Involución

Luis Rubio

La película es cada vez más clara, pero no por eso más atractiva: el país experimenta una creciente involución política. Nuestros políticos, desde el presidente hasta el último de los diputados plurinominales, se parecen cada vez más al dicho de aquel coach que le dice a su equipo: «ustedes juegan pésimo y van de mal en peor. Y hoy jugaron como mañana».

Los signos del retroceso están en todas partes, algunas obvias y otras sutiles, pero el sendero es inconfundible. Lo más evidente es el alejamiento creciente de la institucionalidad. Más allá de las estrategias de campaña, nuestros políticos y sus partidos actúan como si las tuvieran todas en la mano, como si no hubiera consecuencias de su actuar. Aunque en algún momento es posible que un partido logre la mayoría absoluta en el congreso o en el senado, lo más probable es que ésa fuera una ocurrencia excepcional, producto de un sistema de tres partidos. Sin embargo, nuestros políticos se comportan como si lo único relevante fuese aniquilar al (¿enemigo?) contendiente. El contraste con los países europeos es patente: ahí un político jamás insulta a otro porque nunca sabe con quién acabará formando una coalición luego de la siguiente elección. Aquí lo importante es ganar: de gobernar luego vemos.

La involución está en todas partes, pero quizá en ninguna es más perniciosa, y preocupante, que en el incesante afán de recentralizar el poder. Esta propensión se observa igual en la legislación electoral (que restablece el control sobre el IFE) que en los fútiles intentos por fiscalizar desde el centro a los gobernadores. En lugar de procurar instancias institucionales de fiscalización a nivel estatal y local, ahora todo lo quiere hacer el legislativo. En lugar de la otrora presidencia omnipotente, ahora se pretende un poder legislativo todopoderoso. El resultado no va a ser mejor.

La retórica de la transparencia y de la rendición de cuentas es ubicua y generosa, pero la realidad es una de opacidad y dispensa. Por ejemplo, todo mundo sabe que en la elección de julio se van a violar todos los reglamentos y topes de campaña, pero como los fiscalizadores ahora son también los fiscalizados, todo acaba siendo un juego. El presidente que prometió que no se inmiscuiría en los procesos electorales a eso se dedica día y noche: en lugar de hacer una diferencia como gobierno, ahora el objetivo es evitar que arrase el contrincante. Una meta superior.

Un país de las características geográficas del nuestro sólo puede ser gobernado por un régimen central todopoderoso que acaba coartando todo potencial de desarrollo, o por un sistema institucionalmente federalizado. La realidad de crisis y malos gobiernos acabó minando al viejo sistema presidencialista, pero no hemos consolidado un régimen debidamente federalizado. Como en tantos otros aspectos de la vida nacional, nos quedamos a la mitad: no acabamos de desmantelar el presidencialismo de antaño ni hemos construido instituciones que respondan a los cambios en la realidad del poder que migró de la vieja presidencia. Estar a la mitad del río le permite al presidente y a los partidos justificar su incompetencia y malos manejos, pero le hace la vida miserable al ciudadano.

Las próximas elecciones prometen ser un ejemplo más de la mediocridad reinante y del abandono de lo relevante. Para comenzar, las elecciones intermedias no le interesan al ciudadano porque no le benefician en nada. Dada la permanencia del senado, lo más que logran esos procesos es manifestar el descontento y la desconexión en la forma de una elevada abstención, aunada a la celebración que logren los ganadores, en este caso seguramente el PRI. Más allá de eso, las elecciones no harán sino evidenciar las carencias.

El enigma más grande yace del lado del ejecutivo. En contraste con Salinas, cuya elección de origen también fue disputada y eso le llevó a construir una plataforma para ganar la elección intermedia y así relanzar su gobierno, el presidente Calderón no parece aspirar a más que limitar las pérdidas. En lugar de unir a su partido, ha encendido las pugnas internas y en lugar de apostar por la transformación del país y la capacidad de su equipo, ha premiado la lealtad y la pasividad. El resultado es una dedicación casi exclusiva a una estrategia (la seguridad) que, aunque necesaria y encomiable desde cualquier perspectiva, no le rendirá mayores frutos políticos. En el camino abandonó las causas ciudadanas que tradicionalmente fueron las del PAN en aras de dudosas alianzas con los poderes fácticos que abominan los votantes potenciales de su partido.

El actuar de nuestros políticos obliga a la reflexión sobre el para qué del gobierno. Desde una perspectiva ciudadana, uno aspiraría a que se desarrollara un sistema de gobierno funcional con capacidad de gobernar. Lo que tenemos son remiendos, unos originados en intentos honestos por reparar o atenuar problemas, pero la mayoría orientados a controlar y centralizar cada vez más. Los dos gobiernos del PAN han demostrado que no tienen un mejor plan de gobierno o una mayor capacidad para gobernar que los del PRI. Por su parte, el PRI no se ha reformado en lo más mínimo: apuntalados en los fracasos del PAN, los priistas confían cosechar por su experiencia, no por su historia o mejor calidad de proyecto de gobierno.

La pregunta obligada no es cuál sería el mejor gobierno (que parecemos incapaces de articular), sino cuál sería el menos malo. Esto es exactamente lo que se preguntó el filósofo Karl Popper: ¿cómo limitar el daño que le podrían infligir a la ciudadanía los gobernantes? Su respuesta fue que lo central es que la ciudadanía pueda deshacerse de gobernantes ineptos sin violencia. En el ámbito más mundano, pero no menos relevante, estas interrogantes recuerdan al famoso intercambio que relata Facundo Cabral entre su mamá y un candidato presidencial. Como todo candidato deseoso de ganar el favor ciudadano, éste fue obsequioso al preguntarle a la mamá del famoso cantante «¿cómo le puedo ayudar?». La respuesta de la señora fue directa y clara: «con que no me joda es suficiente». Popper nunca hubiera empleado semejante lenguaje, pero sus planteamientos no fueron muy distantes en contenido.

El riesgo para el país es que sigamos perdiendo el camino. Como en la Rusia de Putin, la concentración del poder tiene límites y éstos son muy estrechos. Una vez que se rebasan, todo se colapsa. Y el problema es que nadie sabe dónde se encuentra la raya divisoria: igual puede ser un evento que el comentario de un político. Mejor sería apostar por la construcción institucional, aunque me temo que para eso habrá que esperar un buen rato u otro tipo de gobierno.

Página en internet: www.cidac.org

Impunidades

Luis Rubio

No hay término más resbaladizo en la política mexicana que la impunidad. Todo mundo habla de ella, todo mundo la denuncia y desprecia y todo mundo la reprueba. Ese discurso se ha vuelto un componente connatural de la retórica política actual. Políticos, funcionarios, académicos, empresarios y ciudadanos, todos participan en el ritual de denunciar la impunidad. El problema es que nadie quiere acabar con ella.

La impunidad es una realidad en el país. No hay ámbito, ni el más recóndito, de la vida en el que la impunidad no sea factor determinante y decisivo. En cierta forma, a todo mundo le conviene su propia impunidad, lo que hace muy difícil erradicarla. Desde luego, todo mundo quiere acabar con la impunidad, pero la impunidad de los otros, no la propia. Esto lleva a que lo que para unos es sancionable y vergonzante, para otros sea absolutamente aceptable, cuando en ambos casos se trata de impunidad flagrante. Y este círculo vicioso quizá explica la razón por la cual la impunidad es endémica.

