Costos y cuentas

Luis Rubio

Myshkin, el héroe de la novela “El Idiota” de Dostoyevsky -erudito, tosco, ingenuo- arriba a una importante fiesta, obsesionado por no romper el jarrón chino a la mitad del salón. Trata de mantener su distancia pero, por más que lo intenta, acaba destrozándolo. El episodio parece una fotografía de la transición política que hemos experimentado. El objetivo era construir una democracia idílica que fomentara el desarrollo del país y la civilidad en la sociedad mexicana. El resultado ha sido la parálisis política, un nivel ascendiente de conflictividad social, encono, pésimo desempeño económico y, para colmo, un pesimismo generalizado. El asunto no es de culpas, sino de la imperiosa necesidad de reconocer que ha habido consecuencias no anticipadas, muchas de ellas graves, con las que hay que lidiar.

Más allá de objetivos o buenas intenciones, el cambio político que hemos experimentado se ha manifestado principalmente en la descentralización del poder. De la otrora poderosísima presidencia pasamos a una nueva realidad política: la de actores, tanto formales como informales, acaparando poder y recursos sin responsabilidad alguna y sin la menor rendición de cuentas. La característica principal de la transición ha sido la transferencia de poder y recursos del gobierno federal y de la presidencia hacia los gobernadores, poderes fácticos y actores de la más diversa índole, todos unidos por el hecho de encontrarse aislados de la ciudadanía, carentes de obligación de rendir cuentas y, para todo fin práctico, sin contrapeso alguno.

Las consecuencias de esta nueva realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos, pero son patentes en el patético desempeño económico, la inseguridad pública y la conflictividad que experimentamos de manera permanente. El país ganó con la transición porque desaparecieron las fuentes de abuso sistemático que eran inherentes al gobierno centralizado de antaño y por la pluralidad que ganamos. Sin embargo, los costos no han sido menores y los riesgos incrementales.

Los costos en el ámbito económico han sido extraordinarios. La descentralización del poder, circunstancia que ocurrió de manera creciente a lo largo de las últimas tres décadas y que se precipitó con la derrota del PRI, vino acompañada de la desconcentración de los recursos públicos. En concepto, nadie puede disputar el hecho de que en un sistema democrático los recursos sean ejercidos por los representantes populares y, sin duda, los gobernadores y presidentes municipales son los funcionarios públicos más cercanos a la ciudadanía. El problema es que el concepto no empata con nuestra realidad. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los recursos son recaudados por el gobierno federal, no por los gobiernos estatales y municipales; segundo, no existen mecanismos reales, efectivos, de rendición de cuentas sobre el uso de los recursos a nivel de los estados y municipios: ese siempre fue un problema a nivel federal, pero ahora se ha multiplicado. Finalmente, la dispersión de recursos se ha traducido en un gasto mucho menos eficiente e impactante y, por lo tanto, en una menor tasa de crecimiento económico.

Antes, en la era de oro de la centralización de los recursos fiscales, la Secretaría de Hacienda disponía de enormes recursos que aplicaba a proyectos de desarrollo de manera abrumadora. Las llamadas “bolsas”, los recursos que quedaban luego después del gasto corriente (sueldos, rentas, gastos de administración), constituían una enorme porción del erario público y se empleaban para promover el desarrollo regional, esencialmente a través de la construcción de infraestructura. Un año se decidía electrificar el sureste, otro se construía la carretera a Querétaro y otro más se desarrollaba Cancún. El gobierno federal realizaba estudios que comparaban el costo y el beneficio de cada proyecto y generalmente decidía por los que ofrecían el mayor potencial de elevar la tasa general de crecimiento de la economía. La dispersión de recursos, que es la norma en la actualidad, tiene características muy distintas: hoy son muy pocos los gobernadores que realizan estudios de costo y beneficio económico. Más bien, su criterio es el del beneficio personal, electoral y político, usualmente en ese orden. El resultado ha sido mucha mayor corrupción y opacidad (que beneficia a los gobernadores), y un mucho menor crecimiento económico (que es la única forma en que se pueden lograr más empleos para los mexicanos de a pie). Es decir, la población ha perdido en tanto que los políticos han ganado.

La crisis de seguridad es una segunda consecuencia de la descentralización del poder y de los recursos. Con la desconcentración se transfirieron recursos, funciones y responsabilidades que los gobernadores nunca hicieron suyos. Esto no quiere decir que el esquema de seguridad que existía con anterioridad funcionara bien, pero la descentralización tuvo el efecto de destruir lo existente sin que nada lo substituyera, con algunas excepciones menores. El resultado es el caos de seguridad que vivimos, cuya esencia no tiene que ver con el narco propiamente, sino con el hecho de que el crimen organizado pulula por todo el país sin que medie institución policiaca o judicial alguna. De centralismo pasamos a la ausencia de responsabilidad.

No existe mayor acuerdo respecto a cuándo comenzó o en qué consistió la transición política, pero es evidente que las sucesivas reformas electorales entre 1978 y 1996 tuvieron el efecto de favorecer una competencia electoral cada vez más equitativa, hasta que el PRI fue derrotado en las urnas. Si el objetivo de la transición era derrotar al PRI, la transición se cumplió. Si por transición queremos decir el inicio de un país moderno, más igualitario y civilizado, la transición ha sido un desastre. Basta leer los diarios o escuchar los noticieros para observar un país cada vez más enconado y en conflicto consigo mismo. El problema yace precisamente en que la transición se limitó a lo electoral, dejando todo lo demás al azar.

La gran pregunta es cómo corregir la situación actual. Si uno observa a países similares que han sido exitosos, como Sudáfrica y Brasil, lo que nos urge es proyecto y liderazgo. La transición debió ser una apuesta institucional pero no fue más que una colección de buenas intenciones y mucha arrogancia. Ahora hay que lidiar con las consecuencias. En alguna ocasión Montesquieu afirmó que “no hay tiranía mas cruel que la que se perpetúa en nombre de la ley y de la justicia”. En México tenemos que comenzar por erradicar la tiranía del exceso, el abuso y la no rendición de cuentas para que pueda comenzar el reino de la ley.

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Interés público

Luis Rubio

En la mitología griega, Pandora, la primera mujer de la tierra, le fue presentada a Epimeteo como venganza porque su hermano Prometeo se había robado el fuego. Pandora encontró en su nueva casa una ánfora en la que se alojaban todos los males y las desgracias humanas. Llena de curiosidad, Pandora abrió la ánfora dejando salir todas las maldades. Lo único que quedó fue la esperanza. En días recientes, con su resolución en materia de la interconexión y COFETEL, la Suprema Corte dejó salir muchos males, condenándonos a confiar, porque no hay más, en que la Corte sabía lo que hacía y en que no se habrá creado un fatídico precedente.

Aunque, como ha sido su costumbre reciente, la Corte no entró en el fondo del asunto, en su resolución sobre las tarifas de interconexión emitidas por la COFETEL abrió una verdadera caja de Pandora no sobre el tema inmediatamente relevante, sino respecto a lo que es el interés público. Voy por partes.

El voto reciente de la SCJN niega la posibilidad de obtener la suspensión en un amparo tratándose de resoluciones sobre tarifas de interconexión emitidas por la COFETEL. La Corte decidió que no procede la suspensión en amparos relacionados con resoluciones del ente regulador, lo cual tiene enormes implicaciones para las empresas directamente involucradas, pero sobre todo para el consumidor. El razonamiento que llevó a los ministros a concluir de esta manera es el siguiente: primero, las tarifas de interconexión son «de interés público»; y, segundo, las empresas involucradas son concesionarias, es decir, usufructúan un bien público.

