deus ex machina, la solución integral y súbita al problema de la inseguridad en el ámbito político, reside en un acuerdo nacional. Ahora nos encontramos con que nuestros políticos están seguros y convencidos de que todo se resolverá en el momento en que todos los gobernantes del país se reúnan y acuerden mayor coordinación, mejores procedimientos y, seguro, nuevas policías. Desde luego, no hay duda que al país le urge mejor coordinación, menos mezquindad y estrategias comunes, susceptibles de resolver el problema. Sin embargo, nada de eso avanzará si no se atienden los problemas de esencia o si, a final de cuentas, todo acaba en una feria de protagonismos personales.

Los acuerdos tienen un lugar en la política: de hecho, son su esencia. Pero si lo que se requiere es recobrar, o construir, la credibilidad de nuestro aparato policiaco y judicial, entonces los acuerdos propuestos sólo pueden servir en la medida en que creen instituciones capaces de transformar el tema específico y, confiadamente, a la larga, al país en general. Un pacto nacional tiene sentido si el objetivo es dejar a un lado los protagonismos, subordinar los objetivos personales y construir instituciones. Todo el resto es grilla, en el sentido más peyorativo de la palabra.

Desafortunadamente esa no ha sido la forma en que nuestros políticos están encarando el tema. Lo trascendente ha sido publicitar ideas impactantes, hacer anuncios que parezcan novedosos y desviar la atención mediática hacia lo irrelevante (como si tal o cual gobernante asistirá a la reunión o no). Por supuesto, no hay nada de malo en que proliferen tantas ideas sobre el tema de la inseguridad como sean posibles, aunque se trate de un tema técnico que, en muchos casos, requiere menos ideas que decisión política y un conjunto de expertos capaces de enfrentar el tema con pleno apoyo social y político.

Muchas de las ideas que flotan en el ambiente tienen sentido, aunque no siempre en nuestro contexto. Es lógico, por ejemplo, que se quieran importar ideas exitosas de otras latitudes, pero no es evidente que lo que funciona en un lugar como Italia, por citar un ejemplo exitoso en materia de seguridad pública, funcione en nuestro país: a pesar de su pésima estructura gubernamental, allá la institución nacional más sólida y respetada es el poder judicial y las policías. Gracias a esa solidez, que aquí obviamente no existe, los italianos vencieron a las mafias y han dado enormes avances en materia de seguridad pública.

En México el problema central es el institucional. Al margen de las técnicas y mecanismos específicos que los expertos pondrían en práctica, el mayor déficit lo tenemos en la debilidad de nuestras instituciones. Gracias a esa circunstancia, nuestras leyes sirven para justificar posturas pero no para cambiar la realidad. Las leyes sirven cuando existe un compromiso de cumplimiento y una capacidad de hacer cumplir ese compromiso. Evidentemente, ese no es nuestro caso. De esta forma, aunque hay ejemplos exitosos de actuación contra la criminalidad en diversos lugares y momentos, estos tienden a ser perecederos toda vez que dependen de la voluntad de un gobernante o actor y no de instituciones fuertes y sólidas que trasciendan en el tiempo.

En el país existen suficientes historias de fracaso y de éxito que muestran qué es lo que hay que hacer y quién lo tendría que hacer. El problema, en otras palabras, no es técnico. El problema es político: nuestras instituciones no permiten que el combate contra la inseguridad sea eficaz. Las experiencias exitosas muestran que las personas se adaptan al marco institucional, que los policías hoy incompetentes o delincuentes pueden transformarse y convertirse en una fuerza positiva en la lucha contra la delincuencia.

Un acuerdo o pacto nacional en materia de inseguridad tendría que partir del reconocimiento de que no contamos con ninguno de los elementos que son cruciales para enfrentar el problema de la inseguridad, como policías profesionales y competentes, además de respetados y respetables; ministerios públicos igualmente profesionales y competentes; jueces incorruptibles; cárceles realmente controladas desde donde sea imposible administrar la criminalidad; y una estrecha coordinación entre todos los integrantes del aparato que integra la seguridad gubernamental que no dependa de jefes políticos temporales. Sólo un reconocimiento de que no existe una solución mágica y que ninguno de los pactantes la puede aportar podría permitir comenzar a avanzar en esta materia.

Un pacto nacional sólo tiene sentido si el objetivo es que todas las fuerzas y autoridades políticas en el país aceptan la legalidad existente a falta de una adecuada o mejor como base para la interacción entre ellos. Una vez acordado eso, como ocurrió en la España post franquista, comenzarían a fluir acuerdos específicos, decisiones concretas y, confiadamente, la atención que requiere, por parte de expertos, la seguridad pública. La inseguridad no se puede resolver a través de protagonismos mediáticos.

La gran pregunta es si algo de esto es posible. Un acuerdo nacional es un instrumento, no un objetivo en si mismo: sirve en la medida en que contribuya a crear un marco institucional para el propósito específico. Todo el resto es demagogia y de esa la ciudadanía ya está harta.

 

Inseguridad

Luis Rubio

Bastó el secuestro y asesinato despiadado del joven Fernando Martí para que todo el mundo político se desviviera por tener una amplia presencia mediática, pero lamentablemente no para avanzar hacia la solución del problema de inseguridad que aqueja al país desde hace dos décadas. La vida de este niño y de todos los que, como él, ven cercenada o destrozada su vida y, en muchos casos, la de sus familias, reclama respuestas que vayan más allá de las declaraciones necias y de la aprobación de más leyes irrelevantes que nadie cumplirá.

La inseguridad pública en el país no es producto de la casualidad sino de una estructura institucional inadecuada que no se reforma, no se atiende y no se transforma. Seguramente habrá muchos argumentos que expliquen los rezagos, la descoordinación, la calidad de nuestras policías, ministerios públicos, sistema penitenciario y jueces pero es evidente que dos décadas de vejación sistemática de la sociedad no han sido suficientes para que gobiernos y legisladores, se pongan de acuerdo para enfrentar y resolver el problema. El ejemplo de Colombia, que en una década se transformó a cabalidad, debería servirnos si no de acicate, sí de argumento para acallar a todos aquellos que, debiendo ser responsables, no se responsabilizan.

No soy experto en la materia, por lo que carezco de ideas grandiosas sobre cómo debe enfrentarse el flagelo de la inseguridad. Lo que sí tengo es una serie de preguntas y planteamientos de sentido común, algunos propios y otros de terceros, que tienen que ser atendidos y pronto. Aquí van algunos obvios:

1. La inseguridad y los secuestros no son un fenómeno nuevo en nuestra sociedad. Sin embargo, las policías, con contadas excepciones, siguen siendo las mismas. Cada administración inventa una nueva academia de policía para alimentar a entidades e instituciones policiacas corruptas que acaban corrompiendo a los nuevos reclutas. ¿Qué no es obvio que urge transformar a esas instituciones para acabar con la corrupción y la incompetencia de las policías a todos los niveles?

