Luis Rubio
No hay término más resbaladizo en la política mexicana que la impunidad. Todo mundo habla de ella, todo mundo la denuncia y desprecia y todo mundo la reprueba. Ese discurso se ha vuelto un componente connatural de la retórica política actual. Políticos, funcionarios, académicos, empresarios y ciudadanos, todos participan en el ritual de denunciar la impunidad. El problema es que nadie quiere acabar con ella.
La impunidad es una realidad en el país. No hay ámbito, ni el más recóndito, de la vida en el que la impunidad no sea factor determinante y decisivo. En cierta forma, a todo mundo le conviene su propia impunidad, lo que hace muy difícil erradicarla. Desde luego, todo mundo quiere acabar con la impunidad, pero la impunidad de los otros, no la propia. Esto lleva a que lo que para unos es sancionable y vergonzante, para otros sea absolutamente aceptable, cuando en ambos casos se trata de impunidad flagrante. Y este círculo vicioso quizá explica la razón por la cual la impunidad es endémica.
La impunidad está en todas partes. No hay ámbito de la vida nacional en el que la impunidad no juegue un papel estelar. Los ejemplos son vastos y seguramente insuficientes porque literalmente no hay espacio en el que ésta no sea un factor y, en algunos casos, como el sindical, está abiertamente protegida por la ley a través de la autonomía. Aunque hay diferencias fundamentales en las características particulares de cada tipo de impunidad, el hecho de la impunidad es ubicuo. Al menos en concepto, no hay diferencia entre la «riqueza inexplicable» de un ex gobernador y el que un ciudadano común y corriente juegue a la corrupción con un policía de tránsito. El hecho de la corrupción, y por lo tanto de la impunidad resultante, es idéntico. Tan impune queda el acto de poseer bienes comprados con fondos de dudoso origen o legalidad como el de, gracias a una mordida, pasarse un alto y no pagar la multa correspondiente
Aunque no sean exhaustivos, diversos ejemplos de impunidad nos dicen mucho. Para ningún mexicano es noticia que muchos políticos y funcionarios aspiren a vivir del erario y a enriquecerse como resultado. Los dichos al respecto son elocuentes: «no me des, sólo ponme donde hay», «le hizo justicia la revolución», «un político pobre es un pobre político», «que se haga justicia en los bueyes de mi compadre» Por dichos no paramos, pero la historia que estos nos relatan es sugerente: todo mundo reconoce que hay corrupción e impunidad pero, en lugar de reprobarla, se le confiere legitimidad porque, en alguna forma, todo mundo es parte de ella o aspira a serlo. La escala y montos de la corrupción de un gobernador o líder sindical pueden ser incomprensibles para el mexicano común y corriente, pero la mayoría quisiera estar ahí.
La criminalidad es otro caso, patente y flagrante, de impunidad. Los números lo dicen todo: menos del uno por ciento de los delitos acaba siendo castigado. El delincuente sabe que su probabilidad de acabar en la cárcel es irrisorio por lo que actúa sin la menor preocupación.
Los llamados «usos y costumbres» de las comunidades indígenas, por ejemplo, no son más que otro espacio de impunidad ilimitada. No dudo que exista una tradición milenaria en esas comunidades y que muchas de esas costumbres ameriten reconocimiento y protección, pero detrás de ese emblema se esconde toda una tradición de abuso y corrupción que es absolutamente incompatible con un país que se dice democrático y que aspira a la modernidad. ¿Se puede justificar el abuso de las mujeres por el hecho de que el abuso tenga una historia de siglos? ¿Se vale ignorar el voto de la población en aras de preservar una costumbre de corrupción e impunidad? Una cosa es la tradición y otra muy distinta es la impunidad. Detrás de esos «usos y costumbres» se esconde un espacio de impunidad que no sólo es incompatible con la ley y las exigencias de un mundo civilizado, sino que también constituye un mecanismo conveniente de legitimación de la corrupción y de la impunidad reinante.
El sindicalismo mexicano está anclado en tradiciones que en muchos casos no están consagrados en ley pero que de todas maneras constituyen fuentes de impunidad y corrupción. Por ejemplo, los patrones retienen las cuotas sindicales sin que el agremiado jamás haya aceptado esa práctica. Sindicatos como el de los petroleros, el SME, el SNTE, los telefonistas y demás viven de cuotas multimillonarias que le son retenidas a los trabajadores sin su anuencia. Los llamados «líderes» de estos sindicatos no son sino caciques que depredan y expolian porque tienen el control de las cuotas, así como de las nuevas plazas. Esto es tan obvio que uno debería preguntarse por qué no se para. Quizá aquí, más que en ningún otro ámbito, es abrumador ese dicho de la paja en el ojo ajeno ignorando la viga en el propio: todo mundo quiere que al otro sindicato se le cancelen sus privilegios. El llamado de los políticos y líderes partidistas es a que se modifique la práctica de tal o cual sindicato, no del sindicalismo en su conjunto. Es decir, la impunidad que me conviene es aceptable, la que no debe ser erradicada ipso facto.
La impunidad está en todas partes: en las regulaciones que discriminan a favor de determinada empresa y en los monopolios como Pemex y CFE, en las empresas que imponen sus términos al consumidor sin que medie autoridad alguna, en el padrón de importadores que le concede privilegios a unos y se los niega a otros, en los sindicatos que utilizan al trabajador en lugar de avanzar sus derechos e intereses. En México no es necesario ir muy lejos para ver la impunidad en pleno. Con mayor frecuencia de la que sería deseable basta el espejo para encontrarla.
El triángulo simulación-corrupción-impunidad le da respetabilidad a la expoliación, a los llamados derechos adquiridos, al abuso y, por lo tanto, al atraso en que vive el país. Un país que se caracteriza por esta realidad no puede apostar al futuro ni pretender que avanza hacia la modernidad, la confiabilidad y la competitividad. Hay contradicciones que simplemente no aguantan escrutinio alguno.
Mientras la impunidad nos convenga a todos, nadie tiene incentivo alguno para acabarla y esa es la receta más pura para el círculo vicioso que nos caracteriza. Como la llamada economía «subterránea» o «informal», que en México de subterránea no tiene nada, la impunidad es igual de evidente y palpable. Hace años se hizo popular el dicho de que «la corrupción somos todos». El otro lado de la moneda, el de la impunidad, es exactamente igual de cierto. Acabarla es factible, pero exigiría un enorme liderazgo y tendría que comenzar la vida de cada uno de nosotros.