A primera vista, tal como se ha interpretado en la prensa, la resolución tuvo el efecto benigno de cancelarle a TELMEX la oportunidad de impedir el funcionamiento de la COFETEL como entidad reguladora a través de una estrategia fundamentada en la interposición sistemática e infinita de amparos. Protegiendo su interés, TELMEX lleva años haciendo precisamente eso, lo que ha evitado que el órgano regulador imponga sus regulaciones (algunas buenas, otras malas) sobre los actores en el mercado de las telecomunicaciones. En el tema específico, si la COFETEL efectivamente reduce el costo de interconexión, el mercado adquiriría un enorme dinamismo. Hasta aquí todo bien.

Sin embargo, una revisión más cuidadosa del contenido de la resolución revela un profundo descuido por parte de algunos de los ministros respecto a las implicaciones y trascendencia de su fallo. En primer lugar, como apuntó la ministra Margarita Luna Ramos (quien no estuvo de acuerdo con el contenido de la resolución y votó contra la mayoría), todas las leyes contienen una expresión de «interés público» que los legisladores incluyen como ingrediente rutinario. Desde esta perspectiva, negar las suspensiones en juicios de amparo en todos los temas y materias en que se arguye el interés público implicaría destruir la protección que a los particulares otorga el derecho de amparo ¡en todas las leyes! En otras palabras, al no entrar en el fondo del asunto, la Corte se limitó a una resolución que no sólo atañe al tema específico, sino que creó un precedente de dimensiones galácticas para cualquier otro tema que llegase a presentarse.

El otro elemento esgrimido por la Corte es igualmente preocupante. Dada nuestra estructura constitucional y la forma en que concibe a la propiedad privada, un sinnúmero de actividades económicas se administran no como propiedad de particulares sino como concesiones del gobierno a los particulares. Hay concesiones en puertos, aeropuertos, carreteras, telecomunicaciones, radio, televisión y minas. Con su resolución, la Corte estableció el precedente de que se puede llegar a negar la suspensión ante actos de autoridad para cualquier empresa privada concesionaria. Este principio cambia toda la concepción de la relación entre los particulares y el Estado. Nada menos.

El propósito del Estado de derecho es el de proteger al ciudadano en lo individual de la acción arbitraria del Estado. Según Hayek, en su esencia, el Estado de derecho implica «que el gobierno en todas sus acciones se encuentra sujeto a reglas fijas y anunciadas de antemano -reglas que hacen posible prever con suficiente certeza la forma como la autoridad usará sus poderes coercibles en determinadas circunstancias». Esta resolución de la Corte le confiere al Estado herramientas para poder cancelar cualquier concesión. Eso es precisamente lo que ha hecho Hugo Chávez en Venezuela en los últimos años.

Un gobierno con inclinación como la del venezolano podría, gracias a esta jurisprudencia, llevar a la quiebra a cualquier empresa concesionaria para luego nacionalizarla. El mecanismo no sería muy difícil de imaginar: primero establece una tarifa exageradamente elevada, lo que correspondería a un costo incremental para la empresa respectiva, o una tarifa ridículamente baja, que corresponda a un ingreso tan bajo que acaba matando a la empresa. Por supuesto, el concesionario afectado podría ampararse y, con el tiempo, ganar el juicio de amparo y demostrar que la resolución administrativa fue injusta o que no se apegó a los términos de la concesión. Pero, como hemos podido ver en el caso de Venezuela, el triunfo en muchos de estos casos sería pírrico porque estos asuntos llevan años y, para cuando llegan a la Corte, la mayoría de las empresas ya habría quebrado. Cuando un gobierno se empeña (recordemos a los setenta en nuestro país), el potencial destructor es interminable.

Lo evidente es lo flagrante de la contradicción inherente entre el tema inmediato (conceder o no la suspensión) y el asunto de fondo (¿qué es el interés público?). En la medida en que la Corte se limitó a deliberar sobre el asunto inmediato, abrió una enorme caja de Pandora sobre asuntos de mucha mayor trascendencia. En una palabra, le otorgó al gobierno un poder expropiatorio por la puerta de atrás.

Los asuntos directamente relacionados con la idoneidad de las tarifas de interconexión se resolverán por sus propios caminos. Sin embargo, esta manía de los miembros de la SCJN de no entrar al fondo de los asuntos quizá les facilite la vida y evite resoluciones muy controvertidas. Sin embargo, el costo para la sociedad y para el desarrollo de la economía puede acabar siendo prohibitivo por el precedente que sientan. Más importante, no entrar al fondo de los asuntos implica que la Corte abdica su función como corte constitucional, dejando que el conflicto, o la ley del más fuerte, resuelva por sí solo.

John Locke, un filósofo inglés del siglo XVII, afirmó que «donde quiera que acaba la ley, allí comienza la tiranía». La Corte nos acaba de poner un poco más cerca de esa posibilidad.

 

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Entrones

Luis Rubio

Se respira un aire de éxito y de oportunidad y hasta el más modesto de los ciudadanos habla del futuro. La pregunta es qué sustenta ese optimismo tan flagrante. Brasil impresiona por la actitud de su población y porque se han creído la posibilidad del desarrollo a pesar de los obstáculos que le impone su impenetrable burocracia, la deteriorada infraestructura y la existencia de oligopolios en un mercado tras otro. Lo que más me impresionó en una reciente visita fue lo “entrones” que son y la forma en que no se dejan intimidar por las condiciones adversas: en lugar de quejarse, ven cómo le hacen para ser exitosos. El contraste con México es impactante, pero no por su estrategia de desarrollo sino por la actitud de su gente.

La explicación más obvia de su éxito reciente reside en dos circunstancias: un entorno predecible, producto de un conjunto de reformas serias aunque relativamente modestas, pero sobre todo de la continuidad en la política económica. El presidente Cardoso llevó a cabo las reformas en los noventa y el presidente Lula las continuó sin alterar el curso: la retórica cambió pero el camino se mantuvo. Por otro lado, los brasileños han contado con el excepcional liderazgo de dos presidentes, sobre todo del segundo. Lula transformó a Brasil no sólo por su decisión de mantener el rumbo sino porque, al no cambiarlo ni implantar medidas radicales, consolidó las instituciones democráticas. Además, privilegió el futuro sobre los problemas cotidianos y convenció a la población. Actitud y liderazgo hicieron magia.

País interesante, grande y diverso, con distancias enormes, carece de una infraestructura ferroviaria, lo que satura a las carreteras de camiones de carga. El comercio exterior padece de pésimos puertos y conexiones al interior. Las exportaciones más exitosas –carne, granos y minerales- funcionan porque su producción se encuentra cerca de la costa.

La pregunta obvia para un visitante mexicano es qué han hecho ellos que sea distinto, que les ha dado la fortaleza que hoy presumen. Sin duda, la diferencia reside en su actitud y el liderazgo, pues en términos estructurales hay más mito que realización. El gobierno brasileño recauda mucho más que el mexicano (la mayoría de la diferencia son impuestos locales) pero su gasto no es muy encomiable: más dinero no ha hecho sino promover y hacer posibles proyectos faraónicos como su capital y su política industrial.

El gran proyecto de Lula fue financiar a las familias más pobres con un programa similar a Oportunidades que contribuyó (igual que aquí) a que varios millones de personas se incorporaran a los circuitos de consumo: su objetivo explícito fue crear una sociedad de clase media. Lo que Lula no abandonó fue la promoción de la industria local: el gobierno ha financiado la expansión de muchas empresas por el sólo hecho de ser brasileñas. El gran tema es quién y cómo se ha pagado esto. La respuesta es muy simple: los impuestos tan elevados le generan fondos suficientes para toda clase de proyectos pero lo hace a costa de la población. Un automóvil Corolla, que en México cuesta $256 mil, para los brasileños tiene un costo de $524 mil. No hay comida gratuita.