La impunidad está en todas partes. No hay ámbito de la vida nacional en el que la impunidad no juegue un papel estelar. Los ejemplos son vastos y seguramente insuficientes porque literalmente no hay espacio en el que ésta no sea un factor y, en algunos casos, como el sindical, está abiertamente protegida por la ley a través de la autonomía. Aunque hay diferencias fundamentales en las características particulares de cada tipo de impunidad, el hecho de la impunidad es ubicuo. Al menos en concepto, no hay diferencia entre la «riqueza inexplicable» de un ex gobernador y el que un ciudadano común y corriente juegue a la corrupción con un policía de tránsito. El hecho de la corrupción, y por lo tanto de la impunidad resultante, es idéntico. Tan impune queda el acto de poseer bienes comprados con fondos de dudoso origen o legalidad como el de, gracias a una mordida, pasarse un alto y no pagar la multa correspondiente

Aunque no sean exhaustivos, diversos ejemplos de impunidad nos dicen mucho. Para ningún mexicano es noticia que muchos políticos y funcionarios aspiren a vivir del erario y a enriquecerse como resultado. Los dichos al respecto son elocuentes: «no me des, sólo ponme donde hay», «le hizo justicia la revolución», «un político pobre es un pobre político», «que se haga justicia en los bueyes de mi compadre» Por dichos no paramos, pero la historia que estos nos relatan es sugerente: todo mundo reconoce que hay corrupción e impunidad pero, en lugar de reprobarla, se le confiere legitimidad porque, en alguna forma, todo mundo es parte de ella o aspira a serlo. La escala y montos de la corrupción de un gobernador o líder sindical pueden ser incomprensibles para el mexicano común y corriente, pero la mayoría quisiera estar ahí.

La criminalidad es otro caso, patente y flagrante, de impunidad. Los números lo dicen todo: menos del uno por ciento de los delitos acaba siendo castigado. El delincuente sabe que su probabilidad de acabar en la cárcel es irrisorio por lo que actúa sin la menor preocupación.

Los llamados «usos y costumbres» de las comunidades indígenas, por ejemplo, no son más que otro espacio de impunidad ilimitada. No dudo que exista una tradición milenaria en esas comunidades y que muchas de esas costumbres ameriten reconocimiento y protección, pero detrás de ese emblema se esconde toda una tradición de abuso y corrupción que es absolutamente incompatible con un país que se dice democrático y que aspira a la modernidad. ¿Se puede justificar el abuso de las mujeres por el hecho de que el abuso tenga una historia de siglos? ¿Se vale ignorar el voto de la población en aras de preservar una costumbre de corrupción e impunidad? Una cosa es la tradición y otra muy distinta es la impunidad. Detrás de esos «usos y costumbres» se esconde un espacio de impunidad que no sólo es incompatible con la ley y las exigencias de un mundo civilizado, sino que también constituye un mecanismo conveniente de legitimación de la corrupción y de la impunidad reinante.

El sindicalismo mexicano está anclado en tradiciones que en muchos casos no están consagrados en ley pero que de todas maneras constituyen fuentes de impunidad y corrupción. Por ejemplo, los patrones retienen las cuotas sindicales sin que el agremiado jamás haya aceptado esa práctica. Sindicatos como el de los petroleros, el SME, el SNTE, los telefonistas y demás viven de cuotas multimillonarias que le son retenidas a los trabajadores sin su anuencia. Los llamados «líderes» de estos sindicatos no son sino caciques que depredan y expolian porque tienen el control de las cuotas, así como de las nuevas plazas. Esto es tan obvio que uno debería preguntarse por qué no se para. Quizá aquí, más que en ningún otro ámbito, es abrumador ese dicho de la paja en el ojo ajeno ignorando la viga en el propio: todo mundo quiere que al otro sindicato se le cancelen sus privilegios. El llamado de los políticos y líderes partidistas es a que se modifique la práctica de tal o cual sindicato, no del sindicalismo en su conjunto. Es decir, la impunidad que me conviene es aceptable, la que no debe ser erradicada ipso facto.

La impunidad está en todas partes: en las regulaciones que discriminan a favor de determinada empresa y en los monopolios como Pemex y CFE, en las empresas que imponen sus términos al consumidor sin que medie autoridad alguna, en el padrón de importadores que le concede privilegios a unos y se los niega a otros, en los sindicatos que utilizan al trabajador en lugar de avanzar sus derechos e intereses. En México no es necesario ir muy lejos para ver la impunidad en pleno. Con mayor frecuencia de la que sería deseable basta el espejo para encontrarla.

El triángulo simulación-corrupción-impunidad le da respetabilidad a la expoliación, a los llamados derechos adquiridos, al abuso y, por lo tanto, al atraso en que vive el país. Un país que se caracteriza por esta realidad no puede apostar al futuro ni pretender que avanza hacia la modernidad, la confiabilidad y la competitividad. Hay contradicciones que simplemente no aguantan escrutinio alguno.

Mientras la impunidad nos convenga a todos, nadie tiene incentivo alguno para acabarla y esa es la receta más pura para el círculo vicioso que nos caracteriza. Como la llamada economía «subterránea» o «informal», que en México de subterránea no tiene nada, la impunidad es igual de evidente y palpable. Hace años se hizo popular el dicho de que «la corrupción somos todos». El otro lado de la moneda, el de la impunidad, es exactamente igual de cierto. Acabarla es factible, pero exigiría un enorme liderazgo y tendría que comenzar la vida de cada uno de nosotros.

 

 

Paradigmas

Luis Rubio

La crisis económica por la que atraviesa el mundo ha sacado a relucir un gran número de deficiencias estructurales e incompatibilidades en la forma en que se producen bienes y servicios, en las instituciones de regulación y en los sistemas de distribución del mundo. En cierta forma, la crisis se produjo por un choque entre estructuras creadas para un mundo integrado por estados nacionales y una economía que se ha globalizado pero que funciona sin anclas institucionales adecuadas. En el camino quedó muerto tanto el paradigma de la economía nacional como el de la globalización sin reglas. Vale la pena comenzar a explorar los paradigmas que podrían comenzar a emerger tras la crisis, pues sus efectos sobre nosotros serán cataclísmicos.

Lo primero que parece evidente es que la crisis forzará definiciones que hace tiempo son evidentes pero que solo un shock podía materializar. En términos mundiales, todo indica que la economía fundamentada en el modelo energético a partir del petróleo irá en rápido descenso. En los países que han liderado el tema del calentamiento global, esta crisis abrirá espacios para el desarrollo de fuentes de energía renovables que en el curso del tiempo desplazarán al petróleo. Una característica sobresaliente del paquete económico de Obama son los subsidios al desarrollo de fuentes alternativas de energía; los europeos y japoneses traen programas similares. Aunque eso no modificará al mercado petrolero en el corto plazo, a la larga transformará la forma de producir. Algo parecido ocurrió en 1973, cuando Japón respondió a la crisis petrolera con una revolución en los procesos de manufactura que hoy yace en el corazón de la globalización industrial. El cambio esta vez no será menor.

La industria automotriz, sobre todo la estadounidense, experimentará grandes convulsiones. A los nuevos modelos productivos, mucho más eficientes y confiables, se ha sumado la demanda por automóviles más baratos y de mayor calidad. El viejo corazón de la industria, Detroit, lleva décadas en decadencia y está sobreviviendo sólo gracias a subsidios y garantías emitidas por su gobierno, no por la calidad de sus productos o a la devoción de sus clientes. Sin duda, pasado el momento inicial, comenzará el reconocimiento de que el problema reside en el modelo productivo. Esa industria sufrirá una modificación de esencia.

Para nosotros, estos dos cambios entrañan riesgos y oportunidades. Más allá de la estructura propiamente productiva, nuestro modelo financiero se ha sustentado en el ingreso petrolero como fuente principal del financiamiento público. El erario es brutalmente dependiente respecto al ingreso petrolero, que además es el sustente de vastas regiones del país. ¿Que pasaría, deberíamos estarnos preguntando, si los cambios que probablemente experimente la industria energética mundial se traducen en precios permanentemente bajos para nuestro petróleo? De igual manera, ¿qué otros usos podríamos darle al petróleo en caso de que lo anterior suceda?

