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Lecciones

Luis Rubio

El conflicto China-Estados Unidos precede a Trump. Luego de años de complementariedad económica, que alguien denominó “Chimerica” para describir una relación que empataba las fortalezas relativas de cada una de esas naciones -manufactura para el gigante asiático, creatividad e innovación tecnológica para la superpotencia-, las dos potencias comenzaron a distanciarse. Muchas fueron las causas de la separación, pero no hay duda de que el desencuentro desató enormes fuerzas a lo largo y ancho del mundo, a la vez que acentuó las características de cada una de las partes. Por el lado estadounidense, se endureció la retracción respecto a la llamada globalización, en tanto que China se abocó a apuntalar sus fortalezas, comenzando por la de la educación tecnológica. Muchas lecciones para nosotros en ambos casos.

En un artículo reciente de Sam Dunning intitulado El imparable ejército chino de STEM: Estados Unidos no puede contener la innovación china, el autor describe el contraste entre las fallas norteamericanas en materia educativa, sobre todo su distancia respecto a la formación técnica, frente al énfasis chino en ciencia (S), tecnología (T), ingeniería (E) y matemáticas (M). China, al igual que muchas de las naciones asiáticas más exitosas, se abocó a construir su futuro sobre una plataforma sólida de infraestructura física, educativa y de salud. En lo que concierne a la educación, como sugiere este artículo, los chinos privilegian la educación científica y técnica para incrementar la productividad de su economía y, con ello elevar el nivel de vida de su población. De esa lógica se deriva todo un conjunto de acciones que no sólo han permitido transformar a su economía y a su país en general, sino sentar las bases para su futuro. Como han evidenciado otras naciones de aquella región, todavía está por determinarse si es posible sostener la compatibilidad entre su sistema político y su desarrollo económico, pero lo que no está en duda es la espectacular transformación que esa nación ha experimentado en las pasadas cuatro décadas.

A la luz de ese panorama, uno se pregunta qué es lo que México ha logrado en ese mismo periodo. Como China, México reconoció en los ochenta que su economía ya no funcionaba y que requería cirugía mayor para enfrentar los retos que imponía una población creciente y demandante. A partir de entonces, se inició un periodo de reformas económicas y, eventualmente, políticas, que modificaron de raíz tanto la estructura económica, como la del poder político. Sin embargo, para nadie es sorpresa que, a pesar de infinidad de avances, el resultado no ha sido del todo satisfactorio y mucho menos cuando se le compara con lo que lograron naciones en otras latitudes que invirtieron en sistemas educativos e infraestructura de manera sistemática.

El atractivo que China le ofrece a muchos miembros de Morena en este contexto es evidente. Al menos debe uno agradecer que vean a China como ejemplo y no a Cuba o Venezuela. Al final del día, entienden que lo trascendente sí es efectivamente la transformación económica. Sin embargo, lo que ven con añoranza en China es el control político autoritario que ejerce aquel gobierno. Por otro lado, no deja de ser paradójico que les atraigan los resultados, pero no están dispuestos a hacer la chamba para llegar a un lugar similar. ¿Dónde están los proyectos de infraestructura -fundamentados en cálculos de costo-beneficio- que llevarían a equiparar a México con el gigante asiático? ¿Dónde está la promoción de las empresas privadas para llevar a cabo esa transformación? ¿Dónde está el sistema educativo orientado al desarrollo tecnológico? El modelo que les parece tan atractivo trae mucho trabajo detrás que nadie en Morena parece interesado en replicar.

Mucho más relevante es el ejemplo que proveen otras naciones asiáticas que lograron similares transformaciones sin los controles autoritarios brutales que caracterizan a China. Corea, Taiwán e incluso Tailandia, Vietnam y Malasia, por no hablar de India, ilustran procesos de reforma mucho más cercanos al mexicano, algunos habiendo logrado la consolidación de sistemas políticos plenamente democráticos a la par con éxitos económicos y sociales notables. Es obvio que no hay una sola forma de avanzar, pero la mexicana ha sido atropellada, por decir lo menos. Muy a nuestro estilo, luego del inicio de las reformas, un proyecto incompleto pero articulado y coherente en sí mismo, lo que siguió fue reactivo cuando no producto de meras ocurrencias.

Y ahí seguimos: en ocurrencias, sueños y pleitos. La gran lección que arrojan las diversas naciones asiáticas es su claridad de rumbo y su concentración en la construcción de condiciones para hacer posible la consecución de sus objetivos. En México hemos ido de tumbo en tumbo: unos abren, otros cierran; unos se preocupan por la seguridad, otros los denuestan, sin hacer nada para resolver el problema. Todos hablan, pero nadie enfrenta los verdaderos obstáculos que mantienen postrado al país.

El pasado no se puede cambiar, pero, en lugar de ver a Trump como amenaza, ¿por qué no verlo (o aprovecharlo) como la oportunidad para dar el gran salto adelante, para provocar la transformación que México obviamente requiere pero que parece impedida por todos esos intereses y dogmas?