Ahí yace la diferencia principal: en los ochenta México optó por colocar al consumidor como el beneficiario y objetivo de la política económica mientras que el brasileño privilegia al empresario. De ese enfoque  estratégico se deriva todo el resto: el gobierno de ese país hace todo lo posible por fortalecer la capitalización de sus empresas, elevar su rentabilidad y protegerlas de la competencia. Eso no implica que el país esté cerrado a las importaciones, sino que su objetivo central reside en la construcción de una economía dirigida desde el gobierno. El resultado es que los consumidores tienen acceso a productos mucho más costosos y de menor calidad que los mexicanos. Algún día Brasil liberalizará su mercado y eso entrañará un severo ajuste por el que nosotros ya pasamos. Mucho de la historia está todavía por escribirse.

En contraste con Brasil, que ha sido consistente en su estrategia económica, nosotros hemos ido dando tumbos: una cosa se abre, otra se cierra. No hay consistencia, no hay sentido de dirección: no nos hemos atrevido a llevar el modelo ciudadano a la política, los monopolios y los privilegios. La ausencia de estrategia y de liderazgo explica en buena medida las diferentes percepciones que tenemos respecto al futuro.

Hay otra diferencia sustantiva. Aunque los números de homicidios como porcentaje de la población son peores en Brasil, la realidad es que se trata de dos fenómenos distintos. Brasil enfrenta un enorme problema de criminalidad en algunas ciudades, comenzando por Río de Janeiro, pero no es un problema que se extiende día a día como ocurre en nuestro país. Más importante los brasileños se han empeñado en construir capacidad policiaca y han optado por formas «creativas» de enfrentar sus males, como el hecho de llevar el mundial de futbol y las olimpiadas precisamente a Río, ambos proyectos concebidos, al menos en parte, como medios para limpiar zonas saturadas de delincuentes y transformar a la región.

Quizá la pregunta importante sea si México podría hacer algo similar, es decir, fortalecer al gobierno como factor de desarrollo y proteger y subsidiar a la planta productiva. El mercado interno de Brasil es mucho mayor al mexicano, lo que le da una relativa ventaja; sin embargo, la verdadera diferencia reside en que Brasil ha tenido una enorme fuente de financiamiento -sus exportaciones a China- que le ha permitido toda clase de proyectos (y excesos) a través del gasto. Además, los fondos que lograron obtener para el desarrollo de los nuevos campos petroleros le procurará enormes flujos de dinero que, empleados inteligentemente, podrían hacer maravillas. Nosotros también hemos estado ahí: muchos recursos petroleros pero poca realización de largo plazo. El problema, allá y aquí, reside en la forma en que se emplea el dinero. Cuando cambien las condiciones externas, Brasil tendrá que realizar un gran ajuste fiscal: aunque tienen gran claridad de rumbo, no es obvio que vayan a ser más exitosos que nosotros.

México y Brasil optaron por distintos modos de interacción con el resto del mundo; sin embargo, nada garantiza que su modelo sea superior al nuestro. Lo que es claro es que el éxito reside en qué tan idónea es la estrategia para lograr el desarrollo: ninguno ha encontrado la piedra filosofal. Por todo ello, la diferencia fundamental es de enfoque y de visión: allá tienen optimismo de sobra. Un poco de buen liderazgo con claridad de rumbo aquí también podría hacer magia.

 

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Dialogar ¿qué?

Luis Rubio

La de Sicilia comenzó como una marcha de padres dolidos, víctimas justificadamente indignadas por la violencia que acosa a la sociedad. No había más agenda que la de expresar y testimoniar la angustia y el sufrimiento ante el peor dolor que un padre puede padecer. Buscaba exigir respuestas de la autoridad: la instancia responsable en un país civilizado. Pero ahí no ha quedado. Diversos factores han convertido a esa marcha en un nuevo factor político que igual podría morirse que transformar la realidad política nacional.

Dos circunstancias explican el viraje. La primera es que, poco a poco, la marcha se convirtió en un imán que ha ido atrayendo toda clase de grupos, intereses y causas cuyo único común denominador es su oposición al gobierno de Felipe Calderón. Entre las organizaciones presentes había miembros del SME, macheteros de Atenco, huelguistas de la UNAM y otras organizaciones, grupos y partidos. La dispersión de peticiones lo dice todo: cambio de política económica, democratización de los medios, remoción del Secretario de Seguridad Pública, legalización de las drogas, alto a la guerra, reconstrucción de las instituciones públicas y reforma política. Cada una de estos planteamientos tiene su lógica y base de apoyo, pero el conjunto sugiere al menos dos cosas: que la sociedad efectivamente está harta del desquiciamiento de la vida cotidiana y de la violencia; y que hay organizaciones que siempre están prestas para aprovechar cualquier oportunidad para hacer leña de árbol caído. Importante notar que para los marchistas los narcos y los criminales no son problema.

La otra circunstancia que explica el viraje es que, seguramente sin proponérselo, el presidente convirtió a la marcha en un interlocutor válido: al dirigir su mensaje a sus reclamos le dio vida a un potencial movimiento, cambiando su naturaleza. La marcha dejó de ser una de las miles de manifestaciones que pululan las calles para adquirir, al menos en potencia, las dimensiones de un movimiento político. Lo que queda ahora es anticipar y especular sobre las posibles consecuencias.

Este no es el primer movimiento espontáneo que adquiere fuerza y potencia. Tampoco será el último. Lo que lo hace concebiblemente distinto es la combinación de factores que lo impulsan. Es interesante notar cómo se asemeja a la marcha blanca de 2004 que, si no otra cosa, tuvo el efecto de perderle a López Obrador millones de votos por su arrogancia al tildarla de «complot». En lugar de mostrar comprensión ante la esencia del reclamo -el dolor de quienes han perdido lo más querido-, la autoridad, entonces y ahora, responde con tecnicismos y desprecio. El río revuelto siempre es riesgoso para el statu quo.

¿Será ésta una oportunidad para el gobierno? Según Fukuyama en su nuevo libro*, las guerras que experimentó China en su historia fueron obligando a conformar un sistema de gobierno sumando a los distintos estados, monarcas y líderes para darle forma a lo que acabó siendo un Estado nacional. Las necesidades de la guerra impusieron el imperativo de la unidad, en tanto que las de la paz exigieron atención a los asuntos mundanos como el del cobro de impuestos, el registro de la población y la creación de estructuras administrativas para responder a los compromisos adquiridos. Me pregunto si será ésta la oportunidad para que el gobierno comience a tejer una estructura de seguridad a nivel de todo el país, privilegiando lo conspicuamente ausente en los reclamos de la marcha (y en las acciones del gobierno federal en estos cinco años): gobiernos y policías locales competentes, capaces de darle la seguridad a la población que el viejo sistema (que todo lo centralizaba) no le daba y que los narcos (que todo lo controlan) le han robado.

¿Será ésta una oportunidad para la ciudadanía? Muchas voces, en la marcha y en la prensa, han ido avanzando la idea de la oportunidad que esta circunstancia representa para la construcción de un gran pacto ciudadano susceptible de exigirle al gobierno, y a quienes compitan en la próxima elección, un plan para el fin de la impunidad y el esclarecimiento de los asesinatos y secuestros. Es una gran oportunidad de retar a los tres niveles de gobierno y a los legisladores: ¿cuál es su propuesta para salir del hoyo?

Una marcha como ésta aglutina a mucha gente y a muchas causas. Su atractivo reside en dos cosas muy evidentes: la desesperación de la población y la incapacidad o indisposición del gobierno por explicar, mucho menos convencer, de la lógica de su estrategia contra el narco. Después de cuarenta mil muertos, la afirmación de García Luna en el sentido en que el gobierno ganaría en siete años quizá se convirtió en el detonador de la desazón ciudadana. Otros siete años sin explicación alguna. Lo que siga dependerá de la habilidad del gobierno por desarticular el potencial movimiento que sin darse cuenta activó.

