Gobierno ¿para qué?

Luis Rubio

“Mientras más corrupto el Estado, más legisla”. Así decía Tácito, senador romano. En México el gobierno es débil, pesado, aparatoso y muy ruidoso, pero nada efectivo aunque, eso sí, con una interminable propensión a legislar. La evidencia está por doquier: en el pobre desempeño de la economía, la violencia, la informalidad, la inseguridad, el tráfico. Nuestros legisladores se anuncian en el radio diciendo cosas  como: “en el Senado de la República reconocemos que hay mucha criminalidad y por eso legislamos tal o cual cosa”, como si el hecho de legislar resolviera los problemas.

En las últimas décadas pasamos de un gobierno pesado y abusivo pero con alguna capacidad (aunque decreciente) de acción, a uno simplemente pesado e inútil. El gobierno tiene presencia en todas partes pero eso no lo hace funcional o efectivo. Al revés: lo que al país le urge es una redefinición de la función gubernamental y el desarrollo de las capacidades que le permitan enfrentar el monstruo de la inseguridad que acecha a la población y crear condiciones para echar a andar la economía y, en general, mejorar la convivencia en la sociedad.

Aquí van tres ejemplos de absurdos que evidencian lo lejos que estamos de contar con un sistema eficaz de gobierno:

  • En el ámbito fiscal, se gobierna por circular. Los funcionarios hacendarios emiten circulares para todo, jamás reconociendo la incertidumbre que sus actos de autoridad generan. Un entorno estable es condición necesaria para el desarrollo económico y éste se altera cuando las reglas del juego se cambian sin previo aviso, explicación o justificación.
  • La discrecionalidad es un instrumento esencial de la función gubernamental: es el medio a través del cual la autoridad se adapta al cambiante entorno económico, electoral o político. Dado que es imposible legislar para cualquier contingencia, la función del gobierno sería imposible sin facultades discrecionales. El problema es que en México no hay diferencia entre la discrecionalidad y la arbitrariedad: son sinónimos porque la autoridad emplea sus facultades discrecionales sin restricción alguna. Eso es lo que permite que un gobernador manipule las elecciones en su estado, o en cualquier otro; que las entidades de regulación impongan sanciones sin fundamento legal; o que pueda haber miles de muertos sin que se inicie una sola averiguación previa. La autoridad en México es absolutamente arbitraria.
  • En el caso de las entidades de regulación económica (Telecomunicaciones, Competencia, Energía) tenemos de todo menos reglas claras. Las entidades deciden en función de los criterios de los comisionados, mientras que las facultades del presidente de cada una de ellas son tan vastas que sus preferencias tienden a prevalecer. El caso de la Comisión de Competencia es paradigmático porque el tema es tan central para nuestro desarrollo: leyes van y leyes vienen pero lo único que avanza son los caprichos de quienes definen las prioridades. Es evidente que requerimos una legislación apropiada, comparable a la de los principales países del mundo, pero también requerimos una estructura de autoridad igualmente acotada, como la que existen en aquellas naciones. El tema es el mismo que en el resto: nuestro problema no es de leyes sino de la propensión al abuso de las facultades de la autoridad, lo que las coloca en un plano de permanente arbitrariedad. Sin límites, cualquier autoridad se convierte en un poder fáctico más, lo opuesto de lo que requiere un país moderno e institucionalizado.

Institucionalizar implica limitar a la autoridad, es decir, establecer reglas que acoten y preestablezcan los límites de su acción. La discrecionalidad es indispensable, pero para que el actuar gubernamental no sea arbitrario tiene que estar acotado por reglas conocidas por todos de antemano.

De la misma manera, no se puede ignorar la dinámica histórica que nos precede. Gracias a la hiperinflación de la era del Weimar, en Alemania el banco central es sumamente ortodoxo y se enfoca exclusivamente a combatir la inflación. La historia de Inglaterra es muy distinta: el recuerdo de la pobreza descrito por Dickens y marcado en la conciencia colectiva de aquella nación llevó a que, para el Banco de Inglaterra, la inflación sea importante pero deba ir aparejada con el crecimiento. Nuestra historia no es tan extrema como la de estas naciones europeas, pero la era de las crisis financieras marcó al país y se convirtió en una definición esencial de la función financiera, razón por la cual el banco central se toma con tanta seriedad el control de la inflación. En contraste con otras funciones gubernamentales, ésta ilustra que hay capacidad de aprendizaje.

En el mundo hay muchos modelos de gobierno, cada uno de ellos emanado de su propia realidad social. En Francia el gobierno tiene una amplísima presencia en la economía como propietario y administrador de empresas de lo más diverso. En Inglaterra el gobierno tiene una presencia mucho más modesta. Pero ambos países comparten una característica común: tienen un gobierno efectivo y funcional. Nosotros debatimos (y legislamos) mucho sobre la naturaleza del gobierno pero no tenemos un gobierno funcional. El viejo sistema se caracterizó por un gobierno que funcionó bajo esas circunstancias pero, como ilustran las crisis políticas y económicas que enfrentó a partir de 1968, dejó de ser efectivo hasta acabar prácticamente colapsado.

A casi dos sexenios de la primera alternancia de partidos en la presidencia, sería tiempo de irle dando forma a un nuevo sistema de gobierno. Esto podría hacerse de dos maneras: con un gran replanteamiento de sus estructuras o con una corrección de algunas de sus partes más disfuncionales. En un mundo perfecto, lo ideal sería hacer un gran replanteamiento como hicieron los españoles con su constitución de 1978. Sin embargo, el ejemplo español no es aplicable a México porque ese país ya contaba con un gobierno funcional: lo que la constitución hizo fue modificar los pesos relativos de los distintos componentes del Estado. Nosotros tenemos que partir del reconocimiento de que nuestro sistema de gobierno no satisface ni lo más elemental. Pretender modificarlo todo por la vía legislativa no resolvería el problema.

Los tiempos preelectorales son siempre propicios para la discusión de los retos que enfrentamos. Quizá no haya ninguno más grave y pernicioso que el desorden que emana del desarreglo del poder. De ahí deriva todo: mientras no se establezcan límites al poder y los poderosos desarrollen la capacidad y visión de institucionalizarlo, nuestro sistema de gobierno seguirá siendo lo que es: disfuncional e ineficaz.

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¿Qué sociedad?

Luis Rubio

Control o responsabilidad: ese es el dilema diría Hamlet. Pero no se trata de una disquisición literaria sino de la naturaleza del poder, la función del gobernante y su relación con el ciudadano. Para unos el ciudadano es un mero peón en la dinámica social; para otros es la piedra de toque de ese entramado. La diferencia no es pequeña y por eso la profunda controversia. Lo que está de por medio en la discusión sobre las modificaciones al Artículo 41 constitucional es precisamente eso: el papel protagónico del ciudadano en el desarrollo de la sociedad.

La pregunta es si el ciudadano es un componente más de la democracia o su razón de ser. Esa disyuntiva lo define todo. Algunos argumentan y defienden la noción de que el votante mexicano es menor de edad, incapaz de decidir sobre los grandes asuntos de nuestra realidad. Otros creemos que se trata de ciudadanos completos que tienen todo el derecho de hacer valer su perspectiva y ser el centro de la decisión en los asuntos públicos trascendentes. Para los primeros la función del gobierno y sus instituciones es controlar, regular y mediatizar la información a fin de que el votante sepa qué es lo conveniente y deseable para él. Para los segundos, el ciudadano es plenamente capaz de decidir por sí mismo y no requiere que se le filtre la información. Esa es la diferencia entre un súbdito y un ciudadano.