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REFORMA
23 marzo 2025

Dos momentos

Luis Rubio

Dos momentos muy diferentes caracterizan al tiempo reciente. Uno es el de AMLO y lo que él representó. El otro es el de Claudia Sheinbaum. Aunque provienen del mismo lugar en los últimos años, de Morena en lo específico, sus historias son claramente distintas. El movimiento que AMLO encabezó fue, en palabras de Fernando Escalante, “una gran ofensiva de la clase política contra el Estado.” El segundo es el del gobierno actual, cuyo origen ya no se remite a alguna de las corrientes del priismo del siglo XX, sino a la izquierda que emergió con el movimiento estudiantil universitario en los ochenta y que eventualmente se fusionó con la izquierda “histórica” en lo que acabó siendo el PSUM. Aunque un gobierno surgió del otro y se empeña en perseverar en el proyecto del antecesor, su esencia es diferente y tendrá consecuencias distintas. Sin embargo, en lugar de liderar hacia un gran futuro, ambos han sucumbido a lo que Román Revueltas denomina como el “pedestal a una recia e innegociable mexicanidad.”

Como “hijo” del priismo, AMLO se abocó a concentrar el poder presidencial y a conferirle preeminencia al gobierno como factor de cambio en la sociedad. Su proyecto era fácilmente identificable como derivado del nacionalismo revolucionario, una de las dos grandes ramas del PRI en sus orígenes. Los priistas tuvieron siempre la convicción de guardar las formas, modificar -pero jamás anular- el statu quo y, por encima de todo, preservar la estabilidad política. La materialización de esa visión residía en el crecimiento económico como factor tanto de desarrollo como de estabilidad, valores que AMLO optó por subordinar a la construcción de un sistema clientelar, con obvios beneficios tanto políticos como electorales, pero a un costo monumental para la estabilidad y para el futuro. Donde varió respecto a la tradición de su partido de origen fue en su desprecio por las formas y las instituciones. Mientras que sus predecesores cuidaban el discurso y le hacían caravanas a las instituciones (aunque violaran sus reglas en lo obscurito), él se abocó a concentrar el poder en su persona, a diferencia de la presidencia. Quizá más trascendente, todo su gobierno se abocó a minar, si no es que a destruir, el legado de lo que él caracterizó como “neoliberalismo,” el proyecto económico que sacó al país del hoyo desde los ochenta y que condujo, de manera indirecta, a la liberalización política de los noventa en adelante.

En sus primeros meses como presidenta, Claudia Sheinbaum ha perseverado en el camino marcado por su predecesor, pero ha ido mostrando diferencias significativas. Primero que nada, por personalidad, historia y formación, es lo más distante al viejo priismo que los mexicanos hemos conocido. Mientras que sus predecesores panistas siguieron rindiendo pleitesía a las formas del viejo sistema, ella le ha imprimido su propio estilo desde el primer día, comenzando por la reverencia a su predecesor, algo desconocido en la historia política previa. En segundo lugar, a diferencia de AMLO, ella no sólo comprende la importancia del crecimiento económico para atacar la pobreza y la desigualdad, dos valores centrales de su proyecto, sino que está empeñada en encontrar la forma de acelerarlo. Su estrategia para lograrlo (presupuestaria, retórica e institucional) puede contradecir ese propósito, pero me parece que no hay la menor duda de su convicción al respecto, como, además, ilustra su dedicación a lidiar con Trump. En tercer lugar, su estrategia de seguridad reconoce de facto no sólo el enorme déficit que le dejó su predecesor, sino el brutal costo que tuvieron los famosos abrazos, que acabaron siendo un incentivo para la consolidación del crimen organizado en diversas regiones del país y sectores de la economía. Finalmente, ha sido explícita en su convicción de que el gobierno tiene la responsabilidad de no sólo conducir el desarrollo del país, sino regularlo y ser el factor central en ese proceso a través de las empresas públicas. O sea, la suya es una izquierda de convicción, no de conveniencia como la de su predecesor.

Claramente, no son visiones irreconciliables, pero sí muy distintas. Ambas privilegian al gobierno sobre el mercado y a las empresas públicas sobre la inversión privada. También, ambas comparten un dejo anti gringo, independientemente de que, en su lado racional, reconozcan la necesidad (o inevitabilidad) de preservar tanto el arreglo comercial con Norteamérica como una relación funcional con los estadounidenses. Paradójicamente, en muchos sentidos, ambos asumen mucho del carácter tradicional del mexicano.

Román Revueltas lo argumenta sin desperdicio: “A México no le termina de gustar Occidente. Tampoco le encanta la modernidad. Se solaza, eso sí, en la permanente evocación de un pasado mítico, local de necesidad y obligadamente autóctono.” Revueltas plantea el dilema central que enfrenta el país desde una perspectiva antropológica: “El trasnochado victimismo de nuestra gente, inculcado tempranamente en las escuelas y aderezado del correspondiente resentimiento, ha hecho que florezca un extraño repudio a nuestros vecinos del norte.”

AMLO navegó sin comprometerse; ahora, en la era de Trump, México está teniendo que definirse de manera cabal: hacia el futuro o hacia el pasado. La presidenta tendrá que optar.

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EN REFORMA
16 marzo 2025

La contradicción

Luis Rubio 

El poder absoluto, ya lo insinuaba Lord Acton, no es garantía de buen gobierno. Más aún cuando todo ese poder está en manos de una cosa etérea llamada Morena que, una vez sin líder en activo y en control de todos los procesos, se está convirtiendo en un ente complejo, propenso a la fragmentación y cada vez más burocratizado. Y peor cuando la ausencia de hasta la más mínima semblanza de contrapeso -resultado tanto del voto popular como de la sobrerrepresentación ilegal de AMLO- no hace sino envalentonar a los elementos más extremos, radicales y disruptivos del partido. Todo lo cual deja a una presidenta en control de parte de la administración y con demostrada habilidad para conducir la compleja relación con Trump, pero no para reconocer lo que hace funcionar a una economía.

