Fundamentalismos

Luis Rubio

Cada día que amanece, el país vive una disputa. Día a día, se confrontan ideas, posturas e intereses, que buscan darle una forma particular al futuro. Para unos, ese futuro tiene la forma de una utopía; para otros, de paraíso. Los utopistas imaginan y sueñan con la perfección y tratan de construirla, de manera cotidiana, con acciones específicas que tienden a chocar frontalmente con los intereses creados más encumbrados. Los que persiguen el paraíso tienden a pensar en un panorama en el que finalmente triunfen sus intereses y puedan explotar al país sin miramiento. Se trata de dos fundamentalismos que, a pesar de chocar por su origen absolutamente opuesto, acaban complementándose. Mientras esa sea la realidad del país, no habrá salida.

La interacción entre intereses y fundamentalismos lleva a que se afiancen posiciones, endurezcan posturas y, a final de cuentas, a que se sacrifique el futuro del país. La gran pregunta, una que amerita profundas reflexiones, es cómo, en este contexto, se puede cambiar al país, reorientar su desarrollo y construir algo mejor.

Si uno le preguntara a quienes persiguen utopías o paraísos, da igual, qué es lo que quieren, su respuesta sin duda sería contundente: un mundo mejor, cambiar, salir adelante. Unos emplearían lenguaje grandilocuente, otros serían más específicos, pero ambos contestarían algo similar. Ni duda cabe que los utopistas son más honestos en cuanto a su búsqueda que quienes persiguen el paraíso porque, a final de cuentas, su motivación es la de la redención. Sin embargo, ambos contribuyen a que nada cambie: al no darles salidas creíbles, realistas, a los que buscan el paraíso, los utopistas solo logran que éstos se aferren a lo que existe porque cualquier otro esquema les es inconcebible, amenazante y, por lo tanto, imposible.

Sobran ejemplos de estos comportamientos. El caso de la transparencia es uno por demás evidente: de un objetivo absolutamente impecable y necesario (conocer la documentación, entender la lógica del tomador de decisiones, exigir que el funcionario rinda cuentas) hemos pasado a un fetiche: exhibir, exponer, poner en evidencia. La idea de un cuerpo colegiado dedicado a ese tema era precisamente que existiera una capacidad para discernir. Pronto, sin embargo, lo importante dejó de ser el discriminar entre lo que es meritorio y necesario de ser publicado y lo que no lo es, para iniciar una cruzada. Un ejemplo dice más que mil palabras: ¿a quién beneficia más, a la población o a los delincuentes, el que se publicite qué bandas de delincuentes tiene identificadas la autoridad policiaca o judicial? Parece evidente que si esa información fuese hecha pública, los delincuentes tendrían inteligencia gratuita y, por lo tanto, ventaja en la lucha contra la criminalidad.

De la misma forma, pero en sentido contrario, ¿a qué concepto de transparencia se sirve cuando la procuraduría presenta ante las cámaras de televisión, y antes de ser presentados ante un juez, a un grupo de detenidos supuestamente culpables de lanzar las granadas en Morelia? La escena es grotesca: obviamente golpeados, estos personajes no son interrogados, sino conducidos en sus respuestas. No se les pide que cuenten lo que saben sino que se les va orientando, ahí en público, para que contesten en determinada forma. Además de poco profesional, ¿sirve eso a la famosa transparencia?

El IFE no se queda atrás. No tengo duda que el IFE sabe contar votos, pero algunas de sus sanciones y multas huelen a intentos absurdos por establecer equivalencias morales. ¿Debe sancionarse a un partido por enviar cartas durante un periodo de tregua voluntaria, no establecida en la ley? De igual manera, ¿tiene sentido que se multe a un partido por el actuar de su contingente en el recinto legislativo? Estoy seguro que algún abogado podrá encontrar justificación jurídica para ambas sanciones, pero ¿no es un poco talibanesco jugar con fuego de esta manera? ¿No habría tenido más sentido haber lidiado con el plantón con un ejercicio inteligente, pero decidido, de autoridad?

Los intereses creados que construyen sus propios paraísos no requieren mayor discusión o ilustración. El comportamiento abusivo de quienes toman las calles para molestar al resto de la ciudadanía es elocuente. Lo mismo se puede decir de los sindicatos que se han adueñado de la riqueza petrolera y de la educación, de la electricidad y de las universidades. Por intereses creados capaces de describir y construir su propio paraíso no paramos.

Los años y la experiencia de instituciones como el IFAI, el IFE y la Comisión de Competencia prueban que por ese camino no se logra más que proteger a los intereses creados más encumbrados, siempre más hábiles para darle la vuelta a lo importante. Por ese camino no se ha logrado transformar al país. No niego que hay algunos avances en el camino, pero el fundamentalismo que las caracteriza y los costos que trae como consecuencia tienden a ser más onerosos que los beneficios.

Para que el país cambie no se requiere de funcionarios iluminados o filósofos dando cátedra desde sus torres de marfil. Estos han resultado contraproducentes y su costo inconmensurable. Tampoco tiene sentido ir a procurar a los intereses creados, igual del lado privado que del político o sindical: esos tienen un interés creado en preservar su Nirvana y nada más.

El país requiere políticos pragmáticos que no tengan más interés que el de construir, resolver, sumar y avanzar. Pragmatismo sin visión es lo mismo que un taxista sin domicilio al que conducir y eso es lo que hemos tenido por muchos años. Urgen políticos con claridad de propósito y convicciones profundas: el objetivo no es solo evitar conflictos y mantener el bote a flote sino, paso a paso, transformar al país. El poder para hacer, no para acumular.

La estabilidad es indispensable, pero no es suficiente. Llevamos décadas en que el objetivo ha sido librarla razonablemente bien. Hoy necesitamos políticos convencidos de la necesidad de cambiar y avanzar hacia un mundo competitivo y democrático. Políticos firmes, dispuestos a emplear la fuerza pública y la autoridad, pero con un sentido de propósito y no meramente por el prurito de hacerlo. Políticos que saben que las concertacesiones no son más que incentivos al desorden, pero que, al mismo tiempo, entienden que en ocasiones es indispensable ceder como parte de un proceso de avance. Es decir, no la mediocridad de la estabilidad por la estabilidad misma, sino la política y la negociación como instrumentos transformadores. Políticos capaces de hacer lo posible sin pretender utopías ni paraísos, ambos, como diría Kippling, impostores.

 

Enfoque

Luis Rubio

La nueva realidad económica de México y del mundo puede ser vista como una maldición o como una oportunidad. Si optamos, como tantas otras veces en nuestra historia reciente, por asumir que no hay nada que pueda ser diferente, vamos a continuar por el camino que las tendencias, y el pasado, nos han trazado. Si, por el contrario, vemos esta crisis como una oportunidad, quizá podamos cambiar la realidad y comenzar a construir una nueva etapa de nuestro desarrollo. Todo depende del enfoque que decidamos adoptar.

Lo evidente es que el país está mal enfocado para lograr un desarrollo económico acelerado y sostenible. Aunque las cifras oficiales de crecimiento de la economía probablemente subestiman su verdadera dimensión (sobre todo por la economía informal), nadie puede dudar que el país carece de una estrategia de desarrollo. La estabilidad macroeconómica es indispensable para hacer posible el crecimiento, pero no es una condición suficiente. Esto se hace todavía más evidente cuando se observan las estrategias que otros países han adoptado para lograrlo.

La primera pregunta que uno tendría que hacerse es qué diferencia hace una estrategia, sobre todo en el contexto de una economía dizque de mercado. La respuesta es evidente cuando uno plantea la pregunta de esa manera tan sesgada. Una estrategia implica tres cosas elementales: definir el objetivo que se persigue, entender el entorno interno y externo para situar nuestras fortalezas y debilidades en ese contexto y diseñar un programa que permita lidiar con las debilidades, apalancar las fortalezas y establecer prioridades. Aunque elemental, ningún gobierno ha hecho este ejercicio en el país. Y se nota.