Según Carlos III, rey de España en el siglo XVIII,  los súbditos nacieron «para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”. Acto seguido, es imperativo filtrar –si no es que mediatizar- los anuncios, comentarios o críticas que pudieran provenir de las diversas instancias sociales: poca información, debidamente supervisada. Esa es la perspectiva que inspiró las reformas electorales de 2007 en que se acotó la libertad de la sociedad para expresar sus ideas, comprar tiempos en los medios o recibir información por medio de publicidad negativa. Esa reforma elevó a los partidos políticos, junto con el IFE, al rango de controladores oficiales y absolutos de la información que los ciudadanos deben recibir. Nada fuera de lo que esas entidades produzcan, manipulen o mediaticen debe ser leído, visto o escuchado por los ciudadanos.

 

Mark Twain, ese gran filósofo de la vida, tenía otra idea: para él “la ciudadanía es lo que hace a la república, en contraste con la monarquía que preferiría evitarla”. Esa es la tesitura con la que nos hemos topado: queremos a una ciudadanía libre que se desarrolla y hace suya la responsabilidad de discernir y optar entre las posturas que se le presentan o queremos a un conjunto de votantes que son incapaces de cualquier cosa excepto recibir instrucciones. Reconozco que estoy siendo absoluto en la tesitura, pero no tengo duda de que se trata de una definición fundamental. El tema es si apostamos por una ciudadanía capaz de discernir o por una masa inerte que sólo recibe mensajes y actúa de acuerdo a las instrucciones ahí implícitas.

El debate no es menor. Términos como “Estado rector”, “democracia dirigida” y “gobierno fuerte” se usaron a lo largo de la era priista para legitimar el abuso que el sistema autoritario imponía sobre el ciudadano, siempre considerado como menor de edad. En esa era, el gobierno estaba ahí para suplir la supuesta ausencia de una sociedad organizada, capaz de asumirse como el corazón del futuro. La paradoja del momento actual es que el futuro es inviable sin una ciudadanía fuerte. Restricciones como las que impone la reforma de 2007 no hacen sino subyugar, someter y controlar a la ciudadanía. ¿Cómo se puede pretender que exista más transparencia y rendición de cuentas si no existe ciudadanía? A menos de que el objetivo sea el de conformar a un grupo de expertos (seguramente integrado por quienes apoyan esta visión) que vigile la información y juzgue por ellos, es inconcebible una democracia sin ciudadanos. La pretensión de que es suficiente que los partidos participen en las elecciones y que los ciudadanos sean meros espectadores lo dice todo.

Stalin alguna vez afirmó que las personas que depositan su voto en la urna no deciden nada; quienes deciden, afirmaba el dictador soviético, son quienes cuentan los votos. La reconfiguración del IFE a mediados de los noventa pretendía responder a una realidad cuasi stalinista: la supuesta democracia mexicana no permitía que hubiera certeza en la contabilidad de los votos. Con el IFE ciudadano, la democracia mexicana comenzó a florecer en el terreno electoral. El IFE logró lo que parecía imposible: ganarse la confianza del electorado. Pero la democracia mexicana no fue diseñada para la ciudadanía. En la política mexicana actual la soberanía yace con los partidos políticos. El desencanto ciudadano tiene que ver con ese hecho: con el monopolio del poder en manos de los partidos y con la corrupción inherente al control que ejercen. El ciudadano promedio podrá no tener conocimientos profundos pero entiende perfectamente que suyo es el voto y que debe ser ejercido con responsabilidad. La mediatización de la información impide que eso ocurra.

La reforma del 2007 hubiera enorgullecido a Stalin. Atrás quedó la autonomía del IFE, a la vez que la discusión pública, la propaganda electoral y la opinión en torno a la elección quedaron severamente restringidas. De árbitro independiente, el IFE pasó a ser un instrumento de auditoría. Ahora sus preocupaciones ya no se concentran en la equidad de la elección sino en el contenido de los mensajes políticos, la duración de los spots y la imposición de multas y censuras a un número cada vez mayor de actores. En otro arranque estalinista, todo mundo puede ser sujeto de un delito electoral. Se trata de una nueva manera de recentralizar el poder, no ya bajo el yugo presidencial sino del de los partidos y sus administradores. Eso puede ser cualquier cosa, pero democracia no es.

La disyuntiva es muy simple: queremos una sociedad estructurada y controlada por los partidos políticos o queremos una ciudadanía fuerte, capaz de exigir rendición de cuentas y decidir sobre sus gobernantes. Para algunos la disyuntiva es equivalente a escoger entre modelos en una agencia automotriz, pero en realidad se trata de un diferencia fundamental: dado que venimos de un sistema autoritario, requerimos de toda la fuerza ciudadana para discernir sin conferirle tanto poder a los partidos, entidades clave pero no un sustituto de una ciudadanía fuerte, capaz de ejercer el voto de una manera seria, responsable e informada. Las restricciones a la libertad de expresión son nocivas a una ciudadanía viva y deseosa de crecer y trascender.

 

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Tiempo de cambiar

Luis Rubio

«Ustedes han estado sentados demasiado tiempo ahí como para que algo distinto pudiera resultar» les dijo a los nobles Oliver Cromwell, el republicano inglés que derrotó a la corona. Lo mismo se podría decir de muchos de los empresarios y sus cámaras que no pueden ver más que a su interés particular e inmediato, aunque eso sea lógico. La racionalidad de nuestros funcionarios y legisladores tiene que ser la contraria: abrirle espacios a la ciudadanía y a los consumidores.

El país se encuentra ante una tesitura compleja en materia económica. Si queremos ver el vaso medio vacío, se pueden encontrar toda clase de problemas, dificultades y entuertos que impiden que funcionen las cosas de manera óptima. Sin embargo, también existe la visión alternativa: si estamos dispuestos a ver las oportunidades, todo lo que tenemos que hacer es comenzar a hacerlas posibles.

Una parte del sector industrial se ha especializado en obstaculizar el camino con la excusa de que mientras no todo esté perfecto es imposible liberalizar. Pero esa es una forma en la no se puede avanzar. Si queremos la predictibilidad de un reloj suizo tenemos que aceptar las reglas del juego y las disciplinas de Suiza. Mientras no seamos Suiza, debemos ir mejorando las cosas poco a poco, pagando el costo necesario.

El tema del día son las negociaciones comerciales con otros países. Hay negociaciones de profundización comercial con Colombia, de libre comercio con Perú y, en ciernes, ambiciosos tratados con Brasil y Corea. Muchos se preguntan, algunos con insistencia, cuál es la razón de negociar más tratados si no se resuelven los problemas internos primero. Quienes así piensan tienen un punto por demás válido, pero no justificable. Si vamos a esperar a que todo se resuelva, pasaría el sueño de los justos y nunca llegaríamos al desarrollo. La liberalización comercial es un medio necesario.

Lamentablemente, la discusión sobre la negociación de tratados de libre comercio ha estado muy mal enfocada. Desde que se inició la liberalización a mediados de los ochenta, ha habido una permanente confusión sobre los objetivos que se persiguen y el papel y función que le corresponde a los agentes económicos y al gobierno, respectivamente. Es absolutamente lógico y legítimo que los empresarios defiendan su interés y presionen a las autoridades y legisladores para que sus posturas sean escuchadas. Pero la función del gobierno no es velar por esos intereses sino por los de la colectividad, es decir, por los de los consumidores y ciudadanos en general. Aún así, en la negociación con Colombia –que aguarda la ratificación del Senado- es evidente que los intereses de los productores fueron atendidos.

La liberalización comercial que inició en 1985 con la eliminación de permisos de importación y su substitución por aranceles y que prosiguió con los tratados de libre comercio, representó un viraje fundamental en la lógica del desarrollo económico. Hasta los ochenta, todo el énfasis se había centrado en la protección, promoción y subsidio de los productores. Ese esquema funcionó bien entre el final de los treinta y mediados de los sesenta pero acabó en el estancamiento. La apertura se dio por una razón muy simple: porque la inversión interna ya no era suficiente para generar tasas elevadas de crecimiento económico y los beneficios en términos de riqueza y empleo que de ahí se derivan.