2. A los políticos, sobre todo a los legisladores, les encanta proponer nuevas leyes, en este caso penas más severas, para enfrentar la inseguridad. ¿Por qué nadie se pregunta qué diferencia harían mayores penas cuando prácticamente ningún delincuente es capturado? Con la increíble tasa de impunidad que caracteriza a la delincuencia en el país, el castigo no hace diferencia alguna; hay que concentrarse en la calidad de las policías y la efectividad de la procuración de justicia.

3. Existen ejemplos de instituciones gubernamentales que fueron transformadas y profesionalizadas, eliminando la corrupción de sus fuerzas policiacas y de seguridad. El CISEN es quizá el mejor ejemplo. ¿Por qué no imitar ejemplos exitosos en lugar de inventar, una vez más, el agua tibia? El espectacular rescate de Ingrid Betancourt en Colombia debería al menos hacernos reflexionar que sí es posible, además de necesario, crear un cuerpo de seguridad competente, moderno y profesional.

4. Pervive una infinidad de mitos sobre las razones por las cuales no había inseguridad pública hasta los 80 ó 90; cualquiera que sea la explicación, es obvio que las circunstancias de antaño nada tienen que ver con las actuales: la población ha crecido, la complejidad del entramado social es extraordinaria, la diversidad política complica las cosas, la tecnología le otorga enormes ventajas al delincuente. Además, nuestro experimento democrático no ha sido muy feliz en términos de coordinación policiaca: en lugar de cooperar e intercambiar información, las instancias políticas compiten y desdeñan los temas de seguridad. Parecería obvio que se requiere una nueva concepción institucional y legal para atender de manera profesional los problemas de inseguridad que nuestros gobernantes han sido incapaces de resolver. Algunos países tienen sistemas de seguridad centralizados, otros manejan estructuras híbridas (federal-estatal) de diverso tipo. En el México de hoy la seguridad pública es tema del gobierno local, pero las entidades federales cuentan con instancias especializadas en temas graves como el secuestro. En lugar de resolver el problema, esta estructura crea vacíos que hacen posible la proliferación de la delincuencia. Yo no se cuál es el mejor modelo para nosotros, pero me parece evidente que el actual es totalmente inadecuado: si no otra cosa, el caso de Fernando Martí debería ser prueba suficiente de que las rencillas entre instancias y niveles de gobierno impiden que se atiendan los temas de seguridad pública. Habría que pensar en esquemas que trasciendan los tiempos políticos de funcionarios cambiantes.

5. Parece claro que el país necesita una visión de seguridad anclada en más inteligencia y menos fuerza bruta; un énfasis en atacar la rentabilidad de la industria del secuestro; más prevención y una atención decidida a las fuentes del persistente mal desempeño de nuestra economía: menos dogmas y más pragmatismo. Sobre todo, menos complacencia.

6. No hay tema más fundamental, de esencia, que defina la función de un gobierno que el de la seguridad pública. Tanto en la teoría como en la práctica cotidiana, el gobierno mexicano, tanto a nivel estatal como federal, ha sido rebasado por la criminalidad y ha demostrado una absoluta incapacidad para responder ante lo más esencial de su responsabilidad. El sociólogo alemán Max Weber afirmaba que el gobierno tiene el monopolio de la violencia. La realidad mexicana prueba lo contrario: la violencia está hoy en manos de la delincuencia y por lo tanto los delincuentes son el verdadero Estado. Y todo en la sociedad refleja esa situación, como lo ilustra el debilitamiento de valores esenciales como la honestidad y la verdad. La decisión de la Iglesia de no discriminar limosnas por su origen lo dice todo.

En estos días los ciudadanos hemos podido observar cómo se pavonean nuestros políticos respecto al tema de la seguridad. No resuelven nada, pero cómo quieren sacarle raja política al padecimiento ajeno. En algunos casos, como los brillantes retenes que inventó la policía capitalina, el resultado fue hacerle fácil el trabajo a los secuestradores. Ni la evidencia empírica ha servido para que nuestros gobernantes desarrollen un poco de humildad y dediquen al menos una parte de su valioso tiempo a temas como el de la seguridad pública. Por encima de los detalles, nuestros políticos quieren el voto de la ciudadanía pero no quieren atender sus preocupaciones y problemas.

La seguridad pública es un tema demasiado importante como para dejarlo en manos de políticos cuya única preocupación es su siguiente chamba.

 

Mezquindades

Luis Rubio

Aunque podría orientarse a la grandeza, al desarrollo y al futuro, la política mexicana vive, navega y se reproduce en la mezquindad. Todo nuestro mundo político, con excepción, claro está, de las ambiciones personales e individuales, es chiquito. Chiquita es la visión y chiquitos son los criterios con que se eligen equipos de trabajo. Esa forma de ser ha creado incentivos por demás perniciosos para el comportamiento de toda la sociedad política activa: igual quienes cobran como favores lo que deberían hacer por obligación, que los medios que chantajean sin el menor rubor; el gobierno que es pusilánime a la hora de regular a la economía y a sus actores prominentes, y el legislativo que siempre está presto a congelar cualquier iniciativa, buena o mala. ¿Qué no habrá una mejor manera de hacer política?

He aquí algunas consideraciones al respecto:

1.    Política ¿para qué? Esta es una vieja forma de discusión que emplean sobre todo los historiadores para definir su marco de referencia y acción. Lo mismo debemos preguntarnos sobre la política: ¿es un instrumento para lograr algo o un objetivo en sí mismo? Una definición de diccionario diría que se trata del «arte de gobernar» o «el arte de lo posible». Ambas definiciones, que desde luego no son exhaustivas, entrañan un sentido de propósito: la política sirve para lograr algo, así sea meramente «lo posible». En México parece que hemos caído en lo más primitivo: la búsqueda del poder por el poder a cualquier precio y sin reparar en costo alguno. Ahí están los plantones y la toma de la tribuna; también la llamada «congeladora», el basurero al que se envían las iniciativas de ley que nuestros legisladores decidieron no tocar, no porque fueran buenas o malas, sino para evitar controversia o la afectación de intereses. Ahí están las consultas diseñadas para impedir en lugar de proponer, resolver o construir. Mezquindad pura.

2.    ¿Actuar dentro de las instituciones? Sólo cuando me convenga parece ser la lógica de algunos prominentes actores políticos. Trabajan dentro de los marcos institucionales mientras eso favorezca sus intereses o avance sus preferencias. Pero la alternativa no institucional se mantiene siempre vigente y disponible. La mezquindad no se limita a los que ostentan cargos públicos. Pero, a diferencia de aquellos, quienes coquetean con la violencia y la no institucionalidad constituyen un riesgo de estabilidad para todos.