Cuando hablamos del crecimiento económico la discusión se centra en las variables macroeconómicas y la latitud que estas permiten. No se discute la dinámica más amplia: la problemática social o institucional, las formas de romper los entuertos de la infraestructura o la necesidad de cambiar nuestra manera de hacer algunas cosas. Partimos de la premisa que lo único necesario es seguir el camino existente sin preguntarnos por qué.

La ausencia de una estrategia acaba protegiendo lo existente: por ejemplo, nadie cuestiona los privilegios sindicales ni disputa los obstáculos que existen a la importación. Nadie se pregunta sobre la racionalidad de que los legisladores estén concentrados en una gran reforma institucional cuyo potencial de elevar la tasa de crecimiento es cero. Peor, cualquier persona que ose poner en duda la lógica de que la explotación de recursos naturales como el petróleo sea exclusiva del gobierno o que la electricidad sólo la pueda distribuir una empresa pública es tachada de hereje. Nadie explica cómo es que toleramos los rezagos y desigualdades del sur del país.

Si tuviéramos una estrategia de desarrollo perfectamente articulada y por todos conocida sería posible debatir los temas relevantes y decidir, como sociedad, si la forma en que hacemos determinada cosa es socialmente aceptable, así tenga un elevado costo en términos de crecimiento económico. Una estrategia así nos permitiría entender tanto los costos como los potenciales beneficios de cambiar determinada legislación o mantenerla tal y como está.

Como todos, yo tengo ciertas preferencias sobre cómo creo que debieran explotarse y administrarse los recursos naturales, sobre la forma en que funcionarían mejor los mercados laborales, sobre la participación de la ciudadanía en las decisiones y sobre el tipo de impuestos que serían mejores para financiar los costos de los servicios públicos. Sin embargo, lo importante no es la forma en que a mí me gustaría que funcionaran las cosas sino que la ausencia de una estrategia de desarrollo no hace sino mantener el statu quo, proteger la vieja planta productiva e impedir que prospere la que nos puede dar las oportunidades y los empleos del futuro.

El contraste con China en estos rubros es apabullante. Un querido amigo me hizo llegar un ejemplar de la ley de energía eléctrica de China así como el catálogo de legislaciones y regulaciones en materia de inversión extranjera. Los textos tienen varias características sugerentes: establecen objetivos precisos y mesurables, definen las reglas del juego en todos los sectores de la economía y están enfocados a la promoción de la inversión en cada sector económico. Leídos en conjunto, los dos textos denotan una claridad meridiana sobre lo que se persigue: dónde invertir, en qué sectores, bajo qué reglas, quién dirime disputas, cómo se establecen las tarifas (en este caso en materia de energía) y qué tipo de asociaciones están permitidas y cuales prohibidas. Todo es explícito, todo es claro y nada está diseñado para entorpecer, obstaculizar o conferirle facultades arbitrarias a la autoridad. Para muestra un botón: el primer artículo de la ley de electricidad dice: «Esta ley es aprobada para garantizar y promover el desarrollo de la industria eléctrica y para garantizar los intereses y derechos de quienes ahí inviertan».

En otras palabras, estos textos son producto de un gobierno que definió su estrategia de desarrollo con una perspectiva de futuro. De los textos uno puede inferir que el gobierno sabe qué quiere y que tiene capacidad para controlar los peores instintos y prácticas burocráticas o partidistas. Lo más impresionante es que concibe los recursos naturales, la inversión, la infraestructura y la relación económica con el resto del mundo, tomado todo en conjunto, como medios para lograr (o sostener) elevadas tasas de crecimiento.

En contraste, todo en nuestro gobierno, burocracia, partidos, sindicatos y el viejo establishment empresarial están enfocados a proteger lo existente, a «no moverle» y a facilitar la corrupción. Con esto no estoy sugiriendo que todo esto ocurre necesariamente de manera voluntaria; más bien, que nadie se atreve o puede desafiar las verdades oficiales, los mitos revolucionarios o los intereses que se benefician del statu quo.

Es evidente que en China hay o hubo tantos intereses duros y arraigados como existen en México, todos ellos dedicados a preservar el orden establecido. La gran diferencia es que ahí el gobierno articuló una coalición que le permitió diseñar su estrategia de desarrollo y, con ésta en mano, enfrentárseles. Hoy en día en China no hay obstáculo suficientemente grande: todo lo que contribuya al crecimiento económico es bienvenido.

México no es China ni las circunstancias son iguales, pero las diferencias se pueden llevar al extremo con el único objetivo de asegurar que todo siga igual. Preguntemos e insistamos: ¿por qué no tenemos una estrategia de desarrollo?

 

Consecuencias

Luis Rubio

La crisis financiera por la que atraviesa EUA surge de excesos fiscales, una política monetaria laxa y, sobre todo, gran disponibilidad de capital por los elevados precios de petróleo. Todo esto tuvo el efecto de incentivar el desarrollo de productos financieros que no diferenciaban el riesgo en el precio. Es decir, le cobraban tasas de interés muy similares a proyectos sólidos y a inversiones de alto riesgo. En la medida en que los proyectos más riesgosos, como las hipotecas llamadas sub prime, comenzaron a hacer agua, todo el resto se vino abajo como un castillo de naipes.

La crisis no es producto del capitalismo salvaje ni del Estado interventor como argumentan tirios y troyanos. El sector financiero norteamericano se caracteriza por un sistema regulatorio extraordinariamente complejo que obliga a sus participantes a ceñirse a un conjunto de reglas muchas veces onerosas y arcaicas. En todo caso, aún un sistema regulatorio perfecto no puede prevenir todas las crisis porque los cambios tecnológicos y la creatividad humana tienden a generar nuevas circunstancias. De lo que no hay duda es que un mal sistema regulatorio puede causar crisis futuras y eso es lo que parece haber ocurrido aquí. Por eso la dicotomía relevante en este momento no es entre más mercado o más regulación sino en un sistema regulatorio apropiado.

A nadie le debe quedar ni la menor duda de que esta crisis exhibe las vulnerabilidades del sistema financiero estadounidense. También ilustra la complejidad de la globalización, sobre todo a través del llamado empaquetamiento de deudas y su venta a terceros alrededor del mundo. Un banco le otorga un crédito a una familia o empresa y luego divide ese crédito en pedacitos y se lo revende a una multiplicidad de aseguradoras, bancos y fondos de inversión. Lo que ocurrió aquí es que al final nadie sabe quién tiene qué riesgos en su balance y eso paraliza al sistema.

El caso de las hipotecas es ilustrativo. En un ejercicio populista, los legisladores estadounidenses obligaron a los bancos a que crearan hipotecas para gente de menores recursos (a las que luego se sumaron personas con un mal expediente crediticio y especuladores) que, por definición, tenían poca capacidad de pago. Así nacieron las hipotecas sub prime. Estas hipotecas inician con pagos muy bajos en los primeros años y luego, súbitamente, experimentan un ascenso vertiginoso. Como resulta obvio ahora, todo mundo estuvo contento en los primeros años, pero en el momento en que los pagos ascendieron todo cambió. Tan pronto comenzó a subir el pago mensual, los propietarios de esas casas simplemente las abandonaron, dejando un hoyo en los balances de todos los poseedores de esos créditos alrededor del mundo. Detrás de esta crisis yace una política populista y no necesariamente (o no solo) un comportamiento impropio de actores del sector financiero, excepto su lógica avaricia.

