El ´¿yo por qué?´

Luis Rubio

Hace unos días, José  Luis Reyna ponía el dedo en la yaga en un tema crucial: “Una diferencia de la democracia con los sistemas autoritarios es que en éstos, para gobernar, se requieren de pocas instituciones y escasas reglas; basta la voluntad del gobernante en turno para imponer su voluntad, arbitraria o no, sobre el resto. En contraste, en un régimen democrático las reglas tienen que ser seguidas, acatadas y respetadas. Para ello se necesitan instituciones que instrumenten los acuerdos, las diferencias y sus consecuencias.” Bajo ese parámetro, México sigue siendo, o comportándose, como un régimen autoritario. ¿Se podrá construir un Estado fuerte en vez del “yo por qué” que hoy caracteriza a toda la sociedad?

Lo crítico de nuestra realidad es que desapareció el régimen centralizado y concentrador del poder pero no entramos a una etapa de desarrollo institucional. El resultado no ha sido el florecer de una sociedad ávida de participación democrática (aunque hay manifestaciones incipientes), sino la dispersión del poder y la desaparición de la responsabilidad. Dejamos de tener un gobierno funcional y toda la sociedad –desde el presidente hasta el último alcalde, incluyendo a los legisladores y a los empresarios, a los líderes sindicales y sociales- defiende privilegios y prebendas y se defiende con un gigantesco “yo por qué”. Al menos a nivel federal, desapareció la autoridad y capacidad de intimidación pero en todos los ámbitos las formas siguen siendo autoritarias. El peor de los mundos: no existen mecanismos nuevos para resolver problemas ni capacidad para utilizar los de antaño.

Esta “nueva” era la inauguró Fox con su famoso “¿y yo por qué?” cuando una televisora empleó a un grupo paramilitar para físicamente tomar las instalaciones de otra sin que el gobierno moviera un dedo. En meses recientes pudimos observar cómo las dos televisoras, presuntamente competidoras, se pusieron de acuerdo para cerrarle las puertas al grupo telefónico y del gobierno ni sus luces. Sin mayor convicción ni muestra de responsabilidad, el presidente de Cofetel se limitó a afirmar que “no tiene atribuciones” para actuar, como si viviésemos en el paraíso de la legalidad. Los Sicilias están ahí porque no hay capacidad institucional para responder ni disposición por parte de la autoridad a actuar. El otrora poderosísimo gobierno se ha vuelto otro espectador más. Del Estado autoritario pasamos al del “yo por qué”.

El cambio que se observa en el escuálido gobierno federal no ha ocurrido a nivel de los Estados, donde los gobernadores, herederos de parte del poder que antes consolidaba la presidencia, se han afianzado como señores feudales sin necesidad de rendir cuenta alguna (yo por qué). Los gobernadores no sólo acaparan la mayor parte del ejercicio del gasto público, sino que lo hacen sin el menor escrutinio local o federal. Un gobernador contrata deuda después de la elección de su sucesor, el dinero desaparece y no hay poder humano que pueda llamarlo a cuentas. Otro deja a su hermano como sucesor sin el menor resquemor. Algunas elecciones recientes demostraron que ya pasó la era en que un gobernador puede dejar a su chofer como sucesor pero, fuera de los descaros más extremos, lo que antes caracterizaba al poder presidencial hoy se observa a nivel local de manera casi cómica aunque de chistoso no tenga nada. La libertad de expresión, quizá el único gran cambio y ganancia de la alternancia, es real en el centro del país donde la fuerza imperial de la presidencia era brutal, pero no así en la mayoría de los estados donde el señor feudal en la forma del gobernador o del narco (o una fusión de ambos) ha acabado imponiendo su ley. Murió el viejo régimen pero desapareció la capacidad de gobernar.

Cuando el Estado es débil, los riesgos son elevados. Los narcos así lo entendieron y aprovecharon los años de descomposición del fin del PRI y de la transición para afianzarse. Un Estado fuerte no tendría que estar en guerra: lo está porque, por su debilidad actual, tenía pocas opciones. El Estado autoritario de antes imponía reglas; un Estado fuerte, que no autoritario, las tendrá que imponer por vía de las instituciones. Nuestro reto es ese: transformar al Estado para que tenga capacidad de gobernar, institucionalice las disputas y rinda cuentas: centavo por centavo.

Como cualquier proyecto arquitectónico, el desarrollo de una nueva estructura institucional requiere de un amplio número de ingredientes: desde los planos y los permisos hasta los albañiles y los ingenieros. Es posible que mucho de esto se hubiera podido obviar en 2000 por la ventana de oportunidad que la derrota del PRI creó. Sin embargo, esa posibilidad feneció por la falta de visión, la incomprensión de la excepcionalidad del momento y, sobre todo, por la ausencia de grandeza. Pasado ese instante, lo que hoy se requiere es un proyecto conjunto que sume a todas las partes que integran a la sociedad mexicana. Lo paradójico es que en 2000 quizá hubiera sido posible emplear los instrumentos autoritarios para construir un sistema democrático. Hoy tendrá que ser democrático el proceso y el resultado.

No hay recetas para estas cosas. Tampoco hay planes prefabricados que valgan. Lo que México requiere es un gran pacto que sume al conjunto de la sociedad. En términos prácticos, esto implicará, por fuerza, una gran coalición que sume e integre, primero, a las fuerzas políticas formalmente existentes. Pero el México de hoy seguramente ya no tolerará un pacto de élites como el que caracterizó a la convención constituyente de 1917.  La gran labor de construcción que espera al país consistirá en ir erigiendo un andamiaje en la forma de círculos concéntricos que, poco a poco, vayan atrayendo y sumando a todas y cada uno de los componentes de la sociedad mexicana. El tipo de liderazgo que México requerirá es uno que convoque y sume, teja y convenza, uno que haga imposible el yo por qué.

Lo fácil es culpar a estos gobiernos de lo que no se ha hecho. El verdadero reto es construir algo diferente: habrá que abandonar los mecanismos autoritarios y desarrollar las capacidades de diálogo, negociación e integración.

En los años finales del priato, con el viejo sistema en declive y sin legitimidad, el chiste que circulaba en las calles era que la diferencia entre un sistema autoritario y uno democrático era que en el primero los gobernantes se burlan de los ciudadanos en tanto que en el democrático la situación es al revés. La libertad de reírse de los políticos sin duda está ahí, pero de nada sirve en ausencia de Estado fuerte y lo que ello implica para la seguridad y el desarrollo del país.

www.cidac.org

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org