La contradicción es flagrante. De hecho, contradicciones, en plural. Morena, y todo lo que ese “movimiento” representa, es alérgico al crecimiento económico, pero lo requiere para financiar las interminables transferencias a sus bases clientelares, sin las cuales la supuesta hegemonía dejaría de existir. AMLO entendía bien la inconsistencia entre lealtad y mejoría económica: cuando la gente progresa y se vuelve clase media, decía, deja de ser leal, por lo que es mejor mantenerla pobre y dependiente. Eso funcionó por un rato, pero, como demuestra el desmedido e irresponsable déficit fiscal incurrido en 2024, sus límites son flagrantes, que es la razón por la cual la presidenta Sheinbaum sabe que no hay opción más que promover el crecimiento económico. Su “Plan México” constituye un reconocimiento de ese imperativo político, pero también evidencia la enorme distancia que hay entre el objetivo -el crecimiento y el nearshoring– y su comprensión de lo que se requiere para que se materialice la inversión productiva.

Morena ha impulsado una colección de leyes, enmiendas constitucionales y regulaciones incoherentes, caprichudas y, casi todas ellas, incompatibles con una economía creciente. La recesión que se avecina es prueba palpable de ello: por más que los funcionarios se auto congratulen de la inversión recibida del exterior en los años recientes, la realidad es que prácticamente no ha habido inversión nueva desde que inició el sexenio pasado. Los ahorradores, empresarios e inversionistas, tanto nacionales como extranjeros, tienen muchas opciones y jamás van a optar por las que entrañan riesgos intolerables. Riesgos como los que le son inherentes a un poder judicial politizado, una burocracia que cambia las reglas del juego según le conviene al funcionario o presidente en turno y, sobre todo, un aparato político que puede cambiar la constitución en un santiamén. Sólo con velos ideológicos e intransigencia política se puede pretender que así es posible atraer la inversión.

La era en que los mercados, sobre todo financieros, podían dictar los límites al actuar gubernamental (de todos los gobiernos del mundo), como ocurrió en el pasado casi medio siglo, ha pasado a la historia, lo que implica un resurgimiento del poder estatal. Sin embargo, la inversión puede igual dirigirse a lugares distintos, dependiendo de las condiciones objetivas de cada localidad. El llamado nearhsoring lleva años en el vernáculo del mundo del comercio y la economía y la lógica parecía imponer que México sería el gran beneficiario de esta derivación geopolítica por su localización geográfica y la existencia del TMEC. Sin embargo, van al menos tres gobiernos desidiosos que supusieron que la oportunidad se materializaría sin esfuerzo (o que no era oportunidad para comenzar). La evidencia muestra que los grandes beneficiarios han sido naciones como Vietnam, Indonesia y República Dominicana, naciones que asieron el momento sin chistar.

Y luego llegó Trump. Hasta hoy (y esto puede cambiar en un instante) la presidenta ha logrado una relación funcional, evitando los peores exabruptos de su contraparte norteña, pero la fragilidad de la relación es evidente, toda vez que el señor vive de ocurrencias y su capacidad de alterar nuestra realidad infinita. Todavía más importante, los “arreglos” que se han logrado no incluyen medidas objetivas a las que las partes se puedan remitir en caso de diferendo, lo que implica que todo está (y, temo, estará) en el aire por los próximos cuatro años. Y no hay peor elemento disuasivo al ahorro y la inversión que la inestabilidad e incertidumbre.

Lo peculiar es la extraordinaria (y encomiable) disposición a negociar con Trump e idear modos y argumentos para apaciguarlo frente a la absoluta indisposición a comprender y aceptar la necesidad de revisar conceptos y prejuicios arraigados que son contrarios y contraproducentes para atraer inversión y promover el crecimiento económico. No basta con reconocer la necesidad del crecimiento y de la inversión privada para lograrlo (un hito en sí mismo luego del sexenio pasado), porque una decisión de ahorro o de inversión no depende de la retórica, sino de las condiciones objetivas y éstas han ido evolucionando exactamente en contra de lo que requiere y demanda un potencial inversionista.

Como dice Deirdre McCloskey, “la evidencia es abrumadora: la libertad, no la coerción de un amo

privado o de un gobierno, inspira a la gente a mejorar continuamente. Para los más pobres.”

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REFORMA
09 marzo 2025

Partidos

Luis Rubio 

México está partido en dos mundos con percepciones que parecen irreconciliables. Según encuestas recientes, la presidenta Sheinbaum cuenta con más de 70% de aprobación, a la vez que el resto de la sociedad la desaprueba, frecuentemente de manera rotunda. En términos generales, estos números no son radicalmente distintos a los que se observaron en la elección presidencial de 2024 o en las tendencias de los últimos años. Quizá la gran pregunta es qué nos dice esto sobre el presente, pero, sobre todo, respecto al futuro del país.

Lo primero que habría que dilucidar es de dónde vienen estos números porque de su permanencia depende toda la estrategia gubernamental. Cuando un gobierno cuenta con cifras tan elevadas de aprobación le es fácil ignorar al resto de la sociedad, ya sea porque la pierde de vista o porque ha decidido conscientemente desconocerla. Es decir, se trata de un cálculo y de una apuesta: el cálculo de que esa base de apoyo se puede mantener con las estrategias existentes y la apuesta de que no habrá factores que alteren la ecuación.