La lógica de la apertura comercial gira en torno al consumidor, sea éste persona o empresa. El objetivo es forzar a la planta productiva a volverse competitiva, elevar los niveles de productividad y ofrecerle al consumidor la mejor calidad y precio del mercado, todo ello por medio de la competencia que representan las importaciones. Desde luego, este viraje ha implicado la afectación de muchas empresas, pero, por ejemplo, el porcentaje de su ingreso que las familias mexicanas hoy dedican a vestido o calzado es una fracción de lo que representaba hace treinta años y la calidad es muy superior gracias a la apertura. ¿Qué es mejor: millones de familias con un mejor nivel de vida o una empresa privilegiada que goza del monopolio de altos precios para esas mismas familias? La apertura ha transformado la vida de millones de mexicanos y ha permitido que crezca la clase media. Ese debe ser el objetivo por el que velen nuestros Senadores.

No se requiere ser genio para argumentar que la apertura ha sido desigual, que no ha incluido a todos los sectores, que los servicios siguen siendo caros e ineficientes y que, inevitablemente, algunos productores se verán afectados por la competencia. La verdad, simple y llana, es que no nos hemos atrevido a llevar la lógica de la apertura a otros ámbitos indispensables, como son el burocrático, el político, los monopolios y los privilegios. Pero estos son argumentos para abrir más, no para preservar los absurdos que nos caracterizan.

La alternativa para el futuro es muy simple: profundizamos y avanzamos para tener productores competitivos y consumidores satisfechos o nos enconchamos y pretendemos que las cosas se resuelven por sí mismas. Si entramos en la lógica de proteger un poquito aquí y allá, acabaremos con mil excepciones y una economía colapsada. Tenemos que seguir adelante o nos iremos hacia atrás.

Si uno observa los patrones de importaciones y exportaciones, es evidente la concentración que tenemos con EUA, lo que lleva a muchos a concluir que no debemos proseguir con la liberalización. Hay dos razones para pensar distinto: primero, cada tratado que se firma implica mayores beneficios para el consumidor, productores más competitivos y más de lo que los economistas llaman «disciplinas», es decir, reglas del juego predecibles y confiables para todos, que son clave para el desarrollo en el largo plazo.

La otra razón para pensar distinto es que la concentración del comercio, aunque explicable en términos geográficos, no tiene nada de lógica. La concentración existe esencialmente porque tenemos reglas de origen en el TLC norteamericano que nos hacen sumamente competitivos en esa región pero nos restan competitividad fuera de ella. La solución a esto no reside en cerrar otras puertas sino en atraer la producción de insumos para competir exitosamente con todos. Es decir, nos urge una industria de proveedores de clase mundial. Más tratados y mayor liberalización son condiciones necesarias para que ésta se desarrolle.

Los problemas del país tienen solución, pero sólo si estamos dispuestos a dar los pasos necesarios. En materia de liberalización comercial lo imperativo es privilegiar el interés del consumidor porque la alternativa es seguir estancados. Así de simple.

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Incertidumbre

Luis Rubio

En su ensayo sobre el origen y el significado de América, Alfonso Reyes escribe que “Antes de ser esta firme realidad, que unas veces nos entusiasma y otras nos desazona, América fue la invención de los poetas, la charada de los geógrafos, la habladuría de los aventureros, la codicia de las empresas y, en suma, un inexplicable apetito y un impulso por trascender los límites». En los últimos lustros México perdió la capacidad de trascender los límites y construir una base sólida de crecimiento. Sin embargo, haciendo honor a la verdad, no han sido, o al menos no fueron, pocos los esfuerzos que se hicieron por edificar los cimientos de un crecimiento sostenido. Pero de todas formas éste nunca se materializó.

Abundan las explicaciones del fenómeno, algunas interesadas, otras producto de un análisis más serio y profundo. Muchos industriales lo atribuyen a lo que llaman contrabando, en tanto que otros a la desigualdad de condiciones que enfrentan las empresas respecto a otros mercados. Desde la izquierda la crítica fundamental se remite al supuesto abandono por parte del gobierno de su función como promotor del desarrollo, esencialmente por medio del gasto y la inversión pública. Estudiosos de la microeconomía se han abocado a problemas de mercados específicos y, en general, a los bajos niveles de crecimiento de la productividad. El gobierno federal estudió el libro del Banco Mundial y se abocó a mejorar la calificación anual de ese organismo. Cada una de estas perspectivas contribuye a explicar la naturaleza de los obstáculos al crecimiento pero, luego de décadas de tasas mediocres de desempeño, quizá sea tiempo de repensar todo el planteamiento o, como diría Alfonso Reyes, de reanimar el apetito e impulso por trascender los límites.

El ambiente que caracteriza al debate público tiende a ser demasiado ideológico para permitir una discusión saludable respecto a la naturaleza del problema. De hecho, con frecuencia es tan absurda la discusión que ni siquiera hay acuerdo sobre cuando comenzó el problema. Si uno se remite a los números, parece evidente que el problema del crecimiento comenzó a mediados de los sesenta cuando, por primera vez, dejó de exportarse maíz que, junto con otras materias primas y granos, había sido una fuente fundamental del financiamiento de las importaciones de maquinaria, equipo e insumos para la industria. Fue a partir de ese momento en que comenzó el debate sobre la apertura de la economía, mismo que ganaron quienes propugnaban por soluciones estatistas que, financiadas con deuda y exportación petrolera, dominaron el panorama durante los setenta. Luego vendrían las reformas de los ochenta y noventa que, aunque profundas en muchos sentidos, nunca revirtieron del todo los «hechos» consumados a lo largo de los setenta en la forma de regulaciones, empresas paraestatales y otros mecanismos de subsidio, protección y control.

Luego de más de cuatro décadas de desempeño económico mediocre, me parece que el enfoque debe cambiar de manera radical: en lugar de buscar formas en que el gobierno PRODUZCA una recuperación económica sostenida, es tiempo de que el gobierno HAGA POSIBLE la recuperación. Aunque parece un mero juego de palabras, el enfoque es radicalmente distinto: en el primer caso, el gobierno hace suya la responsabilidad de procurar el crecimiento haciendo uso del gasto, la inversión, las regulaciones, las empresas paraestatales y otros instrumentos a su alcance. Es decir, todo lo que no ha funcionado en 45 años. La alternativa sería que el gobierno se limite a crear condiciones para que el crecimiento sea posible. Aunque muchos de los instrumentos serían los mismos, la manera de desplegarlos sería muy distinta: en lugar de proteger a unos y favorecer a otros, el gobierno crearía reglas generales, iguales para todos; en lugar de favorecer al productor, haría una defensa decidida del consumidor; en lugar de cambiar las reglas y regulaciones cada rato, crearía un marco regulatorio permanente, apuntalado en sólidos derechos de propiedad; en lugar de hacer excepciones para las paraestatales, éstas tendrían que responder al consumidor y a la competencia como cualquiera otra empresa, independientemente de la naturaleza del propietario. El enfoque gubernamental de las últimas décadas crea un ambiente de incertidumbre que desincentiva la inversión, el ahorro y la producción.

Hace algunos meses Gordon Hanson publicó un estudio* sobre por qué México no es un país rico. Su punto de partida es que el país ha llevado a cabo muchas más reformas y, en general, mucho más profundas que la mayoría de los países de similar nivel de desarrollo pero, a diferencia de aquellos, no ha logrado elevar su tasa de crecimiento. El análisis es por demás interesante porque excluye de entrada muchos de los clichés y mitos que perviven el ambiente: ¿corrupción? si, pero igual de corruptos son muchos otros países que sí crecen; ¿herencia hispana? si, pero, con excepción de Venezuela, es el país que menos crece de la región; ¿paraestatales? si, pero hay muchas de esas en Asia y América Latina y éstas no tienen que ser un impedimento; ¿rechazo cultural? quizá, pero en nada distinto al del resto del continente que crece con celeridad.