Iniciada la crisis, el gobierno norteamericano comenzó a responder con celeridad pero de manera casuística. Pronto resultó que se trataba de un problema sistémico que exigía una solución general e inmediata. Aunque el primer proyecto de solución fracasó en el Congreso, la fortaleza institucional de ese país se ha dejado ver paso a paso. El proyecto elaborado por el Tesoro se discutió hasta el cansancio, los críticos hicieron saber sus perspectivas y el Congreso fue procesando los detalles del plan, todo a plena luz del día. Así como se exhibieron las vulnerabilidades del sistema financiero, se pudieron apreciar las fortalezas políticas e institucionales: la capacidad de emprender acciones decisivas, corregir el rumbo, sumar fuerzas y cooperar entre instituciones, partidos y entidades con objetivos e intereses disímbolos. Y todo eso a un mes de las elecciones. Como dijera Churchill, los americanos invariablemente hacen lo correcto, después de haber agotado todas las alternativas.

La gran pregunta, con enormes implicaciones para nosotros, es cómo afectará esa crisis a la tasa de crecimiento de la economía y a la generación de empleo. La crisis es profunda e involucra montos exorbitantes de dinero pero, a diferencia de 1929, existen los mecanismos necesarios para lidiar con ella y así limitar el daño potencial. De hecho, la expectativa es que el gobierno de ese país logre una utilidad sobre el dinero que emplee en este proceso de rescate. Si uno observa las bolsas, el mercado está diferenciando y discriminando entre empresas: no todo ha estado cayendo, lo que ya en sí dice mucho.

Más allá de las fluctuaciones cotidianas, así sean brutales, el sistema está funcionando como debe. Los pesos y contrapesos que caracterizan a ese país están operando de manera transparente y efectiva. Lo crucial es restablecer la confianza entre los jugadores en el sistema financiero y esa es precisamente la prioridad de las autoridades: su objetivo es restablecer el flujo de financiamiento para no afectar más el desempeño de la economía real.

Las autoridades mexicanas han insistido en que el impacto sobre México será menor y en eso están cumpliendo con la responsabilidad que les corresponde. Sin embargo, no hay manera de evadir algunas implicaciones evidentes. De hecho, si uno observa las expectativas de la población, ésta ya está tomando providencias: años de crisis le enseñaron a no esperar, sino anticipar las acciones, o errores, del gobierno.

Cualquiera que sea la disminución en el ritmo de actividad económica en EUA, ésta va a afectar tres variables clave para nosotros: las exportaciones, las remesas y los precios del petróleo. Además, el gobierno ha sido omiso en los ambiciosos planes de inversión en infraestructura que tenía y ahora no encontrará el mismo número de inversionistas o capital para llevarlos a cabo. Es decir, por razones externas pero también de incompetencia interna, es inevitable que México sufra como consecuencia.

Con todo, esta crisis arroja dos lecciones clave. Una, que la ortodoxia fiscal y monetaria nos ha librado de un contagio mayúsculo, con consecuencias como las de 1995. En esto la labor de éste y los dos gobiernos anteriores debe ser ampliamente reconocida. La otra, que tenemos que transformar nuestra economía, sobre todo en materia energética, de infraestructura y fiscal para poder desarrollar un mercado interno que genere crecimiento con nuestros propios recursos. Tenemos que modernizar la economía para fomentar la competitividad de nuestras empresas. Esto no es algo nuevo o novedoso, pero es algo que llevamos años evadiendo. Además de limitar el potencial de crecimiento, mientras más tardemos en modernizar a nuestra economía, más vulnerables seremos.

 

¿Refinar?

Luis Rubio

Hamlet lo hubiera dicho así: el dilema es si refinar o no refinar (y quién). Para nosotros el dilema es serio porque entraña toda una visión del desarrollo y del futuro del país. No menos importante, requiere una capacidad de comprensión y una disposición a apreciar las realidades objetivas. Quizá nunca antes estos dilemas han sido tan claros como desde que López Velarde nos los puso en blanco y negro: los veneros del petróleo nos los escrituró el diablo. El problema es que ahora no se trata de una disquisición poética, sino una decisión fundamental que determinará el futuro del desarrollo del país.

Hace dos semanas escribí un artículo argumentando que la discusión en torno a una eventual reforma petrolera está mal encaminada porque partía de premisas injustificadas. Específicamente, propuse dos cosas: por un lado, que la discusión tenía que centrarse en el hecho de que el petróleo con que cuenta el país se va a agotar en un plazo relativamente corto, aún si se explotan todas las reservas potenciales. Por otra parte, argumenté que el negocio de la refinación es muy poco rentable y que hay mucha capacidad de refinación ya instalada y no utilizada en el mundo por lo que sería mucho más rentable mandar nuestro petróleo a refinar a esas plantas (como ya se hace hoy) o, incluso, comprar algunas de esas plantas para aprovechar los precios relativamente bajos de activos subutilizados. Recibí varios comentarios y críticas a ese artículo, pero sobre todo dos muy relevantes que, viniendo de ingenieros tan respetables, ameritan un análisis serio.

La crítica se resume en los siguientes planteamientos: a) hay elementos que llevan a sostener la necesidad de atender el tema de refinación, sin que esto signifique adoptar una posición cerrada a modalidades de inversión privada, nacional o extranjera, siempre y cuando esto ocurra tras una adecuada regulación; b) los crudos pesados están creciendo como proporción de la producción mexicana; c) las refinerías para crudos pesados son más rentables que aquellas para crudos ligeros; d) la ingeniería mexicana se beneficiaría de proyectos de esta naturaleza; e) Arabia Saudita está invirtiendo masivamente en refinación para crear empleos y una derrama en su país y Venezuela lo está haciendo en China para crear un nuevo mercado; f) la industria petroquímica y de refinación en manos privadas si es rentable; y g) también puede ser un mito eso de que la producción de crudo permitiría financiar la construcción de un futuro viable.

Ante todo, la discusión no puede comenzar por la refinación sino que tiene que remitirse al petróleo mismo. Aunque siempre será posible que se descubra algún nuevo yacimiento de enormes proporciones como resultó ser Cantarell, todos los informes que existen disponibles sugieren que el futuro de la industria petrolera mexicana se va a tener que concentrar en la administración de los viejos campos petroleros y en la explotación de los yacimientos que pudiera haber en las profundidades del Golfo de México. En adición a esto, ninguno de esos informes sugiere que el crudo vaya a durar mucho más que entre dos o tres décadas y eso si todo sale bien.

De ser cierto este escenario, la pregunta relevante tendría que ser qué hacer con los recursos resultantes de la explotación de ese petróleo. Es decir, a diferencia de países como Arabia Saudita, Venezuela o Rusia, que tienen enormes yacimientos, México tiene que concentrarse en la optimización de los que tiene porque no van a durar mucho. Esto implica pensar en el petróleo más como un recurso financiero, una caja fuerte en el piso. De ahí mi propuesta de que habría que olvidarse de proyectos elefantiásicos en refinación y petroquímica para destinar el dinero producto de la explotación y exportación del petróleo en transformar al país para cuando ya no contemos con recursos petroleros.

Emplear recursos escasos en la construcción de grandes refinerías sería muy atractivo para la ingeniería mexicana, pero no le dejaría mayor riqueza al país. Esto no implica que no sea urgente apoyar y promover el desarrollo de la ingeniería mexicana. Al contrario. Pero la refinación y la petroquímica no serian los lugares lógicos para hacerlo, además de que la derrama económica sería muy pequeña. El ejemplo de Arabia Saudita, cuya riqueza es distinta de la nuestra y por lo tanto cuyo costo de capital es bajísimo, no es aplicable a México. Tampoco lo es Venezuela, cuya lógica es geopolítica y no de desarrollo económico.