Según encuestas de Alejandro Moreno desde 2023, el 60% de la población se sentía satisfecha, había visto crecer su ingreso real y por lo tanto su capacidad de consumir, por lo que aprobaba la gestión del entonces presidente. Por su parte, el 40% restante desaprobaba de la gestión del presidente por considerar que estaba dañando los cimientos del bienestar futuro y atentando contra los prospectos de crecimiento y desarrollo. La diferencia central entre los dos contingentes radicaba en el nivel de escolaridad, así como en el contraste relativo a su localización en la estructura socioeconómica: los que vivían al día frente a los que cuentan con relativa certeza sobre su futuro económico. Los primeros se han beneficiado de los programas de transferencias directas de los gobiernos morenistas, en tanto que los segundos tienen preocupación sobre la estabilidad y viabilidad de largo plazo del país.

Es decir, el meollo del contraste parece radicar en la perspectiva de tiempos. Para la cohorte que se siente satisfecha, lo que cuenta es el hoy y ahora; para el restante 40% lo que importa es la percepción de futuro: hacia dónde vamos. Se trata de perspectivas que emanan de realidades económicas y de visión muy distintas y que muestran la circunstancia de un país dividido: el que ha tenido la oportunidad de avanzar en la escala de la educación y el que se quedó atorado en un sistema educativo que no prepara para el mercado de trabajo ni para la vida. Los primeros tienen empleos confiables en tanto que los segundos cuentan con “apoyos” gubernamentales.

Las percepciones son cruciales para fines electorales, pero constituyen un riesgo cuando sus soportes son endebles. En la medida en que el gobierno pueda garantizar que su estrategia de transferencias en efectivo se mantendrá y que su valor real no se erosionará por una mayor inflación, la apuesta parecería razonable. En sentido contrario, en la medida en que la economía enfrente vientos adversos, la estrategia se torna por demás riesgosa.

Hasta este momento, el gobierno ha preservado la estrategia político-electoral diseñada por AMLO sustentada no sólo en las transferencias, sino en una visión introspectiva de la economía, orientada a proteger lo existente. Con algunas excepciones, el gobierno actual ha seguido la misma tónica, pero, aunque con un contenido más ideológico y, sobre todo, más rijoso y retador, como ilustraron los intercambios recientes con Trump, reconociendo la importancia e inevitabilidad de una estrecha relación económica con nuestros vecinos.

Si uno observa el panorama sin sesgo electorero, la apuesta del gobierno actual parece más bien temeraria. Por una parte, la economía enfrenta problemas de esencia: la inflación sigue elevada; la deuda, si bien no a niveles catastróficos, ha venido aumentando; el déficit fiscal es sumamente preocupante (y más por las calificadoras); y el potencial conflicto con Trump amenaza la viabilidad del principal motor de crecimiento de la economía, las exportaciones. Además, con excepción del asunto de la seguridad, donde es claro que se está intentando una nueva estrategia, el gobierno no está haciendo nada para revertir las malas tendencias que se observan en educación, salud, infraestructura, justicia y estado de derecho. En todo caso, las reformas de los meses pasados en materia de justicia, energía y organismos autónomos apuntan hacia la dirección opuesta.

En diversos foros, la presidenta ha expresado su convicción de que el llamado nearshoring constituye la gran oportunidad para la construcción de un futuro exitoso. Se trata, sin duda, de una posibilidad que podría fructificar. Sin embargo, la apuesta implicaría desandar mucho de lo que se ha hecho en los últimos meses en aras de crear un entorno de predictibilidad para la inversión y condiciones para que los mexicanos que emerjan del sistema educativo cuenten con las calificaciones que demanda el mercado de trabajo. Hoy ciertamente no estamos ahí.

Cuando uno ve los números de aprobación y desaprobación del gobierno, la pregunta relevante es quién tendrá razón al final del camino: los que están satisfechos o quienes están preocupados porque ven que los riesgos se elevan y que las oportunidades probablemente no son tales.

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 REFORMA
02 marzo 2025

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La contraparte

Luis Rubio

Un viejo dicho americano dice que “se requieren dos para bailar tango.” Por muchas décadas, México y Estados Unidos fueron aprendiendo a bailar en conjunto, pero, luego de un serio y convencido intento al inicio, el corazón de ambas sociedades dejó de estar ahí. En los ochenta, en la mitad de una severa crisis económica que amenazaba con destruir al país, México comenzó una serie de reformas internas y optó por acercarse a Estados Unidos, decisión que implicaba un rompimiento radical en términos históricos, para darle viabilidad al proyecto reformista y a la economía mexicana en el largo plazo. Estados Unidos vio el planteamiento mexicano como la gran oportunidad que su país le ofrecía a México para transformarse. El TLC original, conocido como NAFTA, respondía a esa lógica política. Pero, desde el inicio, las semillas de un futuro complejo habían quedado sembradas porque México contempló al TLC como el fin de un proceso de reforma interna, en tanto que Estados Unidos lo veía como el inicio de una gran transformación de su vecino sureño. Ahora es Estados Unidos el que experimenta una convulsión y no cabe duda que, cualquiera que sea el desenlace, impactará a México.