3.    La política social es motivo de permanente conflicto. Quien está en el poder cree que tiene derecho absoluto sobre su diseño; quien está en la oposición quiere institucionalizarla y transformarla en «política de Estado». Ninguno de los dos bandos repara en el hecho de que la política social corresponde hoy al reino de los gobiernos estatales, ese hoyo negro que se ha convertido en uno de los intocables de la política nacional, a pesar de sus cada vez más deleznables prácticas. Razonable pretender limitar los excesos, pero una política de Estado, si eso es lo que se va a construir, tiene que ser integral, incluyendo a la totalidad de sus participantes y no sólo a los de la oposición, quien sea que se encuentre en el gobierno en un momento dado.

4.    Las llamadas «políticas de Estado» son una gran idea en concepto, pero en nuestro país no son más que un medio para limitar al gobierno federal. ¿Por qué no comenzar por ponernos de acuerdo en cuál debe ser el contenido de, por ejemplo, la política exterior y, si eso se logra, entonces incorporarlo en ley? Nuestra naturaleza mezquina lleva a primero aprobar la ley, para luego intentar los acuerdos o, usualmente, imponer una postura partidista: la carreta adelante de los bueyes.

5.    Los equipos de trabajo son siempre chiquitos, para que no opaquen al jefe o jefa. Tampoco hemos logrado trascender el amiguismo. Baste observar los gabinetes estatales o federal para atestiguar lo obvio: hay personajes incompetentes, contraproducentes y hasta peligrosos para el cumplimiento de su función pero, eso sí, son amigos del gobernador o del presidente y que «el jefe les tenga confianza» es carta suficiente para dejarlos ahí. Nadie quiere funcionarios destacados y competentes que pudiesen opacar al superior. Lo importante es la imagen y la apariencia, no la trascendencia de la actividad política en la forma de progreso y desarrollo del país. ¿Alguien piensa en el ciudadano? ¿Hay visión de país?

6.    La mezquindad parece perenne. Pasan los años pero no cambian las perspectivas. Nixon perdió la presidencia por corrupto y trató de recuperar su credibilidad a través de una renovada visión del futuro de su país. Aquí seguimos en las rencillas de antaño. Lo importante es seguir saldando cuentas, no intentar inducir una nueva visión de grandeza y prosperidad.

7.    Los medios de comunicación, los líderes religiosos, los empresarios, los líderes sindicales, todo ese submundo que es parte integral de la política nacional, vive de los favores y los intercambios. Nadie construye nada más que imperios personales o intereses grupales. Fiel reflejo de la política, con la que guardan una relación simbiótica, todas estas personas y grupos viven en la rayita entre la legalidad y la ilegalidad, el chantaje y la extorsión. Como la ley no se aplica, la ilegalidad no existe: un inmenso lodazal que juega, como espejo, al estancamiento y a la mezquindad.

8.    Parecería que hemos pasado a la posmodernidad, aquella etapa en la que los actores políticos (como los partidos políticos) y los proveedores de servicios públicos (igual empresarios que gobiernos) se regulan solos. Aquí ya no requerimos autoridad que limite los abusos de los medios de comunicación o de los proveedores de energía, comunicaciones y demás. La autoridad es innecesaria y la Suprema Corte puede limitarse a lo formal: ¿para qué entrar al fondo de los asuntos si eso se puede esquivar?

9.    Los ciudadanos no nos quedamos atrás. Quizá como efecto reflejo, la ciudadanía rechaza todo proyecto de desarrollo (como puede ser un puente o un segundo piso). Buenas razones hay para ello, pero nadie piensa más allá de lo inmediato.

 

La mezquindad y bajeza es posible porque así lo hemos permitido los ciudadanos. En lugar de forzar a los políticos a responder a las necesidades y reclamos de la población y a las realidades evidentes caos vial, calidad de servicios, insuficiente crecimiento económico y, sobre todo, el rezago creciente del país respecto al resto del mundo-, la ciudadanía se ha contentado con evitar males mayores. Mucha historia justifica actitudes como esa, pero si los ciudadanos no estamos dispuestos a pelear por nuestros derechos nadie más lo hará.

 

www.cidac.org

Sacralizacion

Luis Rubio

Sacralizaciones y perversiones: dos lados de una moneda de uso (y abuso) particularmente frecuente en nuestro medio político. Por razones de coyuntura (y conveniencia particular) se sacraliza lo que se desea inmovilizar y poner a salvo de cualquier posible cuestionamiento, con el consabido resultado de que se pervierte la vida pública en el país: se impide el desarrollo económico, se encumbran los intereses más perniciosos y se construyen mitos y leyendas que resultan negativos para la abrumadora mayoría de los mexicanos, sobre todo los más pobres.

Basta mirar nuestro entorno diario para observar la cantidad tan impresionante de vacas sagradas con que vivimos y que fueron debidamente sacralizadas en su oportunidad. No queremos cambiar, vaya ni siquiera discutir, regímenes alternativos para la administración del agua: mejor la convertimos en un derecho constitucional, por consiguiente sagrado e intocable. En el caso de la energía eléctrica, la expoliación que lleva a cabo el Sindicato de Electricistas es, faltaba más, un derecho adquirido, y como tal sagrado e intocable que, además, hace imposible evitar el robo de luz. Permitir que se desarrollen fuentes de energía privadas, así sean renovables, constituiría un sacrilegio: mejor sacralizamos la energía eléctrica. El petróleo es por supuesto sagrado y por lo tanto intocable. El sindicato de PEMEX es sagrado (y un dechado de virtudes). Sacralizamos (o se autosacralizan) líderes sindicales y políticos, intelectuales y empresarios. Todos quieren ser intocables para hacer lo suyo sin que nada cambie ni nadie los toque.

Todo lo que no queremos cambiar se vuelve sagrado y con eso se anula cualquier discusión o análisis. El tema se torna intocable, así que ya para que hablamos del ejido o de las tierras comunales, de la supuesta gratuidad de la educación o de los pases automáticos.

Pero no por ser sagrados los temas se resuelven los problemas. El país enfrenta desafíos monumentales en todas las áreas mencionadas pero, por haber sido sacralizados, ni siquiera se pueden plantear como temas legítimos de discusión.

En algunos casos es el subconsciente colectivo el que crea las condiciones para que un determinado tema resulte ser intocable. Sin embargo, no tengo duda de que, en la mayoría de los casos, son los intereses particulares más mezquinos los que determinan la sacralización de un tema. En términos de valor y trascendencia, quizá no haya asunto más relevante que el del petróleo. En el espacio público, el petróleo ha sido sagrado por muchas décadas: todos sabemos que hay infinidad de vivales escondidos detrás del statu quo (por supuesto sagrado), pero cualquier cuestionamiento provoca la ira de los sumos sacerdotes, lo que acaba reforzando el muro protector que, por conveniencia personal o política, mantienen muchos de nuestros legisladores.