La conclusión de Hanson es interesante porque no pretende lograr la piedra filosofal. Desde su punto de vista, hay cinco factores que interactúan negativamente para impedir el crecimiento de la productividad pero es muy difícil saber la importancia relativa de cada uno, por lo que existe el riesgo de sobre dimensionar una causa específica para luego acabar con que el problema residía en otra parte. Los factores son: pésima asignación del crédito, elevados incentivos para la informalidad, mal sistema educativo, control de algunos mercados clave y vulnerabilidad a choques externos. Sin embargo, el corazón de sus conclusiones es que no hay capacidad de gobierno, es decir, que el gobierno es muy poco efectivo, genera demasiadas distorsiones y no contribuye a resolver los problemas de la economía a pesar de intentarlo con tanto ahínco.

México lleva décadas intentando encontrarle la cuadratura al crecimiento económico. En el camino se fueron probando soluciones que claramente no lo han logrado, pero sí han creado una profunda estela de incertidumbre. La única lección que me parece clara es que se requiere un gobierno fuerte con gran capacidad de acción para hacer posible que funcionen los mercados. Hoy sabemos que tenemos un sistema de gobierno débil que se ha abocado a intentar regular, cuando no substituir, el funcionamiento de los mercados. Quizá sea tiempo de hacer posible que estos funcionen.

*Hanson, Gordon, Why Isn’t Mexico Rich? NBER  http://www.nber.org/papers/w16470

 

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Estado

Luis Rubio

“En la lucha por la sobrevivencia, decía Charles Darwin, los más aptos ganan a expensas de sus rivales porque se adaptan mejor a su ambiente”. El gobierno mexicano parece estar librando una batalla por su sobrevivencia y los mexicanos, comenzando por nuestros políticos y precandidatos, parecemos ajenos al trance. Poco se está haciendo para construir el andamiaje que permita construir un “nuevo” Estado mexicano, un nuevo sistema de gobierno, apropiado a las condiciones que hoy existen, que son muy distintas a las de antaño. Siguiendo a Darwin, el gobierno mexicano está luchando por su sobrevivencia, pero no ganará si no erige las estructuras necesarias para poder ganar.

La batalla más directa y visible, pero no la única, es la que enfrenta al gobierno con el narco. Ahí hay balas, violencia y muchos muertos. Menos claro es el objetivo que persigue el gobierno, por qué éste ha ido cambiando. Tampoco es obvio por qué hay tan poco énfasis en la reconstrucción de la autoridad a nivel municipal como bastión elemental. En lugar de redefinir la estrategia para ajustarse a las cambiantes circunstancias, el gobierno ha estado redefiniendo el objetivo. Al inicio, éste parecía ser erradicar el mercado de drogas; luego recobrar los territorios de que el narco se había apropiado; ahora todo se concentra en arrestar o matar a las cabezas de las distintas mafias. En contraste con lo que aquí pasa, los gobiernos fuertes cuentan con instrumentos para actuar y capacidad de movilización y no aspiran sino a una cosa muy específica: establecerle reglas al narco de tal suerte que cualquier infracción será penalizada de manera instantánea y fulminante. Así es como funcionan los gobiernos español y norteamericano: no es que las drogas o los narcos estén ausentes en sus territorios; más bien, la diferencia es que estos saben que cualquier violación a las reglas implícitas del juego (como matar a un policía o provocar una matazón) implicaría una respuesta brutal y terminante.

El gobierno mexicano no actúa así porque no tiene la capacidad para hacerlo y es por eso que se encuentra librando una lucha por su sobrevivencia. En aquellos países, los gobiernos locales son la primera línea de defensa y sólo recurren a las fuerzas estatales cuando las cosas se salen de control. Las policías federales no entran más que en casos extremos y el ejército prácticamente nunca. Nuestro problema es que, en casi todo el país, no existen capacidades a nivel municipal ni estatal o federal, razón por la cual el ejército acabó siendo la primera línea de defensa. Lo que esto nos dice es que nuestro problema no es de narcotráfico o de criminalidad en general, sino de ausencia de Estado. Este es el tema de fondo.

El déficit de gobierno que padecemos tiene su origen en la naturaleza del sistema priista, pero también en la forma en que éste se desmanteló. El sistema priista logró su fortaleza por el peso del gobierno y por su capacidad de controlarlo todo desde el centro y, con base en ello, imponer una férrea disciplina. La disciplina mantenía a raya a los políticos, a los partidos de oposición, a la población en general y hasta a los delincuentes y criminales. Todo esto lo hacía por medio de un ejercicio usualmente inteligente del poder pero no gracias a la existencia de instituciones fuertes que lo hicieran efectivo.

En el ámbito judicial, por citar uno evidente, el gobierno nunca construyó una policía profesional o un ministerio público independiente. La justicia se administraba con criterios políticos y la discrecionalidad, es decir, arbitrariedad, era su carta de presentación. Lo que hacía que funcionara el sistema era el enorme aparato de control que, violando todo respeto a los derechos ciudadanos, permitía administrar la criminalidad. Pero eso era antes, en un entorno de extrema concentración del poder, cuando la población era de la mitad del tamaño y no existía acceso a los medios de comunicación e información que hoy son ubicuos. En el sistema priista no había reconocimiento de que el temor que llevaba a la disciplina y el respeto a la autoridad eran antitéticos, no sinónimos: la gente le tenía miedo al gobierno pero no lo respetaba. Por eso, la pretensión de muchos priistas de que ese sistema se puede revitalizar o reconstruir es simplemente ridícula.

La crisis de seguridad que vivimos no comenzó con la derrota del PRI en 2000. Se fue acrecentando en la medida en que el país creció, se fue abriendo y descentralizando a pesar del PRI. No hay que olvidar que uno de los peores años para el sistema ocurrió en 1994, precisamente en el momento de mayor concentración del poder. La crisis de seguridad tiene diversos orígenes, pero su explosión está directamente correlacionada con la inexistencia de un sistema de gobierno funcional (y legítimo),  capaz de organizarse e imponerse.

La derrota del PRI tuvo el efecto de acelerar la descomposición gubernamental. Aunque debilitada, la capacidad de control del sistema priista se mantuvo hasta el final; sin embargo, en la medida en que el poder comenzó a trasladarse hacia los estados, municipios, partidos y grupos de poder (lo que desde ese momento empezó a llamarse “poderes fácticos”), se derrumbó el sistema de control y, con ello, todo instrumento generador de disciplina. Desafortunadamente, prácticamente ninguno de los estados o municipios reconocieron el fenómeno: de manera casi súbita, esos niveles de gobierno se convirtieron en la primera línea de defensa frente a una criminalidad ascendiente que, por años de desidia, no había sido confrontada. Así, desde finales de los noventa pero, sobre todo, a partir del 2000, el país se hundió en un mar de criminalidad para el que todavía hoy, once años después, no hay camino de solución.

En un mundo ideal, lo que procedería sería desarrollar capacidad de gobierno a nivel local, estatal y federal. En el mundo real ha habido algún avance, modesto, a nivel federal y casi ninguno a nivel estatal y municipal. El municipio en México está prácticamente desaparecido y los gobiernos estatales desdibujados; la persistencia de control vertical de los gobernadores sobre los municipios no ayuda. En un mundo tan descentralizado como el que hoy vivimos y en un entorno de información ubicua, parece claro que sólo un reenfoque de la función gubernamental a nivel estatal y municipal permitiría comenzar a reconstruir al gobierno y, con ello, establecerle límites a las bandas de narcos y criminales. La salida no reside en la reconstrucción de un gobierno federal exacerbado, algo imposible hoy en día, sino en la construcción de un verdadero Estado. Nada menos.

