Involución

Luis Rubio

La película es cada vez más clara, pero no por eso más atractiva: el país experimenta una creciente involución política. Nuestros políticos, desde el presidente hasta el último de los diputados plurinominales, se parecen cada vez más al dicho de aquel coach que le dice a su equipo: «ustedes juegan pésimo y van de mal en peor. Y hoy jugaron como mañana».

Los signos del retroceso están en todas partes, algunas obvias y otras sutiles, pero el sendero es inconfundible. Lo más evidente es el alejamiento creciente de la institucionalidad. Más allá de las estrategias de campaña, nuestros políticos y sus partidos actúan como si las tuvieran todas en la mano, como si no hubiera consecuencias de su actuar. Aunque en algún momento es posible que un partido logre la mayoría absoluta en el congreso o en el senado, lo más probable es que ésa fuera una ocurrencia excepcional, producto de un sistema de tres partidos. Sin embargo, nuestros políticos se comportan como si lo único relevante fuese aniquilar al (¿enemigo?) contendiente. El contraste con los países europeos es patente: ahí un político jamás insulta a otro porque nunca sabe con quién acabará formando una coalición luego de la siguiente elección. Aquí lo importante es ganar: de gobernar luego vemos.

La involución está en todas partes, pero quizá en ninguna es más perniciosa, y preocupante, que en el incesante afán de recentralizar el poder. Esta propensión se observa igual en la legislación electoral (que restablece el control sobre el IFE) que en los fútiles intentos por fiscalizar desde el centro a los gobernadores. En lugar de procurar instancias institucionales de fiscalización a nivel estatal y local, ahora todo lo quiere hacer el legislativo. En lugar de la otrora presidencia omnipotente, ahora se pretende un poder legislativo todopoderoso. El resultado no va a ser mejor.

La retórica de la transparencia y de la rendición de cuentas es ubicua y generosa, pero la realidad es una de opacidad y dispensa. Por ejemplo, todo mundo sabe que en la elección de julio se van a violar todos los reglamentos y topes de campaña, pero como los fiscalizadores ahora son también los fiscalizados, todo acaba siendo un juego. El presidente que prometió que no se inmiscuiría en los procesos electorales a eso se dedica día y noche: en lugar de hacer una diferencia como gobierno, ahora el objetivo es evitar que arrase el contrincante. Una meta superior.

Un país de las características geográficas del nuestro sólo puede ser gobernado por un régimen central todopoderoso que acaba coartando todo potencial de desarrollo, o por un sistema institucionalmente federalizado. La realidad de crisis y malos gobiernos acabó minando al viejo sistema presidencialista, pero no hemos consolidado un régimen debidamente federalizado. Como en tantos otros aspectos de la vida nacional, nos quedamos a la mitad: no acabamos de desmantelar el presidencialismo de antaño ni hemos construido instituciones que respondan a los cambios en la realidad del poder que migró de la vieja presidencia. Estar a la mitad del río le permite al presidente y a los partidos justificar su incompetencia y malos manejos, pero le hace la vida miserable al ciudadano.

Las próximas elecciones prometen ser un ejemplo más de la mediocridad reinante y del abandono de lo relevante. Para comenzar, las elecciones intermedias no le interesan al ciudadano porque no le benefician en nada. Dada la permanencia del senado, lo más que logran esos procesos es manifestar el descontento y la desconexión en la forma de una elevada abstención, aunada a la celebración que logren los ganadores, en este caso seguramente el PRI. Más allá de eso, las elecciones no harán sino evidenciar las carencias.

El enigma más grande yace del lado del ejecutivo. En contraste con Salinas, cuya elección de origen también fue disputada y eso le llevó a construir una plataforma para ganar la elección intermedia y así relanzar su gobierno, el presidente Calderón no parece aspirar a más que limitar las pérdidas. En lugar de unir a su partido, ha encendido las pugnas internas y en lugar de apostar por la transformación del país y la capacidad de su equipo, ha premiado la lealtad y la pasividad. El resultado es una dedicación casi exclusiva a una estrategia (la seguridad) que, aunque necesaria y encomiable desde cualquier perspectiva, no le rendirá mayores frutos políticos. En el camino abandonó las causas ciudadanas que tradicionalmente fueron las del PAN en aras de dudosas alianzas con los poderes fácticos que abominan los votantes potenciales de su partido.

El actuar de nuestros políticos obliga a la reflexión sobre el para qué del gobierno. Desde una perspectiva ciudadana, uno aspiraría a que se desarrollara un sistema de gobierno funcional con capacidad de gobernar. Lo que tenemos son remiendos, unos originados en intentos honestos por reparar o atenuar problemas, pero la mayoría orientados a controlar y centralizar cada vez más. Los dos gobiernos del PAN han demostrado que no tienen un mejor plan de gobierno o una mayor capacidad para gobernar que los del PRI. Por su parte, el PRI no se ha reformado en lo más mínimo: apuntalados en los fracasos del PAN, los priistas confían cosechar por su experiencia, no por su historia o mejor calidad de proyecto de gobierno.

La pregunta obligada no es cuál sería el mejor gobierno (que parecemos incapaces de articular), sino cuál sería el menos malo. Esto es exactamente lo que se preguntó el filósofo Karl Popper: ¿cómo limitar el daño que le podrían infligir a la ciudadanía los gobernantes? Su respuesta fue que lo central es que la ciudadanía pueda deshacerse de gobernantes ineptos sin violencia. En el ámbito más mundano, pero no menos relevante, estas interrogantes recuerdan al famoso intercambio que relata Facundo Cabral entre su mamá y un candidato presidencial. Como todo candidato deseoso de ganar el favor ciudadano, éste fue obsequioso al preguntarle a la mamá del famoso cantante «¿cómo le puedo ayudar?». La respuesta de la señora fue directa y clara: «con que no me joda es suficiente». Popper nunca hubiera empleado semejante lenguaje, pero sus planteamientos no fueron muy distantes en contenido.

El riesgo para el país es que sigamos perdiendo el camino. Como en la Rusia de Putin, la concentración del poder tiene límites y éstos son muy estrechos. Una vez que se rebasan, todo se colapsa. Y el problema es que nadie sabe dónde se encuentra la raya divisoria: igual puede ser un evento que el comentario de un político. Mejor sería apostar por la construcción institucional, aunque me temo que para eso habrá que esperar un buen rato u otro tipo de gobierno.

Página en internet: www.cidac.org