También hay un ejemplo maravilloso de cómo un grupo de interés, nada modesto, convirtió en sagrado su interés y, con ello, encumbró su posición en el mercado nacional. El lector recordará que uno de los acuerdos dentro del TLC era que se liberaría el tránsito de camiones de carga entre los tres países. La idea era que se eficientara el transporte de carga a fin de reducir costos a los productores y mejorar la competitividad de la economía mexicana.

Los primeros en oponerse fueron los poderosos sindicatos de transportistas gringos, los famosos teamsters. Acostumbrado a proteger su monopolio, el sindicato de transportistas logró que su gobierno incumpliera su compromiso de liberalizar el acceso de camiones mexicanos a ese país. Dada la historia siniestra de los teamsters, era perfectamente anticipable lo que harían, por lo que no fue sorprendente su capacidad de presión.

Lo que si fue novedoso y, en cierta manera asombroso por inteligente, fue la forma en que los transportistas mexicanos reaccionaron ante la posibilidad de enfrentar la competencia de camioneros extranjeros en México. En lugar de quejarse y presentarse como unos debiluchos incapaces de competir, como casi todo el resto de nuestra economía, los transportistas mexicanos decidieron tomar la ofensiva: demandar la apertura del mercado estadounidense. En lugar de argumentar la necesidad imperiosa de proteger su mercado, los transportistas mexicanos aprovecharon las tendencias proteccionistas de sus contrapartes estadounidenses y se dedicaron a exigir la apertura del mercado del vecino país. A sabiendas de que aquellos no cejarían en su oposición, los mexicanos se envolvieron en la bandera y crearon un mito más, sacralizando el sector. Es decir, aprovecharon el incumplimiento estadounidense para crear una nueva vaca sagrada que les garantiza una posición monopólica para siempre. Admirable.

Lo sagrado por definición es intocable. Si todos los grupos interesados en que nada cambie siguen saliéndose con la suya, van a acabar por paralizar al país en todos los frentes. Por setenta años, el PRI logró sacralizar al ejido y a la supuesta democracia mexicana (rara, inusual, poco democrática, pero sagrada a final de cuentas). El petróleo es sagrado desde los treinta. El agua en la última década. Uno por uno, nuestros intereses más mezquinos han logrado convertir en sagrado su interés particular. Paso a paso, se ha logrado pervertir la realidad nacional y crear hechos políticos que se tornan intocables.

Al mismo tiempo, cada vaca sagrada que se muere abre espacios de libertad y ciudadanía como ocurrió con el régimen electoral en 1996. Es tiempo de matar vacas sagradas.

En este momento no hay mayor vaca sagrada que el petróleo. Por buenas o malas razones, una porción significativa de la población ha aceptado, o al menos condona, la mitología de que el petróleo es de todos los mexicanos, que el sindicato sigue las prácticas ascéticas y humanistas de la madre Teresa y que cualquier modificación al régimen vigente constituye un sacrilegio, una afronta al mayor valor sagrado de nuestro régimen político. Esa parte de la población no se percata de que al aceptar esos valores, o participar en consultas, no hace otra cosa que sacrificar sus propios derechos y su capacidad para acceder al verdadero desarrollo. Serán los traumas de nuestra historia de que hablaba Edmundo Ogorman.

Aunque es de admirarse la capacidad de esos intereses particulares por protegerse, es en buena medida inexplicable la indisposición del mexicano común y corriente a desafiar esos valores e intereses, es decir, a velar por su propio interés. Gracias a esa pasividad, México se ha convertido en el reino de los intereses particulares, las vacas sagradas y los mitos. El problema es que de mitos no se come.

 

Costos ocultos

Luis Rubio

En México hay un virtual consenso sobre la importancia del crecimiento económico como factor de movilidad social, generación de riqueza y disminución de la pobreza. A pesar de esa obviedad, llevamos años sin poder determinar, ni mucho menos atacar, las causas del pobre desempeño que ha caracterizado a la economía del país. Se han hecho muchos esfuerzos por reformar la economía, elevar la productividad, atenuar la pobreza y, sin embargo, los resultados son magros. En este contexto es que es particularmente interesante la tesis de que al menos una parte importante de los pobres resultados económicos que hemos experimentado se debe a una serie de contradicciones que emanan de la política social.

Además del consenso sobre el crecimiento como un factor clave para el desarrollo, los economistas también comparten la noción de que la productividad es el factor determinante del crecimiento económico y del bienestar de la población. Mientras mayor la tasa de crecimiento de la productividad, mayor el crecimiento económico y mejores los ingresos de la población. La productividad crece en la medida en que los trabajadores van cambiando de empleos poco productivos hacia actividades de mayor valor agregado, algo que normalmente tiene que ver con la introducción de nuevas tecnologías. En abstracto, el consenso sobre estos conceptos es prácticamente universal. Los problemas comienzan en cómo lograr que esto suceda en la vida real.

En términos generales, la discusión sobre los problemas del crecimiento económico en el país se ha centrado en temas como los costos de la energía, el efecto de las distorsiones que causan los monopolios de electricidad, comunicaciones y petróleo, los endebles derechos de propiedad, rigideces en el mercado laboral, el sistema educativo, la enclenque recaudación fiscal o los míseros niveles de inversión en infraestructura. Todos estos son sin duda factores que impactan al desempeño de la economía. Sin embargo, como argumenta Santiago Levy en un extraordinario libro que publicó recientemente*, sin menospreciar todos esos elementos, hay otras posibles explicaciones para el fenómeno que caracteriza a nuestra economía.

Para Santiago Levy, excepcional analista y funcionario público, hoy economista en jefe del BID, un problema medular de la economía mexicana reside en la existencia de una política social contradictoria e incoherente que incentiva a los trabajadores a buscar empleos poco productivos, en tanto que propicia que las empresas inviertan en proyectos rentables pero de poco impacto social. En otras palabras, que la política social no es consistente y esa inconsistencia se traduce en incentivos que tienen el efecto de perpetuar una tasa muy baja de crecimiento de la productividad.

En concreto, su argumento es que algunos elementos clave de la política social, como el seguro popular, que sólo está disponible para quien no tiene un empleo formal (y, por lo tanto, no tiene acceso a los sistemas de salud), lleva a que la gente se mantenga en la informalidad, lo que implica que seguirá en actividades económicas de muy baja productividad. El conjunto de medios orientados a proteger a la población de diversos riesgos de salud, pobreza, desigualdad, etc. tiene por efecto el de propiciar que la gente no entre a la economía formal. El no hacerlo tiene efectos por demás perniciosos: se perpetúa la agricultura de subsistencia se subsidian las formas más ineficientes de auto empleo, se toleran formas ilegales de empleo asalariado y, en una palabra, se hace imposible que los trabajadores busquen empleos más productivos o que las empresas se aboquen a su propia modernización mediante la adopción de nuevas tecnologías. Es decir, la política social acaba impidiendo que se creen las condiciones para que la economía pueda crecer.