Algo similar deberíamos contemplar para el futuro de la industria automotriz. Se trata de la mayor fuente de empleo en el país y nuestra principal exportación; de ahí su trascendencia. También aquí deberíamos estar preguntándonos cómo podríamos diversificarnos y cómo podríamos beneficiarnos de la clausura de plantas en EUA pero, sobre todo, ¿cómo podríamos trascender el modelo maquilador que hoy caracteriza a esta industria? Es decir, ¿cómo podemos incorporar actividades mucho más rentables y atractivas, como diseño, ingeniería y logística en esta parte de la industria nacional a fin de elevar el valor que se agrega?

Todo indica que esta crisis comenzará a desplazar a industrias tradicionales como las mencionadas, a favor de nuevas tecnologías, servicios de alto valor agregado y los servicios financieros que nazcan de las ruinas de esa industria. Actividades como estas no nacen en un vacío: requieren una aglomeración de jugadores, servicios y toda clase de apoyos laterales que permitan su desarrollo. Esto implica una combinación de universidades, logística, laboratorios, y empresarios junto con servicios financieros, abogados y demás complementos que hagan posible el nacimiento de un espacio de competencia y a la vez de cooperación. Ahí está el valle del silicio, la región de Berlín y Toulouse y otros cuantos más.

Nosotros no contamos con aglomeraciones de esta naturaleza, pero hay algunos espacios que podrían servir de base para un desarrollo tecnológico. El gobierno del DF ha hablado de crear clusters científico-tecnológicos, pero lacras como la inseguridad pública y la baja calidad de nuestra educación son limitantes estructurales. Quizá debiéramos comenzar a pensar en términos de aglomeraciones de un nivel tecnológico ligeramente menor, en torno a industrias que, con un programa inteligente, podríamos hacer nuestras, como la automotriz. Ahí, se podría reunir la producción de automóviles y auto partes (que ya tenemos) como el desarrollo tecnológico y de ingeniería, servicios que hoy se llevan a cabo en otros países.

Sin pretender ser conocedor de los procesos industriales y científico- tecnológicos, parece evidente que esta crisis va a obligar a que se definan nítidamente las ventajas comparativas y las fuentes de riqueza, es decir, de valor agregado, en cada localización geográfica. El gobierno de EUA quizá no tenga alternativa política a la concesión temporal de subsidios a empresas como la automotriz, pero los inversionistas no van a meter ni un peso en una industria que no tiene futuro dada su estructura actual.

Las coyunturas abren oportunidades para quien las sabe aprovechar. Una posibilidad, que es la histórica, es la de quedarnos sentados a esperar a que los directivos de las automotrices decidan en qué medida nuestros costos le son atractivos. Esa estrategia lleva a una industria maquiladora que, aunque nada despreciable, agrega relativamente poco valor. La alternativa consistiría en anticiparnos y hacer nuestros los nuevos paradigmas: crear clusters que no sólo hagan atractiva la instalación de plantas por el costo de la mano de obra, sino por el valor que nuestra ingeniería, laboratorios y universidades podrían agregar. Un esquema de esta naturaleza lleva años en construirse, pero no va a emerger si no se comienza a articular.

Por encima de todo, esta crisis va a crear oportunidades productivas para empresas nuevas, particularmente medianas, pero todo en el país conspira en contra de que éstas prosperen. Muchas más empresas medianas abriría la oportunidad de un desarrollo más equitativo y meritocrático, otras dos carencias en nuestra historia.

 

Crisis y futuro

Luis Rubio

Las crisis mexicanas de los ochenta y noventa siguieron dos dinámicas perfectamente diferenciadas: por un lado exigieron una corrección fiscal que disminuyera el déficit en las cuentas gubernamentales y, por el otro, gracias a la competitividad que creó la devaluación del peso en cada una de esas ocasiones, abrieron ingentes oportunidades para que la producción nacional, sobre todo la manufacturera, comenzara a crecer vía la exportación. La crisis actual es diferente porque no hay a quién exportarle dado que la crisis no es nacional sino mundial. Las implicaciones de esta circunstancia son enormes y van a exigir una enorme capacidad política que hoy parece vulnerada.

La economía mexicana lleva décadas creciendo muy modestamente. Las cosas iban bien hasta mediados de los sesenta: después de eso, todo ha sido mediocre en este rubro. Aunque se experimentaron tasas elevadas de crecimiento en los setenta, la causa de ese desempeño se remite al excesivo endeudamiento y a los elevados precios de petróleo que caracterizaron a ese periodo. Tan pronto desaparecieron esos dos elementos del horizonte, la economía se estancó en términos per cápita. Hubo años buenos, pero el promedio ha sido raquítico.

De hecho, prácticamente todos los años buenos, y casi todos los procesos productivos exitosos en estos años, se deben a la exportación, al TLC norteamericano y a la creciente competitividad del aparato productivo vinculado al exterior. No así el resto de la economía que, con excepciones, ha mostrado un desempeño mediocre y una patente incapacidad por elevar sus índices de productividad.

La tragedia de la crisis actual reside precisamente en este punto: se ha contraído la demanda por los productos y servicios en que somos muy competitivos y el resto no nos da para un sustento comparable. Algunas propuestas de solución -como elevar el gasto de inversión en infraestructura- podrían ayudar en el corto plazo, pero el problema es que no hay capacidad productiva suficiente (en términos de los economistas, el problema de México es de oferta y no de demanda) y eso implica que la inflación podría crecer en un santiamén. La verdad es que el país requiere una revolución productiva que incremente la inversión privada para que se eleve la oferta y eso transforme y modernice a la economía en su conjunto.

La crisis económica estadounidense ha afectado nuestras exportaciones y no nos da una salida fácil como las que ocurrieron en las décadas pasadas. De hecho, los dos sectores más importantes para las exportaciones mexicanas automotriz y construcción- son los más golpeados y los que, presumiblemente, más tardarán en recuperarse. En su proceso de ajuste, los norteamericanos están elevando sus niveles de ahorro, reduciendo deudas y disminuyendo su consumo. Al mismo tiempo, las otrora grandes empresas automotrices están al borde de la quiebra y no es de esperarse que se recuperen pronto, e incluso podrían desaparecer.

Todo esto indica que cualquier mejoría que nosotros podamos llegar a experimentar va a depender de lo que se haga internamente. Cerrada temporalmente la salida exportadora, todo está sujeto a la capacidad de transformación que experimente nuestra economía y eso requiere profundas reformas, precisamente de esas que nuestros gobiernos y legisladores llevan años evadiendo.

Algunos promueven soluciones proteccionistas lo que, en nuestro contexto, implicaría apostar por toda la parte vieja, poco productiva e inviable de nuestra economía: es decir, implicaría aumentar la pobreza. La única alternativa positiva, transformadora, sería la de cambiar de enfoque y comenzar a otear un futuro distinto: un futuro en el que el petróleo disminuye en importancia, tanto como fuente de financiamiento del gobierno y como generador de demanda interna, y un futuro en el que la planta productiva se transforma para darle salida al potencial de toda la población, potencial que siempre ha sido deprimido.

Los temas que requieren nuevos enfoques no son novedosos, pero no por eso dejan de ser fundamentales: se requiere resolver el problema de las finanzas públicas de una manera permanente y eso implica el IVA parejo y sin excepciones. Se requiere abrir la inversión en sectores protegidos como el petróleo para crear nuevas fuentes de energía y demanda. Se requiere desatar las capacidades productivas de la población, lo que implica eliminar obstáculos en terrenos como el laboral, la permisología (y otros obstáculos) y confrontar la ausencia de competencia en sectores clave como el energético y las comunicaciones. Al mismo tiempo, sería indispensable enfrentar a los llamados poderes fácticos, sobre todo sindicales, en áreas que son vitales para el desarrollo y donde el statu quo no hace sino cancelar cualquier posibilidad de desarrollo.