Como en todos los movimientos, la pureza no es lo que conduce al triunfo. Javier Sicilia era claramente un hombre pacífico dedicado a sus quehaceres y causas hasta que la violencia tocó su puerta. Ahora se encuentra al frente de una marcha que igual adquiere fuerza que se desintegra. Su devenir dependerá, por una parte, de la capacidad que tengan los activistas que se han incrustado en su seno por manipular el proceso sin perder la aureola de la esencia original: el dolor de las víctimas y el agravio generalizado de la sociedad, sin lo cual sería imposible atraer ciudadanos y organizaciones de la sociedad civil susceptibles de darle estructura y capacidad de permanencia. Su devenir también dependerá de los aciertos o torpezas que cometa el gobierno y que son los factores que igual le dan oxígeno o una salida a quienes están «hasta la madre» y exigen «ya basta» como a quienes ya encontraron burro y se les antojó el viaje. No me queda duda de que en las próximas semanas esto crecerá o desaparecerá. Lo paradójico es que los profesionales están del lado de los marchistas.

El hartazgo de la sociedad es real y el temor a un colapso por la violencia peor. Lo sorprendente es la incapacidad del gobierno por comprender el brete en que ha colocado a la sociedad: en lugar de encabezar la protesta como parte de su estrategia por la seguridad, se siente agraviado y despechado. Lo que la marcha evidencia es ausencia de soluciones, falta de liderazgo y total incomprensión. La ciudadanía merece una explicación. Es posible que la estrategia gubernamental sea la correcta dadas las circunstancias, pero si no lo entiende así la población el malo de la película será el gobierno. Por eso prendió esta marcha.

*The origins of political order

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Instituciones

Luis Rubio

Según Lord Byron, “Se necesita un siglo para formar un Estado y una sola hora para convertirlo en polvo». Nuestro problema es que, a pesar de lo que siempre creyeron los priistas –y todos los demás-, en México nunca se consolidó un sistema institucional. Todo mundo hablaba (y habla) de las instituciones, pero lo que la derrota del PRI reveló es que el país había vivido bajo un sistema de rasgos autoritarios que imponía el control pero que nunca consolidó un sistema institucional que administrara el poder y acotara a los gobernantes. En este sentido, nuestro dilema hacia el futuro no es distinto que antes de la alternancia y esa es una verdadera tragedia.

El fin de la era priista no vino acompañado del fin de sus principales características y formas, excepto que muchas de ellas dejaron de ser funcionales, cuando no francamente disfuncionales. Con sus virtudes y defectos, aquel sistema mantenía el control y la estabilidad  y, por algunas décadas, pero no siempre, hizo posible tasas de crecimiento económico relativamente elevadas. Los gobiernos panistas no modificaron la estructura básica del sistema, pero ésta dejó de ser operativa no (sólo) porque los nuevos gobiernos fuesen incompetentes, sino porque el “divorcio” del PRI y la presidencia entrañó una migración del poder político hacia los gobernadores, los partidos y lo que hoy llamamos “poderes fácticos”. La realidad política cambió no por la alternancia de partidos en la presidencia sino por la profunda transformación que experimentaron las relaciones de poder en la sociedad. La pretensión de muchos priistas de retornar al statu quo ante en nada se diferencia de aquellos que intentan meter al genio de regreso a su lámpara mítica.

En retrospectiva, la gran sorpresa de la elección de 2000 fue que una de las “verdades” retóricas más importantes y ubicuas del sistema priista emanado del callismo resultó ser falsa: México nunca fue un país de instituciones. Resulta que era un sistema autoritario que empleaba la disciplina para mantener el control y lo hacía con diligencia y cuidado, de tal forma que la represión era empleada sólo excepcionalmente: el sistema logró una amplia legitimidad por muchas décadas y eso llevó a que los distintos actores, y la población en general, aceptaran la disciplina no por la amenaza de un castigo como ocurría en las dictaduras, sino por un cálculo racional pero implícito. En cierta forma, como lo acusó Vargas Llosa con tanta claridad, la “dictadura perfecta” tenía su atractivo porque disfrazaba muy bien su naturaleza real. Más que la democracia y sus complicaciones, el verdadero descubrimiento de la alternancia fue que el país no tiene instituciones consolidadas y quizá de ahí emanen muchos de sus retos actuales.

¿Importa esto? Muchos de quienes más activamente promovieron el cambio democrático afirman que se trata de un proceso inevitable de cambio y transformación y que lo excepcional es una transición pactada en la que las otrora instituciones autoritarias se transforman en democráticas: que lo típico es que la situación sea compleja y exija que los actores políticos tarde o temprano acaben reconociendo que sólo colaborando y llegando a establecer acuerdos y puentes será posible la consolidación democrática. Del otro lado del espectro, sobre todo del lado priista y entre los ex priistas del PRD, la conclusión es mucho más taciturna: para ellos el experimento democrático resultó fallido y debe corregirse el rumbo. Por supuesto, en un mundo de corrección política, nadie se atrevería a expresar esa concepción de manera tan clara, pero no es necesario escudriñar demasiado para entender su lectura. Un candidato pretende modificar la llamada “cláusula de gobernabilidad” de tal suerte que se reduzca el umbral para lograr una mayoría legislativa artificial, o sea, intentar revitalizar al viejo sistema por la puerta de atrás. Otros son más claros cuando afirman que Putin restauró el orden y la viabilidad de su país luego de una década de caos supuestamente democrático.

Reflexionando sobre los avatares de nuestra realidad, recuperé un artículo que había leído en 1980 y que me parece extraordinariamente clarividente. Susan Kaufman Purcell y John FH Purcell* analizaron al sistema político mexicano y llegaron a una serie de conclusiones que son útiles para explicarnos el origen de nuestra realidad y, con suerte, darnos luz sobre lo que hay que cambiar. Algunas de sus apreciaciones en aquel insigne artículo son:

-“El Estado mexicano es un malabarismo permanente porque se fundamenta en una negociación continua entre los grupos gobernantes y los intereses que representan a un amplio espectro de tendencias ideológicas y bases sociales.”

-“El Estado mexicano es excepcional… en cuanto a que nunca ha evolucionado de su origen transaccional hacia una entidad institucionalizada.”

-“El sistema se mantiene funcionando no por instituciones sino por una rígida disciplina que impide que las élites se salgan de límites impuestos por acuerdos implícitos. Por ello, no es un conjunto de estructuras institucionales… sino un conjunto complejo de estrategias y tácticas bien establecidas, ritualmente consolidadas, que hacen posible el funcionamiento político, burocrático y la interacción privada a través del sistema.”

-“La estabilidad política reside principalmente… en la interacción de dos principios de actuación política: la disciplina y la negociación.”

-“Las entidades del sistema que reciben la mayor atención –el partido dominante, la presidencia y la burocracia- son meramente marcos formales convenientes dentro de los cuales se lleva a cabo la interacción política, que es fundamental para la sobrevivencia del heterogéneo sistema político.”

-En consecuencia, “México es menos institucionalizado de lo que podría parecer… es posible el conflicto descontrolado y colapso político en un momento de crisis.”

El pasado no se puede cambiar, pero sí se puede aprender de él. Venimos de una era autoritaria y no de una era de instituciones. Esa diferencia explica en buena medida la complejidad que entrañan los procesos de decisión en la actualidad y su frecuente parálisis. También invita a pensar que sólo la interacción entre líderes clarividentes y visionarios podría hacer posible la construcción de acuerdos y, eventualmente, de instituciones que sean susceptibles de darle dirección y estabilidad al sistema y, con ello, viabilidad al desarrollo económico. En otras palabras: no tenemos instituciones funcionales, razón por la cual sólo la interacción de personas capaces y dispuestas a remontar las rencillas cotidianas podría permitir salir del hoyo en que nos encontramos.