El argumento de Levy resulta ser escandaloso y se fundamenta en un acucioso análisis estadístico que concluye que, lejos de resolver o atenuar los problemas de desigualdad que caracterizan a nuestra sociedad, la política social constituye un fardo para el proceso de desarrollo. Levy es muy claro en que el problema no es de intenciones o buena fe ni tampoco propone eliminar la política social, algo que sería absurdo para la persona que concibió el programa Progresa, antecesor al actual Oportunidades. Más bien, la tesis que Levy esgrime es que algunos de los programas que integran la política social tienen efectos no anticipados como el de impedir que la gente entre a la economía formal (donde la absorción de tecnologías nuevas es casi automática), lo que lleva a que se perpetúe la informalidad, donde el efecto es exactamente el contrario. De esta forma, una buena idea, como el seguro popular, acaba siendo una trampa porque incentiva la permanencia de la informalidad; de hecho, premia la informalidad.

En suma, el argumento de fondo es que la política social incentiva la informalidad y la informalidad disminuye la productividad del conjunto de la economía mexicana. Lo que es peor, estos incentivos perpetúan la pobreza porque son los pobres quienes mayor probabilidad tienen de ser informales. De ahí que la propuesta de Levy sea que es imperativo redefinir la política social, hacer universal la cobertura de la seguridad social (para eliminar el incentivo a quedarse en la informalidad por no tener acceso a instituciones de salud) y modificar la política fiscal para que, por vía de impuestos al consumo, se financie un amplio programa de redistribución del ingreso hacia la población más pobre del país.

Las buenas intenciones, nos dice Santiago Levy, tienden a tener costos ocultos muy elevados y extraordinariamente perniciosos.

Derechos de la niñez

UNICEF-México está convocando tanto a organizaciones de la sociedad civil dedicadas a las promoción y protección de los derechos de la niñez y los adolescentes como a todos los investigadores, académicos, estudiantes de nivel superior y posgrado a participar en sendos concursos sobre las mejores prácticas para la protección de los derechos de los niños y los mejores trabajos de investigación en estos temas. Se trata de un gran esfuerzo por concienciar a la sociedad mexicana de los temas de la niñez, promover estudios y proyectos sobre estos temas y, sobre todo, avanzar en la protección de estos derechos tan fundamentales. En un país caracterizado por tanto abuso de la niñez baste observar el trágico fenómeno de los niños de la calle- el esfuerzo de UNICEF México debe ser apoyado por todos.

*Good Intentions, Bad Outcomes: Social Policy, Informality, and Economic Growth in Mexico, The Brookings Institution, 2008

 

Mirando al futuro

Luis Rubio

Trabajar para la comunidad, defender los derechos de los agremiados, desarrollar programas de estudio, actualización tecnológica y construcción de capacidades personales son todas ellas acciones concebidas para construir un futuro más exitoso para los miembros del sindicato. La líder habla en términos del futuro, del desarrollo de nuevos negocios, servicio a sus bases, del cambio y adaptación a un entorno cambiante en constante evolución.

La actitud es de servicio y trabajo para la organización y no para el control de la membresía. Contrasta el estilo abierto, entrón y propositivo con la tradición legendaria de sometimiento, subordinación y explotación que históricamente ha caracterizado a nuestro sindicalismo, incluyendo aquel que se precia de progresista como escudo para ocultar su verdadera naturaleza autoritaria y hasta fascista.

Para esta líder, lo importante es mirar al futuro, frase que repite una y otra vez en distintos contextos. Sabe bien que sus agremiados necesitan apoyos, tienen carencias muy concretas y enfrentan un mercado laboral y, en general, económico que cambia con celeridad. Si el sindicato no atiende las necesidades de esos agremiados deja de tener vigencia y viabilidad. Esta realidad se convierte en un acicate que transforma la naturaleza de la relación entre la base y su liderazgo. La líder está ahí para ayudar a que mejore la calidad del trabajo y, por lo tanto, la vida de sus agremiados.

En función de esto, sus programas y actividades no se refieren a estrategias dedicadas sólo a elevar el salario que pagan los patrones, sin preocuparse de las consecuencias de ese tipo de objetivos, sino a ofrecer un amplio menú de instrumentos y servicios para que los agremiados encuentren más y mejores formas de llevar a cabo su trabajo, desarrollar nuevas capacidades, crear negocios propios y, en una palabra, logren avanzar en la vida de manera exitosa. Es decir, el sindicato está ahí para verdaderamente servir a sus integrantes.

La líder que conocí no supone que ya llegó para hacer de las suyas con los fondos sindicales ni para utilizar a los agremiados como carne de cañón para sus entramados políticos. Entiende al sindicato y a su función como una responsabilidad de servicio, y no como estamos acostumbrados: a ver llegar a los líderes a disfrutar las mieles y beneficios del poder y del control sobre los trabajadores. Más bien, ella concibe su trabajo como el de atender las necesidades de los sindicalizados y anticipar los retos que presenta el entorno, a sabiendas de que, si no cumple a satisfacción, será derrotada en las próximas elecciones.

Observar a los integrantes de este sindicato es interesante y permite dejar volar la imaginación. Los nombres son los que todos conocemos: Antonia, José, Juan, Pedro, Eréndira y Camila. Los apellidos igual: Díaz, González y Pérez. Uno podría pensar que se trata de agremiados y de un sindicato como cualquiera de los que conocemos. Pero la realidad es otra. Lo que cambia es el domicilio y la diferencia es total.

La líder que describo es mexicana (de apellido Durazo) pero vive en Los Ángeles y comanda un sindicato que agrupa a trabajadores de las industrias de servicios, sobre todo restaurantera y hotelelera, mexicanos en su abrumadora mayoría. Sin embargo, cambia el domicilio, se cruza la frontera, y todo lo demás es distinto. Allá los sindicatos están para servir al agremiado, aquí para someterlo y explotarlo.

En abstracto, uno podría pensar que dos sindicatos que representan a un grupo de mexicanos, uno en México y otro en un país distinto, serían esencialmente idénticos. La semejanza, en esa observación atemporal y en abstracto, se derivaría del hecho que se trata de personas con un bagaje cultural idéntico, hijos de un sistema educativo influenciado por libros de texto diseñados bajo una concepción autoritaria del mundo en la hay una verdad absoluta e indisputable. Pero, a pesar de todas estas semejanzas, la realidad es otra.

El sindicalismo mexicano no se reproduce en otro contexto social y político. La corriente sindical orientada al control y a la sumisión se queda en México, en tanto que la de servicio a sus agremiados echa raíces en Estados Unidos. El contexto lo cambia todo. Así como las personas en lo individual se comportan de maneras distintas en contextos diferentes, las relaciones laborales y las organizaciones sindicales responden al contexto en el que se encuentran. Un entorno de competencia política y económica promueve sindicatos volcados al servicio y a la atención del sindicalizado, que siempre tendrá la opción de cambiar de liderazgo en la siguiente elección. En México, en un contexto de monopolios mentales, políticos y legales (aunque no se llamen monopolios), el sindicalismo sirve para controlar, someter y dominar.