 

Todo esto no niega la posibilidad de que el país pudiera beneficiarse de que hubiera nuevas refinerías. La pregunta es si sería inteligente destinar recursos escasísimos del erario cuando presumiblemente podría haber empresas privadas dispuestas a correr el riesgo implícito. Cualquier proyecto en este sentido debería ser bienvenido siempre que no implique recursos fiscales (o sea, que sea privado) y que no requiera subsidio alguno. En este sentido, no sería aceptable venderle a esas refinerías el crudo un centavo por debajo del precio de referencia internacional, corregido por ahorros en transporte. Otra manera de hacer lo mismo, pero salvando el debate constitucional, sería que una empresa privada celebre un contrato con Pemex para que le suministre crudo (en términos comerciales, no como maquila) para una refinería en Guatemala o una isla del Caribe con ventajas logísticas. Digo que en términos comerciales, para que los privados asuman riesgos, que en nuestra realidad nunca han tenido que asumir. El tema central es que la población no tiene por qué asumir los costos de una industria que, al menos en México, nunca ha sido viable sin subsidios.

 

Al final del camino, la disyuntiva es doble. Ya que el petróleo mexicano es, en términos relativos, limitado, la pregunta importante es cómo emplear esos recursos de la manera más eficaz para propiciar el desarrollo del país: invirtiéndolo en una industria marginalmente rentable y con un futuro dudoso o emplearlo para acelerar la construcción de una nueva base para el desarrollo del país: la de la creatividad humana para la era de la economía del conocimiento. La otra disyuntiva tiene que ver con la función del gobierno en el desarrollo del país. Una forma de avanzar el desarrollo es subsidiando a unos cuantos productores, confiando en que su esfuerzo se traduzca en beneficios para la colectividad. La otra forma, la que me parece mucho más lógica y apropiada para un país con nuestra distribución del ingreso, sería apostar al desarrollo del mexicano común y corriente a través de la educación, la salud y un entorno de seguridad para todos. Es cuestión de prioridades.

 

¿Transición?

 Luis Rubio

Nadie puede albergar la menor duda de que el país ha cambiado, y cambiado mucho, a lo largo de las últimas décadas. Si bien una observación de la realidad cotidiana muchas veces arroja desesperación y pesimismo, cualquier mirada hacia atrás no puede más que mostrar que ha habido cambios y avances significativos. La economía, aunque claramente imperfecta, tiene fuentes de fortaleza que antes no existían; los cambios que ha experimentado el sistema político han creado nuevas realidades de participación y, hasta cierto punto, representación. También es cierto que no todos esos cambios han sido buenos y nada como las granadas que fueron arrojadas en el centro de Morelia esta semana para comprobarlo.

Entre políticos y académicos se discute mucho la idea de una transición del viejo sistema político a la democracia. La polémica tiende a reducirse a qué tan acotado debe contemplarse el término «transición». Para algunos, la transición se da en el momento en que se establecen nuevas reglas del juego y éstas comienzan a operar en la siguiente elección. Quienes así argumentan tienden a combinar la reforma electoral de 1996 con la elección de 2000 para probar su postura. Para otros, la transición tiene que medirse en términos de un cambio de régimen y, aseguran, éste todavía no se ha dado. Entre quienes así argumentan hay de todo, pero los más prominentes tienden a ser de izquierda y sustentan su planteamiento en que la transición no concluirá hasta que ellos lleguen al poder.

Sea como fuere, lo relevante no es la discusión sobre conceptos y visiones sino la realidad cotidiana. Independientemente de la caracterización técnica o conceptual que uno prefiera, hay dos elementos que nadie puede ignorar: uno, que en las últimas décadas México ha experimentado cambios dramáticos en todos los órdenes. El otro, que seguimos padeciendo toda clase de obstáculos e impedimentos diversos a la transformación del país. En muchos sentidos, México no ha logrado dejar de ser la sociedad patrimonialista, corporativista, clasista y carente de rendición de cuentas que siempre ha sido.

Puesto en otros términos, México todavía tiene la tarea de transformar su esencia, abandonar el viejo régimen, ese que comenzó a formarse desde 1521 cuando se inicia la conquista española, para avanzar hacia la constitución de una sociedad moderna, democrática, capitalista y viable. El llamado de atención que se presentó esta semana en la forma de la explosión de unas granadas en el centro de Morelia debería alertarnos a todos sobre las carencias, las insuficiencias y la parálisis que caracterizan al país. Por demasiado tiempo, nuestros políticos han privilegiado los beneficios de corto plazo como fuente de conflicto interesado, obviando los problemas centrales que el país enfrenta y que afectan a todos por igual.

En Morelia esta semana se abrió un nuevo capítulo en la historia de México. Hasta ahora, el tema del narcotráfico se había concentrado en la disputa por territorios, primero entre las propias bandas de narcotraficantes y, en el último año y medio, entre éstas y los órganos del Estado. Se trata de una guerra que el gobierno tiene que dar pero que, hasta esta semana, no había involucrado más que a narcotraficantes, policías y soldados. Las granadas de esta semana cambian todo el escenario porque, por primera vez, involucran a la sociedad en su conjunto. Para quienes pretendían que ésta era una disputa innecesaria que había iniciado el gobierno del presidente Calderón, más vale que ahora se percaten que en este momento es el país el que está de por medio. Unas cuantas granadas lo cambian todo.

Por supuesto, este acto terrorista no es el comienzo de la historia. La población ha vivido años, décadas, de inseguridad y criminalidad que la atosigan y que sin duda afectan la capacidad de la economía de crecer y crear empleos y riqueza. Hay regiones del país dominadas por bandas criminales que cobran impuestos en la forma de secuestros y venta de protección, como si fueran autoridades formalmente constituidas. Si bien hay muchas posibles explicaciones de la incapacidad del país para lograr una transformación como la que caracteriza a otras naciones exitosas del orbe, no hay duda que es plausible la hipótesis de que detrás de todo esto yace nuestra incapacidad para romper con el viejo régimen y sus formas de ser.

Muchos políticos pretenden que se trata de un asunto partidista («aquéllos no saben gobernar»), de la estrategia de política económica («la criminalidad es producto de la pobreza») o del partido en el gobierno («no tienen experiencia»). La evidencia empírica reprueba todas estas versiones: estados como Michoacán, Tamaulipas y Baja California donde las mafias del narco tienen consolidado su dominio territorial, tienen historias partidistas diversas y mixtas (PAN en la gubernatura de Baja California, PRI en Tijuana; PRI en Tamaulipas, PAN en Reynosa; PRD en Michoacán). Dada nuestra estructura política y la forma en que está organizado nuestro sistema de gobierno (en tres niveles), el reto fundamental reside a nivel local porque el gobierno federal no cuenta con los instrumentos necesarios para poder actuar. Quizá eso deba cambiar, pero ésa no es la realidad de hoy.

El país vive una extraña mezcla de formas viejas de ser con nuevas realidades en todos los ámbitos. La mezcla no es muy feliz. En el ámbito de la seguridad, la descentralización del poder ha llevado a la feudalización del país y, con ello, al crecimiento del crimen organizado. La descentralización es deseable y factor indispensable de una mejor distribución del poder, pero el resultado ha sido atroz. En la economía, seguimos siendo un país clasista y patrimonialista que cancela la competencia y cierra puertas de acceso a la población. Hay ámbitos de la economía en que la competencia es feroz, pero otros en los que ésta ni se conoce. En la política reina el corporativismo. Desde luego, las elecciones se han convertido en un factor real de competencia política, pero nadie puede argumentar con seriedad que los gobernantes rinden cuentas a la población.

Éste fue un importante llamado de atención para toda la sociedad, para los políticos y para sus partidos: un desafío al Estado en su conjunto. En el mejor de los casos, los narcos están aprovechando las rencillas y mezquindades entre políticos; en el peor, le están declarando la guerra a la sociedad. Mientras más tardemos en aceptar este hecho, más difícil será comenzar a enfocar la salida. El país tiene que enfrentar al crimen organizado, pero también tiene que hacer, de hecho comenzar, su verdadera transición. Y ambos van de la mano.