Esta crisis nos ofrece posibilidades muy superiores a las imaginables. Por ejemplo, de existir un entorno idóneo (infraestructura, regulaciones, clima de negocios) capaz que México puede ser parte de la solución a la quiebra de las automotrices estadounidenses. Pero eso no se dará a menos de que se creen esas condiciones.

Ninguna de estas cosas, u otras que pudieran contemplarse, son novedosas. Pero cualquiera que se decida atacar implica una capacidad de articulación política, una capacidad de negociación, que hoy no existe. Peor, estamos viendo la destrucción de la única alianza que en las últimas décadas le ha dado al país una capacidad de reforma, así haya sido limitada e insuficiente. En su afán por evitar un colapso de su presencia en la cámara de diputados, el PAN decidió adoptar una estrategia de denuncia y ataque contra el PRI, el único partido capaz de darle los votos necesarios para enfrentar los extraordinarios desafíos que el país confronta en la actualidad y que, sin duda, se agudizarán en los años venideros.

La lógica de la estrategia panista es comprensible, pero es muy torpe porque las elecciones intermedias dependen más de la capacidad territorial de los partidos que de las grandes estrategias mediáticas. El gobierno puede acabar en el peor de los mundos: con una minoría muy reducida y sin capacidad de interlocución, es decir, nos deja ante la posibilidad de que el proceso legislativo quede paralizado por los siguientes tres años. Y con ello la oportunidad de aprovechar la crisis para construir una nueva economía, capaz de lograr elevadas tasas de crecimiento.

Esta es la primera crisis en décadas de la que no es culpable un mal manejo financiero por parte del gobierno. Sería una tragedia que por torpezas políticas acabemos saliendo peor de lo que entramos.

 

Represalias

Luis Rubio

En tiempos ancestrales, cuando de pronto el héroe en una tragedia se encontraba en dificultades, un deus ex machina, un dios, descendía del cielo para resolver el problema y cambiar el rumbo de la historia. La decisión del gobierno del presidente Calderón de responder en especie ante la negativa de extender el programa piloto en materia de auto transportes inaugura una nueva etapa en la relación bilateral con Estados Unidos. Luego de años de aceptar decisiones unilaterales en materia comercial, el gobierno mexicano decidió actuar. La pregunta es qué es posible lograr con esta acción. ¿Será ésta un deus ex machina?

Cuando una nación viola las normas que regulan el comercio internacional, existe una serie de mecanismos legítimamente constituidos para responder. Típicamente, las naciones responden de manera tal que se infrinja el mayor daño posible a la nación infractora: más que la represalia misma, el objetivo es corregir.

Sin embargo, eso no es lo que había caracterizado el actuar del gobierno mexicano en las últimas décadas. Hasta ahora, el gobierno no sólo había sido reticente a tomar el tipo de represalias que están contempladas en el TLC y en las normas de comercio internacional, sino que había sido cauteloso en respetar la lógica política interna de EUA. No así en esta ocasión. La decisión estadounidense de cancelar el programa piloto para el auto transporte disparó una reacción inusitada.

Los criterios que el gobierno empleó para decidir los productos que serán sujetos a aranceles hablan por sí mismos. Es claro que se dedicó mucho tiempo a identificar productos que no afectaran las cadenas productivas, que no incrementaran los precios internos y, sobre todo, que fueran sumamente molestos para muchos legisladores estadounidenses. Es decir, la lógica es absolutamente política: que se afecte lo menos posible a la economía mexicana y, al mismo tiempo, que se tenga el mayor impacto político posible en EUA.

Es evidente que se trata de una acción política que tiene importantes consecuencias, independientemente de que el gobierno las haya anticipado o no. El programa piloto tenía por objetivo reunir información empírica que pudiera servir de base para una decisión definitiva sobre el tema. Quienes se oponen a la incursión de los auto transportistas mexicanos en el territorio estadounidense aceptaron el esquema porque esperaban probar que los choferes mexicanos y sus vehículos serían un peligro en las carreteras de ese país. Quienes apoyan la apertura esperaban demostrar que no habría tal peligro. A nadie sorprenderá que la evaluación resultante sirviera a las dos partes para justificar sus prejuicios e intereses.

La decisión de cancelar el programa, que motivó la represalia mexicana, se dio en el contexto de la nueva mayoría demócrata en el congreso de EUA, partido que goza del apoyo (y financiamiento) de los trasportistas, los teamsters. Dicho lo anterior, es peculiar que se haya escogido el tema del auto transporte como móvil para estas represalias. La razón: ni los teamsters estadounidenses ni los camioneros mexicanos tienen la menor intención de competir en el territorio del otro. Por supuesto, lo que más le conviene al consumidor mexicano es que haya mucha competencia para que bajen los costos del trasporte, pero irónicamente- ese ciertamente no es el objetivo de los transportistas que promueven la apertura.

Los teamsters compiten en su país y no tienen interés por abrir un nuevo frente. El movimiento contrario a esta apertura se originó hace dos décadas en Texas cuando un camionero mexicano conduciendo en estado de ebriedad chocó y mató a una familia. A partir de entonces, hay una acendrada oposición en los estados fronterizos a cualquier apertura, misma que los teamsters han convertido en estrategia.

Pero nosotros no nos quedamos atrás. De hecho, la protesta de parte de los transportistas mexicanos por la negativa estadounidense es producto de la estrategia más inteligente que un grupo de interés jamás haya concebido. Los transportistas mexicanos no quieren competir en EUA: lo que quieren es que no haya competencia en las regiones de México en que ejercen un efectivo monopolio. Su estratagema ha sido un ardid maravilloso para engañar a todo mundo. En lugar de quejarse por la competencia como hacen otros empresarios, los transportistas montaron una estrategia de ofensiva que quita la luz sobre su monopolio interno y los costos que eso entraña para el consumidor mexicano. Hay que quitarse el sombrero.

Por lo anterior, es peculiar que se empleara este caso como ejemplar, pero eso no quita que sea encomiable que el gobierno finalmente haya decidido actuar y poner un alto al proteccionismo potencial del actual gobierno norteamericano. El problema ahora es que no es obvia la salida a la situación que esta acción ha creado.

Lo primero que debemos esperar es que los políticos norteamericanos reaccionen, como ya comenzaron a hacerlo, con furiosas declaraciones. Acto seguido, comenzarán a buscar una respuesta positiva que evite molestias a sus productores a nivel local. La maravilla de la democracia representativa consiste precisamente en eso: los empresarios que van a perder mercado con este acto de represalia ya se están quejando con sus congresistas y los van a poner contra la pared. Los legisladores tendrán que sopesar las presiones de al menos tres fuentes: empresarios que pierden con esto, el sindicato de los transportistas americanos y, sobre todo en los estados fronterizos, la población simple y llana que, con razón o sin ella, teme a los choferes mexicanos. Es decir, los políticos estadounidenses tienen varias comunidades de representados con las cuales lidiar, cada una con intereses, dinámicas y lógicas distintas.

En este contexto, la pregunta es qué, en términos prácticos, se puede esperar como respuesta a la acción de represalia mexicana. Las notas periodísticas de los últimos días ya comienzan a sugerir por donde vendrá la solución: lo más que se puede esperar es que se reabra el programa piloto, es decir, un programa modesto que, en realidad, no afecta a los intereses involucrados. Reabriendo el programa piloto los transportistas de los dos países quedarán satisfechos y todo mundo se irá a su casa como si nada hubiera pasado.

Siguiendo a Lampedusa, el gobierno mexicano habrá mostrado un gran cambio de actitud, una disposición a tomar decisiones duras y a dejarle un ojo morado a nuestros vecinos para que, a final de cuentas, todo acabe quedando igual. En todo esto cabe preguntarse quién en el gobierno mexicano vela por los intereses de la ciudadanía y de los consumidores.