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Prosperidad

Luis Rubio

¿Para qué mejorar si se puede seguir igual? ¿Para qué cambiar si todo está bien? La propensión natural, quizá la más fácil, es quedarnos donde estamos, rechazar cualquier cambio y pretender que estamos muy bien. Como en la Edad Media, nuestros empresarios se resguardan detrás del gobierno protector buscando el equivalente moderno de aquellos fosos que solían rodear a los castillos medievales. Las circunstancias eran otras, pero la pretensión igual: impedir que las cosas cambien. Impedir la prosperidad.

El rechazo al cambio es ubicuo. Los empresarios son quizá los más vociferantes, pero están lejos de ser los únicos. Su argumento es razonable, pero absolutamente errado: primero arreglen las cosas que están mal y después hablamos. Por supuesto, el objetivo es posponer ese “hablamos” tanto como se pueda, dejando que la economía y los consumidores paguen el pato. Es cierto que muchas cosas no funcionan o funcionan mal, comenzando por el hecho de que la apertura económica ha sido muy desigual. Sin embargo, la oposición del sector empresarial a cualquier apertura es absurda.

Quizá no haya mejor ejemplo de lo absurdo de su oposición a la apertura que la relativa a la negociación de un tratado de libre comercio con Brasil. El argumento del sector privado es que los brasileños se pasean en México como si ésta fuera su casa mientras que los productos y empresas mexicanas enfrentan un mundo de protección y discriminación en aquella nación. De ser cierta esta apreciación, lo que el sector privado debería estar haciendo es exigirle al gobierno mexicano, en los términos más enérgicos, que proceda a negociar la inmediata apertura de Brasil a los productos mexicanos, pues sólo así se logrará equidad. A pesar de esta obviedad, su argumento es exactamente el contrario: no debe negociarse ningún tratado o acuerdo comercial mientras no se cambien las cosas dentro del país. Uno no puede más que concluir que, una de dos: o bien los empresarios mexicanos mienten respecto a la “injusta” competencia brasileña (que, por cierto, sería benéfica para el consumidor nacional), o carecen de toda argumentación lógica. También podría ser que prefieren no cambiar nada. No hay de otra.

La actitud empresarial no es enteramente distinta a la que caracteriza a otros sectores y grupos de la sociedad, actitud que se ve reflejada en el pobre desempeño que evidencia la economía, en el escepticismo y pesimismo que se ha vuelto axiomático y, en general, en el desorden que vive nuestro país. Claro que hay razones que explican algunas de estas actitudes, pero lo impactante es la total indisposición a enfrentar la realidad que nos ha tocado vivir. Como alguna vez escribió Hayek, oponerse a todo equivale a pretender contener grandes caudales de agua con una pequeña compuerta: tarde o temprano las aguas acaban no solo rebasando la presa sino arrasando con todo lo que encuentran a su paso. La oposición a ultranza no hace sino negar la realidad: no hace sino impedir que las cosas mejoren.

Una mejor perspectiva la ofrecen Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda en su excelente texto Regreso al futuro: “Sacar al PRI de Los Pinos fue el grito del año 2000. Llevar a México a la prosperidad, la equidad y la democracia eficaz debe ser el clamor de 2012. No queríamos en 2000 nada menos que la democracia. No deberíamos querer en 2102 nada menos que la prosperidad”. Se trata de la pregunta importante que todos los mexicanos deberíamos estar haciendo: qué es necesario para sentar las bases para la construcción de una prosperidad creciente y de largo plazo.

Los males del país son muchos y muy pronunciados. Sin embargo, no son especialmente distintos a los que caracterizan a otras naciones. La diferencia es, en buena medida, que nosotros hemos decidido privilegiar los problemas en lugar de intentar avanzar soluciones. El caso paradigmático es sin duda el de Brasil, donde la violencia es mayor a la de México y la infraestructura mucho peor y, sin embargo, la actitud de su población es exactamente la opuesta: allá la pregunta es cómo le hacemos a pesar de los problemas que enfrentamos y no cómo le hacemos para seguir sin cambiar.

El caso de las cámaras empresariales es francamente patético. En vez de demandar mejores servicios, respeto a la ley, equidad en la apertura y el fin del abuso, su demanda es privilegios, menos apertura y toda la arbitrariedad para mi beneficio y no para alguien más. Esa puede ser una definición de modernidad, pero ciertamente no una base sensata para la construcción de la prosperidad.

La paradoja es que los primeros grandes beneficiarios de la apertura serían los propios empresarios que hoy ven con temor cualquier cambio. Uno esperaría que el empresariado estuviera buscando mejores formas de hacer las cosas, nuevas tecnologías, mejorar sus procesos, elevar la calidad y, para lograr todo eso, presionar al gobierno para que haga posible una elevación sistemática de la productividad. El empresariado brasileño puede gozar de muchos mecanismos de protección, pero su actitud es la de un sector pujante, deseoso de mejorar. La del nuestro es la de perseverar e, inevitablemente, queriéndolo o no, abusar del consumidor.

Es evidente que el país cuenta con innumerables empresarios y empresas que son tan buenos como cualquiera, que son capaces de competir y que lo hacen de manera cotidiana. Esos empresarios han demostrado que no todo en el entorno tiene que ser perfecto ni estar resuelto para poder competir y ser exitosos. Es decir, son exitosos a pesar de las dificultades que les impone el ambiente, las regulaciones gubernamentales, la inseguridad y todos los obstáculos que puede imaginar la burocracia. Sin embargo, en lugar de dedicarse a impedir que el país progrese, tratan de impulsarlo. Por supuesto, todos ellos defienden sus intereses, muchos de los cuales sin duda son legítimos. El proceso político –dentro del gobierno, en las instancias regulatorias y en las legislativas- está ahí, o debería estarlo, para asegurar que prevalezca el interés general, comenzando por el del consumidor. Ser exitoso no choca con defender intereses, pero en general implica tener una visión de largo plazo que permita discriminar entre los temas que justifican una oposición de aquellos que son necesarios para el avance del país.

La historia de las últimas décadas muestra que los tratados de libre comercio han servido para mejorar las condiciones de funcionamiento de la economía y eso ha beneficiado a todos. Son claramente temas que ameritan apoyo –y estrategia- en lugar de una oposición a ultranza. No se puede aspirar a la prosperidad preservando lo que genera retraso y pobreza.

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Justicia y la ley

Luis Rubio

Justicia y legalidad deberían ser idénticas y simultáneas pero no siempre es así. Las víctimas quieren justicia independientemente del cumplimiento estricto de la ley, en tanto que los acusados se amparan en el texto de la ley para evitar la arbitrariedad. La tensión entre estos dos principios elementales de convivencia social es saludable, pero no siempre fácil de conciliar. El caso de la francesa Florence Cassez, acusada de secuestro, cae claramente en las grietas que arroja esta tensión a su paso. Al margen del caso específico, la pregunta importante para nosotros como ciudadanos es qué clase de sociedad queremos construir: una que se apega a las reglas y obliga a todos a cumplirlas o una en la que la justicia es caprichosa y mediática, es decir, arbitraria.

Según un viejo axioma derivado de la era romana y atribuido al suegro de Julio César, hay que «dejar que la justicia sea hecha aunque se colapsen los cielos». El principio es lógico y poderoso: cuando se comete una injusticia, un crimen o un agravio, la víctima tiene todo el derecho de reclamar que quien sea culpable pague el precio de su acción en la forma que corresponda: resarciendo el costo, pagando una pena o purgando una sentencia. Nada hay más importante para una sociedad que el que los delincuentes enfrenten la ley y se haga justicia.