 

Impunidad

Luis Rubio

La impunidad está en todo. Tendemos a asociar impunidad únicamente con delincuencia y criminalidad, pero la realidad es que se trata de una característica de nuestra forma de ser. La impunidad está igual en las compras de gobierno que en la educación, en la forma en que se comportan los grandes grupos económicos y en la naturaleza de nuestros sindicatos. El país es un gran espacio de impunidad.

La impunidad tiene muchas caras y formas de manifestarse. Si aceptamos el principio de que todo aquello que entraña una ausencia de rendición de cuentas implica impunidad, el país está saturado de situaciones de esta naturaleza.

Históricamente, la rendición de cuentas seguramente se remite a la relación que proponen las religiones de cada persona con el Creador. En nuestro sistema político tan peculiar, las cuentas se le rendían, cuan rey, al presidente imperial. Mientras que en una democracia la rendición de cuentas debería ser ante la justicia, en México a ésta ya no la contemplamos ni como concepto.

No es posible vivir ni un minuto en nuestro medio sin encontrarnos con la impunidad en pleno. Los taxistas los formales y los tolerados- cobran lo que les da la gana y viven en la impunidad. Los revendedores de espacios de estacionamiento en la vía pública son parte de la decoración cotidiana que ya tomamos por natural. Los automovilistas cometemos faltas frecuentes y hasta nos ofendemos cuando un policía nos para y, peor, cuando nos sugiere compensar nuestra violación al reglamento con un pago a su criterio. Muchos empresarios consideran que sus objetivos son la ley y ni siquiera se ponen a pensar que su manera de actuar pudiera implicar una violación a leyes, reglamentos o a los derechos de los demás; algunos se han convertido en verdaderos extorsionadores de funcionarios, competidores y otros empresarios. Todo el que puede evade algún impuesto, sobre todo el IVA. En alguna medida, todos vivimos en la impunidad.

El candidato perdedor del 2006 invadió las calles del DF y no hubo poder humano que lo quitara de ahí. Acusar, con la idea de descalificar, a alguien tildándolo de neoliberal o privatizador es vivir en la misma impunidad.

La impunidad está en todas partes y no es exclusiva del gobierno. Los sindicatos se han vuelto verdaderos depredadores de la sociedad: demandan cada vez mayores beneficios sin mejorar su productividad o calidad.

Quizá lo más divertido de nuestro régimen de impunidad es que nadie está al margen. Muchos ex funcionarios viven de dictar cátedra a los responsables actuales, cuando muchos de ellos son los causantes de la patética realidad actual. Por ahí está un ex director del IMSS que siempre tiene la verdad revelada para enfrentar los problemas financieros de la institución cuando fue él mismo quién, al estar al frente, los provocó al concederle al sindicato prestaciones que nunca se podrían pagar.

En funciones, los responsables tienden a optar por las salidas fáciles; como ex funcionarios son expertos en el deber ser. Ahí está la entonces diputada y líder sindical que impidió que se privatizaran las dos líneas aéreas cuando éstas valían más de mil millones de dólares, cifra que no le hubiera caído mal al erario. También está el gobernante de la ciudad de México que decide que la enseñanza del náhuatl es esencial para el desarrollo de los niños e impone su preferencia, justo en el momento en que el país requiere fortalecer su capital humano, es decir, la capacidad de nuestros niños para valerse por sí mismos en el mundo globalizado y competitivo que les tocará vivir. ¿A quién le rinden cuentas esos funcionarios y políticos que tanto le cuestan al país?

Otro ejemplo de impunidad es la forma en que se condujo la apertura tanto económica como política de las últimas décadas: ambas eran necesarias e impostergables, pero tenían que haber sido construidas debidamente: con mecanismos de apoyo e información para el sector productivo a fin de sesgar su probabilidad de éxito, como se hizo en Canadá; y con la construcción de instituciones y mecanismos institucionales para evitar los terribles desencuentros que caracterizan a nuestro mundo político en la actualidad. Como ilustra Mandela en Sudáfrica, una transición exitosa, en cualquier campo, no implica destruir fuerzas e instituciones sino transformarlas.

Hace unos días nos amanecimos con la noticia de que dos terceras partes de los aspirantes a las plazas de profesores no pasaron el examen, incluyendo a más de doce mil profesores que están ya en funciones. Es decir, si extrapolamos estos números, tal vez sea posible concluir que dos terceras partes del total de profesores en el país no aprobaría el examen de calificación mínimo. Y nadie les dice nada, sus prebendas quedan incólumes. Lo impactante del caso educativo es que ahora tenemos números, datos objetivos que nos permiten darle una dimensión real al tamaño de la impunidad que caracteriza a esa actividad.

¿No es revelador y terrible- que un policía de tránsito acabe siendo un acomodador de coches y que sea natural darle una propina para estacionar un vehículo, usualmente de manera ilegal? ¿Qué nos dice eso de nuestras policías, de las instituciones, de la desigualdad social y de las posibilidades de desarrollo del país?

Todo en el país está diseñado para diluir la responsabilidad de quien ostenta cargos públicos. La Secretaría de la Función Pública sirve para encubrir más que para transparentar. Apenas una mínima porción de las compras del gobierno se sujeta a subastas públicas y transparentes. Funcionarios corruptos son perdonados sin más o castigados con penas irrisorias. Todo premia la impunidad.

La impunidad es producto de que nadie tiene que rendir cuentas y de que la justicia es irrelevante en todos los planos. Ningún funcionario parece obligado a atenerse a marcos institucionales y muy pocos institucionalizan sus decisiones. Aquí y allá hay buenos programas, como el reputado en Sinaloa para los secuestros pero, al no institucionalizarse, desaparece con el sexenio, para desventura de los secuestrables.

La impunidad es parte de nuestra naturaleza, pero no es algo inevitable, no es parte de nuestro DNA colectivo. Nuestras leyes e instituciones promueven la impunidad: si tuviésemos leyes y reglamentos transparentes y cumplibles, el país sería otro. Ha habido algunos avances modestos en estos rubros, como ilustra el caso de aduanas, pero la propensión a incrementar la discrecionalidad y la arbitrariedad es permanente. El problema es que hay demasiados beneficiarios, o personas que creen que se benefician, del statu quo. Mientras esa siga siendo la norma, la impunidad seguirá vivita y coleando.

 

Autoengaño

Luis Rubio

Hay verdades que son mentiras. Hay mentiras que, repetidas mil veces con la conocida táctica de Joseph Goebbels, el experto en propaganda nazi, acaban siendo creíbles. Pero no por repetirse una mentira, o un mito, éste deja de ser mentira. En el tema de las refinerías que se discute como parte sustantiva de la reforma petrolera, las mentiras y los mitos son interminables y pueden llevar a decisiones torpes, costosas y absurdas.

Lo que todos escuchamos, y se repite constantemente en el discurso político, artículos periodísticos y hasta anuncios en radio y televisión es que a México le urge construir refinerías nuevas para que no se tenga que importar gasolinas y para que los beneficios económicos de la refinación se queden en México. Es un discurso bonito que no por eso es cierto.

El negocio petrolero es extraordinariamente rentable. El costo de producir un barril de petróleo en el país fluctúa entre 5 y 20 dólares, dependiendo del campo y las condiciones específicas. A los precios de hoy, superiores a los 100 dólares por barril, la utilidad es enorme. Ese dinero, bien empleado, podría traducirse en infraestructura, educación, un sistema moderno de salud, un aparato eficaz y bien pagado de seguridad pública y muchos otros beneficios que durarían décadas después de que se agoten los campos petroleros, porque habría servido para trasformar la capacidad de cada mexicano para ser exitoso en la vida. Es decir, habría elevado la calidad y cantidad del capital humano del país, abriendo con ello puertas y oportunidades que hoy son inimaginables.