* State and Society in Mexico: Must a Stable Polity be Institutionalized?, World Politics, Vol. 32, No. 2 (Jan., 1980), pp. 194-227

 

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Referéndum

Luis Rubio

Las modas nos dominan. Referéndum, revocación de mandato e iniciativa popular son palabras altisonantes que entusiasman a políticos y estudiosos. La idea de construir una democracia directa tiene un enorme atractivo porque permite imaginar una ciudadanía consumada y un mundo de respeto entre actores políticos, todo al servicio del ciudadano. No parecería necesario declarar lo risible de esta noción en nuestra realidad. Con dificultades hemos logrado sobrellevar, y no por mucho, el primer escalón de la democracia: el electoral. Ahora se propone incorporar al proceso político un conjunto de mecanismos orientados, en un mundo ideal, a darle al ciudadano instrumentos para participar de manera más activa. ¿Podemos los ciudadanos creer que súbitamente todo cambiará?

Las dificultades para establecer una democracia directa son enormes, máxime para un país tan grande, diverso y disperso como el nuestro. No es casualidad que, salvo excepciones (algunas ciudades y muy pocos países, como Suiza) la forma de democracia que han adoptado todas las naciones que se llaman democráticas es la representativa, que no es otra cosa que una manera de delegar las decisiones que tiene que tomar una sociedad a un conjunto de políticos profesionales dedicados a eso. Algunos países han adoptado mecanismos orientados a limitar el potencial de abuso o los excesos en los que los representantes populares podrían incurrir, sobre todo a través de medios como el referéndum, que somete a la consideración de la población determinadas decisiones para que éstas sean apoyadas o rechazadas por quienes se verían directamente beneficiados o afectados.

Si uno estudia los países que han adoptado formas de democracia directa, lo primero que es notable es la forma en que se dividen en dos grupos: los que tienen una democracia consolidada y los que pretenden ser democracias. Los primeros incluyen a países como Dinamarca y Suiza, en tanto que los segundos reúnen a bastiones de la democracia como Venezuela y Libia. No es difícil apreciar las diferencias y contrastes: las primeras son naciones en que la política sirve a la ciudadanía y ésta se guarda el derecho de exigir cuentas a los políticos, a sus representantes. El segundo grupo lo integran naciones donde los políticos controlan los procesos de decisión y utilizan diversos mecanismos, más bien formas, de participación directa como medios para legitimizar su actuar. Los primeros le rinden cuentas a la población; los segundos se sirven de ésta. Los primeros ven a la ciudadanía como su razón de ser, los segundos niegan su existencia y la manipulan a su antojo. La diferencia no es menor.

La pregunta para nosotros es ¿a quién nos parecemos más: a las naciones con una democracia consolidada o a aquellas en que los políticos no cejan en su afán de manipular a la población? La respuesta parece obvia, lo que permite dudar de los intereses u objetivos ulteriores, inconfesos, de quienes promueven este tipo de iniciativas.

Pero supongamos que no es así: supongamos que existe una convicción profunda entre quienes abogan por este tipo de mecanismos como medio para efectivamente democratizar a nuestro país. Si uno parte de ese supuesto, habría que analizar cada una de las propuestas por separado para evaluar las implicaciones de adoptar el conjunto de iniciativas que están en discusión en el legislativo. Lo fácil es soñar con una democracia más amable y suponer que, por el sólo hecho de adoptar un conjunto de mecanismos que funcionan en otra parte, México va a acabar transformado de la noche a la mañana.

Para entender la complejidad y las posibles implicaciones de adoptar un camino como el que proponen los abogados de la democracia directa valdría la pena estudiar el caso del estado de California en EUA. Ese estado, como otros en la Unión Americana, adoptó diversos mecanismos de democracia directa al inicio del siglo XX. Se trataba de un estado nuevo, con poca población, muy homogénea, toda ella gente emprendedora y dotada de un enorme desprecio por los políticos. Las formas de democracia directa empataban bien con la realidad de una nueva frontera en plena efervescencia. De esta manera, una población relativamente pequeña y disciplinada utilizó instrumentos de este tipo para mantener bajo control a su gobernador y legislativo estatal. La situación cambió en la segunda mitad del siglo pasado. Para el fin de los setenta, California era el estado con la economía y población más grandes del país vecino y se caracterizaba por una enorme diversidad demográfica, étnica e ideológica. Lo que antes había sido un electorado homogéneo y comprometido se convirtió en un espacio de competencia y polarización.

Los problemas comenzaron con una iniciativa popular en 1978: la de limitar los impuestos prediales. Resultó tan popular como irresponsable, no muy distinta a quienes abogan por eliminar impuestos como el IETU o la tenencia en nuestro país sin meditar sobre las consecuencias por el lado del gasto: los votantes lograron fijar los impuestos prediales sin reducir el presupuesto. El resultado fue un desequilibrio fiscal permanente. Pero lo trascendente no fue eso sino el efecto político que tuvo: a partir de ese momento se desarrolló toda una industria dedicada exclusivamente a promover iniciativas populares y referéndums y conseguir firmas de la ciudadanía. Como resultado, prácticamente todos los legisladores representan a grupos extremos en el sentido político o ideológico, con un compromiso exclusivamente hacia el grupo que los promovió. Nosotros mismos hemos sido víctimas de ese proceso en la forma de la iniciativa llamada 187, cuyo objetivo era limitar los derechos de los hijos de indocumentados. El punto es que la democracia directa que funcionaba tan bien con una población chica y disciplinada se ha convertido en una pesadilla que impide gobernar.

México tiene que transformarse y crear mecanismos de participación política que le confieran a la población la capacidad de supervisar y exigir cuentas a los legisladores. Pero las formas propuestas no tendrían ese efecto: de adoptarse, incluso con todas las provisiones que recomendarían los casos prototípicos, con facilidad podríamos acabar como California. Nuestra realidad de polarización política garantiza eso. Por eso es más probable que la adopción de ese tipo de iniciativas acabaría creando nuevos instrumentos de manipulación al servicio de los peores intereses. Esto lo saben quienes proponen estos mecanismos: la pregunta es por qué, para qué. La pregunta no es irrelevante: adoptar estos mecanismos es fácil, pero modificarlos después si no funcionan se vuelve imposible.

 

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Pobreza y elección

Luis Rubio

La pobreza es una de nuestras peores lacras y también uno de nuestros grandes desencuentros. Más allá de las polémicas cotidianas (originadas igual por diferencias políticas, ideológicas o, simplemente, de concepción), dudo que la pobreza no sea una causa a la que todos los mexicanos quisiéramos derrotar. En contraste con otros temas de controversia, en éste las diferencias no yacen en el objetivo sino en el cómo. Marcel Proust escribió alguna vez que “el viaje de descubrimiento no reside en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Con ese enfoque, un grupo de mexicanos se ha abocado a procurar un camino nuevo hacia el combate de la pobreza.

En el combate a la pobreza hay muchas posturas encontradas y muchos ángulos y perspectivas. Un primer desencuentro yace en la función del gobierno como causa y respuesta: algunos ven que la solución reside en el gasto público orientado a igualar condiciones y conferirle oportunidades materiales a quienes son pobres. Aunque muchos coindicen, con más o menos asegunes, con este diagnóstico muy simplista, las propuestas de respuesta varían: por ejemplo, Solidaridad era un programa de gasto a través del cual el gobierno construía liderazgos locales y transfería fondos a las familias, todo ello con una lógica inevitablemente clientelar. En contraste, el programa sucesor, Oportunidades, privilegió la decisión de las familias en el uso de los recursos y eliminó toda fuente de dependencia. El primero repartía fondos en función de los liderazgos, el segundo a partir de un conjunto de criterios objetivos comparables. Pero en ambos casos se trataba del gobierno empleando recursos públicos para modificar la realidad material de las familias. Combinados con una mejoría en la infraestructura física de las localidades (calles, luz eléctrica, agua, drenaje) y de una atención a la educación y la salud, estos programas se enfocaban a intentar reducir la pobreza cambiando el entorno y potencial de consumo de la población objetivo.