El problema, como bien sabemos los mexicanos, es que la realidad no siempre es tan nítida. Por ejemplo, no es obvio que se esté haciendo justicia cuando una comunidad actúa por su propia mano en la forma de un linchamiento. Es fácil comprender que una población que se siente agraviada por la enorme criminalidad que padece reclame justicia y esté dispuesta a aceptar cualquier medio justiciero como resarcimiento del daño. En un contexto en el que ha habido más de treinta mil muertos en años recientes y decenas de miles de secuestros y muchos más robos, el hecho de que al menos algunos delincuentes acaben en la cárcel parecería una forma razonable de justicia. Pero ¿a qué precio?

Hace algunos años hubo un caso ilustrativo en España. Resulta que los narcos recibían la droga en altamar, la bajaban a lanchas super veloces para hacerla llegar a tierra para su distribución en el mercado. La droga fluía sin mayores estragos hasta que la policía tuvo la capacidad de interceptar esas lanchas. En un caso específico que se volvió paradigmático, la policía logró detener a una lancha. Sin embargo, para cuando los oficiales la abordaron, la droga había desaparecido en el mar. Aunque había fotografías del cargamento, la droga ya no se encontraba en la embarcación. El fiscal presentó su argumentación ante el juez pero la falta de pruebas resultó contundente: en su decisión, el juez afirmó que no tenía la menor duda del contenido de la carga en la lancha pero que, desde la perspectiva de la ley, la falta de evidencia pesaba más. Los narcos quedaron en libertad no porque fueran inocentes sino porque el juez privilegió el Estado de derecho. De manera similar, a muchos mexicanos se les han conmutado penas en EUA o han sido puestos en libertad no porque no sean culpables sino porque la fiscalía, el equivalente del ministerio público, se saltó pasos procedimentales (como no avisarle al consulado). O sea, por meros “tecnicismos”.

El Estado de derecho es el principio de que la autoridad tiene la legítima atribución de actuar estrictamente de acuerdo a las leyes que están escritas, son conocidas por todos y se adoptan y hacen cumplir de acuerdo a procedimientos establecidos. El principio tiene por objetivo salvaguardar a la población –víctimas o inculpados- de actos arbitrarios por parte del gobierno. Ese es el principio que afirman y hacen cumplir jueces como el español antes mencionado. No son meros tecnicismos: se trata de la esencia de la legalidad. Un mal proceder gubernamental se paga en la forma de un fracaso judicial.

El caso Cassez es complicado por estas razones. Yo no tengo idea de la culpabilidad de la señora. Lo que si me queda claro es que hubo una multiplicidad de violaciones en los procedimientos. Las víctimas de los secuestros que se le atribuyen evidentemente, y con razón, claman justicia. La pregunta es si cualquier precio de esa justicia es justificable.

Hacer valer el Estado de derecho implica un compromiso con un orden social, político y legal distinto. Entraña, por principio, una disposición a aceptar la ley como norma y mecanismo de interacción entre las personas y entre éstas y el gobierno, cualquiera que sea el asunto. Implica que el gobierno (incluyendo policía y ministerios públicos) tiene que ser escrupuloso en su actuar. Si uno piensa en todos los temas en que la sociedad interactúa con el gobierno (como impuestos, regulaciones, asesinatos, robos, permisos, manifestaciones), imponer el Estado de derecho implicaría un cambio radical en nuestra realidad social y política. El número de instancias en que la población o las autoridades violamos la ley es impresionante.

Algunos casos muy sonados de delitos (como secuestros o asesinatos) tienden a generar un entorno social extraordinariamente cargado. Los medios toman posturas extremas y tienden a linchar a los presuntos culpables sin que haya mediado un juicio. Los procuradores alientan a la galería y atizan el fuego. Muchos de ellos acaban con las manos quemadas porque no lograron probar su caso o porque la impudicia en los procedimientos acabó derrotándolos (como fue el caso de una niña muerta en su cama en el estado de México). Nuestra costumbre es la de la nota roja, que es contraria a la esencia del Estado de derecho, cuyo principio elemental es que todo mundo es inocente hasta no ser probado culpable. La gran pregunta es, pues, qué clase de sociedad queremos construir: una que logra la revancha en cada esquina o una que se apuntala en el principio elemental de respeto a los derechos de las personas, sean víctimas o culpables.

En lugar de afianzar la legalidad y, con ella, avanzar la causa de la justicia, hemos convertido en circo mediático todos los temas relativos a la criminalidad. Las autoridades crean montajes para probar su argumentación, los reporteros se han convertido en fiscales y jueces de última instancia y las policías y ministerios públicos se consagran como las profesiones menos profesionales y competentes del país. Observar a “la Barbie” y “el JJ” convertirse en héroes populares debería darnos asco porque no hay nada más contrario a la justicia. Y, sin embargo, esa es la forma en que la justicia y la ley, dos componentes centrales de una sociedad democrática, han avanzado en el país.

¿Qué clase de sociedad, y de democracia, queremos?

 

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Egipto y Mexico

Luis Rubio

Las movilizaciones populares en Egipto han abierto un gran debate en el mundo. Algunos gobiernos, como el de China, de inmediato cerraron toda fuente de información proveniente del país árabe para evitar cualquier posible “contagio”. La opinión pública europea y estadounidense se ha venido rasgando las vestiduras en una discusión que a veces parece emanada de Rashomon, la película japonesa en que cada uno de los actores tiene una lectura distinta sobre un mismo incidente. Algunos han celebrado el levantamiento en contra de un líder autoritario que, en sus ochenta, ya no ofrece viabilidad ni a los miembros de su coalición tradicional. En las muchas lecturas que se hacen de los eventos de Egipto hay una pregunta que se repite una y otra vez: dónde más podría suceder algo así.

Aunque un tanto absurda, la pregunta no es necesariamente ociosa. No cabe ni la menor duda de que en el mundo persiste un amplio núcleo de gobiernos autoritarios que preferirían ser dejados en paz, por sus propias poblaciones y por el resto del mundo. Sin embargo, la noción de que las naciones se “contagian” dice más de quien hace la evaluación que de la historia del mundo. Tan importantes son los sucesos que ocurren en Egipto como la lectura de estos en diversas capitales. En muchos sentidos, esto último parece ser lo más significativo.

No hay mejor perspectiva que la que da la distancia y el tiempo. Aquí van algunas observaciones:

  • Lo que ocurre en las calles de El Cairo y otras ciudades de Egipto tiene características propias que algunos reporteros han relatado con extraordinaria claridad. Sin embargo, quizá lo más interesante sea observar el debate al respecto en las capitales occidentales. En EUA el debate sigue dos dinámicas: por un lado, el aplauso a la democratización de un país, proceso que unifica a la izquierda con la derecha. Por el otro, tanto en EUA como en Europa, es patente la dualidad entre la bienvenida apertura y los temores sobre un giro hacia el islamismo más retrógrado. No son excepcionales los títulos de artículos periodísticos como “¿quién perdió Egipto?”, como si esa decisión estuviese radicada en Washington, Paris o Moscú. El dejo de arrogancia en mucho de ese debate es verdaderamente impactante, sobre todo porque lo que se debate poco o nada tiene que ver con lo que ocurre en Egipto: todo es sobre intereses locales y la dinámica política interna.
  • Las revoluciones, si es que eso es lo que acaba siendo la culminación de estas manifestaciones y protestas, son siempre atractivas. La euforia asociada con la liberación de la población y remoción de los antiguos dueños del poder es fuente interminable de fantasías y oportunidades novelísticas, pero rara vez resuelve los problemas de la población que protesta. Egipto es un país esencialmente rural cuya población depende de las dádivas gubernamentales en la forma de subsidios al pan y otros insumos básicos. Los que protestan, esencialmente clases medias urbanas, siguen una lógica universal: la libertad, igualdad y fraternidad que sigue inspirando la Revolución Francesa de 1789. Sin embargo, muy pocas de esas revoluciones acaban consagrando esos principios elementales; quizá el ejemplo positivo reciente más relevante sea Indonesia. Sin embargo, la mayoría acaba siendo secuestrada por extremistas de un color u otro: desde Robespierre en Paris y Lenin en Petrogrado hasta Khomeini en Irán. Luego de la etapa romántica viene la dura realidad y ahí casi siempre ganan los contingentes que están organizados, comparten una ideología previamente consolidada y están dispuestos a todo: unos comienzan y otros acaban a cargo. Todo indica que este movimiento lo cooptó el ejército con gran celeridad para que todo cambie y todo siga igual. De hecho, en su origen y dinámica, esta “revolución” se parece más al 68 mexicano que a Irán o Praga.
  • Es evidente que hay una negociación tras bambalinas. La vieja coalición que sostenía a Mubarak en el poder se apuntalaba en el ejército, que ahora ha tomado control del gobierno. El nuevo vice presidente lleva años conduciendo los asuntos del Estado egipcio desde los órganos de seguridad y evidentemente tiene la capacidad para articular negociaciones con los grupos clave. Si bien no hay nada certero en estos procesos de cambio súbito, parece más probable que la vieja estructura de poder se sostenga en el gobierno, pero ahora sin Mubarak. El viejo adagio de que el problema no es el poder sino la vejez de quien lo detenta se vuelve a confirmar. El error de Mubarak, como de tantos otros líderes duros (Porfirio Díaz viene a la mente), consistió en preservarse en el poder, considerarse indispensable y, con ello, perder la confianza de su propia estructura de soporte político. Ninguna duda de que muchos egipcios quieren un mundo de libertades pero no es obvio que eso sea lo que van a acabar recibiendo.

¿Habrá algo que nos diga la crisis egipcia del México de hoy? Algunos observadores han señalado que el potencial de contagio es muy elevado, sobre todo en los países con gobiernos incompetentes. Algunos se preguntan si México podría ser el siguiente. La verdad es que no hay paralelo alguno. Es posible que existieran algunas semejanzas con el viejo sistema, pero el país ha evolucionado en una dirección distinta. Para comenzar, una de las genialidades del sistema priista fue la de institucionalizar al porfiriato con el sistema sexenal: el presidente podía ser muy fuerte y abusivo, pero existían tiempos límite al abuso. Más importante, por mal que vayan las cosas en el país, hoy gozamos de libertades que antes eran simplemente impensables y, en todo caso, no habría contra quien sublevarse. El viejo sistema sólo existe en la mente de algunos priistas nostálgicos, porque todos los demás mexicanos sabemos que el poder se dispersó y no hay marcha atrás. México es un país complejo y esa complejidad lo paraliza, pero no es un país inestable, al borde de la catástrofe.

Lo que el caso egipcio si demuestra es que la población puede tolerar muchas cosas pero su paciencia no es infinita. Encuesta tras encuesta demuestra que la población mexicana no quiere violencia y, a la vez, comprende profundamente la complejidad del momento. Pero eso no quita que el país legítimamente reclame una transformación seria en lo que más lo aflige: la criminalidad y la parálisis económica. La mayoría reclamará en las urnas, pero algunos estarán tentados a probar otros caminos. En México el problema no es el gobierno autoritario sino el mal sistema y estructura de gobierno que tenemos. Las pirámides y otras semejanzas son interesantes, pero la esencia es la disfuncionalidad gubernamental.

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Cerebro

Luis Rubio

La imagen es impactante. Dos cerebros de niños de tres años: uno de la mitad del tamaño que el otro. La diferencia: el del cerebro grande, «normal», es de un niño que gozó de un buen trato, amor, interacción familiar y estímulos positivos. El del cerebro chico es de un niño ignorado, abandonado, que ha crecido en un contexto familiar hostil y que ha sido desatendido y descuidado. La evidencia empírica muestra, en un tono casi freudiano, que infancia es destino: la abrumadora mayoría de las personas que acaban en la criminalidad iniciaron su vida siendo desatendidos e ignorados. De la misma forma, los niños de origen modesto que desarrollan su cerebro de manera normal tienen casi la misma oportunidad que los más privilegiados de hacerla en la vida. El asunto es fundamental.

Las investigaciones que existen sobre estos temas* son reveladoras. Un estudio de hace algunas décadas comparó a cientos de familias con niños recién nacidos en un pueblo estadounidense del estado de Michigan. A un grupo le dieron toda clase de apoyos para que los padres supieran cómo estimular el desarrollo de sus hijos, en tanto que a otro lo dejaron seguir su camino como grupo de control. Los resultados de los estímulos tuvieron efectos notables en la forma en que se desenvolvieron los niños en los años subsiguientes. A partir de ese estudio seminal se vino una avalancha de investigaciones cuyos resultados fueron tan convincentes que la policía de Escocia decidió dedicar atención especial al desarrollo de los bebés a partir de su nacimiento como medida preventiva de la criminalidad posterior, en tanto que algunos estados norteamericanos utilizan el índice de desarrollo de los niños como factor predictivo del número de cárceles que sería necesario construir para cuando lleguen a ser adultos.

En uno de los muchos estudios, una fundación ofreció una beca para la educación de cada uno de los niños recién nacidos en una localidad. El otorgamiento de una beca por el mero hecho de haber nacido parecía carecer de toda lógica y racionalidad. Algunas universidades criticaron el esquema porque lo consideraron excesivo: por qué no mejor becar a los estudiantes que ya habían sido aceptados en las universidades, con la lógica de que estos ya habían sido evaluados y tendrían una elevada probabilidad de concluir sus estudios. A pesar de la obviedad de este planteamiento, el propósito del estudio, y del financiamiento de que vino acompañado para las becas, procuraba invertir la ecuación. Su objetivo era probar si la disponibilidad de becas atraía a las instituciones gubernamentales de salud y a las organizaciones de la sociedad civil a atender a esos niños y crear condiciones para que pudiesen ser exitosos dado que la vida les había puesto un tapete rojo desde el día de su nacimiento. Los resultados fueron espectaculares: no sólo mejoraron los servicios de la localidad, sino que la atención que diversas organizaciones e instituciones le confirieron a esos niños cambió radicalmente el perfil de éxito de los que gozaron de becas en comparación a los de generaciones previas que no habían tenido semejante incentivo.

El mensaje parece evidente: una atención idónea a los niños recién nacidos provoca el desarrollo de niños sanos, susceptibles de ser exitosos en la vida. Visto en sentido contrario, los niños que no se desarrollan de manera normal tienen una extraordinaria propensión a acabar su vida en la criminalidad y (en países serios) en la cárcel.

Cuando conocí por primera vez de estas investigaciones y de los resultados a los que llegaban recordé el famoso prólogo de la autobiografía de Betrand Russell. En uno de sus párrafos dice: «El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro».

¿Cuántos de los niños de que habla Russell, de los males que caracterizan al mundo y, en nuestro caso, la violencia y la criminalidad, se derivan de una infancia inicial de abandono, desatención o, peor, desprecio? ¿Cuántos de los sicarios de hoy fueron niños no deseados, abandonados o vejados? ¿Cuántos de los criminales, secuestradores y extorsionadores fueron ignorados por sus madres desde el día en que nacieron? ¿Cuántos niños de familia pobre podrían transformar su vida a través de la educación? Si lee uno los resultados de las investigaciones sobre estos temas, la respuesta salta a la vista.