En lugar de eso, nos empeñamos en malgastar el dinero que genera la parte esencial de la industria, la de exploración y explotación, en toda clase de aventuras inútiles. Con ese dinero se construyó una industria petroquímica que fue prácticamente obsoleta desde el día en que se inauguró, se construyeron refinerías que nunca han sido rentables y se mantiene una estructura administrativa y sindical que es la más costosa del planeta. Para colmo, como dice la canción de Chava Flores, lo que sobra (que es muchísimo) se desperdicia en corrupción y proyectos personales de funcionarios y gobernadores. Tenemos un recurso hiper rentable que se está agotando por no invertir en lo que deja dinero porque dispendiamos en todo lo demás.

El caso de la refinación es particularmente interesante porque ilustra nuestros excesos. Hoy en día, el país importa alrededor del 40% de las gasolinas que consume. Este hecho se ha tornado en un hito y en un mito: según la retórica, estamos haciendo algo terrible: exportamos petróleo para importar gasolina cuando podríamos estar produciendo la gasolina en el país, beneficiándonos del proceso mismo de refinación. La verdad es otra.

La realidad es que este esquema –exportar petróleo e importar gasolina- es absolutamente racional. El negocio de la refinación es de márgenes (utilidad) muy bajos y sólo unas cuantas empresas especializadas en la refinación hacen dinero. Los grandes consorcios internacionales ganan en la producción del petróleo y en diversos segmentos de la cadena productiva, pero prácticamente ninguno gana dinero en la refinación, y menos con fluctuaciones tan grandes en los precios del petróleo.

Además, hay un exceso de capacidad instalada para la refinación de petróleo en el mundo. Muchas empresas sobre invirtieron en capacidad de refinación (inversiones que fluctúan entre 4 y 10 mil millones de dólares por planta), por lo que están disponibles para refinar nuestro crudo y nos evitan tener que invertir esos enormes montos en plantas de refinación cuya rentabilidad es microscópica en el mejor de los casos. En otras palabras, está perfectamente bien lo que estamos haciendo. Lo ideal sería que la reforma petrolera contemplara la posibilidad de que inversionistas privados se instalen en el país para que, por su cuenta y riesgo, y con su tecnología y capacidad administrativa y de operación, se incremente la capacidad de refinación en el país. Sin embargo, dada la realidad del mercado, es poco probable que eso ocurra: ¿quién invertiría cuando hay capacidad de sobra a unos cuantos kilómetros de nuestras fronteras? Si, a pesar de lo que sugiere la lógica, nuestros políticos se empeñan en contar con refinerías de propiedad nacional, lo único racional en este momento sería comprar refinerías en el exterior que ya están instaladas y listas para funcionar, a una fracción del costo que tendría construir nuevas. Aunque fuera un mal negocio, al menos el berrinche resultaría menos costoso.

La industria petrolera nacional constituye un símbolo fundamental de la realidad del país y de la retórica política. Pero eso no justifica que se dispendien los recursos que de ahí se derivan o que se mantenga incólume el statu quo de la corrupción que caracteriza tanto la operación de PEMEX como el uso de los recursos que éste genera. La discusión sobre qué debe hacerse con la industria se ha desviado hacia asuntos que son poco relevantes para su operación, todo ello disfrazado bajo acusaciones falsas de que se le intenta privatizar. La realidad es que todas las propuestas que se han presentado ignoran la estructura de la industria y, en general, se orientan hacia la transformación de pedazos aislados de la cadena productiva sin jamás tocar lo esencial. Algunos de los componentes de las iniciativas dejarían mucho peor al sector de lo que ya de por sí se encuentra.

En lugar de apegarse a las iniciativas que circulan en el congreso, lo idóneo sería repensar a la industria en su conjunto, reflexionar sobre el hecho de que el petróleo se va a agotar en las próximas décadas y concentrarse en lo único relevante: cómo emplear los recursos de la explotación del petróleo de la manera más inteligente posible para contribuir a afianzar una base de desarrollo que transforme al país en las próximas décadas. Es decir, olvidar los sueños elefantiásicos del pasado (petroquímica, refinación, etc.) para dedicar la totalidad de los fondos que arroja la producción y exportación de petróleo al financiamiento del desarrollo futuro del país.

Tenemos que reconocer que el petróleo se está agotando. Se puede y debe corregir el problema de producción petrolera, pero ésta se va a agotar en unos cuantos años. La pregunta que harán nuestros hijos y nietos no será por qué no construyeron más elefantes blancos sino por qué dispendiaron los recursos petroleros cuando sabían que se estaban agotando. Lo inteligente no es seguir haciendo lo mismo sino cambiar hacia la economía del conocimiento, construir la infraestructura y el capital humano del mañana. Todo el resto es perder el dinero y el tiempo.

www.cidac.org

El Estado soy yo

Luis Rubio

Luis XIV hubiera estado orgulloso. El gobernante mexicano no tiene por qué rendirle cuentas a nadie: su responsabilidad es tan grande que sus funciones tienen que estar por encima de cualquier reclamo o escrutinio. Esa, al menos, ha sido la reacción de los líderes de los partidos políticos: la ciudadanía no tiene por qué molestar a los políticos ni dudar de su competencia porque los ciudadanos no cuentan y sus reclamos entrañan la disolución del Estado. Punto. Reacciones torpes y ciertamente innecesarias, pero que revelan una de las grandes grietas de la vida política nacional: la desconexión entre políticos y ciudadanía.

El reclamo no podía ser más lógico: si no pueden cumplir o no saben cómo hacerlo, renuncien. En cualquier democracia que se respete, los políticos hubieran respondido con modestia y un compromiso creíble de actuar. Pero nuestra democracia no es tan ambiciosa. Aquí la respuesta ante el reclamo ciudadano por la ola de criminalidad que invade al país desde hace al menos dos décadas fue un tanto peculiar: ustedes no tienen derecho a reclamar: ¿quiénes se creen? En lugar de estadistas, actores centrales en un proceso del que están a cargo y en control (como políticos que entienden el poder), la respuesta ha sido dura, tajante y defensiva. Como si el hecho de cuestionar los resultados de su gestión fuera algo impropio e indigno y no un derecho elemental de la ciudadanía en una democracia consolidada o en construcción.

La respuesta de los políticos se deriva de la estructura de poder que caracteriza al país en la actualidad. Partidos desvinculados de la sociedad, políticos con muchas y notables excepciones de honestidad y devoción al servicio público- que permanecen en el poder, o alrededor, sin jamás tener que hacer otra cosa. Mientras que cuando sus contrapartes europeos o estadounidenses concluyen su mandato (por retiro o por perder una elección) reconocen que terminó su ciclo y es tiempo de dedicarse a alguna otra actividad (así sea para cosas menores como ganarse la vida), los nuestros permanecen por siempre, a la espera de la famosa rueda de la fortuna que caracterizó la era priísta donde siempre era posible que la Revolución les hiciera justicia. Esperar aguantar vara- era una parte inherente del viejo sistema que no ha desaparecido a pesar del fin de la era del PRI. La diferencia ahora es que ya no son sólo los priístas quienes se sienten vulnerables frente a una ciudadanía demandante. Ahora los políticos de todos los partidos aborrecen a la ciudadanía y reaccionan con la misma torpeza. Como si el Estado fueran ellos y éste no tuviera vinculación con la realidad.

Pero la actitud de desprecio a la ciudadanía tiene consecuencias. La ciudadanía no reclamaba, al menos no de manera intensa, cuando el gobierno cumplía y entregaba resultados. El crecimiento del reclamo ciudadano tiene que ver con las crisis que ha vivido el país, crisis que surgieron en la era priísta, en las administraciones que muchos perredistas (los ex priistas) ven como modelo para su gestión (1970-1982) y las que no han desaparecido en las administraciones panistas recientes. Algunas de esas crisis fueron de orden político, otras económicas y otras más de seguridad, pero todas afectaron a la ciudadanía. Todas ellas destruyeron familias y patrimonios pero, sobre todo, la certeza que toda persona requiere para vivir con tranquilidad y confianza de que un futuro próspero y digno es posible.