 

¿Crecimiento?

Luis Rubio

El crecimiento económico es el gran ausente de México. De hecho, es el gran coco desde el fin de los sesenta y trasciende las etiquetas ideológicas y partidistas que caracterizan a la política nacional. El hecho tangible es que el país lleva cuatro décadas persiguiendo la piedra filosofal del crecimiento de la economía sin encontrar, bien a bien, la clave del éxito. La crisis actual no hace sino exacerbar esta situación. Como que ya es tiempo de comenzar a aceptar que el problema no es partidista o de personalidades sino estructural.

Si algo tienen en común todos los presidentes desde Echeverría hasta Calderón es la preocupación por el crecimiento. Cada uno de ellos ha buscado su respuesta propia en su experiencia, preferencias e imaginario. Cada una de esas respuestas ha sido distinta; lo que todas tienen en común es que, a pesar de sus enormes diferencias, ninguna ha logrado resolver el problema. La preocupación por el crecimiento ha sido constante, pero las respuestas han sido inadecuadas o insuficientes. El resultado sigue siendo muy pobre.

Cuando Echeverría asume la presidencia, el país se encontraba en un periodo que fue llamado de atonía. Luego de dos décadas de excepcional crecimiento económico, el país experimentaba una desaceleración. Para ese momento, el debate dentro del gobierno reconocía que la economía del país se había atorado y que requería una serie de cambios para evitar una crisis de balanza de pagos (sobre todo porque las exportaciones agrícolas y mineras ya no alcanzaban para financiar la importación de materias primas e insumos industriales). En ese momento, la propuesta hacendaria consistía en iniciar un proceso gradual de apertura de la economía en condiciones de gran estabilidad, es decir, con tiempo y sin presiones financieras o cambiarias.

Echeverría optó por romper con la ortodoxia fiscal y financiera que había caracterizado a la política económica en las décadas anteriores y lanzar una estrategia de crecimiento fundamentada en el gasto público. La economía respondió de inmediato, pero pronto comenzó a experimentar un fenómeno hasta entonces desconocido: la inflación. En retrospectiva, la forma en que Echeverría respondió a la preocupación por el crecimiento resultó brutalmente costosa no sólo porque endeudó al país e inició la serie de crisis cambiarias que caracterizarían a los siguientes veinte años, sino porque además destruyó el consenso imperante no sólo en materia económica, sino también en términos del respeto a la autoridad y la estabilidad tanto política como social. Lo peor de todo es que encumbró a diversos grupos de interés político, empresarial y sindical que hoy paralizan al país.

López Portillo retornó a la ortodoxia como medio para restaurar el crecimiento pero la promesa del ingreso petrolero le llevó a reproducir la estrategia de gasto de su predecesor, elevando los niveles de endeudamiento en forma nunca antes vista. El petróleo hizo posible alcanzar elevadas tasas de crecimiento por unos años pero, en el momento en que cayó el precio del crudo, el país acabó brutalmente endeudado y sumido en una profunda recesión. Al final de su mandato la estructura económica del país había experimentado un grave deterioro, los desequilibrios financieros eran extraordinarios y el país quedó condenado a una década de hiperinflación.

Miguel de la Madrid se propuso modificar la estructura de la economía mexicana siguiendo en alguna medida el proyecto que Hacienda y el Banco de México habían propuesto desde los sesenta, pero en condiciones de extrema adversidad. Mientras que en los sesenta no había un problema de deuda externa y la economía funcionaba muy bien, en los ochenta la dislocación era extraordinaria, muchas de las empresas experimentaban serios problemas de endeudamiento y la confianza que antes había sido el pilar del desarrollo económico se había evaporado. La respuesta que dio Miguel de la Madrid al desafío del crecimiento comenzó a transformar a la planta productiva, pero no logró niveles elevados de desempeño económico.

Carlos Salinas siguió con la misma estrategia, pero aceleró el paso. Se privatizaron diversas empresas y los bancos, se negoció el TLC norteamericano y se redujo el monto de la deuda externa. La inversión, tanto nacional como extranjera, se elevó, pero los logros en términos de crecimiento económico fueron marginales. Aunque los cambios y reformas fueron muchos y muy ambiciosos, estos acabaron siendo insuficientes porque no se afectaron intereses sindicales, empresariales y políticos que siguieron impidiendo el despegue de la economía. La paradoja del sexenio de Salinas es que se afectaron algunos intereses pero se dejaron intactos muchos más y la combinación acabó siendo trágica en lo político y desastrosa en lo económico.

Ernesto Zedillo no tuvo tiempo de responder al reto del crecimiento pues al final del primer mes de su gobierno el país estaba sumido en una nueva crisis financiera y bancaria. Zedillo se abocó a restaurar los equilibrios financieros, y a elevar el ahorro de la población como medios para consolidar el crecimiento económico. Al igual que su predecesor, logró mejorías en algunos rubros, en particular el legado de la estabilidad financiera, que no es menor, pero no llegó a afectar los factores que mantienen postrada a la economía.

Vicente Fox supuso que el país se gobierna solo justo en el momento en que el mero hecho de haber sido electo transformaba la naturaleza del sistema político. Fox ni siquiera intentó modificar la estructura de intereses que paraliza al país, pero tuvo el enorme mérito de mantener la estabilidad financiera, sin la cual la crisis mundial actual habría sido catastrófica para nosotros.

La pregunta ha sido la misma, las respuestas han ido cambiando. Nadie, sin embargo, ha logrado resolver el problema de largo plazo de la economía mexicana. Esto no ha sido resultado de la falta de diagnósticos relevantes o buena voluntad. Más bien, ha sido producto del deseo de no moverle o de la incapacidad para afectar o modificar valores, conceptos e intereses que, en el fondo, son buena parte de nuestro problema. Ahí están sectores como los de petróleo, energía y comunicaciones que podrían ser pilares y motores de largo plazo de la economía pero que, en nuestro país, constituyen lastres que impiden lograrlo.

La crisis por la que estamos pasando se va a agudizar antes de que la situación pudiera comenzar a mejorar. La pregunta es si mantendremos el statu quo o si, por fin, comenzaremos a enfrentar lo que todos esos gobiernos evadieron y sin lo cual el crecimiento que el país requiere nunca se materializará.

 

Conteo regresivo

Luis Rubio

El proceso electoral de 2009 marcha con toda celeridad. Los partidos han definido sus plataformas, alianzas y sus primeros grupos de candidatos. Las encuestas apuntan a un resultado legislativo favorable al PRI y desfavorable a los otros dos partidos grandes. Nada de esto es sorprendente dada la dinámica de los procesos intermedios (donde lo importante es la presencia territorial), que es muy distinta a la de los comicios en que hay una contienda presidencial (donde los candidatos a la presidencia son preeminentes). Pero las elecciones de julio próximo si pueden ser cruciales en otros términos: podrían constituirse en un referéndum del gobierno de Felipe Calderón y eso ofrece una gran oportunidad, pero entraña un enorme riesgo.

