Luis Rubio
Circula una propuesta en internet para resolver el problema del narcotráfico y construir una nueva plataforma de desarrollo. Algunos quizá la tilden de inviable, y ciertamente no es más que una expresión de profunda frustración, pero un agudo y experimentado observador de nuestra idiosincrasia político-gubernamental afirma que «es el programa más serio y mejor conceptualizado que he visto. Sobre todo porque es perfectamente realizable por nuestra excelente clase política». El asunto merece una seria consideración.
La propuesta es elegante por su sencillez: propone acabar con el narcotráfico en tres años por medio de una «metodología infalible», el proyecto NOMAMEX.
El proyecto contiene ocho pasos: «I.- Legalizar el comercio de drogas; II.- Declararlo área estratégica para el desarrollo nacional; III.- Nacionalizar la industria productora de estupefacientes; IV.- Crear un organismo desconcentrado en el que resida el monopolio del Estado para la producción y comercialización de las drogas: Nacional Operadora de Mota y Alcaloides Mexicanos (NOMAMEX); V.- En asamblea nacional, encabezada por diputados y senadores, Carlos Romero Deschamps, Napoleón Gómez Urrutia, Joaquín Hernández Galicia, Elba Esther Gordillo y Martín Esparza Flores, entre otros, constituir el Sindicato Mexicano de Trabajadores de la Industria de los Narcóticos; VI.- Esperar un par de años; VII.- Crear una comisión legislativa encargada de auditar a NOMAMEX; y VIII. Problema resuelto, en el tercer año podremos observar, entre los Narcomerciantes Nacionales, huelgas, luchas de poder internas y ausentismo. La industria del narcótico se encontrará colapsada y requerirá de una reforma jurídica de fondo. Con toda seguridad los productos escasearán y costarán 40 o 50 veces lo que deberían, inhibiendo por completo la demanda y acarreando hacia la pobreza con todos los miembros de la floreciente industria».
El autor, presumiblemente una persona llamada Francisco Vidal Bolado, agrega un corolario aclaratorio: «Esta metodología ha demostrado experimentalmente sus resultados, destacando entre sus logros la industria petrolera; la industria azucarera; el agro; la industria eléctrica y la industria minera; la industria pesquera, entre muchas otras».
Uno puede reírse o llorar al leer esta propuesta, pero no puede dejar de reconocer el ánimo que la produce. Nuestros políticos creen que nadie se da cuenta de lo que pasa en nuestro entorno. Las leyes que se aprueban no están pensadas para ciudadanos normales, esos que quieren vivir y aprovechar las oportunidades que genera la vida, sino que son proyectos diseñados por y para burócratas que no hacen otra cosa sino depredar. El texto también revela un profundo resentimiento hacia nuestros gobernantes no sólo por el hecho de desperdiciar los recursos nacionales, sino por la ausencia de soluciones prácticas y funcionales.
La propuesta me recordó otro proyecto de similar profundidad y desilusión. Hace unos quince o dieciocho años Josué Sáenz, quien se presentó como un «ex-alto funcionario de la baja burocracia», planteaba la urgencia de crear un «fideicomiso para la protección del pingüino». Por su geografía, decía Sáenz, México podía reclamar ser parte del Tratado de la Antártida y, como tal, crear un marco legal destinado a proteger a los pingüinos. Para administrar el fideicomiso proponía enviar a nuestra clase dirigente a encargarse del asunto. El FIDEPIN, decía Josué, emplearía a nuestros políticos pero, concluía, «seguramente acabarán con el pingüino».
El tema cambia pero el tenor es similar. Los mexicanos no requieren otra cosa que un ambiente de certidumbre dentro del cual poder funcionar. Las eras de oro del crecimiento económico tuvieron lugar precisamente cuando se logró esa certidumbre. En los cincuenta y sesenta, al igual que por un breve periodo en los noventa, la población gozó de un marco legal que era creíble, la gente tenía confianza en la palabra de las autoridades y la economía funcionaba: se ahorraba y se invertía. Al gobierno emanado de la Revolución le tomó décadas ganarse la confianza de la población y poco a poco cimentó el desarrollo de un incipiente sector empresarial. Años de construcción se vinieron abajo cuando, al inicio de los setenta, el gobierno modificó las reglas del juego e incorporó toda clase de regulaciones y restricciones que no hicieron sino hinchar la burocracia y coartar el crecimiento de la economía.
En los ochenta se intentó restaurar el entorno de certidumbre, pero el único mecanismo susceptible de generar confianza resultó ser un acuerdo bilateral con Estados Unidos, el TLC. Este instrumento eliminó la discrecionalidad burocrática en diversos sectores de la economía, lo que favoreció el crecimiento de la inversión y, por un breve periodo, tasas relativamente altas de crecimiento del producto. Lamentablemente, la guerra política que se inició con el FOBAPROA, la inconclusa transición política y la falta de rumbo e instituciones con que nació la era democrática acabaron por minar la confianza. No es casualidad que la única parte de la economía que funciona de manera casi automática es la que se encuentra normada (y, por tanto, protegida) por el TLC. Todo el resto se rezagó en la historia o vive acosado por regulaciones y burocratismos que le impiden al país florecer.
Las propuestas de acabar con el narcotráfico o salvar al pingüino no son más que elucubraciones mentales de mexicanos desesperados que conocen la forma de funcionar de nuestro país a la perfección. Su propuesta no es más que una sátira de la vida cotidiana, esa que es obvia para todos excepto para quienes tienen en sus manos la posibilidad de cambiar la realidad. Peor, la experiencia muestra que los obstáculos a cualquier cambio son tan formidables -los intereses tan intrincados- que incluso cuando llega al gobierno un presidente empresario o cuando funcionarios probos que comprenden bien la problemática son nombrados responsables, acaban atrincherados, imposibilitados de llevar a cabo un cambio y explicando por qué no se puede. Con frecuencia, los liderazgos de las cámaras no hacen sino solapar al sistema para preservar sus propios privilegios.
El cambio político que se dio en 2000 no transformó las estructuras de poder en el país: modificó los flujos de poder y los pesos relativos entre quienes lo detentan, pero no alteró el hecho del control político, burocrático, sindical y empresarial. Es la impunidad y los privilegios los que hacen posible al narcotráfico e impiden el desarrollo del país. Sólo cuando éstos se terminen será posible lidiar con el narcotráfico y, con suerte, salvar a los pingüinos…
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