Trump ganó su segundo mandato con mayoría del voto popular y lo ha convertido en una licencia para alterar el statu quo de manera radical. Asistido por su nuevo gran amigo, el empresario Elon Musk, Trump ha provocado no sólo grandes revisiones en las relaciones internacionales, los aranceles y la agencia de asistencia internacional (USAID), sino que se ha dedicado a restringir el gasto público ya aprobado por el congreso, promover el retiro temprano de vastos segmentos de la burocracia, eliminar agencias y secretarías “sin decir agua va,” creando una enorme confusión. Varían las lecturas sobre el objetivo último, pero todo el aparato gubernamental experimenta espasmos y contorsiones.

Las interpretaciones van desde el extremo que Trump pretende ser rey autócrata, hasta aquellas que sugieren que el embate que encabeza Musk va orientado a desacreditar al gobierno mismo.  Aunque no son excluyentes, reflejan a las personalidades de estos dos actores centrales del drama. La historia estadounidense comenzó por el rechazo a la imposición religiosa europea (origen de su desprecio por un gobierno central fuerte), a lo que se agrega la corriente libertaria que caracteriza a Musk, quien además cree que el funcionamiento de un gobierno es, o debería ser, idéntico al de una empresa. Por su parte, Trump tiene una serie de ideas muy arraigadas, entre las que sobresale tanto el empleo de aranceles como instrumento de negociación (otra característica esencial, su permanente búsqueda de triunfos transaccionales), como su ánimo vengativo contra el “estado profundo” que, en su lectura, es el responsable del robo de su triunfo electoral en 2020.

Tanto Trump como Musk tienen una historia que explica mucho de su visión y, sobre todo, de la saña con que actúan. Trump llega con un profundo sentido de resentimiento por su percepción de que su país ha sido víctima de sus propias acciones, desde el plan Marshall luego de la segunda guerra, hasta el crecimiento de China como competidor de EUA, incluyendo a los países que, como México, son proveedores importantes de bienes e insumos, pero que él percibe como un robo al norteamericano común y corriente. Por su parte, Musk creció en el apartheid sudafricano y observó el desorden en que su país eventualmente se convirtió, lo que le llevó a ser maximalista en sus planteamientos. La combinación de estos dos personajes explica mucho del ruido que emana del norte y que atemoriza a mucho del resto del mundo.

Visto desde fuera, especialmente desde México luego de nuestra reciente experiencia con otro aspirante a ser autócrata (y con el poder para avanzarlo), la gran pregunta es si Estados Unidos cuenta hoy con contrapesos efectivos para contener los excesos en que Trump pudiese incurrir. Una forma de evaluarlo radicaría en el control que el partido del presidente tiene sobre ambas cámaras legislativas y muchas gubernaturas, pero es excesivo derivar de esto una certeza de que estos cuerpos colegiados responderán a los deseos del presidente. En contraste con México, los legisladores de allá tienen que responderle a sus votantes, lo que limita su propensión a ceder ante presiones del ejecutivo (que no son pocas). Por otro lado, no existe uniformidad ideológica, política o práctica en las filas republicanas, como ilustran los interminables malabarismos que realiza el líder republicano del congreso para lograr la aprobación de un presupuesto, así sea de meses de vigencia. Hay contrapesos más efectivos de lo aparente.

Los otros factores de contrapeso son los mercados y, a la larga, el más trascendente, son los jueces, varios de los cuales han interpuesto limitantes o suspensiones a los embates del dúo presidencial. Falta por ver cómo se realinea la suprema corte, cuyos integrantes tienen, por estructura y necesidad, que responderle a la historia y no al presidente o a quien los nombró. El prospecto es, inexorablemente, de un rato de incertidumbre e impredecibilidad, justo cuando México requiere lo opuesto… En todo caso, lo que está de por medio es enorme para los americanos, el mundo y, ciertamente, el TMEC y México en general.

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EN REFORMA
23 febrero 2025

Maniqueísmo

Luis Rubio

Quizá no haya mayor factor de disonancia en la vida política nacional que la confrontación de visiones, lecturas y expectativas que caracteriza al debate político y a la opinión pública: para unos todo está bien, para otros todo está mal. Parte de la explicación seguro se origina en un choque ideológico que lleva a que se extremen las percepciones y parte a una idealización del presente o del pasado, respectivamente, y de su consecuente extrapolación. ¿Habrá forma de dilucidar lo que está detrás del choque de visiones?

Las narrativas en conflicto son muy claras: para quienes perciben que todo está mal, la democracia ha muerto y el futuro solo puede empeorar; para quienes ven todo bien, la gente está feliz, el gobierno es popular y, por lo tanto, el futuro es promisorio. ¿Ambas son igualmente válidas? La respuesta es clave para el futuro, la economía y el propio gobierno.

Hay dos datos “duros” que permiten analizar el fenómeno: uno es que la popularidad de AMLO casi nunca estuvo debajo del 60% y la de la presidenta se encuentra arriba de 70%. El otro dato, que se repite en las encuestas con regularidad, es que el país está partido en dos bloques: el 60% que está contento y el 40% que no lo está. Los primeros viven más o menos al día y su circunstancia ha mejorado en los últimos tiempos gracias a las remesas, transferencias en efectivo y el salario mínimo. Por su parte, el 40% tiene una situación económica confiable (un empleo o un ingreso estable) que le permite pensar hacia el futuro y ve con preocupación la dislocación de algunas variables clave (como los contrapesos, la deuda, el déficit, la productividad).