Las características más patentes de la contienda que viene se pueden apreciar en la forma en que se comportan los tres partidos políticos grandes. El PRI está envalentonado porque las encuestas le confieren la posibilidad, remota, de lograr disparar la llamada cláusula de gobernabilidad que, con 42.1% del voto, le granjearía una mayoría absoluta. Detrás del lustre que caracteriza al PRI no hay una gran renovación ni una transformación de fondo que lo haya convertido en una alternativa particularmente atractiva para un país que ha estado intentando una transformación democrática. Lo que explica la renovada imagen del PRI es más simple: por un lado, la visión de poder que caracteriza a sus integrantes y que les permitió recuperar un poder que no ganó en las urnas a través de decisiones estratégicas. Los priístas finalmente se han comenzado a alinear por lo que los une: la posibilidad de lograr la presidencia. Al mismo tiempo, se han beneficiado de los errores y pifias de los gobiernos del PAN: en palabras de un priísta conocido: seremos corruptos, pero sabemos gobernar. Así estarán las cosas

Las cosas son muy distintas para el PRD. A pesar de su extraordinario desempeño en la contienda presidencial pasada, las encuestas le anticipan una disminuida presencia en el Congreso. Esta situación sin duda refleja las divisiones que han caracterizado a la izquierda mexicana en los últimos años y, sobre todo, los enormes costos que produjo la radicalización de su ex candidato. La ironía es que esto sucede justo cuando el PRD ha consolidado una plataforma social demócrata moderna, propositiva y, potencialmente, atractiva para un electorado crecientemente de clase media que demanda oportunidades, acceso y equidad, banderas que sólo un partido de ese perfil puede impulsar.

El enigma de la elección que viene sin duda está en el PAN. Mientras que los priístas han definido su camino y los perredistas están pagando los costos de su pasado reciente, el PAN no parece poder definir nada. Liderazgos débiles, conflictos internos y una arraigada desconfianza lo paralizan e impiden construir el ánimo de triunfo que cualquier partido requiere para ganar. A pesar de ostentar la presidencia por nueve años, los panistas siguen sin sentirse cómodos con el ejercicio del poder. Más cómodo como oposición, el partido no ha logrado entender el poder o ejercerlo. El PAN, que se autodefine como partido ciudadano, evita a la ciudadanía y percibe mayores amenazas en sus propias filas que en sus competidores. De esta forma, en lugar de generar un ánimo de triunfo y desarrollar la capacidad de sumar fuerzas internas y externas, podría acabar experimentando pérdidas mayores.

Los panistas están divididos de muchas maneras, pero también han carecido de estrategia en su actuar electoral. Los procesos de nominación de candidatos a gobernador en Nuevo León y Sonora muestran contradicciones e indecisión y acabaron dividiendo a las bases, además de restarle legitimidad. El debate interno sobre una posible alianza con otros partidos, particularmente con el PANAL, revela una discusión moralista y no pragmático-estratégica. No es la actitud de un partido que se asume como gobierno y que intenta preservar el poder y ganar nuevos espacios. Falta ver, en este contexto, la manera en que el partido decide la integración de sus listas plurinominales, que serán un buen indicador de la calidad del liderazgo: ¿privilegiará capacidad de gobierno o se dejará arrollar por las pullas internas?

Tratándose del partido en la presidencia, el efecto de un mal resultado podría ser devastador. Errores, atropellos, divisiones y ausencia de estrategia le impiden moverse para mantener su presencia en el Congreso y avanzar sus metas de gobierno. La suma de desconfianza e incapacidad para actuar le ha salido carísima en sus negociaciones legislativas y prácticamente no ha logrado avanzar su agenda. Su peor escenario se podría consumar en julio próximo.

Dada la rigidez de nuestros procesos políticos, donde el Senado se mantiene igual en tanto que el Congreso cambia, la importancia práctica del resultado electoral intermedio es relativamente menor. Sin duda, un triunfo avasallador de un partido de oposición, en este caso del PRI, afectaría diversos procesos, sobre todo el de aprobación del presupuesto federal, donde la cámara baja tiene potestad exclusiva. Sin embargo, más allá del impacto mediático de un triunfo abrumador, los efectos prácticos de un triunfo del PRI serían relativamente menores. Pero el simbolismo sería enorme.

El verdadero tema electoral de este año no tiene que ver con las elecciones legislativas por sí mismas sino con lo que el resultado simbolice. En contraste con las contiendas presidenciales, la elección intermedia le confiere una enorme relevancia a las maquinarias partidistas y al activismo de los gobernadores. Esta circunstancia le otorga una gran ventaja al PRI, partido con presencia nacional, sobre los otros dos. Desde esta perspectiva, es de esperarse que el PAN pierda un cierto número de curules por el solo hecho de que tiene una maquinaria de menor alcance que la del PRI. Esto es anticipable y no entraña mayor consecuencia, excepto si las pérdidas son realmente dramáticas.

La gran pregunta de este año tiene que ver con la capacidad del PAN para retener una amplia presencia en la cámara de diputados que, aunque sin duda menor a la que ostenta en la actualidad, tendría que ser suficiente para, al menos, poder bloquear reformas constitucionales que promovieran los partidos de oposición, es decir, 168 escaños. Las encuestas en este momento no sugieren que ese umbral esté garantizado y algunas colocan al PAN decenas de curules por debajo. A menos de que el PAN redefina su camino para convertir la elección en oportunidad, parecería obvio que no podrá evitar que este año el presidente sufra una catástrofe adicional y auto inflingida.

 

Bienintencionados

Luis Rubio

Reza el dicho que de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno. Así pasa con los intentos de solución que muchos de nuestros políticos y burócratas imaginan y, peor, fuerzan a todos a adoptar, sin jamás reparar en las consecuencias o implicaciones. Muchos de nuestros atrasos y carencias se explican por grandes ideas que al ser instrumentadas resultan no apropiadas para el problema que se busca enfrentar. No porque se legisle o regule se resuelven los problemas. En ocasiones la medicina acaba siendo más perniciosa que la enfermedad.

Hace décadas, por ejemplo, un gobierno decidió modificar la legislación laboral para incorporar a los comisionistas a un régimen similar al de cualquier empleado, con todas las previsiones sociales correspondientes. No es difícil imaginar la lógica del político que tomó la decisión: aquí hay un grupo amplio de personas que vive de un ingreso incierto y que no cuenta con protección social alguna. Quién podría objetar, seguramente siguió pensando el sesudo burócrata, una acción tan generosa (y paternalista) como la de sumarlos al régimen de seguridad social. Muy generoso, excepto que mató la actividad.

Más que un empleado con ingresos eventuales, el comisionista era un empresario en ciernes. Se partía el lomo para aumentar sus ventas y con eso lograr una mejora en su nivel de vida. Una vez encarrerados, muchos comisionistas comenzaban a contratar empleados y, con eso, a convertirse en empresarios formales, de hecho y de derecho. La modificación al régimen laboral tuvo por consecuencia la creación de una nueva categoría de empleados, pero mató la oportunidad de seguir desarrollando empresarios generadores de riqueza y empleos.

Cuando uno observa a los vendedores ambulantes y a los puesteros de la calle uno puede despreciarlos como evasores fiscales o apreciarlos como empresarios. Sin duda son lo primero, pero la pregunta relevante es si lo que está mal es la complejidad del sistema fiscal que facilita, de hecho promueve, la informalidad, o si se trata de delincuentes decididos a sublevar las instituciones fiscales y de seguridad social. Lo impactante es la flexibilidad de estos negociantes: cuando llueve venden paraguas, cuando hace calor traen refrescos, cuando la gente ya quiere llegar a cenar a su casa venden cacahuates o gorditas de nata.

Un sistema fiscal más flexible, menos dependiente de «buenas intenciones», quizá serviría para promover el crecimiento de nuevos empresarios. Una buena regulación quitaría la excusa para la evasión fiscal y le conferiría legitimidad a la autoridad para forzarlos a cumplir la ley.

Cerrarle filas al empresario en potencia es fácil, pero la consecuencia no es otra que una menor actividad económica, en paralelo con la concentración de la riqueza. Podrá haber muchos mitos sobre por qué pasan las cosas y muchas buenas intenciones, pero las consecuencias son siempre reales, pequeñas muestras de ideas aparentemente interesantes y hasta inteligentes que acaban con darnos un frentazo como sociedad.

