Luis Rubio
En términos generales, ¿en qué etapa colocarías al avance de nuestra democracia?
La reciente elección ilustró, una vez más, una de las grandes paradojas que nos caracterizan. El país ha dado extraordinarios pasos en materia electoral pero, sin embargo, no cesan los conflictos, las injurias y, sobre todo la desconfianza. Aunque diversos partidos y, ahora, candidatos independientes, participan activamente, persiste en una buena parte del electorado -y en demasiados partidos y candidatos- la noción de que una elección es legítima cuando yo gano pero no cuando pierdo. ¿Qué nos dice esto del país, de nuestra política y de nuestra capacidad para trascender esa fuente permanente de conflicto e ilegitimidad?
El asunto no es nuevo. El sistema político actual representa una evolución del viejo sistema priista; más que un cambio de régimen, lo que ocurrió en las décadas pasadas es que pasamos de un régimen de partido único a uno de tres partidos con los mismos privilegios y prerrogativas que antes el PRI gozaba en exclusivo. Sin embargo, la primera paradoja es que esos tres partidos han venido perdiendo terreno ante el incontenible crecimiento de opciones partidistas, muchas de ellas patéticas. De esta forma, aunque es extraordinariamente difícil crear (y preservar) un partido nuevo, éstos no dejan de proliferar. El financiamiento que acompaña a los partidos con registro explica esta segunda paradoja, pero no deja de ser significativo que sea tan difícil preservar el registro, como si se tratara de un mecanismo diseñado para proteger a un oligopolio. De lo que no hay duda es que el sistema partidista-electoral mantiene una distancia respecto a la ciudadanía, protege a los partidos y al gobierno de la población y mantiene la cultura autoritaria de donde surgió el sistema desde el principio.
¿Es esto una condición normal o predecible de la transición democrática?
El contraste con naciones al sur del continente es sugerente. Mientras que en muchos de esos países hubo regímenes dictatoriales muy represivos, en México el sistema priista logró la estabilidad sin recurrir a la represión, más que de manera excepcional. Su preferencia por el control y la cooptación le confirieron a México una larga era de progreso. Sin embargo, cuando aquellas naciones se democratizaron, sus ciudadanos podían distinguir con nitidez el nuevo régimen del anterior. El contraste era blanco y negro: nadie tenía duda que un régimen civil era distinto a uno autoritario. Esa distinción en México nunca fue posible: el régimen priista era autoritario y su cultura y legado se han preservado, no sólo en el PRI y sus derivados sino incluso entre los panistas que tanto denunciaron al régimen del PRI. El punto nodal es que el autoritarismo sigue siendo una característica observable en la forma en que los partidos eligen candidatos, reconocen o rechazan un resultado electoral y, quizá más que nada, en la distancia que existe entre ciudadanos y gobernantes.
¿Cuál es el conflicto de un régimen con esas características en el mundo actual?
El autoritarismo funciona mientras la población se somete y acepta el control, es decir, en tanto éste es percibido como legítimo; la ira contra la corrupción muestra que esa legitimidad ya no existe, lo que hace insostenible a un sistema autoritario. Los comicios recientes evidenciaron que la población ha aprendido a emplear su voto para premiar y castigar; no desperdicia su hartazgo sino que lo canaliza. El sólo hecho que los tres partidos grandes vayan perdiendo representatividad es extraordinariamente revelador. El autoritarismo mexicano podrá estar profundamente enraizado en la sociedad y en su forma de actuar y proceder, pero ha perdido toda legitimidad.
¿Qué señales manda esta situación para el corto plazo?
Esta realidad nos pone directamente en la línea de la sucesión para el 2018. Dentro del gobierno se respira un ambiente de los viejos tiempos, anticipando un dedazo a la usanza del viejo PRI. Lo contrario es perceptible en el PRI legislativo y, mucho más claramente, en el de los gobernadores. En la medida en que el presidente mantenga a su equipo intacto, es anticipable un choque de trenes. En sentido contrario, en la medida en que se den cambios y se constituya un abanico de potenciales candidatos por parte del partido del presidente, la probabilidadde conflagración interna disminuiría. La forma en que el PRI resuelva (o no) sus dilemas marcará la pauta para el resto.
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> Cada uno de los partidos de oposición experimenta su propio proceso y crisis. Algunos pre-candidatos son obvios, otros disputan presidencias partidistas y candidaturas. Algo particularmente prominente es la aparición de una nueva “especie” política: la de los pre-candidatos cuya característica es ser ex-priistas. Hoy no parece remota la posibilidad de que la contienda del 2018 sea entre puros priistas y ex-priistas, bajo distintas denominaciones partidistas o independientes.
¿Qué nos diría un escenario así?
El monopolio del poder que ejerció el PRI por tantas décadas procreó una clase política dotada de habilidades en el manejo del poder, circunstancia de la que quedaron abstraídos los otros partidos, lo que echa luz al menos a parte de la debacle panista. Esto explica la presencia de tantos cuadros originados en el PRI en la palestra pública. La pregunta crucial es si alguno de esos potenciales candidatos y partidos tendrían la capacidad y visión para proponer una reforma al poder que transformara al país en su esencia. Si el autoritarismo de antaño ya no funciona, ¿con qué lo reemplazarían los probables candidatos? En la interacción entre las propuestas y coaliciones que construyan esos individuos y lo que ocurra dentro del gobierno y del PRI quedará determinado el futuro y viabilidad de la política mexicana.