Luis Rubio
Tres categorías de instituciones conforman el corazón de un sistema político: el Estado, el Estado de derecho y un gobierno que rinde cuentas. Para quienes conciben a las instituciones como grandes edificios que las personifican, la perspectiva de Fukuyama* permite entenderlas menos como algo producto de estructuras legales o de grandes diseños y pactos y más como resultado de costumbres y normas que cobran forma a través de procesos evolutivos de largo aliento donde tanto el gobierno como la sociedad van aportando su parte y logrando un equilibrio funcional.
Según Fukuyama, las sociedades tradicionales construían instituciones primero centralizando el poder, típicamente en manos de autoridades militares o tribales que controlaban un determinado territorio. Un segundo eje surgía de la práctica cotidiana: la autoridad defiende a la comunidad de agresiones externas, a la vez que va respondiendo a la evolución económica, protegiendo la propiedad que poco a poco se va definiendo entre sus miembros. Lo interesante de su argumento es que no existe un plan preconcebido de evolución política sino que las instituciones van cobrando forma según se van presentando las necesidades y retos cotidianos. Poco a poco, el tercer eje, se van inter construyendo las demandas crecientes por parte de la sociedad para limitar los excesos y abusos del gobernante; esas demandas van obligando a codificar las prácticas y los acuerdos, dando nacimiento a la ley escrita. Con el tiempo se organizan cuerpos representativos (asambleas y parlamentos) que formalizan la obligación del gobernante de rendir cuentas a la sociedad. La democracia moderna nace cuando los gobernantes aceptan reglas formales y se subordinan a ellas, lo que implica limitar su poder y soberanía, reconociendo la voluntad colectiva expresada en elecciones frecuentes.
Los tres elementos (Estado, leyes, rendición de cuentas) son funcionales cuando logran un equilibrio no paralizante: cada uno es contrapeso de los otros, pero el conjunto logra resolver y decidir sobre los asuntos medulares. Lo crucial es que la población se suma al proceso no por generosidad o altruismo sino porque hacerlo satisface sus necesidades y atiende a sus intereses. El Estado de derecho acaba siendo la fórmula de interacción entre intereses distintos, algunos en conflicto, otros simplemente diferentes.
No todos los países logran un equilibrio. Por ejemplo, Singapur tiene tanto un Estado fuerte como Estado de derecho pero carece de mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Rusia, dice Fukuyama, tiene un Estado fuerte y hay elecciones frecuentes, pero sus gobernantes no se sienten obligados por el Estado de derecho. Afganistán tiene un gobierno débil y una sociedad fragmentada, incapaz de exigir rendición de cuentas. En estos términos, no es difícil caracterizar a México como una nación que experimenta procesos electorales frecuentes, la ley es un pobre referente para la interacción social y tanto el gobierno como la sociedad son relativamente débiles.
La evolución de cada país tiene un sello genético implacable. En unas naciones la guerra propició el desarrollo del Estado, en otras lo debilitó; en algunos casos fue la religión la que provocó el surgimiento de una sociedad fuerte que luego condujo al Estado de derecho. La tecnología, la geografía, la densidad poblacional y la vecindad son todos factores explicativos. Lo interesante del siglo XX es que demostró que es posible, al menos en ciertas circunstancias, romper con el determinismo histórico. Esa oportunidad, que naciones como Corea, España, Chile y otras similares aprovecharon para transformarse, debería ser el modelo a contemplar para el futuro.
Según el esquema conceptual de Fukuyama, padecemos carencias en las tres categorías: Estado débil, Estado de derecho defectuoso y una sociedad que no acaba de trascender la crítica para convertirse en un contrapeso positivo y efectivo. Nuestra historia tiene mucho que ver con esto. Las únicas dos épocas en que el país logró un progreso económico real fueron el porfiriato y los buenos años del PRI. El común denominador de ambos periodos fue un gobierno capaz de organizar a la sociedad e imponerse. Cuando el gobierno se excedió (como en los 70), produjo caos; cuando acertó en el equilibrio (como entre los tardíos 40 y mediados de los 60), el éxito fue notable.
Esta historia invita a muchos a imaginar que nuestro problema radica en la descentralización que ocurrió en las últimas décadas y que, por lo tanto, todo se resuelve retornando al redil. La evidencia de estos últimos años demuestra que eso es imposible por la naturaleza del momento histórico, la tecnología y nuestra geografía. Más bien, el problema reside en lo caótico de la descentralización y la falta de liderazgo en la construcción de instituciones y mecanismos de rendición de cuentas que la hagan posible. Es decir, no es que los gobernadores tengan que regresar a ser peones del presidente o que la sociedad vaya a ser dócil, ambas proposiciones inviables. En ausencia de un equilibrio natural, lo que hace falta es una estrategia de descentralización que entrañe construcción de capacidad de Estado (administrativa, judicial, policiaca, etc.) que conduzca a la construcción de un país moderno.
Lo que hoy tenemos es un sistema político deteriorado que no acaba de cuajar y que, por el camino que vamos, jamás lo hará. Se requiere un liderazgo dispuesto a construir y luego auto limitarse. No es fácil, pero es obvio.
*Fukuyama, Francis, The Origins of Political Order, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2011
@lrubiof
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