El párrafo anterior podría sugerir que hay acuerdo entre estudiosos, activistas, analistas y funcionarios respecto a qué hacer. Sin embargo, lo contrario sería más cercano a la realidad. Los desencuentros no sólo se refieren a cuánto gastar o cómo gastarlo, sino a quién debe ejercer el gasto, sobre todo qué papel le corresponde a las autoridades. En adición al combate a la pobreza, Solidaridad tenía un objetivo político evidente: el de crear mecanismos para el fortalecimiento de liderazgos locales que contribuyeran a estabilizar a las zonas urbanas que, como resultado de la migración del campo, habían creado colonias con alto grado de conflictividad y potencial de inestabilidad. El que además pudieran sumar votos esos liderazgos no sobraba. Por su parte, Oportunidades se concibió como una política de Estado que no creaba oportunidades de desarrollo clientelar aunque, sin duda, sus promotores confiaban que un descenso en la pobreza se tradujera en votos.

Ninguno de los dos caminos, por sí mismo, es bueno o malo. Lo paradójico es que ambos se apuntalaban en al menos un supuesto poco realista. Me refiero al de la educación. Tanto Solidaridad como Oportunidades exigían que los niños de las familias beneficiarias fueran a la escuela, donde el objetivo era romper la cadena de pobreza que implicaba que los niños de familias pobres seguían siendo pobres porque no desarrollaban el capital humano necesario para incorporarse a la economía formal. Es decir, de manera razonable, se contemplaba a la educación como el mecanismo natural para romper con el determinismo histórico de la pobreza. Lamentablemente nunca se reconoció que mucho del sistema educativo que tenemos está explícitamente dedicado a preservar la pobreza, la dependencia y el control político. Quizá eso explique, al menos en parte, cómo es que programas tan distintos (y hasta disímbolos) lograron elevar el nivel de consumo de las familias más pobres del país pero no lograron terminar, o comenzar a terminar, con la pobreza en el país.

Un libro recientemente publicado aporta una perspectiva que sugiere que el problema principal no reside sólo en la forma en que se ejerce el gasto o quién lo ejerce sino sobre todo en la manera cómo participa el individuo en el proceso. En Pobreza: Cómo Romper el Ciclo a Partir del Desarrollo Humano*, Susan Pick y Jenna Sirkin plantean que no es suficiente resolver el contexto o entorno dentro del cual se genera y preserva la pobreza, sino que es necesario que las personas tomen control de su vida y sean capaces de tomar decisiones que les permitan romper con el círculo vicioso. El libro narra no sólo una técnica, sino una historia de décadas de experiencia de una institución mexicana dedicada a hacer exactamente eso: desarrollar programas de políticas públicas diseñadas para generar alternativas y desarrollar la capacidad de tomar decisiones de una manera informada, autónoma y responsable. Los programas que el libro describe se han abocado a que la gente deje de ser el objetivo de los programas de combate a la pobreza para convertirse en los agentes de cambio que los hagan exitosos. La propuesta implícita en el libro consiste en agregar la dimensión de la elección individual a los programas de combate a la pobreza que no están contemplados en las teorías o programas de desarrollo económico tradicionales.

En otras palabras, las autoras, que iniciaron su modelo atacando otros temas del desarrollo humano, se encontraron con que no sólo es posible la transformación de las personas en agentes de cambio, en individuos capaces de hacerse cargo de sus vidas, sino que cuando eso ocurre en el contexto de la disponibilidad de recursos como los que son el componente central de programas como Solidaridad u Oportunidades, el potencial de romper con la pobreza se multiplica dramáticamente. Es evidente que, independientemente de la perspectiva política o ideológica del político o partido que promueve una determinada perspectiva para el combate a la pobreza, ese objetivo requiere vastos recursos públicos. Lo que este libro demuestra es que el éxito no es posible sólo con recursos públicos, que se requiere de la modificación del contexto en que funciona el individuo: es decir, que se requiere que los individuos se hagan cargo de los programas. Esto claramente no le va a gustar a quienes tienen objetivos clientelares o a quienes prefieren las soluciones estatistas por el hecho de serlas, pero abre una extraordinaria oportunidad para quienes ven en la ciudadanía –y en el desarrollo de un ciudadano responsable y decidido- el futuro del país.

*Limusa-Wiley

 

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Reformar ¿qué?

Luis Rubio

En uno de sus muchos momentos memorables, al sentarse a jugar dominó, Cantinflas preguntó: «¿vamos a jugar como caballeros o como lo que somos?» Llevamos muchos años jugando como lo que somos y no como caballeros, es decir, con reglas del juego cambiantes. Sin reglas, sin acuerdo político no habrá reforma que valga. En un país en el que la ley es aceptada sólo en la medida en que sirve a los intereses de cada persona, grupo o partido, el punto de inicio tiene que ser el de acordar las reglas del juego. Sólo así se puede pretender que una legislación o reforma pudiera trascender la vanidad de sus promotores. Si algo prolifera son las leyes, pero éstas no modifican la realidad: sólo la complican. Tenemos leyes para todo pero su aplicación es siempre discrecional, constituyéndose en una fuente permanente de arbitrariedad y, por lo tanto, de incertidumbre.

Es evidente que al país le urgen diversas reformas. Sin embargo, proceder a aprobarlas constituiría un ejercicio fútil en la medida en que no se resuelva el punto de partida: un acuerdo político que comprometa a todos los actores relevantes. Esa ausencia no impide debatir las reformas necesarias aunque sea incierta su adopción. En ese espíritu, lo que sigue son algunos de los temas conceptuales que exigen ser reformados.

Un primer grupo se refiere al funcionamiento del sistema de gobierno. Es indispensable redefinir la función del gobierno así como construir pesos y contrapesos susceptibles de hacerlo funcionar con eficacia. El primer gran tema es que es necesario fortalecer la presidencia de la República. La presidencia solía ser fuerte pero más por su vinculación con el PRI que por sus atribuciones. Hoy se requiere una redefinición institucional tanto del poder ejecutivo como de sus relaciones con los otros dos poderes públicos. Los tres poderes requieren equilibrios en la forma de pesos y contrapesos cuyo objetivo último sea el de crear un gobierno eficaz, capaz de funcionar dentro de un entorno democrático.

Sigue el federalismo. Pasamos de un sistema de control centralizado desde la presidencia a un sistema libertino -en lo político y en el ejercicio del gasto público- en el que no existen reglas del juego ni rendición de cuentas. En el mismo sentido, es imperativo reconstruir el sistema de seguridad pública, rebasado en estos años, justo cuando el crecimiento del narcotráfico experimentó ritmos explosivos. Los distintos niveles de gobierno tienen que abocarse a estructurar un sistema eficaz, capaz de restaurar la seguridad de la población y de construir los cimientos del México del futuro.

Un segundo rubro es el de la economía. Como en el ámbito político, existe un sinnúmero de propuestas de reforma que van desde lo fiscal hasta lo comercial. Si se acepta que lo esencial es crear un sistema de gobierno eficaz, en el ámbito económico su equivalente sería crear condiciones para que se eleve drásticamente la productividad. Esto implicaría tres grandes apartados: primero, la integración del mercado nacional; segundo, la creación de un entorno que haga propicio el ahorro y la inversión; y, tercero, consolidar las cuentas públicas. Cada uno de estos apartados es un mundo en sí mismo, pero el contenido conceptual de cada uno es fácil de dilucidar.

