Luis Rubio
El problema de las malas ideas es que se propagan como si fueran buenas pero, cuando quienes las promovieron se percatan de su error, no tienen más alternativa que la simulación y la mentira. Ese es el inevitable caso de las reformas electorales de 2007. Ahora que inicia formalmente el periodo electoral, los partidos y sus candidatos comienzan a reparar en la enorme complejidad que interpuso aquella legislación y las consecuencias prácticas que entraña.
La reforma electoral de 2007 trastocó los equilibrios que se habían logrado en 1996: no corrigió errores sino que alteró la dinámica y los contrapesos políticos inherentes a ella. Desde la perspectiva de un observador, es fácil simplemente criticar o, como decía Will Rogers, ser un humorista porque «uno tiene a todo el gobierno trabajando para uno». El problema es que este no es un asunto cómico. Una mala idea puede causar enormes daños porque se convierte en dogma y, sobre todo, porque sus promotores no pueden reconocer un error o confesar objetivos o intereses pues, inconfesables.
La reforma electoral de 2007 comenzó mal y terminó peor. En lugar de plantearse como parte de un proceso de reforma más amplio, de corregir errores o afinar el camino, en la reforma convergieron objetivos encontrados, intereses contrapuestos y, más que nada, un ánimo revanchista que siempre es mal consejero. Lo peor de todo fue que cada actor involucrado -los partidos, muchos legisladores hiperactivos, el presidente y la galería de comentaristas- contribuyó a hacer un bodrio de una reforma que pudo y debió haber avanzado los procesos democráticos.
Algunos querían la reforma para atacar al presidente y su estrategia de campaña negativa en el 2006. Todos querían castigar a Fox. Otros creían que, concediendo a todas sus críticas, sería posible incorporar a López Obrador en las vías institucionales. Algunos querían vengarse de los empresarios, sobre todo por los anuncios que patrocinaron. Otros más creen que vivimos en Suiza y que todo lo que se requiere para tener una polis civilizada es legislarla.
Si bien es cierto que todas las legislaciones en el mundo, incluso las más controvertidas, acaban siendo producto de un proceso de negociación (o, como decía Bismark, es mejor no ver el proceso de fabricar las leyes o las salchichas porque es igual), en la reforma de 2007 ganaron las más bajas pasiones y el resultado, inexorablemente, es una bazofia. Baste observar la forma en que tratan de adaptarse los partidos y candidatos a esas reglas para comprobarlo.
Lo menos que se puede decir de la ley electoral actual es que obliga (esa es la palabra) a la mentira y a la simulación. Hay particularmente dos temas que así lo consagran: uno es el del dinero y el otro el de la publicidad. En contraste con otros asuntos, el dinero que no transita por cheque transita en efectivo. No me cabe la menor duda que la industria maletera será la gran ganadora el próximo año: dará asco observar cómo un objetivo aparentemente altruista se convierte en un mecanismo simple y vulgar para el pago en efectivo. Peor, el incentivo para el lavado de dinero es infinito. Por lo que toca a la propaganda y la publicidad, sobre todo la negativa, los candidatos no tendrán de otra que procurar mecanismos indirectos (por no decir aquellos que formalmente no los involucren) para diferenciarse unos de otros. Entiendo la lógica de rechazar las campañas negativas, pero las restricciones que interpuso la ley son tan extremas y tan absurdas (incluyendo a los medios) que los candidatos no tendrán más alternativa que buscar formas no muy santas de promoverse, criticar a sus contrincantes y tratar de descollar sin violar la ley pero logrando exactamente lo que la ley pretende impedir. Otro nuevo negocio será el del contorsionismo.
Si la ley obliga a los candidatos y partidos a violar su espíritu en todo momento, a los ciudadanos la ley les niega todo derecho elemental. De seguirse el espíritu de la ley, el ciudadano no tendría manera de conocer a los candidatos más que de manera marginal y superficial, tendrá insuficiente conocimiento para hacer un juicio informado y no tendrá eso que es la esencia de la democracia: un debate serio y responsable en el que los candidatos se la juegan frente al electorado. En una sola noche en 1994, un candidato creció y otro se colapsó por el hecho de debatir. La democracia se fortaleció. Eso es imposible en la actualidad.
Lo que hoy tenemos, lo que la ley vigente nos permite, son monólogos acartonados en los que un candidato no puede siquiera referirse a lo que otro mencionó en otra intervención; contiendas fundamentadas en la simulación donde nada es como aparece; y una interminable serie de mentiras que se convierten en el fundamento de quien nos gobernará los siguientes años. En otras palabras, la ley rechaza la noción de que las campañas son un medio para informar, formar opinión y convencer al electorado. La ley promueve un gran teatro Potemkin en el que nada es real, todo es simulado.
La ley fue en buena medida producto del ambiente crispado que produjo la candidatura de López Obrador, el circo del desafuero y la agria contienda de 2006. Sin embargo, lo criticable de nuestros legisladores no es su preocupación por responder a los temas y agravios que legítimamente existían, sino su pretensión de inventar un país inexistente a partir de sus prejuicios, todos ellos incrustados en la ley. Lo que lograron fue una mayor crispación, pero sobre todo un incontenible incentivo a la simulación y a comportamientos claramente ilegales. Todavía peor, el espíritu de la ley envalentonó a toda una generación de políticos que, en tiempos recientes, ha visto natural intentar penalizar la libertad de expresión.
Más allá de estos costos quedan los incentivos perversos que la ley arroja. A los niños les estamos enseñando que es imperativo violar la ley para lograr ser electo; a los ciudadanos les estamos diciendo que la democracia es entre políticos, no entre ciudadanos; y a los contendientes les estamos diciendo: hagan lo que quieran o necesiten para ganar pero háganlo «por fuera». Como la mordida y la corrupción. Eso es lo que la ley de 2007 nos dejó como legado.
Lo único encomiable de la legislación electoral es la aspiración implícita de lograr un sistema político civilizado y amable. Sin embargo, por más que los ridículos comerciales de nuestros legisladores pretendan, la aprobación de una ley no modifica la realidad, al menos no en México. Un país civilizado se construye todos los días en la práctica cotidiana y en la institucionalidad, algo en lo que nuestros políticos distan mucho de descollar.
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org