En estos días estamos ante una tesitura similar con la propuesta legislativa de modificar el régimen del Banco de México. En su estatuto actual, el banco central tiene por objetivo cuidar el crecimiento de los precios. Ese objetivo no surgió de la nada sino de la sucesión de crisis que caracterizaron al país entre los setenta y los noventa. Cuando era una entidad dependiente de la presidencia, la dirección del Banco respondía ante los deseos y órdenes del gobierno. Eso llevó a que por décadas se privilegiara el gasto y no el ahorro y a que la característica central de nuestra economía fuera la inestabilidad de precios. Desde que se modificó el régimen del banco central y se estableció que su única prioridad era combatir la inflación, el país ha visto renacer a una incipiente clase media y hemos observado un boom en la industria de vivienda media y de interés social. Es decir, la estabilidad de precios ha permitido que la ciudadanía comience a pensar en el largo plazo y a ahorrar e invertir con ese marco de referencia. El mandato que hoy orienta la forma de actuar y decidir del banco central responde a nuestra realidad histórica, no a un invento ideológico o tecnocrático.

Ahora vienen algunos senadores con su arsenal de buenas intenciones a plantear que está mal el mandato del banco central y que debe modificarse para incluir tanto estabilidad de precios como crecimiento económico. De manera similar a aquel gobierno que destruyó la institución del comisionista, nuestros genios legislativos están pensando en que un pequeño cambio va a lograr el milagro. Si tan sólo nuestros banqueros centrales dejaran de ser tan dogmáticos, deben decir estos legisladores, y dedicaran sus talentos a promover el crecimiento de la economía, todo funcionaría mejor.

Ciertamente, no hay duda alguna de que si la economía creciera más el país estaría mejor. Si el problema del crecimiento fuera el dogmatismo de Banxico todos los mexicanos nos sumaríamos para demandarle al Senado que modifique su ley. Todos sabemos, sin embargo, que ahí no está el problema. Modificar el mandato del banco central es fácil, pero seguro no resultaría en más crecimiento de la economía y, con un poco de buenas intenciones, podría ocurrir como con los famosos «alfileres» de diciembre de 1994 en que un pequeño cambio, aparentemente pequeño y de buena fe, nos sumió en la peor crisis de nuestra historia reciente. En lugar de elevar la tasa de crecimiento, una modificación en los objetivos del banco central seguramente se traduciría en el fin de la estabilidad financiera y, con eso, en una vuelta a la incertidumbre de siempre.

Lo mismo se puede decir de otras iniciativas similares, como la de intentar limitar las tasas de interés o elevar sanciones de diverso tipo. La realidad no va a cambiar con legislación y, con un poco de mal tino, puede socavar todavía más el crecimiento de la economía.

Para crecer se requieren al menos tres cosas: una, empresarios decididos y dispuestos a asumir riesgos importantes; dos, ausencia de obstáculos e impedimentos; y tres, un marco regulatorio y legal que impulse la actividad económica y mantenga la estabilidad. Sería deseable que en lugar de culpar al banco central de nuestras carencias, los legisladores trabajaran sobre estos tres temas, donde los obstáculos son infinitos.

Un mejor futuro no se va a construir con buenas intenciones y menos sin espina dorsal y conciencia histórica. Se va a construir cuando se reconozca la naturaleza humana y se actúe para promover sus virtudes y regular sus veleidades a fin de evitar excesos. No con buenas intenciones.

 

Lo no anticipado

Luis Rubio

En ocasiones el éxito y el acierto entrañan costos, a veces fulminantes. No es imposible que así resulte con el inteligente, visionario y responsable actuar de las autoridades hacendarias al adquirir futuros para asegurar que el ingreso petrolero de este año fuera suficiente para las necesidades del erario, independientemente del precio del crudo en los mercados. Al resolver un problema coyuntural, quizá hayan acabado haciendo imposible que el país enfrente sus problemas de fondo. Indeseable paradoja.

La economía mundial experimenta un creciente deterioro que parece incontenible y que obliga a contemplar escenarios distintos a los tradicionales. Parece claro que nos encontramos ante una discontinuidad histórica en la cual lo que era válido antes podría ya no serlo después y donde la tentación de tratar de anticipar el futuro a partir de extrapolaciones del pasado ya no funciona. De materializarse un cambio de paradigma, todos nuestros enfoques tendrán que cambiar.

La información disponible hace imposible saber qué depara el futuro, pero hay suficientes indicios y realidades que permiten comenzar a entender algunos de los componentes que lo podrían conformar. Si uno observa el panorama internacional, lo más impactante es la rapidez con que se empiezan a debatir nuevos paradigmas, nuevas formas de entender las cosas y de conducir los asuntos públicos. Son particularmente notorias las discusiones que están surgiendo sobre las nuevas formas de enfocar temas como el del agua, la industria automotriz, el sistema financiero y la energía. Todo esto es muy fluido y sin duda se trata de procesos de cambio que tomarán su cauce en los próximos años. Lo único que parece certero es que la crisis actual está obligando a repensar y transformar formas tradicionales de producir, trabajar y actuar. Así como han caído grandes bancos, están desapareciendo dogmas inamovibles como el de no nacionalizar industrias en países que privilegian la propiedad privada.

Todo parece estar en la picota. Mientras los políticos y legisladores, en México y en China, debaten sobre la mejor manera de enfocar sus estrategias para lidiar con la crisis, grandes fuerzas económicas, tecnológicas y sociales están cambiando la realidad a nivel ciudadano. Se trata de intentos de respuesta a una crisis que ha evidenciado la inviabilidad de modelos económicos nacionales frente a una realidad económica global y la obsolescencia de sectores industriales tradicionales ante los cambios climatológicos que hemos vivido. Si algo es evidente en este momento es que muy pocos anticiparon la crisis y muchos menos tienen idea de lo que puede implicar en términos de transformaciones paradigmáticas hacia el futuro. Lo único certero es que muchas de las verdades y dogmas de antaño dejarán de serlo.

Lamentablemente, nada de esto está ocurriendo en México. Desde luego, todo mundo entiende que estamos entrando en un periodo de crisis económica que, si bien no tiene el mismo origen que las anteriores, puede afectar a la población de mil maneras. La evidencia, dura y anecdótica, dice lo mismo: las estadísticas confirman que la economía viene descendiendo, que la producción se contrae y que las exportaciones bajan con celeridad. Por el lado anecdótico, por ejemplo, hay un puesto de comida en Veracruz que ha visto caer sus ventas a la mitad porque los camioneros que ahí paran han reducido sus corridas a la mitad ante la baja en la producción de sus clientes. Menos producción lleva a que haya menos bienes que transportar, menos demanda de transporte, servicios y comida. Las cadenas de transmisión son infalibles.

Lo mismo se puede observar a nivel cotidiano. Muchas familias han reducido sus compras al mínimo para protegerse de cualquier eventualidad. Una encuesta realizada por una empresa de microcréditos revela que casi tres cuartas partes de sus clientes no saben si seguirán teniendo un negocio en el futuro. Todo esto son pequeñas muestras de que la población percibe que algo está pasando: que aunque la crisis no haya sido hecha en México, el país no podrá abstraerse de sus consecuencias.

El problema es que, gracias al buen actuar de nuestras autoridades financieras, el impacto que la población percibe en este momento es mucho menor al que realmente está ocurriendo en el mundo. Vaya paradoja: el gobierno actúa bien y eso causa un problema adicional; en lugar de que estemos debatiendo la urgencia de erradicar mitos y dogmas, como ocurre en todo el mundo, en México estamos sumidos en debates pueriles como si un empresario es demasiado catastrofista o si el asunto es gastar más con menos restricciones. Esta crisis no es como las anteriores y exige pensar distinto. Si como sociedad no asumimos un sentido de urgencia y una disposición a cambiar nuestras formas de pensar saldremos mal librados.