La integración de un mercado nacional es lo que no se hizo cuando se instrumentó el TLC norteamericano. Es decir, se preservó la estructura económica existente, dejando que fueran las empresas o individuos con visión personal quienes explotaran las ventajas del nuevo instrumento. Crear un mercado nacional entraña dos procesos: eliminar barreras de acceso y propiciar la transformación de la planta productiva. Lo primero incluiría convertir al sistema educativo en una plataforma de desarrollo social y de capital humano, eliminar los sesgos que crean inequidad y crear mecanismos que apoyen la reestructuración de empresas que siguen viviendo bajo el paradigma de un mercado cerrado. En el mismo sentido, se requieren reglas efectivas para promover la competencia en los mercados, someter a toda la planta productiva -incluyendo las empresas paraestatales- a la competencia, eliminar los mecanismos de protección a la planta productiva para propiciar un entorno no discriminatorio y edificar mecanismos efectivos de defensa de los intereses de los consumidores. El objetivo ulterior sería el de elevar la productividad general de la economía mexicana. El medio fundamental para lograr esto último es eliminar el rentismo, es decir, la propensión a prosperar no por la capacidad productiva o la innovación sino como resultado de conexiones políticas o barreras regulatorias.

La creación de un entorno que haga propicio el ahorro y la inversión entraña actuar en todos los demás frentes con el fin de crear certidumbre, predictibilidad y, por lo tanto, confianza en la población. Aunque hay infinidad de acciones y reformas específicas que podrían encapsularse bajo este apartado, en realidad se trata de la resultante de acciones en los frentes que aquí se han mencionado: pesos y contrapesos efectivos, gobierno eficaz, condiciones económicas equitativas, mecanismos efectivos para la resolución de conflictos, continuidad en las políticas gubernamentales y rendición de cuentas. En última instancia, todas las reformas que llegaran a emprenderse tendrían que acabar creando el entorno propicio para el ahorro y la inversión o fallarían en su cometido.

Consolidar las cuentas públicas implica fortalecer la base fiscal del gobierno, reducir su dependencia del ingreso petrolero y revisar la estructura de gasto de todos los niveles de gobierno a fin de que se logren tres objetivos centrales: eliminar la vulnerabilidad fiscal del gobierno; reducir el gasto superfluo, innecesario y motivado por consideraciones electorales; y distribuir la carga fiscal no sólo de manera más equitativa, sino también de manera que contribuya a elevar el ahorro, la inversión y la productividad.

El gran tema de México en este momento es el del reconocimiento de que el viejo sistema ya no es adecuado para encauzar los destinos del país y que la conducción del mismo no depende de personas sino de la fortaleza de las instituciones que se diseñen, construyan y adopten. Reconocer la urgencia de una redefinición institucional implica comenzar por el entramado de acuerdos políticos que sean necesarios para que pueda ser instrumentable una amplia reforma político-económica. La precondición para el conjunto de reformas que son necesarias es el acuerdo sobre las nuevas relaciones y realidades de poder. Una vez resuelto eso, la legislación no consistirá en otra cosa que en codificarlo.

 

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Municipio sometido

Luis Rubio

La pobreza es una de nuestras peores lacras y también uno de nuestros grandes desencuentros. Más allá de las polémicas cotidianas (originadas igual por diferencias políticas, ideológicas o, simplemente, de concepción), dudo que la pobreza no sea una causa a la que todos los mexicanos quisiéramos derrotar. En contraste con otros temas de controversia, en éste las diferencias no yacen en el objetivo sino en el cómo. Marcel Proust escribió alguna vez que “el viaje de descubrimiento no reside en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Con ese enfoque, un grupo de mexicanos se ha abocado a procurar un camino nuevo hacia el combate de la pobreza.

En el combate a la pobreza hay muchas posturas encontradas y muchos ángulos y perspectivas. Un primer desencuentro yace en la función del gobierno como causa y respuesta: algunos ven que la solución reside en el gasto público orientado a igualar condiciones y conferirle oportunidades materiales a quienes son pobres. Aunque muchos coindicen, con más o menos asegunes, con este diagnóstico muy simplista, las propuestas de respuesta varían: por ejemplo, Solidaridad era un programa de gasto a través del cual el gobierno construía liderazgos locales y transfería fondos a las familias, todo ello con una lógica inevitablemente clientelar. En contraste, el programa sucesor, Oportunidades, privilegió la decisión de las familias en el uso de los recursos y eliminó toda fuente de dependencia. El primero repartía fondos en función de los liderazgos, el segundo a partir de un conjunto de criterios objetivos comparables. Pero en ambos casos se trataba del gobierno empleando recursos públicos para modificar la realidad material de las familias. Combinados con una mejoría en la infraestructura física de las localidades (calles, luz eléctrica, agua, drenaje) y de una atención a la educación y la salud, estos programas se enfocaban a intentar reducir la pobreza cambiando el entorno y potencial de consumo de la población objetivo.

El párrafo anterior podría sugerir que hay acuerdo entre estudiosos, activistas, analistas y funcionarios respecto a qué hacer. Sin embargo, lo contrario sería más cercano a la realidad. Los desencuentros no sólo se refieren a cuánto gastar o cómo gastarlo, sino a quién debe ejercer el gasto, sobre todo qué papel le corresponde a las autoridades. En adición al combate a la pobreza, Solidaridad tenía un objetivo político evidente: el de crear mecanismos para el fortalecimiento de liderazgos locales que contribuyeran a estabilizar a las zonas urbanas que, como resultado de la migración del campo, habían creado colonias con alto grado de conflictividad y potencial de inestabilidad. El que además pudieran sumar votos esos liderazgos no sobraba. Por su parte, Oportunidades se concibió como una política de Estado que no creaba oportunidades de desarrollo clientelar aunque, sin duda, sus promotores confiaban que un descenso en la pobreza se tradujera en votos.

Ninguno de los dos caminos, por sí mismo, es bueno o malo. Lo paradójico es que ambos se apuntalaban en al menos un supuesto poco realista. Me refiero al de la educación. Tanto Solidaridad como Oportunidades exigían que los niños de las familias beneficiarias fueran a la escuela, donde el objetivo era romper la cadena de pobreza que implicaba que los niños de familias pobres seguían siendo pobres porque no desarrollaban el capital humano necesario para incorporarse a la economía formal. Es decir, de manera razonable, se contemplaba a la educación como el mecanismo natural para romper con el determinismo histórico de la pobreza. Lamentablemente nunca se reconoció que mucho del sistema educativo que tenemos está explícitamente dedicado a preservar la pobreza, la dependencia y el control político. Quizá eso explique, al menos en parte, cómo es que programas tan distintos (y hasta disímbolos) lograron elevar el nivel de consumo de las familias más pobres del país pero no lograron terminar, o comenzar a terminar, con la pobreza en el país.

Un libro recientemente publicado aporta una perspectiva que sugiere que el problema principal no reside sólo en la forma en que se ejerce el gasto o quién lo ejerce sino sobre todo en la manera cómo participa el individuo en el proceso. En Pobreza: Cómo Romper el Ciclo a Partir del Desarrollo Humano*, Susan Pick y Jenna Sirkin plantean que no es suficiente resolver el contexto o entorno dentro del cual se genera y preserva la pobreza, sino que es necesario que las personas tomen control de su vida y sean capaces de tomar decisiones que les permitan romper con el círculo vicioso. El libro narra no sólo una técnica, sino una historia de décadas de experiencia de una institución mexicana dedicada a hacer exactamente eso: desarrollar programas de políticas públicas diseñadas para generar alternativas y desarrollar la capacidad de tomar decisiones de una manera informada, autónoma y responsable. Los programas que el libro describe se han abocado a que la gente deje de ser el objetivo de los programas de combate a la pobreza para convertirse en los agentes de cambio que los hagan exitosos. La propuesta implícita en el libro consiste en agregar la dimensión de la elección individual a los programas de combate a la pobreza que no están contemplados en las teorías o programas de desarrollo económico tradicionales.

