La corrupción

Luis Rubio

Cuando observo o me entero de casos de corrupción me quedo pensando si el país ha cambiado o si todo permanece igual. Algunas cosas siguen siendo las mismas por décadas si no es que siglos. Otras, en cambio, cambian con celeridad. ¿Cuál es el verdadero México, el de antes o el de ahora? Si uno ve hacia atrás, es evidente que hemos experimentado profundos cambios, algunos de ellos dramáticos y muchos por demás positivos. De la misma manera, algunas cosas parecen permanentes, inamovibles. ¿Qué será lo permanente, lo que no cede o lo nuevo que se ha construido?

Como tantas otras cosas en nuestro país, las respuestas son más grises que blancas o negras. Antes, la corrupción era un componente inherente al sistema político. Hoy la corrupción la vemos como un mal, como una distorsión de un inacabado proceso de modernización. El viejo dicho de los priistas, “no me des, ponme donde hay”, es un fiel reflejo de un sistema político construido por los ganadores de la gesta revolucionaria y dedicado a beneficiar a los suyos. Aquel sistema, todavía vivo en más de un rincón, se construyó bajo la promesa de que a quien era leal, y se disciplinaba al jefe en turno, la Revolución le “haría justicia”, es decir, le daría acceso al poder y/o a la corrupción.

Quizá el mayor mérito del régimen priista fue el haber logrado la pacificación del país sin dureza excesiva. El país pasó de la violencia extrema de los años de guerra civil a una paz productiva a partir de mediados de los treinta, todo ello sin haber construido un Estado de derecho, sino más bien una estructura política que, al privilegiar la disciplina, mantenía la paz y la estabilidad. Ese es el mundo que encontró Graham Greene en su libroCaminos sin ley sobre el México de los treinta, donde el autor describe un lugar desolado en el que reina la corrupción y el habitante más modesto no tiene alternativa más que aceptar la vida como es: un mundo sin ley y sin la posibilidad de lograr el respeto más mínimo a sus derechos.

Décadas después, los incipientes industriales que promovió el programa de substitución de importaciones se encontraban con otra faceta de la misma realidad: la secretaría encargada de la industria era un nido de corrupción interminable donde todo estaba a la venta: los permisos de importación, de exportación y las autorizaciones para invertir. Los empresarios tenían que apoquinar para todo: para obtener el permiso o para que no lo obtuviera su competidor, para acelerar un trámite o para paralizarlo de manera permanente. Todo estaba a la venta. Un mundo en sí mismo.

Pero un mundo que acabó cambiando. Cuando vino la apertura a las importaciones y la liberalización económica se hicieron irrelevantes esos controles, la burocracia perdió su poder corruptor y la secretaría pasó de más de treinta mil empleados a poco menos de tres mil. Con el fin de los controles desapareció la posibilidad de extorsión, el valor de quienes movían papeles de un escritorio a otro y de quienes lograban la firma del responsable. Aunque han retornado muchos mecanismos indirectos de control y persiste la lógica de controlar, esa corrupción burocrática desapareció del espectro de consideraciones del empresario prototípico. Ahora lo que cuenta es la producción, la calidad y el mercado.

El ejemplo muestra cómo la corrupción no tiene por qué ser permanente. También ilustra la naturaleza de nuestra bifurcada realidad: aunque muchas cosas han cambiado, muchas permanecen. El México viejo de la corrupción ha dejado de tener vigencia en algunos ámbitos pero persiste en otros. Este es el verdadero tema: no hemos logrado completar un proceso de transición hacia la modernidad, hacia un espacio en el que la convivencia se rige por reglas impersonales (la ley) en lugar de relaciones personales (donde la corrupción nunca está lejos).

La existencia de dos realidades contrastantes y simultáneas describe a un país que ha cambiado a regañadientes, sin proyecto integral de modernización y sin capacidad o disposición de articular un consenso respecto a un objetivo susceptible de entusiasmar a la población. Esa dualidad estuvo presente cuando, al inicio de los noventa,el gobierno reconoció que no se podía pretender ser moderno y, a una misma vez, mantener al partido hegemónico a través de partidas directas del erario. Sin embargo, la solución que se proponía no tenía nada de moderna: que los empresarios beneficiarios de la modernidad sostuvieran al partido.

La mezcla de tradición y modernidad, corrupción y transparencia ha sido persistente en estos años de cambio. Al menos hipotéticamente, una posible explicación a muchos de nuestros estragos cotidianos tiene que ver precisamente con esa permanente contradicción: donde no acaban de aniquilarse los espacios de opacidad y muchos de los que deberían ser transparentes están lejos de serlo; donde la competencia permanece como un objetivo más que una realidad, pero se intenta avanzar con métodos de antes; donde los espacios de corrupción siguen siendo demasiados y retornan con mucha mayor celeridad de los que los otros se evaporan.

Muchos culpan a los políticos, empresarios, sindicatos y gobernantes de toda clase de males porque pueden hacerlo, es decir, porque el sistema se los permite. Lo contrario también es cierto: solo hasta  que la sociedad desee vivir en un régimen de transparencia y se rehúse a aceptar las reglas de la opacidad y la corrupción, ésta seguirá perviviendo. La realidad es que para todos es cómodo poder resolver un problema con una mordida o evitar una molestia con un arreglo “por fuera”. El problema es que la comodidad tiene su contraparte en la corrupción y no se puede cancelar una sin acabar con la otra.

El país que describió Greene hace ochenta años sigue teniendo visos de realidad y esa es una demostración palpable de lo mucho que nos falta por recorrer. Pero el ejemplo de Secofi en los ochenta también ilustra las posibilidades que ofrece un cambio estructural profundo. Quizá la tragedia del México moderno –y digo tragedia porque se trata de un entorno que hizo posible el crecimiento y desarrollo de las organizaciones criminales con el fin de los controles del viejo sistema y la ausencia del tipo de controles que requeriría un país moderno- es que la idea e instrumentos de la modernidad no han permeado entre la mayoría de los integrantes de la clase política ni en la sociedad en general. Además de altamente improbable, esperar a que un gran líder llegue a cambiarlo todo y salvarnos en el camino constituye una forma vieja de intentar construir la modernidad.

El país seguirá siendo corrupto en la medida en que todos así lo sigamos queriendo.

 

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