La estabilidad que estamos viviendo es engañosa. Igual puede ocurrir que la producción mundial comience a caer y entremos en procesos depresivos realmente graves, como ocurrió hace ochenta años, o que se reproduzca el fenómeno japonés de la década de los noventa en que la economía no creció pero tampoco se contrajo: simplemente se mantuvo paralizada. También podría darse el milagro de una recuperación relativamente pronta. Sea como fuere, nuestros riesgos son mayores que los de los países desarrollados.

De seguir las cosas como están, en un año estaremos en una situación verdaderamente seria. Para entonces el ingreso petrolero habrá disminuido al nivel que hoy tendría de no haberse comprado esos futuros y la situación fiscal del gobierno sería sumamente crítica. Será en ese momento que tendremos que comenzar a preguntarnos qué hacer. Lo grave será que para entonces se habrá perdido el sentido de urgencia y los intereses e ideologías que animan el debate público habrán retomado control de los procesos de discusión. Peor, para entonces habrán fluido interminables promesas de las campañas y la frustración será inmensa. En lugar de un reconocimiento colectivo respecto a la necesidad de actuar de manera decisiva, andaremos en la confrontación política de siempre.

México y los mexicanos tenemos que reconocer que el mundo está cambiando y que tenemos que actuar de inmediato o nos quedaremos paralizados. Es indispensable erradicar los mitos y dogmas que han impedido el desarrollo del país pues con ellos no saldremos. Debemos comenzar por el petróleo, el IVA, la electricidad y la forma de gobernarnos. La crisis exige eso y más. Si nos tardamos, seremos incapaces de responder. De otra manera el verdadero apretón llegará justo cuando ya no haya tolerancia, sentido de urgencia o capacidad de actuar.

 

Momento delicado

Luis Rubio

En un momento crucial de la obra de teatro de Brecht sobre la vida de Galileo, en la que explora la relación entre las jerarquías, la ciencia, la política y la búsqueda de la verdad, el inquisidor se niega a ver a través del telescopio porque la Iglesia ha decretado que lo que Galileo afirma estar ahí no puede ser cierto. Ese fenómeno, el de querer ver sólo lo que uno quiere o espera ver, es ubicuo en la discusión actual sobre la situación económica.

Estamos viviendo un momento particularmente delicado. La situación económica mundial nos comienza a afectar de manera directa y ya no es posible ignorar sus posibles consecuencias. El problema es que lo que se discute es, como en el caso del telescopio de Galileo, sólo lo que se espera ver. Para unos el problema es meramente pasajero; para otros, se vale todo mientras no se toquen nuestros sacrosantos mitos.

La discusión está fuera de foco. Unos quieren incrementar el gasto público de manera radical, como lo están comenzando a hacer otras naciones, en tanto que otros proponen apretar el gasto público para evitar que nos gane la inflación. Para el ciudadano promedio, para no hablar de nuestros legisladores, resulta difícil discernir entre estas posturas. Para los políticos es mucho más atractivo gastar más. Sin embargo, lo riesgoso de este momento sería embaucarnos en un camino sin que se entiendan las posibles consecuencias.

La realidad es que nuestra situación es por demás precaria y no por un mal manejo del gobierno actual, sino porque la economía mundial experimenta una crisis de enormes proporciones. La pregunta es si hay algo que nosotros podamos hacer para atajar la crisis.

En una hábil maniobra financiera, las autoridades hacendarias garantizaron que una importante porción de nuestras exportaciones petroleras mantuviera un precio relativamente elevado, de 70 dólares por barril, independientemente de que la cotización actual lo sitúe en 40. Lo que lograron es comprar un periodo de tranquilidad para las finanzas públicas de aquí a fin de año. Sin embargo, de mantenerse bajos los precios del crudo, en el 2010 el ingreso gubernamental se vería severamente afectado y, con ello, su capacidad de gasto.

Al mismo tiempo, el legislativo estadounidense ha estado contemplando incorporar en el paquete de estímulo económico una cláusula proteccionista que podría afectar a nuestros exportadores, sobre todo de acero, que ya de por sí están muy golpeados por la contracción de la demanda. Aunque la ley que finalmente se aprobó esta semana nulifica los peores efectos de esa cláusula, el hecho debería alertarnos sobre los riesgos que enfrenta nuestra industria exportadora en estos tiempos. Es evidente que el TLC ya no es suficiente como mecanismo para garantizar el acceso a nuestros mercados de exportación.

Además, todo esto ocurre en un momento peculiar para nosotros porque, si bien el país ha logrado mantener la estabilidad financiera, la verdad es que la economía no ha crecido al máximo de su potencial desde el fin de los sesenta. Es decir, además de la dependencia respecto al ingreso petrolero que caracteriza a las finanzas gubernamentales, enfrentamos riesgos en nuestros mercados de exportación y toda una serie de impedimentos estructurales que tienen postrada a la actividad económica. En este momento de crisis, todas esas fallas se conjugan para crear un entorno por demás delicado que tiene que ser atendido con celeridad.

Independientemente de si lo que pudiera requerir la economía fuera un estímulo muy fuerte por el lado de la demanda (es decir, elevar el gasto para compensar la caída del consumo de la población y la inversión del sector privado), a estas alturas debería ser evidente que nosotros no tenemos los márgenes de libertad de que gozan las economías más grandes con monedas de reserva. Como ilustra la evolución del dólar en los últimos meses, esas economías pueden padecer una pésima administración financiera (gasto deficitario, política monetaria laxa, los dos causantes principales de la crisis) y, sin embargo, mantener un tipo de cambio estable. Ese no es nuestro caso: aún teniendo una sólida administración financiera, el tipo de cambio ha experimentado una volatilidad permanente a lo largo de estos meses. De incrementar el gasto, el fenómeno se agudizaría sin remedio.

La única manera de evitar una situación desesperada sería comenzando a atacar los problemas de fondo que padece nuestra economía. En cada uno de los tres rubros planteados, es evidente qué es lo que tenemos que hacer. En el plano fiscal, la única salida es fortalecer las finanzas públicas por medio de una reforma fiscal. Aquí también, los velos ideológicos son muchos y muy poderosos, pero la única opción viable, por vapuleada que haya sido, es un IVA uniforme y sin excepciones. Se puede compensar a los perdedores, pero esa es la única salida que funciona. En el plano de las exportaciones, lo urgente es procurar un nuevo nivel de integración económica a fin de que se garanticen nuestros intereses en las negociaciones y legislaciones que vengan en EUA en los próximos meses, que prometen ser muchas. A diferencia de Canadá, que reaccionó de inmediato frente a la posibilidad de que se afectaran sus exportaciones, nosotros estamos dormidos en nuestros laureles. El TLC es una pieza clave de la arquitectura económica del país, pero requiere ser complementado con medidas audaces adicionales.

Finalmente, pero no menos complejo en términos políticos, la economía del país requiere reformas profundas en todos aquellos sectores susceptibles de convertirse en motores del crecimiento económico. En lugar de lastres, como actualmente son Pemex, la industria eléctrica y las comunicaciones, el país requiere acciones inmediatas y decididas que permitan que fluya la inversión a fin de convertir a estos sectores en pilares, de hecho, motores del desarrollo. En la misma línea, hay mitos relacionados con los contratos y el amparo que igual ameritan una revisión a la luz de la situación que sin duda comenzaremos a enfrentar en el futuro mediato. Urgen acciones creativas que traigan la inversión y nos ayuden a librar el vendaval. El punto es encontrar cómo atraer inversión y hacerla permanente y eso requiere una manera distinta de funcionar.

El tema de fondo es que, sin reformas profundas, la única variable de ajuste sería el tipo de cambio. Seguir interviniendo para apreciar al peso nos va a costar las reservas y no va a impedir que siga la presión. Sin reformas de verdad, la volatilidad del tipo de cambio no puede más que aumentar. Y, en ese caso, acabaríamos justamente en la recesión que todos dicen querer evitar.