Dos cosas parecen indudables: una es que la popularidad no garantiza la permanencia del statu quo ni la viabilidad económica y financiera. La otra es que, como consecuencia de los cambios constitucionales recientes, la realidad política que ahora muchos observan como catastrófica no era tan popular o exitosa como los detractores de las reformas pretenden. Con esto no quiero sugerir que el panorama sea benigno, sólo que la democracia mexicana era enclenque, que AMLO violó impunemente la legislación electoral y que tan pronto la Suprema Corte desafió el poder presidencial fue desbancada. O sea, los pretendidos sustentos y contrapesos de la democracia eran más míticos que reales.

Para la mayoría de la población (ese 60% que votó por Morena), pesó más la “democratización” de la corrupción, la desigualdad que hábilmente explotó AMLO y el deterioro del ingreso real de las últimas décadas. La democracia, la pluralidad y sus estructuras nunca fueron populares.

No es que los pesimistas de hoy estuvieran ciegos ante la realidad cotidiana. Simplemente, tendían a ver de manera benigna lo que ocurría o como problemas a resolverse, por lo que mucho de su pesimismo actual se deriva del hecho que la formalización constitucional hace imposibles esas potenciales soluciones, lo que indudablemente constituye un cambio político profundo.

Mi punto no es justificar cualquiera de las dos narrativas, sino entender que la realidad era mucho menos favorable de lo que argumentan los que hoy denuestan el deterioro político, a la vez que reconocer que el gobierno (AMLO y CS) ha sido mucho más hábil para responder ante las preocupaciones cotidianas de la mayoría de la población. Lo anterior no implica que su estrategia sea buena o sostenible, pero sí que ha sido extraordinariamente efectiva y popular.

No tengo duda que parte de la explicación de las narrativas contradictorias radica en que la población ha normalizado (o dado por inevitables) cosas que serían inaceptables en otras latitudes como la inseguridad, la corrupción, el bajo crecimiento o los malos servicios públicos. Pero, frente a eso, el ingreso real y el consecuente crecimiento en el consumo han tenido un evidente beneficio político. Queda por dilucidarse si la popularidad responde a una nueva legitimidad o si se trata de un mero reflejo de la mejoría económica, factores clave en términos electorales.

Todo lo cual no quiere decir que los análisis más sesudos y preocupantes respecto al futuro estén errados, sólo que están desfasados de la realidad actual. Analíticamente es obvio que la estrategia gubernamental funciona mientras no cambien los factores o vectores que lo sustentan. Si en algún momento se alteran las variables (tipo de cambio, finanzas públicas, TMEC, calificadoras) que hacen posible y viable la estrategia gubernamental, todo cambiaría. También, la ausencia de contrapesos inexorablemente incide en las decisiones de inversión, con su consecuente impacto en la tasa de crecimiento económico.

Al final, el factor crucial reside en la capacidad y disposición del gobierno a responder con habilidad y celeridad ante los retos, tanto internos como externos, que se vayan presentando. Mientras que AMLO gozó de un entorno sumamente favorable, CS enfrenta un panorama mucho más incierto, en buena medida por el complejo legado que le dejó AMLO tanto en lo económico como en la estructura constitucional, pero también por Trump. Sus respuestas hoy en día se han encaminado más a envolverse en la bandera para satisfacer a su base y a una ideología que a responder ante una cambiante realidad. Pero de cómo responda depende el futuro.

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REFORMA

16 febrero 2025

Complicaciones

Luis Rubio

 

Imposible no percibir la paradoja que caracteriza al gobierno y al México de hoy. Por un lado, tenemos un gobierno que busca (¿y requiere?) del apoyo y la unidad de la población ante un gran reto del exterior. Por el otro, se trata de un partido y gobierno que nació, creció y vive de la división, la polarización y el denuesto sistemático de todo lo que no es Morena. Si a eso se agrega el conjunto de legislaciones, enmiendas constitucionales, destrucción de instituciones clave y el creciente monopolio excluyente del poder, no queda más que preguntar ¿cómo, en ese contexto, pretender la unidad nacional o el desarrollo?

La escena recuerda la frase lapidaria con que Barbara Tuchman inicia su famoso libro La marcha de la locura: “Un fenómeno que puede notarse por toda la historia, en cualquier lugar o período, es el de gobiernos que siguen una política contraria a sus propios intereses.” El libro analiza errores garrafales de un gobierno tras otro desde Troya hasta Vietnam donde el común denominador es la incapacidad de desarrollar políticas idóneas a las circunstancias. Movidos por ideología, prejuicios, mala información o cualquier otro sesgo, estos gobiernos resultan incapaces de comprender las circunstancias que enfrentan, llevándolos a caer en equivocaciones aberrantes que minan sus propios objetivos e intereses. Así, concluye Tuchman, “Si proseguir la desventaja después que ésta se ha hecho obvia resulta irracional, entonces el rechazo de la razón es la primera característica de la locura.”

No hay ni la menor duda que Trump representa un reto monumental el cual, hasta la fecha, ha sido conducido con habilidad por la presidenta. Sin embargo, eso no excusa las enormes complicaciones en que el propio gobierno y su partido, especialmente el predecesor, han incurrido, todas ellas auto infligidas, y que limitan su capacidad de acción tanto en el plano económico como en el político.