Cualquiera que crea que el mexicano es incompetente, propenso al autoritarismo e incapaz de hacer valer sus derechos no tiene más que observar cómo el entorno cambia todo. Aquí el sistema privilegia a los sindicalismos monopolistas, allá la competencia determina quién encabeza al sindicato. Las personas son las mismas y seguramente muchos tienen parientes en organizaciones similares de los dos lados de la frontera. La diferencia es inconmensurable. Allá el sindicato promueve su desarrollo, aquí los oprime.

El fenómeno sindical es apenas la punta de un iceberg. La líder que tuve oportunidad de conocer y observar se desvive por construir un futuro y hacer posible el éxito de sus agremiados. Los sindicatos mexicanos viven para explotar el control del que gozan y la total ausencia de libertad de decisión y elección de los agremiados. No me queda duda que el miembro de ese sindicato estadounidense es una persona libre que puede optar por la organización sindical de su preferencia e igual puede no pertenecer a ninguna y nada de eso conculca sus derechos. Pero cuando opta por participar en un sindicato, espera servicio y cumplimiento por parte del liderazgo.

En México llevamos años de pretender que podemos cambiar nuestra realidad sin cambiar nada. Todos queremos una economía pujante y un entorno de libertad en el que podamos desarrollarnos hasta el límite de nuestras capacidades, pero no estamos dispuestos a hacer nada que permita construir esa nueva realidad. Aceptamos el abuso y toleramos la sumisión como si fuesen valores universales y deseables. Muchos mexicanos se han ido del país porque quieren una vida mejor. A juzgar por el panorama de esta pequeña ventana, su mundo es mucho mejor del que jamás podrían haber aspirado a lograr aquí. Allá miran al futuro; aquí, pues, usted ya sabe

 

Mitos

Luis Rubio

Mitos, muchos mitos pululan en nuestro ambiente político y estos se encarecen en la medida en que se acerca el próximo periodo electoral. Los partidos se preparan para las elecciones intermedias de 2009, construyen estrategias y proyectos que, confían, les permitirán mejorar su posición relativa en la cámara de diputados. Cada partido en su circunstancia, pero todos viviendo de expectativas y una acusada mitología. Todos hacen supuestos que igual pueden acabar materializándose, que ser meras ilusiones. Algunos observan éxitos de otros partidos e intentan replicarlos sin reparar en el hecho de que no todo es como parece. Los mitos son distintos en cada partido, pero la mitología es universal.

Los priístas están envalentonados por su historial reciente de triunfos a nivel estatal, en tanto que los panistas intentan reconstruir su capacidad electoral luego del desperdicio que representó la falta de estrategia y realismo de su anterior liderazgo partidista. Los perredistas siguen divididos y atosigados por su fallido candidato a la presidencia. Cada uno vive sus propias penurias y conflictos, aunque algunos, sobre todo el PRI, tienen tal comprensión (y ansia) del poder que tienden a subordinar sus disputas internas en aras de maximizar sus victorias. Aquí van algunos de los mitos:

Mito uno: quien gana una elección tiene derecho a una red clientelar. Mito perverso pero casi ubicuo del que hoy hacen gala los gobernadores pero que no siempre funciona. Hay estados poco propensos al clientelismo, otros en los que el electorado responde a lógicas distintas a las tradicionales. Lo que es patético para una democracia es que nadie quiera romper con la lógica clientelar para avanzar hacia una lógica profesional y ciudadana. Los costos de mantener lealtades en términos de eficiencia social pueden ser incalculables.

Mito dos: se pierden las elecciones cuando no se juega a las clientelas. La noción de que todo en una elección depende de las clientelas políticas ha llevado a crasos errores, sobre todo al PAN, que no acaba por definir cómo construir plataformas ganadoras para los procesos electorales a nivel local. Las clientelas son la vieja forma de hacer política: aunque parezca raro dada la forma de ser y actuar del PRD, en la medida en que la ciudadanía madura, el potencial clientelar disminuye. La política social requiere profesionales que siempre serán más efectivos que los delegados partidistas que no ganan elecciones y sí distorsionan la política social. En todo caso, hoy son los gobernadores, ya no los delegados, quienes tienen las bolsas llenas de dinero. Al mismo tiempo, el mayor perdedor de la reforma electoral reciente fue el ejecutivo, que perdió toda capacidad de acción electoral y política.

Mito tres: nombrar delegados estatales de filiación partidista da una ventaja sustantiva al partido en el gobierno. Este mito resume un reclamo por parte de los priístas en contra del PAN. Se quejan cuando el gobierno federal envía como delegados a entidades gobernadas por el PRI a activistas políticos. Sin embargo, la evidencia empírica en esto es abrumadora: los gobernadores han adquirido tal poder y capacidad de dispendio que los delegados son unos meros niños de párvulos en estas materias, independientemente del partido al que pertenezcan.

Mito cuatro: si algo trae el emblema del gobierno federal, la gente automáticamente votará por el partido en la presidencia. Como en el caso anterior, los partidos de oposición han sido particularmente proclives a negarle al gobierno federal el beneficio mediático de sus iniciativas y acciones. Lo obvio es que la gente es más inteligente que eso porque su voto rara vez refleja las dádivas gubernamentales. Más bien, crecientemente responde a su intereses y a su percepción de cómo estos pueden avanzar en el futuro. La ciudadanía, aunque enclenque, va adelante de los políticos.

Mito cinco: una buena campaña garantiza la victoria. Este es quizá el mito más pernicioso de entre los que pululan el entorno político. Muchos creen que las elecciones se ganan el día de los comicios. La evidencia es casi universalmente contraria: las elecciones, sobre todo las intermedias, se ganan y pierden con el actuar sistemático del gobierno (sobre todo los locales) con la población. La ciudadanía observa el actuar gubernamental en el tiempo y premia o castiga a los partidos con ese criterio. Ninguna campaña local se gana en un solo día. Si así fuera, los gobernadores simplemente se embolsarían la totalidad de los fondos que reciben en lugar de dispendiarlos tratando de ganar adeptos.

Mito seis: el servicio civil de carrera va a encumbrar al gobierno que lo instrumentó en el poder federal. La introducción del servicio civil de carrera el sexenio pasado causó escozor entre los partidos de oposición porque consideraron que era una receta para que el PAN se afianzara en el poder. En ausencia de instituciones fuertes, el resultado fue exactamente el contrario: el nuevo sistema provocó daños, disfuncionalidades y, con frecuencia, encumbró la mediocridad. Un buen gobierno requiere de un servicio civil de carrera, pero un servicio civil de carrera no garantiza un buen gobierno. Si los incentivos no son correctos, vamos a acabar con una burocracia inamovible y mucho peor que la de antaño.