La ciudadanía en México es resultado de reclamos y quejas, no de aportes y construcción de futuro. No podía ser de otra forma: el sistema autoritario de la era priísta, que tanta nostalgia genera, nunca permitió que la ciudadanía fuera un factor de influencia y por eso los políticos de esa escuela (casi todos), consideran a la ciudadanía como un intruso inaceptable y, ciertamente, indeseable. Su problema es que la realidad les está ganando.

El desempeño económico, político y de seguridad se encuentra muy por debajo de lo que cualquier persona en un país normal consideraría aceptable. La economía funciona muy por debajo de su potencial, la criminalidad se ha tornado en un factor intolerable de la convivencia social, en un obstáculo al desarrollo del país, y el sistema político funciona como un ente aparte, divorciado de la sociedad e inmutable frente a sus necesidades. Al país le urgen acciones y soluciones fundamentales en una multiplicidad de frentes ante los cuales los políticos permanecen inmutables. Nada cambia, nada avanza. Mientras que el gobierno chino sabe que la inamovilidad puede acabar destruyendo a su nación y por eso reforma todo lo que sea necesario, independientemente de los intereses involucrados, en México nada cambia, aún si ese no hacer trae por consecuencia la destrucción del país. ¿De qué otra manera explicar la parálisis política frente al colapso de la producción petrolera, cuyos principales beneficiarios, paradójicamente, son los propios políticos y sus generosas cuentas de gastos en todos los niveles de gobierno?

La disyuntiva es muy simple: el país no puede funcionar, mucho menos prosperar, en su estado actual. Los priístas se encuentran envalentonados porque la población les reconoce capacidad de operación política, pero sobre todo porque su formidable estructura territorial les garantiza un excepcional desempeño en las elecciones intermedias del próximo año. Pero nada de eso cambia el hecho -que todo mundo sabe- que, en lo fundamental, la vieja estructura priísta en la economía y en la política, que persiste, sigue siendo la causa fundamental del pobre desarrollo del país en todos sus ámbitos. Los panistas no han tenido la visión o la disposición para cambiar esa circunstancia y los perredistas solo quieren echar para atrás el reloj y recrear esa vieja era en todo su esplendor autoritario, si es necesario tumbando al gobierno. La ciudadanía no existe para ninguno de esos partidos y por eso no funciona el país. No es que se requiera eliminar al Estado; se requiere un Estado que represente y responda ante la ciudadanía, no ante sí mismo.

A pesar de lo que suponen nuestros políticos, la ciudadanía no quiere reemplazar al Estado: lo único que espera de sus políticos es un liderazgo efectivo, gobernantes que cumplan su responsabilidad, respondan ante la ciudadanía y le generen confianza. Mao insistía que por muchas armas o poder que tuviera a su disposición, sin la confianza de la ciudadanía ningún país puede funcionar. Lamentablemente, nuestros políticos siguen otra tradición, esa que llevó a que María Antonieta, con arrogancia, dijera si no hay pan, denles pastel. En nuestro caso, atole con el dedo.

 

Lo trascendente

Luis Rubio

La transición política que México ha vivido a lo largo de las últimas décadas ha sido accidentada y compleja, caracterizada por más vaivenes que constantes y más dudas que certezas. Aunque a los mexicanos nos encanta debatir sobre el tema de la transición en los términos que lo hacen los españoles, la verdad es que se trata de realidades radicalmente distintas. Por esta razón, es imperativo reconocer nuestra realidad específica para avanzar hacia la construcción de un sistema político que sea a la vez democrático y funcional, representativo y exitoso.

Quienes nos reunimos para promover un amparo por las modificaciones al Artículo 41 constitucional lo hicimos pensando en esto: el entramado institucional que heredamos del fin de la era del PRI no permite una convivencia política saludable, mantiene relegada a la ciudadanía a un status de tercera y la propensión al abuso del ciudadano por parte de partidos y gobierno es infinita. No murió el corporativismo, simplemente se transformó, con todo lo que eso implica. Es decir, no es sólo que la libertad de expresión, motivo específico del amparo, sea fundamental para el desarrollo democrático de una sociedad, sino que el ciudadano no tiene protecciones legales y no cuenta con derechos efectivos frente a los poderosos del país en todos sus ámbitos. Dado que nuestra democracia no nació con la fortaleza institucional que hubiera sido deseable, la decisión de ampararnos responde a nuestra percepción de que es fundamental que instituciones como la Suprema Corte de Justicia asuman una función, en este caso de tribunal constitucional, para desarrollar el cuerpo de protecciones a la ciudadanía que no surgieron del proceso original de transición política.

No cabe ni la menor duda que hemos experimentado un proceso de enorme y profundo cambo político. El contraste de la institución de la presidencia actual con la de la era gloriosa del PRI debería convencer hasta al más escéptico. Si a eso se agrega el nuevo protagonismo del poder legislativo, la independencia (aunada al dispendio y arrogancia) de los gobernadores y la capacidad de chantaje y extorsión de los sindicatos más importantes del país, es evidente que el viejo sistema ya no existe, al menos en su forma original. El problema es que el nuevo esquema no es democrático, representativo ni funcional.

En su origen, la transición política mexicana guarda una diferencia fundamental con la española o con los procesos de construcción nacional que experimentaron naciones desde Estados Unidos en el siglo XVIII hasta Sudáfrica en los noventa. Aquellos procesos fueron pactados y negociados, en tanto que el nuestro fue, pues, a la mexicana. La estructura del poder político en nuestro país, léase la enorme concentración del poder que existía en la presidencia y en el PRI, fue la circunstancia que llevó a que se introdujeran los menores cambios posibles. Todo se hizo para mantener los privilegios antes existentes, así se compartieran con un pequeño núcleo adicional de beneficiarios (el PRD, el PAN y los gobernadores)

El contraste con los otros casos es extraordinario. En España, las fuerzas políticas, hijas todas ellas de una sangrienta guerra civil, estaban decididas a evitar que la confrontación de entonces impidiera la construcción nación moderna, democrática y exitosa. Eso les llevó a pactar, abandonar las viejas rencillas y orientarse hacia el futuro. Algo similar ocurrió en Sudáfrica, donde el fin del gobierno del apartheid no se tradujo en ataques a los blancos, sino que toda la energía se dedicó a la redacción y adopción de una constitución moderna. En Estados Unidos la discusión, que duró más de diez años, se dedicó a la construcción de instituciones que permitieran pesos y contrapesos efectivos, confiriéndole al sistema de gobierno un equilibrio conducente a la estabilidad y viabilidad a la entonces nueva nación. Con todo y sus enormes diferencias, las tres naciones colocaron al ciudadano, y a las protecciones necesarias para que éste pudiera actuar, en el centro del entramado institucional que construyeron. Aquí los privilegios se sustentan en la limitación de las libertades y derechos de la ciudadanía.

Cada caso refleja sus circunstancias y peculiaridades, pero lo relevante para nosotros es que nuestro proceso de transición no ha consistido, más que marginalmente, en la construcción de nuevas instituciones, desarrollo de pesos y contrapesos ni mucho menos en la construcción de mecanismos para el desarrollo de una ciudadanía pujante, colocada en el corazón de la vida política nacional. Más bien, nuestra transición adquirió tintes defensivos: en lugar de orientar al país hacia el futuro, todos los esfuerzos se han concentrado en defender el statu quo y proteger los derechos adquiridos, cualquiera que sea su origen. Los partidos y políticos que negociaron los cambios en materia electoral de 1996 tuvieron más interés en encumbrar a tres partidos grandes y poderosos que en representar a la ciudadanía o crear un entramado institucional democrático. Ese déficit sigue ahí y tiene que ser atendido.