Por el lado económico, la capacidad de crecimiento está limitada por las locuras fiscales cometidas en el año electoral pasado con el obvio objetivo de ganar la elección a cualquier precio y sin importar las consecuencias, así ardiera Troya, por seguir con la lógica de Tuchman. Mucho más al punto, AMLO optó por ignorar, o intencionalmente no comprender, la razón por la cual se había construido el entramado institucional de las últimas décadas. Es decir, como Trump, se dedicó a destruir sin preguntar, sin interesarse en el por qué o para qué de cada una de esas instituciones, desde la Suprema Corte hasta el TLC, pasando por las comisiones de telecomunicaciones, competencia, energía, transparencia etcétera. Es evidente que siempre es posible optimizar, hacer más eficiente la estructura gubernamental y reducir gastos, pero lo que se hizo a lo largo del gobierno pasado y que se formalizó en la constitución al inicio del actual fue irracional desde la perspectiva del desarrollo económico y califica como una locura bajo el cartabón de la autora citada.

Por el lado político la cosa no ha sido mejor. Morena logró su objetivo de monopolizar al poder legislativo, así fuera violando la legislación y normativa vigente, y va camino a subordinar y controlar al poder judicial, con lo que tomará control prácticamente absoluto de la estructura del Estado. Además, toda la estrategia es excluyente, como si no existiera, al menos, el 40% de votantes que optaron por otras corrientes políticas o por una estructura institucional distinta. Todavía está por dilucidarse cuál será la relación entre partido y gobierno, pero de que será un monopolio no queda duda. El electorado así lo avaló, por lo que nadie puede disputar la legitimidad de los comicios, pero eso no niega la contradicción existente entre ese monopolio y los objetivos de desarrollo que ha planteado el gobierno. No es casualidad que el país prácticamente no haya visto nueva inversión del exterior y muy escasa la del empresariado nacional. Cuando las condiciones son tales que desincentivan nuevos proyectos, el país se ha quedado con la reinversión de utilidades, pero sin prospectos nuevos para el crecimiento que ambiciona la administración. No ver, o no querer ver, la contradicción es otra faceta de esa misma locura.

Así estábamos antes de que arribara Trump a la presidencia de su país y ahora hay que lidiar con las locuras que vengan de allá, pero es imposible pretender “unidad nacional” cuando no hay ni la menor intención de corregir el rumbo en lo político, especialmente su dedicación a la exclusión de casi la mitad del electorado, o de construir condiciones propicias para atraer inversión por el lado económico. A final de cuentas, la apuesta al crecimiento por vía del consumo depende de que la economía crezca con celeridad, pues de otra manera la brecha fiscal crecerá aún más, poniendo al país ante riesgos que generaciones anteriores conocimos como crisis y que no son encomiables para nadie.

Las crisis, dice el viejo proverbio chino, son una mezcla de peligro y oportunidad. El diestro manejo respecto a Trump sugiere oportunidad, pero el pésimo manejo respecto al futuro del país entraña riesgo. Lo último que queremos es caer en una crisis; mejor saltársela para arribar directamente a la oportunidad, pero eso requeriría acabar con las locuras auto infligidas.

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 REFORMA
09 febrero 2025

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A pedalear

Luis Rubio

 

El presidente colombiano nos profirió una lección que no tenía ni la menor intención de pronunciar: se puso a las patadas con Sansón, digo Trump, y perdió en menos de que canta un ganso. Comparado con ese espectáculo, la presidenta Sheinbaum ha conducido esta complejísima relación con habilidad y claridad de propósito. Evidentemente, es muy temprano para clamar victoria, pero el resultado a la fecha, con sus altibajos, no es malo. El problema es llegar a la meta.

Trump es un negociador nato. Su libro describe con minuciosidad su forma de proceder: empuja, amenaza, acorrala y prueba la resistencia de su contraparte. Según la respuesta, contraataca hasta encontrar como salirse con la suya. Pero, como describe su libro, su objetivo es ganar, independientemente del tamaño del premio: ataca a diestra y siniestra y, cuando gana, se va a lo siguiente. No resulta muy difícil entender que la manera de avanzar en una negociación con él es dándole espacios para ganar donde el costo para la contraparte no sea prohibitivo.

Una derivada de lo anterior, que me parece sería lo deseable en nuestro caso, consistiría en encontrar la forma de apalancar los proyectos del gobierno con los objetivos (y, sobre todo, recursos) del presidente Trump. El ejemplo más evidente, pero lejos de ser el único, sería la estrategia de seguridad que, luego de tantos abrazos, se ha convertido en una pesadilla para la ciudadanía y un formidable desafío para las autoridades. Mientras que el predecesor facilitaba el crecimiento y consolidación de las organizaciones criminales, éstas se dedicaron a atrincherarse en sus territorios y a pertrecharse con equipos blindados y armamentos cada vez más sofisticados. El poderío de los criminales crece exponencialmente frente a un gobierno enclenque. Más allá de falsos nacionalismos, un apoyo puntual y concertado sería más que útil para un gobierno que, con facilidad, podría ser rebasado.

