Luis Rubio
La verdadera crisis del gobierno estadounidense no es fiscal sino política. Lo fiscal es un mero síntoma de la disfuncionalidad a la que ha llegado su sistema político. El detonador inmediato ha sido la exigencia legal de que el poder legislativo apruebe el límite de endeudamiento del gobierno, pero el fondo del asunto se remite a una profunda división que existe en la sociedad respecto a la función del gobierno en el desarrollo. Quizá lo más revelador de la naturaleza de su problema es el hecho de que los dos partidos políticos tradicionales ya no representan al conjunto de su sociedad, lo que hace cada vez más dependientes a los legisladores de grupos organizados con intereses muy específicos.
Hay muchas manifestaciones del proceso político por el que atraviesa nuestro vecino del norte, comenzando por las agudas diferencias de perspectiva entre los “azules” y los “rojos”. Si uno observa el mapa electoral a lo largo de los últimos diez o quince años, lo evidente es la polarización electoral que ha sufrido y que ha dividido a los votantes entre azules o Demócratas, y rojos o Republicanos. Con excepciones menores, los azules dominan las costas en tanto que los rojos monopolizan todo el resto. Los colores no hacen sino evidenciar formas radicalmente distintas de entender la vida y expresar anhelos sobre el futuro. Los azules tienden a despreciar a los rojos y calificarlos de primitivos e incultos, en tanto que los rojos califican de elitistas y europeizantes a los azules. Aunque se trata de una caricatura, constituye un reflejo de las actitudes y percepciones prevalecientes.
En mis actividades académicas visito muchas universidades todos los años, algunas en el centro del país, otras en las costas. Todas ellas son de primer nivel en términos de la calidad de su profesorado, excelencia académica, número de premios Nobel y otras medidas que se emplean para compararlas. Sin embargo, el contraste entre unas y otras no podría ser más grande. En una universidad en St. Louis Missouri, por ejemplo, varios profesores llegan en pickups y más de uno es miembro del National Rifle Association, la organización que reúne a quienes abogan por el derecho a portar armas, y muchas de sus actitudes políticas o sociales son por demás conservadoras. En lugares como Boston o Nueva York la escena es exactamente la contraria: los coches de su predilección son híbridos y sus preferencias sociales y políticas son claramente liberales.
Para unos, la función del gobierno es hacer lo menos posible, dejando al individuo y al mercado las oportunidades del desarrollo. Para los otros el gobierno debe garantizar una plataforma básica de servicios y derechos que son, en su visión, la esencia de la civilización. En uno de los temas más disputados y controvertidos de los últimos años, el de la provisión de servicios de salud, unos quieren que sea el individuo quien decida a través de la adquisición de un seguro médico, en tanto que los otros consideran que esa es una obligación elemental del Estado. El mismo tipo de diferencias existen en otros asuntos: la seguridad social, el gasto en defensa, el derecho a la posesión de armas, la asistencia a los pobres, el comercio internacional y la migración ilegal. Del lado Republicano piensan que el individuo debe decidir cómo gastar su dinero, razón por la cual es mejor tener un régimen de impuestos bajos. Por el lado Demócrata piensan que el gobierno está ahí para promover la igualdad en la sociedad y que los impuestos son el medio para pagar su costo.
Inexorablemente, estas diferencias de perspectiva se reflejan en el presupuesto gubernamental en buena medida porque por décadas todo mundo obtuvo lo que quiso hasta que los montos resultaron inmanejables y esa es la crisis fiscal en la que están ahora. Lo notable no son los problemas sino que las propuestas de solución de cada uno no son siquiera comprensibles para el otro lado. En términos generales, los Demócratas no aceptan recorte alguno en los programas sociales en tanto que los Republicanos no aceptan incremento alguno en los impuestos. El corazón del asunto no reside en la defensa de principios programáticos e ideológicos sino en la negativa a aceptar la existencia del problema. Los programas sociales, sobre todo el llamado medicare, para adultos mayores de 65 años, es muy popular pero no tiene una fuente de financiamiento sostenible y su costo crece a una enorme velocidad. Para los Demócratas el asunto del financiamiento es una mera nimiedad que no tiene consecuencias. El equivalente para los Republicanos es el gasto en defensa y los costos de sus diversas aventuras militares. Ninguno reconoce la escala de los costos o las alternativas evidentes: menos gasto o más ingreso.
El movimiento del “tea party”, surgido en buena medida como reacción al proyecto de estímulo fiscal y al de universalización de los servicios de salud del presidente Obama, plantea un regreso a lo básico: recortar todo lo que sobra para retornar a una situación de salud fiscal y de control del crecimiento de los tentáculos del gobierno en todos los ámbitos de la vida. Independientemente de la filosofía que lo anima, muchos de los diputados que el movimiento patrocinó y que hoy constituye la mayoría en el congreso, su implementación práctica ha sido fundamentalista: todo o nada. Por su parte, el presidente Obama ha sido igualmente intransigente: ninguna concesión en sus programas estelares y nada sin aumento de ingresos.
Más allá de las personalidades, quizá el mayor problema práctico es que los dos partidos tradicionales ya no representan más que al 65% del electorado (en comparación con más del 90% hace veinte años). Eso ha llevado a que ninguno quiera asumir riesgos elevados respecto a su reelección. Un agudo (y cínico) observador en Washington dice que el problema político inmediato es muy simple: para poder reelegirse, Obama requiere del apoyo de los Republicanos y eso implicaría sacrificar a su base tradicional. Es decir, como dicen allá, politics as usual: lo primero son los intereses personales de los políticos y lo demás es lo demás. Algún día saldrán de su crisis política porque esa es la naturaleza de su pragmatismo; pero eso no cambia la estela de incertidumbre y disfuncionalidad que están dejando en el camino.
Lo impactante de Washington hoy es el desdén de su clase política a la trascendencia de EUA como superpotencia. A prácticamente nadie le importan las consecuencias de su actuar (o inacción) sobre el dólar o el comercio internacional, temas cruciales para el resto del mundo. Serán los privilegios de ser potencia, pero no una buena manera de conducir un imperio.
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