Luis Rubio
«Dejad toda esperanza los que aquí entráis» escribe Dante Alighieri en el dintel de la puerta del infierno. Muchos mexicanos así se deben sentir: que la historia los ha traicionado. Las crisis, los liderazgos y las promesas generan expectativas y esperanzas para luego acabar destrozadas en un mar de lágrimas. Las causas y las circunstancias cambian pero el resultado es el mismo: el mexicano se siente victimizado y cree que todo mundo le debe la vida. En lugar de inconformarse y romper con los círculos viciosos, tiende a aferrarse y, por lo tanto, a perder toda esperanza y posibilidad. La pregunta es por qué.
El contraste con otras culturas es impactante. Los avatares de la historia en algunas naciones latinoamericanas no son tan distintos, pero algunas logran romper con las ataduras del pasado mientras que otras se quedan donde están. Independientemente de su marco de actividad, el mexicano tiende a ser dependiente: quiere que alguien más le resuelva sus problemas. Que el gobierno lo proteja y lo saque de apuros, que se necesita un líder, que se requiere un proyecto de país. Para todo hay excusas pero pocas iniciativas.
El contraste con los brasileños es impactante: su sistema gubernamental y regulatorio les impedía progresar; tan pronto se introdujeron reformas idóneas, floreció su reprimida creatividad y capacidad y ahora muestra su músculo en ámbitos empresariales, tecnológicos e industriales. Más allá de sus recientes éxitos, lo contrastante con el mexicano es su pujanza y disposición a asumir riesgos. Mientras que los mexicanos tendemos a vernos como víctimas, los brasileños se perciben a sí mismos como una potencia en ciernes y ven al mundo como suyo.
Ninguna de estas observaciones es novedosa. Samuel Ramos y Octavio Paz dedicaron sus estudios a explicar estos fenómenos y a analizar las implicaciones de nuestra cultura y modo de ser. Algunos historiadores atribuyen a la invasión norteamericana de 1847 el origen del nacionalismo mexicano y del sentido de victimización que lo acompaña. Otros lo explican por el choque de culturas que representó el sincretismo de la conquista y el mundo indígena. Algunos más le atribuyen al sistema priista y a su autoritarismo cultural la destrucción de toda iniciativa individual. Cada una de estas perspectivas explica o contribuye a entender la personalidad del mexicano. Lo que no nos dicen es si es posible romper el círculo vicioso y, en su caso, cómo.
Lo que es cierto es que, con todas sus diferencias, las naciones pobres que en las últimas décadas han logrado romper con el subdesarrollo tienen grandes similitudes. Lo que las asemeja es la transformación que han experimentado y la actitud con que han abierto un mundo de oportunidades a sus respectivas poblaciones.
Parafraseando a Tolstoi, quizá se pudiera afirmar que todas las naciones exitosas son similares mientras que cada una de las que están estancadas es distinta. De la misma forma en que es posible tratar de dilucidar el origen y causas de la personalidad y cultura del mexicano como brillantemente lo hicieron los filósofos mencionados, estoy seguro que hay quienes hacen lo propio para Argentina y para Venezuela, Cuba y Nigeria. Explicaciones no faltan. Lo que falta es alguna forma de romper con el estancamiento.
Un acucioso y experimentado observador de nuestra región afirma que el común denominador de todas las naciones que han logrado ser exitosas es un liderazgo claro que establece un rumbo y no se dedica a minarlo por sus propios intereses. Esta manera de ver al mundo es por demás pragmática, pero entraña enormes riesgos y deja todo a la merced de un salvador. Nuestra propia experiencia a lo largo de las últimas décadas es sugestiva: ha habido líderes por demás capaces que generaron impresionantes expectativas y esperanzaron a la población sólo para acabar arruinando vidas y haciendas, patrimonios y familias.
¿Cómo, pues, romper con el círculo vicioso? Hace años, en la contienda del 2000, recuerdo a uno de los candidatos afirmando que tenía claro lo que había que hacer para resolver los problemas del país. Los dos primeros elementos de su listado eran: una nueva constitución y cambiar al mexicano. La receta era sencilla.
Quizá una manera menos gravosa de desarmar el acertijo es analizar los elementos unificadores o denominadores comunes de las sociedades que se han transformado. Cada una de las naciones exitosas ha logrado conferirle certidumbre a sus poblaciones. Esa es la verdadera receta del éxito. De la misma forma en que la burra no nació arisca, sino que la realidad así la hizo, la gente se protege y se hace reacia a cualquier cambio porque no tiene claridad sobre el futuro y, en ocasiones, ni siquiera sobre el presente. Baste ver lo emprendedor que es el mexicano en lo individual para percibir el inmenso potencial.
Nuestra vida cotidiana es maestra de incertidumbre. La simple observación del acontecer diario podría dejar estupefacto al más pintado. Por ejemplo, hace poco, la Suprema Corte decidió negar el compromiso gubernamental de pensionar hasta con 25 salarios mínimos a los mexicanos que quedaron en la transición entre el viejo sistema de pensiones del IMSS y el de las Afores. En Chile, ese dinero se entregó a través de un «bono de reconocimiento» el día mismo en que se crearon las AP, equivalente a las Afores. Allá hay certidumbre, aquí engaño.
En forma similar, la administración aeronáutica estadounidense (FAA) recientemente degradó la calificación de los servicios de Aeronáutica Civil en México, con lo que, además de revelar graves faltas de procedimiento, nos coloca como parias en el mundo. La respuesta del gobierno: nos falta presupuesto. No hubo siquiera un intento por ofrecer soluciones o una indicación de que se comprende la gravedad del problema o cómo resolverlo. Algo similar ocurrió con el anuncio de que caímos decenas de lugares como recipientes de inversión extranjera. La trascendencia de esa caída es monumental para el crecimiento de la economía y para la generación de empleos y, sin embargo, no hay respuesta o propuesta de solución por parte del gobierno o del resto de los poderes públicos. Unos auto-complacientes y otros resignados.
Certidumbre y credibilidad son quizá los dos vectores más fundamentales del éxito de un país. Estos los puede construir un gran líder o un gran sistema institucional, pero toman décadas en cimentarse hasta trascender. Destruirlos sólo toma un instante. De por medio va la esperanza de cada mexicano y la posibilidad de salir adelante. Construir esperanza hubiera sido una buena manera de celebrar el bicentenario, pero para eso se necesitaba un gobierno de verdad.
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org