Lo que seguro no es mito es que nuestros políticos y funcionarios siguen teniendo la facultad de decidir, realmente de optar, si van a ser honestos o no, y si van a cumplir con los objetivos y responsabilidades de su función. Nuestros políticos y funcionarios siguen distinguiéndose de dos maneras: aquellos que llegan al puesto para hacer, o al menos intentar hacer, algo constructivo y productivo, y aquellos que llegan meramente para estar. Esto, por supuesto, sin considerar a los que tienen por objetivo meramente expoliar. Pocos entienden el entorno nacional y la diversidad tan impresionante que caracteriza al país y, por lo tanto, hay una marcada inhabilidad para construir soluciones que trasciendan las pequeñas realidades locales.

Muchos mitos son mitos y nada más. Otros son extraordinarios instrumentos retóricos para presionar al gobierno y forzarlo a que actué de acuerdo a los intereses de sus contrapartes. Casi todos son apuestas perdedoras para la ciudadanía porque no hacen sino afianzar prácticas autoritarias por la vía de la discrecionalidad burocrática, lo que siempre fortalece al statu quo. Desde que triunfó el PAN en 2000, el PRI ha mantenido una línea dura que ha logrado intimidar al gobierno federal, pero no ha logrado la presidencia. Capaz que falta esclarecer otros mitos.

 

¿Qué Corte?

Luis Rubio

¿Qué clase de democracia queremos los mexicanos? ¿Qué clase de Suprema Corte amerita esa democracia? Uno puede tener muchas respuestas a estos planteamientos, pero esta semana la Suprema Corte de Justicia optó por desperdiciar al menos una primera oportunidad por establecer definiciones centrales sobre el tipo de democracia que será la mexicana. A través de un amparo, se le solicitó a la Corte que definiera si existen derechos inviolables o si basta un cambio de vientos políticos para que todo el andamiaje constitucional, y la certidumbre que de éste se deriva, se vengan abajo. Son temas de esencia.

La reforma electoral aprobada el año pasado modificó varios de los elementos fundacionales de la democracia mexicana. En contraste con otras naciones que construyeron transiciones integrales hacia la democracia, en nuestro país el proceso fue acotado y desarrollado a regañadientes. Fue acotado porque la lógica que dominó no fue la de la construcción de una nueva forma de gobernarnos, sino la del apaciguamiento de las oposiciones. Es decir, se negoció con un espíritu de otorgamiento de concesiones y no con el ánimo de la construcción de un nuevo estadio político.

Los acuerdos de la década pasada en materia electoral fueron el producto plausible de esas negociaciones. Se construyó un andamiaje institucional para responder al principal reclamo de las oposiciones de entonces: que los procesos electorales eran vergonzosos y no confiables. De ahí que se construyera un conjunto de instituciones en torno a lo que acabó siendo el Instituto Federal Electoral y el Tribunal  Electoral como la esencia de una nueva era en materia electoral. Aquellas reformas le confirieron autonomía a los órganos electorales, certidumbre a los partidos políticos y credibilidad a la población en general. Como resultado de esto, México no entró a la democracia en pleno, pero los mexicanos por fin pudimos estar orgullosos de nuestro sistema electoral y de los resultados que de ahí comenzaron a fluir.

El entorno ha comenzado a cambiar. Como resultado de las reformas del año pasado, atrás quedó la inamovilidad del Consejo del IFE, órgano que pasó a depender, para todo fin práctico, de las veleidades de los partidos políticos. Más grave, como parte de aquellas reformas, se modificó uno de los preceptos básicos de nuestro régimen constitucional: la libertad de expresión.

Como decía antes, la democracia mexicana nació coja porque no se modificó el régimen político en su conjunto, sino que sólo se transformó un componente del sistema, el electoral. De esta manera, persisten no sólo las estructuras e instituciones del viejo régimen, sino sobre todo los criterios que lo caracterizaron: ya no tenemos una presidencia exacerbada, pero los ciudadanos seguimos siendo una parte marginal de la vida política. Ahora mandan actores partidistas, pero su comportamiento es similar al de la presidencia de antaño.

Por eso la pregunta inicial: ¿qué clase de democracia queremos? ¿Queremos una democracia representativa en la que los ciudadanos podamos ver a nuestros diputados y senadores como voces y representantes de nuestros intereses o una democracia dirigida al servicio de los partidos políticos? ¿Queremos una democracia en la que se respeten las reglas del juego o una en la que éstas son modificables según cambien los criterios del legislativo?

Estos temas no son abstractos: al modificarse el régimen de libertad de expresión (baste ver sus absurdos resultados en la forma de censurar los spots por parte del IFE), la reforma electoral trastocó quizá el derecho más fundamental de la libertad humana, el de expresarse. ¿Seguirán ahora modificaciones a las garantías en materia de esclavitud, el voto de la mujer o la libertad religiosa? Quizá suene absurdo, pero el hecho es que hemos entrado en territorio desconocido: es evidente que ninguna libertad es absoluta, pero las restricciones que ya se introdujeron al régimen constitucional son por demás peligrosas y anuncian un camino resbaladizo.

Lo que está de por medio en los amparos que tiene la Suprema Corte frente a sí es fundamental y mucho más grande de lo que los integrantes de la propia Corte parecen haber reconocido. A mi juicio, hay tres elementos medulares que la Corte tiene que contemplar en su propio proceso de decisión. Primero, la gran pregunta es cuál es la función de un Tribunal Constitucional en un régimen democrático. En contraste con las cortes equivalentes de Argentina, España y Estados Unidos, instituciones que se han destacado por asumir funciones transformadoras en materia de derechos ciudadanos y humanos en general en sus respectivas sociedades, nuestra SCJ ha sido más bien complaciente y cada vez más propensa a satisfacer clientelas diversas a través de los medios. La Corte tiene que decidir si se convertirá en el factor que rompe desempates entre los otros poderes y contribuye a construir un régimen democrático integral o sigue siendo un mero tribunal más.

Una segunda definición fundamental es sobre los derechos o garantías fundamentales de los mexicanos. ¿Existen garantías sacrosantas o todas son modificables? Así como se erosionó la garantía de la libertad de expresión, ¿sería posible revertir el voto de la mujer o restituir la institución de la esclavitud? La Corte tiene en su fuero definir si se trata de reglas esenciales, inamovibles, de la interacción social y política en nuestra sociedad.

Finalmente, el tercer elemento que tiene la Corte frente a sí, el que es materia específica del amparo del que yo soy parte, es el de la libertad de expresión. Nuestra denuncia a la no resolución de este amparo no responde a un capricho; obedece a la afectación de libertades para todos los ciudadanos que requieren que instituciones como la SCJ los protejan de la impunidad generalizada. La forma de censurar del IFE ha hecho evidente que existen enormes riesgos a la libertad de expresión y que esos riesgos son iguales para todos los actores políticos y sociales. La Corte tiene que definir si se trata de un derecho fundamental o no; y si decide legitimar la censura política.