Las implicaciones de investigaciones realizadas por diversos grupos de neuro científicos así como economistas dedicados a estos temas difícilmente podrían exagerarse. De acuerdo a estas investigaciones, el costo para la sociedad de no atender este tema como un asunto prioritario de salud pública es mucho mayor a la larga. El costo de atenderlo se mide en apoyos relativamente modestos, educación para las madres, convocatoria a organizaciones caritativas y no gubernamentales para que enfoquen sus baterías en esta dirección e incentivos para que la sociedad reconozca y actúe al respecto. El costo monetario es relativamente menor. En sentido contrario, el costo de no atenderlo se puede observar en lo que hoy vivimos: criminalidad, violencia, secuestro y todo lo que esto implica para las personas y empresas en pérdidas materiales y humanas, baja disponibilidad de empleos, costos de seguridad y, por sobre todo, el desánimo generalizado que sobrecoge a la sociedad mexicana. La oportunidad perdida es inmensa.

A lo largo de las décadas, los gobiernos han emprendido diversas campañas orientadas a resolver problemas específicos. Así fue el caso de enfermedades como polio y paludismo y, más recientemente, el tabaquismo, el sida y el cáncer cérvicouterino. La racionalidad de aquellas campañas ha sido obvia: se trata de males que, atendidos desde su inicio, pueden transformar a la sociedad entera, sobre todo porque existen soluciones -en algunos casos una vacuna, en otros un cambio en el comportamiento- una vez que la sociedad asume la solución como suya, el problema desaparece junto con los costos para las personas, sus familias y la sociedad entera. El tema de la desatención de los niños recién nacidos amerita colocarse en ese mismo nivel de prioridad.

*http://developingchild.harvard.edu/initiatives/council/, y

http://www.minneapolisfed.org/publications_papers/studies/earlychild/

 

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Liderazgo

Luis Rubio

Lao Tzu, el padre del Taoísmo, decía que «aquél que no confía suficiente no será objeto de confianza». Los gobernantes mexicanos nunca han confiado en la población, quizá la razón por la que la confianza de la ciudadanía en ellos es efímera. El tema es fundamental para identificar nuestras carencias sobre todo ante la posibilidad de adoptar una estrategia de desarrollo susceptible de ser exitosa.

Un viejo debate respecto a la capacidad de un gobierno de funcionar tiene que ver con qué pesa más: los líderes o las instituciones. Típicamente, las sociedades menos desarrolladas se caracterizan por instituciones débiles, en tanto que las más desarrolladas son aquellas que cuentan con estructuras institucionales fuertes que regulan la vida de la sociedad y atajan a éstas de las veleidades de las personas. Desde esta perspectiva, no cabe la menor duda que la fortaleza de las instituciones de un país constituye un factor clave de su capacidad de desarrollo.

Las instituciones son importantes porque despersonalizan los procesos de decisión y le confieren certidumbre al ciudadano. Una sociedad institucionalizada no depende de que un individuo -igual el presidente o primer ministro que el más modesto burócrata- se levante de buenas cada mañana o que tenga ganas de atender a la ciudadanía. Más bien, las instituciones establecen límites y procesos que impiden que esos individuos abusen del poder. Así, un buen gobernante puede lograr que toda la estructura gubernamental funcione de manera coherente y eficaz, pero uno malo no tiene el poder suficiente para dañarlo. La fortaleza institucional permite evitar que un líder excepcional pero perverso abuse de la ciudadanía.

La función del liderazgo es más compleja. Un buen líder puede hacer magia en una sociedad, pero uno malo puede causar un daño terrible. Paul Johnson* afirma que Churchill fue un gran líder porque se ganó la confianza de la sociedad. «Confiamos en Winston Churchill para salvarnos y él también confió en que los británicos tendrían el valor, la entereza, inteligencia y fuerza para hacer posible la salvación». En sociedades institucionalizadas, un buen líder puede ser el factor transformador sin poner en riesgo la estabilidad social.

Algo similar puede ocurrir en las sociedades subdesarrolladas pero los riesgos son mucho mayores. Uno nunca sabe si un líder fuerte será un factor positivo o negativo. La ausencia de instituciones fuertes que limiten y obliguen al líder a rendir cuentas lo convierten en un factor incierto que igual puede acabar siendo un dictador que un constructor extraordinario. Cualquiera que observe el panorama de nuestra historia o de naciones similares a la nuestra podrá encontrar ejemplos esclarecedores al respecto. Lula, el ex presidente de Brasil, probó ser un líder excepcional, pero tuvo que contender cuatro veces por la presidencia para ganarse la confianza de la población.

En los ochenta tuvimos un ejemplo formidable de los aciertos y riesgos de un liderazgo fuerte. Carlos Salinas fue un líder excepcional que rompió con los cartabones tradicionales del gobierno, alteró estructuras fundamentales, sobre todo en la economía, y rompió con factores de poder que hoy llamamos «poderes fácticos». Todo eso le ganó la confianza de la población e hizo posible avanzar un significativo proceso de reforma. La misma persona eventualmente tomó decisiones en materia cambiaria y de conducción del proceso de sucesión presidencial, además de contención familiar, que llevaron a una de las crisis más profundas de nuestra historia reciente. Vicente Fox no condujo a una crisis económica, pero fue electo en un entorno de expectativas exacerbadas que no sólo no satisfizo, sino que ni siquiera fue capaz de administrar, todo lo cual llevó a una enorme y profunda desilusión. Ambos casos muestran dos caras de una misma moneda: los riesgos y virtudes de un líder en una sociedad sin instituciones fuertes.

Es posible que mucho del pesimismo que permea nuestro entorno actual sea producto de la destrucción de ilusiones que generaron esos dos personajes. Líderes excepcionales, acabaron desilusionando a una ciudadanía que confió en ellos y que acabó sintiéndose traicionada, al grado de repeler cualquier propuesta de cambio: la población les dio su confianza a cambio de nada. De haber tenido instituciones fuertes, el daño habría sido menor, aunque no así la desilusión. Cuando las expectativas son tan grandes, como ahora viene descubriendo Obama, la desilusión es inevitable.

En el mismo artículo, Johnson argumenta que la trascendencia de líderes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan en sus respectivos países se debió a que se ganaron la confianza de sus ciudadanos porque los líderes confiaron en la ciudadanía. «Los procesos de ganar y recibir confianza son graduales y casi metafísicos. Así es como un buen líder, en algún momento, deja de ser un mero político -un funcionario gubernamental- para convertirse en una institución confiable. A partir de ese momento la nación se hace más saludable, más segura y, por lo tanto, más feliz».

Este año tendrá lugar la nominación de los candidatos a la presidencia para el 2012. La población seguramente esperará que contiendan personas capaces de ejercer un liderazgo efectivo pero dentro de los marcos institucionales vigentes que, por débiles que sean, son cruciales para evitar replicar casos como el venezolano. Quizá el mayor de los retos será encontrar un líder capaz de inspirar a la población por su integridad y por la fuerza de su carácter, así como por su visión y juicio, todo lo cual es indispensable para ganarse la confianza de la ciudadanía y ejercer la presidencia con efectividad. Si algo requerimos es de un líder susceptible de enfrentar a los intereses creados que acosan y paralizan al país pero, al mismo tiempo, uno capaz de entender los límites que confiere la necesaria confianza de la ciudadanía.

Fukuyama, autor de Trust, afirma que las sociedades que se logran desarrollar son aquellas que construyen un fundamento sólido de confianza: confianza entre los ciudadanos para poder realizar intercambios y transacciones en el mercado o para llegar a acuerdos en el terreno político. La única posibilidad de romper tanto con nuestras debilidades institucionales como con los poderes que paralizan al país reside en un liderazgo que sea capaz de entender los riesgos y retos y, a pesar de ello, ganarse la confianza de la ciudadanía. Para Paul Johnson eso sólo es posible cuando el líder confía en el ciudadano, algo mucho más difícil de lograr y peor dadas nuestras experiencias recientes.

* Forbes noviembre 18, 2010

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