Luis Rubio
Aaron Copland, uno de los grandes compositores estadounidenses del siglo pasado, contaba la historia de que, paseando en una librería, observó a una señora comprar dos libros, uno de Shakespeare y otro del propio Copland. Entusiasmado, se acercó a la señora y le preguntó si le autografiaba su libro. Sin chistar, la señora volteó y le preguntó “¿cuál de los dos?”. Así parecen estar los americanos estos días: sin poder siquiera identificar la naturaleza de sus problemas.
La disputa norteamericana se concentra en lo inmediato: controlar el déficit fiscal o aumentar el gasto para promover la creación de empleos. Los primeros dicen que sin restablecer la salud de la economía, la creación de empleos sería efímera. Los segundos insisten que los riesgos de rompimiento social son el único criterio relevante. Nuestra experiencia es clara: sin equilibrio fiscal el resto es irrelevante. Sin embargo, el problema de fondo trasciende las disputas inmediatas y la forma en que lo resuelvan va a tener un enorme impacto sobre nuestro futuro.
Por más de cincuenta años, la economía estadounidense se constituyó en el caballo que jalaba la carreta del mundo. Su fortaleza económica y la manera en que articularon los incentivos para el crecimiento se constituyeron en los pilares que rindieron décadas de creatividad, desarrollo científico y tecnológico y liderazgo en el mundo. No es casualidad que, como potencia, se haya constituido en el principal promotor de la globalización.
Hoy los estadounidenses enfrentan los costos de su enorme éxito. Sus problemas fiscales y de empleo reflejan la transformación de la economía mundial: las naciones que asumieron la globalización como estrategia han logrado tales éxitos que ahora compiten con los estadounidenses por los empleos más productivos. El problema no era grave mientras unos cuantos tailandeses, mexicanos o coreanos lograban índices de productividad similares a los de los estadounidenses a una fracción del costo. El problema se destapó con el peso de economías como la china e india que, por su solo tamaño, acabaron por desquiciar a la clase media estadounidense.
Hace algunos años Niall Ferguson acuñó el término de “Chimerica” para explicar el nuevo fenómeno: los estadounidenses desarrollaban la ciencia, la tecnología, la ingeniería y, en general, todo los servicios que son insumos fundamentales (y los que mayor valor agregan en la actividad económica), en tanto que los chinos aportan la mano de obra. El conjunto parecía ser una fórmula ganadora. El problema es que los trabajadores norteamericanos, que por décadas habían sido el pilar de su clase media, acabaron siendo los grandes perdedores: en la medida que se evaporaron los empleos manufactureros, se estancó o declinó su ingreso. Gracias a las deficiencias de su sistema educativo, la mayoría de esas personas no tiene habilidades más que manuales, las que antes demandaban las grandes plantas acereras o automotrices y que, poco a poco, se transfirieron a otras localidades (incluido México). Esta situación no fue evidente por algunos años ya que, gracias a la disponibilidad de crédito al consumo, las familias mantuvieron, artificialmente, su nivel de vida. Cuando la burbuja estalló, la sociedad estadounidense se encontró con que una parte importante de su población no tiene acceso a sus fuentes actuales de riqueza, los servicios de alto valor agregado: el resto no tiene las habilidades para incorporarse a las actividades exitosas o no está dispuesto a hacerlo. Sus elevados niveles de desempleo no son producto de un problema transitorio, sino de un cambio estructural fundamental.
La globalización ha favorecido a las naciones que la asumieron de manera integral, permitiendo que países otrora pobres se enriquecieran y crecieran como la espuma. Aquellos que asumieron el costo de inicio, como ocurrió con varias de las naciones asiáticas, se convirtieron en países ricos. Otros, como nosotros, que hemos evitado pagar esos costos, hemos logrado avances muy importantes en algunos sectores, pero seguimos padeciendo los fardos de la pobreza y la improductividad en el resto. Los estadounidenses comienzan a experimentar exactamente esta situación: tienen sectores que son punteros en el mundo y que los colocan en una situación privilegiada, en tanto que perviven otras actividades, sobre todo industriales, que cada día emplean menos gente. En una economía abierta (en el sentido de libertad efectiva para importar) como la estadounidense, la improductividad se penaliza de inmediato y eso es lo que ha llevado a que tantos trabajadores hayan perdido sus fuentes de trabajo: ¿por qué habría de pagarle un empresario 50 dólares por hora a un empleado local cuando un ingeniero altamente calificado en Hungría cuesta 15 y otro en India 5?
EUA se encuentra ante una tesitura clave. Históricamente, las naciones (y todavía más las potencias) que se encuentran ante una crisis que combina desempleo, competencia del exterior, desánimo y nuevas potencias en ciernes, han acabado transformándose para bien o capitulando y ensimismándose hasta consumirse en su interior. Ejemplos de lo primero son Alemania y Japón después de la segunda guerra mundial. Pero el caso de Alemania también es emblemático por la forma en que respondió ante el desempleo y el desquiciamiento económico interno durante la República del Weimar luego de la primera guerra mundial.
La opción de transformarse implicaría redefinir la estructura de su planta productiva y revitalizar su excepcional capacidad inventiva para volver a colocarse a la vanguardia del desarrollo, ahora bajo otros parámetros. Clave en esta dimensión tendría que ser la revitalización de sus exportaciones para reencontrar un balance en sus cuentas del exterior, sobre todo con China. La alternativa consistiría en seguir carcomiéndose en debates estériles sobre la mejor manera de preservar una estructura que es insostenible. Como si lo importante fuese acomodar las sillas del Titanic en lugar de evitar golpear un iceberg.
Lo que acaben haciendo será crucial para nosotros. El primer camino ofrece oportunidades excepcionales de las que nosotros seríamos una pieza clave, factor de competitividad en un renacimiento manufacturero de la región. La alternativa es aterradora para ellos, para nosotros y para el mundo. Lo bueno es que la historia estadounidense es rica en ejemplos de transformación, pero no hay certeza de que, en el ambiente tan crispado que hoy los caracteriza, sean capaces de lograrlo. En palabras de De Toqueville: “la grandeza de Estados Unidos reside en su habilidad para corregir sus defectos”. Todo el mundo está observando.
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