En otras palabras, las autoras, que iniciaron su modelo atacando otros temas del desarrollo humano, se encontraron con que no sólo es posible la transformación de las personas en agentes de cambio, en individuos capaces de hacerse cargo de sus vidas, sino que cuando eso ocurre en el contexto de la disponibilidad de recursos como los que son el componente central de programas como Solidaridad u Oportunidades, el potencial de romper con la pobreza se multiplica dramáticamente. Es evidente que, independientemente de la perspectiva política o ideológica del político o partido que promueve una determinada perspectiva para el combate a la pobreza, ese objetivo requiere vastos recursos públicos. Lo que este libro demuestra es que el éxito no es posible sólo con recursos públicos, que se requiere de la modificación del contexto en que funciona el individuo: es decir, que se requiere que los individuos se hagan cargo de los programas. Esto claramente no le va a gustar a quienes tienen objetivos clientelares o a quienes prefieren las soluciones estatistas por el hecho de serlas, pero abre una extraordinaria oportunidad para quienes ven en la ciudadanía –y en el desarrollo de un ciudadano responsable y decidido- el futuro del país.

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Gobierno ¿para qué?

Luis Rubio

“Mientras más corrupto el Estado, más legisla”. Así decía Tácito, senador romano. En México el gobierno es débil, pesado, aparatoso y muy ruidoso, pero nada efectivo aunque, eso sí, con una interminable propensión a legislar. La evidencia está por doquier: en el pobre desempeño de la economía, la violencia, la informalidad, la inseguridad, el tráfico. Nuestros legisladores se anuncian en el radio diciendo cosas  como: “en el Senado de la República reconocemos que hay mucha criminalidad y por eso legislamos tal o cual cosa”, como si el hecho de legislar resolviera los problemas.

En las últimas décadas pasamos de un gobierno pesado y abusivo pero con alguna capacidad (aunque decreciente) de acción, a uno simplemente pesado e inútil. El gobierno tiene presencia en todas partes pero eso no lo hace funcional o efectivo. Al revés: lo que al país le urge es una redefinición de la función gubernamental y el desarrollo de las capacidades que le permitan enfrentar el monstruo de la inseguridad que acecha a la población y crear condiciones para echar a andar la economía y, en general, mejorar la convivencia en la sociedad.

Aquí van tres ejemplos de absurdos que evidencian lo lejos que estamos de contar con un sistema eficaz de gobierno:

  • En el ámbito fiscal, se gobierna por circular. Los funcionarios hacendarios emiten circulares para todo, jamás reconociendo la incertidumbre que sus actos de autoridad generan. Un entorno estable es condición necesaria para el desarrollo económico y éste se altera cuando las reglas del juego se cambian sin previo aviso, explicación o justificación.
  • La discrecionalidad es un instrumento esencial de la función gubernamental: es el medio a través del cual la autoridad se adapta al cambiante entorno económico, electoral o político. Dado que es imposible legislar para cualquier contingencia, la función del gobierno sería imposible sin facultades discrecionales. El problema es que en México no hay diferencia entre la discrecionalidad y la arbitrariedad: son sinónimos porque la autoridad emplea sus facultades discrecionales sin restricción alguna. Eso es lo que permite que un gobernador manipule las elecciones en su estado, o en cualquier otro; que las entidades de regulación impongan sanciones sin fundamento legal; o que pueda haber miles de muertos sin que se inicie una sola averiguación previa. La autoridad en México es absolutamente arbitraria.
  • En el caso de las entidades de regulación económica (Telecomunicaciones, Competencia, Energía) tenemos de todo menos reglas claras. Las entidades deciden en función de los criterios de los comisionados, mientras que las facultades del presidente de cada una de ellas son tan vastas que sus preferencias tienden a prevalecer. El caso de la Comisión de Competencia es paradigmático porque el tema es tan central para nuestro desarrollo: leyes van y leyes vienen pero lo único que avanza son los caprichos de quienes definen las prioridades. Es evidente que requerimos una legislación apropiada, comparable a la de los principales países del mundo, pero también requerimos una estructura de autoridad igualmente acotada, como la que existen en aquellas naciones. El tema es el mismo que en el resto: nuestro problema no es de leyes sino de la propensión al abuso de las facultades de la autoridad, lo que las coloca en un plano de permanente arbitrariedad. Sin límites, cualquier autoridad se convierte en un poder fáctico más, lo opuesto de lo que requiere un país moderno e institucionalizado.

Institucionalizar implica limitar a la autoridad, es decir, establecer reglas que acoten y preestablezcan los límites de su acción. La discrecionalidad es indispensable, pero para que el actuar gubernamental no sea arbitrario tiene que estar acotado por reglas conocidas por todos de antemano.

De la misma manera, no se puede ignorar la dinámica histórica que nos precede. Gracias a la hiperinflación de la era del Weimar, en Alemania el banco central es sumamente ortodoxo y se enfoca exclusivamente a combatir la inflación. La historia de Inglaterra es muy distinta: el recuerdo de la pobreza descrito por Dickens y marcado en la conciencia colectiva de aquella nación llevó a que, para el Banco de Inglaterra, la inflación sea importante pero deba ir aparejada con el crecimiento. Nuestra historia no es tan extrema como la de estas naciones europeas, pero la era de las crisis financieras marcó al país y se convirtió en una definición esencial de la función financiera, razón por la cual el banco central se toma con tanta seriedad el control de la inflación. En contraste con otras funciones gubernamentales, ésta ilustra que hay capacidad de aprendizaje.

En el mundo hay muchos modelos de gobierno, cada uno de ellos emanado de su propia realidad social. En Francia el gobierno tiene una amplísima presencia en la economía como propietario y administrador de empresas de lo más diverso. En Inglaterra el gobierno tiene una presencia mucho más modesta. Pero ambos países comparten una característica común: tienen un gobierno efectivo y funcional. Nosotros debatimos (y legislamos) mucho sobre la naturaleza del gobierno pero no tenemos un gobierno funcional. El viejo sistema se caracterizó por un gobierno que funcionó bajo esas circunstancias pero, como ilustran las crisis políticas y económicas que enfrentó a partir de 1968, dejó de ser efectivo hasta acabar prácticamente colapsado.

A casi dos sexenios de la primera alternancia de partidos en la presidencia, sería tiempo de irle dando forma a un nuevo sistema de gobierno. Esto podría hacerse de dos maneras: con un gran replanteamiento de sus estructuras o con una corrección de algunas de sus partes más disfuncionales. En un mundo perfecto, lo ideal sería hacer un gran replanteamiento como hicieron los españoles con su constitución de 1978. Sin embargo, el ejemplo español no es aplicable a México porque ese país ya contaba con un gobierno funcional: lo que la constitución hizo fue modificar los pesos relativos de los distintos componentes del Estado. Nosotros tenemos que partir del reconocimiento de que nuestro sistema de gobierno no satisface ni lo más elemental. Pretender modificarlo todo por la vía legislativa no resolvería el problema.

Los tiempos preelectorales son siempre propicios para la discusión de los retos que enfrentamos. Quizá no haya ninguno más grave y pernicioso que el desorden que emana del desarreglo del poder. De ahí deriva todo: mientras no se establezcan límites al poder y los poderosos desarrollen la capacidad y visión de institucionalizarlo, nuestro sistema de gobierno seguirá siendo lo que es: disfuncional e ineficaz.

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