Desde una perspectiva ciudadana, el país ha ganado mucho con la disminución del poder de la presidencia porque se ha reducido de manera drástica la probabilidad de abuso por parte de una persona todopoderosa. Sin embargo, lo que en realidad ha ocurrido es que esa concentración de poder que antes existía en la presidencia ahora ha reaparecido en el liderazgo de los partidos en el poder legislativo, en los gobernadores y en los propios partidos. En cierta forma, esto constituye un avance dado que se trata de un poder de alguna manera negociado. Sin embargo, desde el punto de vista ciudadano, los costos de nuestra nueva realidad son abrumadores. El ciudadano no tiene acceso a la justicia y no existen protecciones cuando los partidos políticos deciden restringir sus libertades (como ocurrió con el caso que motivó el amparo). El punto no es defender el derecho de unos cuantos a comprar propaganda política sino reclamar derechos amplios, con sus debidas protecciones, para el conjunto de la ciudadanía.

La debilidad institucional que nos caracteriza es legendaria y quizá sea una de las explicaciones del pobre desempeño de nuestra economía. Ningún inversionista ni ahorrador con visión de largo plazo invertiría en un país donde los derechos ciudadanos no cuentan ni están protegidos. El tema, pues, no es electoral o de propaganda política sino de la esencia del desarrollo, del tipo de país en que queremos vivir.

 

¿Acordar qué?

Luis Rubio

La inseguridad pública ha adquirido un nuevo nivel de importancia política. Eso es lo que se puede derivar de la enorme cantidad de intercambios entre políticos que los ciudadanos hemos observado en estos días. Aunque hay muchas propuestas, conceptos e ideas en los medios, en el corazón de esos intercambios hay una gran confusión: todos los políticos quieren responder ante el reclamo ciudadano, pero sus propuestas son políticas, no relacionadas con la seguridad. Peor, ahora ya encontraron una solución mágica, un acuerdo nacional, que de pronto lo va a resolver todo.

Han sido días terriblemente reveladores de que a pesar de que la inseguridad lleva décadas de ser un flagelo para la ciudadanía, nuestros gobernantes siguen sin tener idea de cómo responder. De hecho, fue interesante poder observar que tuvo que ser una organización de la sociedad, México Unido Contra la Delincuencia, quien forzara el tema central al ámbito de la política: el problema de fondo es la falta de autoridad y legitimidad del sistema de gobierno y, en este caso, de las policías y del aparato judicial. Es decir, se trata de un problema institucional: el problema de fondo es la debilidad del Estado, en su más amplia acepción, por lo que cualquier respuesta que se pretenda dar tiene que pasar por ese tamiz.

El nuevo deus ex machina, la solución integral y súbita al problema de la inseguridad en el ámbito político, reside en un acuerdo nacional. Ahora nos encontramos con que nuestros políticos están seguros y convencidos de que todo se resolverá en el momento en que todos los gobernantes del país se reúnan y acuerden mayor coordinación, mejores procedimientos y, seguro, nuevas policías. Desde luego, no hay duda que al país le urge mejor coordinación, menos mezquindad y estrategias comunes, susceptibles de resolver el problema. Sin embargo, nada de eso avanzará si no se atienden los problemas de esencia o si, a final de cuentas, todo acaba en una feria de protagonismos personales.

Los acuerdos tienen un lugar en la política: de hecho, son su esencia. Pero si lo que se requiere es recobrar, o construir, la credibilidad de nuestro aparato policiaco y judicial, entonces los acuerdos propuestos sólo pueden servir en la medida en que creen instituciones capaces de transformar el tema específico y, confiadamente, a la larga, al país en general. Un pacto nacional tiene sentido si el objetivo es dejar a un lado los protagonismos, subordinar los objetivos personales y construir instituciones. Todo el resto es grilla, en el sentido más peyorativo de la palabra.

Desafortunadamente esa no ha sido la forma en que nuestros políticos están encarando el tema. Lo trascendente ha sido publicitar ideas impactantes, hacer anuncios que parezcan novedosos y desviar la atención mediática hacia lo irrelevante (como si tal o cual gobernante asistirá a la reunión o no). Por supuesto, no hay nada de malo en que proliferen tantas ideas sobre el tema de la inseguridad como sean posibles, aunque se trate de un tema técnico que, en muchos casos, requiere menos ideas que decisión política y un conjunto de expertos capaces de enfrentar el tema con pleno apoyo social y político.

Muchas de las ideas que flotan en el ambiente tienen sentido, aunque no siempre en nuestro contexto. Es lógico, por ejemplo, que se quieran importar ideas exitosas de otras latitudes, pero no es evidente que lo que funciona en un lugar como Italia, por citar un ejemplo exitoso en materia de seguridad pública, funcione en nuestro país: a pesar de su pésima estructura gubernamental, allá la institución nacional más sólida y respetada es el poder judicial y las policías. Gracias a esa solidez, que aquí obviamente no existe, los italianos vencieron a las mafias y han dado enormes avances en materia de seguridad pública.

En México el problema central es el institucional. Al margen de las técnicas y mecanismos específicos que los expertos pondrían en práctica, el mayor déficit lo tenemos en la debilidad de nuestras instituciones. Gracias a esa circunstancia, nuestras leyes sirven para justificar posturas pero no para cambiar la realidad. Las leyes sirven cuando existe un compromiso de cumplimiento y una capacidad de hacer cumplir ese compromiso. Evidentemente, ese no es nuestro caso. De esta forma, aunque hay ejemplos exitosos de actuación contra la criminalidad en diversos lugares y momentos, estos tienden a ser perecederos toda vez que dependen de la voluntad de un gobernante o actor y no de instituciones fuertes y sólidas que trasciendan en el tiempo.

En el país existen suficientes historias de fracaso y de éxito que muestran qué es lo que hay que hacer y quién lo tendría que hacer. El problema, en otras palabras, no es técnico. El problema es político: nuestras instituciones no permiten que el combate contra la inseguridad sea eficaz. Las experiencias exitosas muestran que las personas se adaptan al marco institucional, que los policías hoy incompetentes o delincuentes pueden transformarse y convertirse en una fuerza positiva en la lucha contra la delincuencia.

Un acuerdo o pacto nacional en materia de inseguridad tendría que partir del reconocimiento de que no contamos con ninguno de los elementos que son cruciales para enfrentar el problema de la inseguridad, como policías profesionales y competentes, además de respetados y respetables; ministerios públicos igualmente profesionales y competentes; jueces incorruptibles; cárceles realmente controladas desde donde sea imposible administrar la criminalidad; y una estrecha coordinación entre todos los integrantes del aparato que integra la seguridad gubernamental que no dependa de jefes políticos temporales. Sólo un reconocimiento de que no existe una solución mágica y que ninguno de los pactantes la puede aportar podría permitir comenzar a avanzar en esta materia.

Un pacto nacional sólo tiene sentido si el objetivo es que todas las fuerzas y autoridades políticas en el país aceptan la legalidad existente a falta de una adecuada o mejor como base para la interacción entre ellos. Una vez acordado eso, como ocurrió en la España post franquista, comenzarían a fluir acuerdos específicos, decisiones concretas y, confiadamente, la atención que requiere, por parte de expertos, la seguridad pública. La inseguridad no se puede resolver a través de protagonismos mediáticos.

La gran pregunta es si algo de esto es posible. Un acuerdo nacional es un instrumento, no un objetivo en si mismo: sirve en la medida en que contribuya a crear un marco institucional para el propósito específico. Todo el resto es demagogia y de esa la ciudadanía ya está harta.