Nuestra SCJ se ha dedicado a resolver problemas administrativos. Su indecisión respecto a sus funciones daña no sólo a la democracia sino a su propia estatura en el desarrollo de país. La pregunta es si va a trascender como la gran constructora de nuestro futuro institucional. Hoy tiene la oportunidad de redefinir su naturaleza y asumirse como la institución transformadora del futuro del país. La pregunta de fondo es si se asumirá a sí misma como el Tribunal Constitucional que México necesita o seguirá a la espera del aplauso partidista.

 

Arbitrariedad

Luis Rubio

El Distrito Federal se ha convertido en una de las entidades más arbitrarias y más apartadas de la legalidad del país. No sólo se violan de manera sistemática las leyes y reglamentos que el propio gobierno de la ciudad emite o propicia, sino que se crean mecanismos cada vez más arbitrarios para abusar de la ciudadanía. La discrecionalidad de que gozan todo tipo de funcionarios, empleados y policías de la ciudad se traduce en permanente arbitrariedad. Pobre ejemplo de la entidad más rica y compleja del país para el resto de la nación.

Se podría afirmar que la arbitrariedad es la sangre que corre por las venas de las administraciones de la ciudad. Antes, en la era de las administraciones duras (ej. Uruchurtu), se empleaba para hacer cumplir las disposiciones y reglamentos por cualquier medio. Más recientemente, bajo la noción de que la paz social es el bien superior, se han cometido toda clase de tropelías. Pero nunca nada como el nivel de arbitrariedad que existe en la actualidad.

Del viejo corporativismo priísta y de las organizaciones sociales, políticas y de reivindicación de vivienda que surgen del sismo de 1985, nació el control vertical que hoy ejerce el PRD en la capital del país. El cambio no fue menor. Recuerdo, en mis años de estudiante al inicio de los 70, ver actos políticos y partidistas en los que lo que dominaba eran las pancartas de los sectores del PRI: la CNC, CNOP y CTM. Eso cambiaría de manera radical en las décadas subsecuentes: esas entelequias fueron substituidas por toda clase de organizaciones cuya característica común era la ilegalidad de su origen o actividad. Así, en lugar de sindicatos tradicionales (y corruptos), lo visible son los taxistas piratas, los invasores de predio y los comerciantes informales. Pero lo verdaderamente importante es que cambió la fachada y la naturaleza de las organizaciones, pero no las estructuras corporativistas ni el control político vertical. A partir de que se comenzó a elegir el jefe del DF, el PRD convirtió a las organizaciones corporativistas en una impresionante maquinaria de control.

La combinación de corporativismo, arbitrariedad e ilegalidad (mecanismos que las autoridades del DF consideran normales, naturales y hasta democráticos) es letal para la ciudadanía y para el desarrollo del país. En nombre del pueblo, el corporativismo sirve para controlar a la población, utilizar a las organizaciones sociales para fines partidistas y particulares, bloquear avenidas, realizar plantones, extorsionar comerciantes (igual informales que formales), administrar actividades ilegales y, además, apuntalar y financiar carreras políticas. Ese corporativismo permite el abuso de la población, la construcción de obras inadecuadas e irregulares (como los segundos pisos que no van a ningún lado y cuyo costo sigue siendo secreto), las manifestaciones contra el supuesto fraude del 2006 y hasta la justificación de las irregularidades en la elección interna del PRD. Corporativismo y arbitrariedad son dos caras de una misma moneda.

La discrecionalidad es una facultad necesaria para cualquier autoridad, siempre y cuando existan reglas claras al respecto. Un inspector debe poder diferenciar entre un restaurante que está llevando a cabo obras para asegurar la limpieza en el manejo de los alimentos de uno que se rehúsa a llevarlas a cabo, aunque, en ese instante, ninguno de los dos cumpla la norma. Esa latitud es lógica. Pero lo que tenemos en la capital es arbitrariedad pura. Con facultades discrecionales y, seguramente, un poco de ayuda monetaria, se autoriza la construcción de edificios donde no hay agua o estacionamientos y se pretende construir una mega torre sin atender las implicaciones de esa construcción sobre la zona y el tránsito vehicular. Quizá no hay ejemplo más patente para el ciudadano común y corriente que la pretensión de que la ciudad funciona de maravilla: ¿A quién, si no a la más pura mentalidad arbitraria, se le pudo ocurrir instrumentar un sistema de puntaje para las sanciones de tránsito con los policías y reglamentos que tenemos? ¿Qué no era obvio que eso se convertiría en un nuevo instrumento para la corrupción y abuso?

Más allá del control político, pero de manera inexorablemente vinculada a éste, a partir del sismo y con la elección del jefe de gobierno, el DF ha pasado a ser el epítome del abuso y la arbitrariedad. Los reglamentos de construcción son ampliamente conocidos, pero sólo se aplican cuando no hay mordida de por medio: los innumerables asentamientos irregulares hablan por sí mismos. Como ilustra el sismo mismo, la arbitrariedad ha hecho posibles muchas carreras políticas. La misma arbitrariedad y abuso contra la libertad de los ciudadanos es patente en las redadas de jóvenes en antros y colonias populares, así como la nueva modalidad de retenes en las calles de la ciudad: patrullas obstruyendo el tránsito para supuestamente identificar delincuentes. Hoy hasta los vehículos de turistas de otros países o estados son objeto de esa arbitrariedad tan perniciosa: ¿no que queríamos ser una ciudad ejemplo en servicios turísticos? Todo en nombre del pueblo y al servicio de la corrupción.

El más reciente de los instrumentos de la arbitrariedad es sin duda el llamado a una consulta en materia de petróleo. Al margen de la legalidad o constitucionalidad de semejante iniciativa, es evidente que se trata del uso partidista más flagrante de un instrumento público diseñado para otros propósitos (temas del DF). Siendo el PRD el segundo contingente más grande en el congreso federal, no es posible aceptar que el partido que domina y controla a la ciudad de México carezca de instrumentos para actuar de manera legítima y legal. El problema es que la arbitrariedad es parte inherente al modo de actuar de ese PRD corporativista y abusivo.

Si se tratara meramente de la administración de una ciudad cualquiera, el problema sería menor. Pero por su localización estratégica en términos políticos y mediáticos, los abusos y excesos que emanan del DF tienen consecuencias para el país en su conjunto, toda vez que implican la destrucción cada vez más acelerada de cualquier vestigio de sociedad capaz de resolver sus diferendos de manera institucional. ¡Qué falta nos hace la corriente socialdemócrata y de izquierda moderna en la ciudad y en el país!

En uno de sus momentos estelares, José López Portillo afirmó que él era responsable del timón, más no de la tormenta. Nuestros próceres del PRD en el DF parecen venir de la misma tradición: ellos sólo son responsables de la arbitrariedad e ilegalidad. Las consecuencias son para la población y el país.