Cualquiera que sea la opinión que uno tenga del señor Trump, sería un grave error menospreciarlo o subestimarlo. Pero eso es exactamente lo que hizo el presidente Petro de Colombia. En lugar de diseñar una estrategia para lidiar con Trump, inició un ataque retórico dedicado a su base sin reparar sobre las consecuencias. Tan absurdo, improvisado y torpe fue su retahíla, que Trump acabó con él en un santiamén. Bastaron unas cuantas horas para que el gobierno colombiano aceptara todo el paquete de condiciones impuesto por el presidente norteamericano. En el lenguaje castizo que tanto empleaba el señor de las mañaneras, se dobló.

Hasta ahora, la presidenta Sheinbaum ha logrado mantener a México a salvo de la arremetida trumpiana. Cualquiera cosa que sea lo que está haciendo, le está funcionando. El problema es que el presidente estadounidense no va a quedar satisfecho con acuerdos verbales y la capacidad, además de disposición, del gobierno mexicano para responder a sus demandas no es enorme. La pregunta se torna seria: ¿cómo sacar al buey de la barranca?

Hay dos vertientes clave en este asunto: la interna y la norteamericana. Por el lado interno, la presidenta ha logrado un equilibrio entre su retórica interna y la negociación con Trump. Lo ha logrado esencialmente a través de mantener en secreto los intercambios que se estén dando con su contraparte, mientras que exacerba las arengas morenistas. El problema para ella es que el esquema no es sostenible. Primero, no tardará en notarse la contradicción entre los dos discursos, parte porque lo acordado tendrá que cumplirse y parte porque en algún momento lo que se hable en privado saldrá a la luz pública. Es decir, tarde o temprano, la presidenta tendrá que decidir entre satisfacer a sus bases o construir el futuro, porque las dos no son compatibles, al menos no en el corto plazo. Y es precisamente para eso que sería por demás útil apalancarse en el propio Trump para lograr beneficios tangibles que atenúen la potencial resaca morenista.

La otra vertiente es la norteamericana. Así como sería torpe subestimar a Trump, igualmente obtuso sería desdeñar los contrapesos que caracterizan al sistema político estadounidense. Aunque los republicanos tienen mayoría en ambas cámaras legislativas, cada legislador le responde a sus votantes y muchos de esos ciudadanos son susceptibles de ejercer presión sobre sus representantes. Así es como funciona allá: una estrategia bien diseñada de acercamiento a los distritos relevantes para México -aquellos que viven de la relación bilateral o en donde habitan ciudadanos con vínculos  con México- podría desarticular los peores golpes o, en el sentido positivo, influir para alcanzar resultados favorables para México. Cada quien emplea las armas con las que cuenta y México tiene muchas en potencia, pero muy pocas en activo. La primera prioridad debiera ser identificarlas y echarlas a andar.

Einstein decía que “la vida es como andar en una bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando.” El gobierno mexicano, el actual y los anteriores, gozó de las ventajas de la migración y las exportaciones sin resolver los problemas más elementales que enfrenta el país. Ahora es tiempo de pedalearle; la clave radica en encontrar el punto de encuentro con Trump para resolver nuestros problemas y con eso, los de él.

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 REFORMA
02 febrero 2025

El espejo canadiense

Luis Rubio

Es frecuente escuchar la broma de que Canadá y México tienen un problema en común. Efectivamente, en contraste con las naciones europeas, donde hay grandes y chicas, pero ninguna abrumadora, las dimensiones y trascendencia de nuestro vecino común entrañan características singulares. Tanto Canadá como México optaron desde hace décadas por convertir a Estados Unidos en una oportunidad para su desarrollo económico; sin embargo, cada una de estas naciones actúa de manera muy distinta y el efecto de esas diferencias es una mucho mayor inestabilidad e impredecibilidad para el lado mexicano.

Aunque la mayoría de los canadienses habla inglés, su cultura es muy distinta y contrastante con la estadounidense. Más europeos en su comportamiento y organización social, los canadienses se precian de sus diferencias respecto a los estadounidenses. Sin embargo, hace muchas décadas decidieron que su futuro económico se beneficiaría grandemente de una estrecha vinculación con su vecino sureño.

Desde los sesenta establecieron el primer acuerdo comercial formal sobre el sector automotriz con el llamado “auto pact” que no sólo vinculó a las dos naciones en su corazón industrial (sobre todo, al inicio, la provincia de Ontario con el estado de Michigan) para convertirla en la zona más activa del mundo en intercambios industriales en materia automotriz. Décadas después negociaron un tratado de libre comercio entre las dos naciones, seguido poco tiempo después, cuando México se sumó, por el TLC norteamericano, conocido como NAFTA.

Más allá de la formalidad, los canadienses reconocen la trascendencia crucial de sus vínculos económicos con Estados Unidos y han desarrollado estrategias sistemáticas y permanentes para asegurar que nada ni nadie ponga en entredicho la viabilidad de las estructuras (los tratados) que los sustentan. El contraste con México es extraordinario y notable. Para los canadienses no hay duda alguna de la necesidad de nutrir y preservar los vínculos políticos que hacen posible el exitoso funcionamiento de su economía. En consecuencia, dedican ingentes recursos a la preservación de esos vínculos.

No es que Canadá sea altruista ni que se haya vendido a los estadounidenses. La lógica de su actuar está fundamentada en el mejor interés nacional canadiense: ellos reconocen la centralidad de Estados Unidos para su bienestar y, por y para ello, invierten tiempo y recursos para avanzar sus intereses en todos los ámbitos de decisión dentro de Estados Unidos. Cada ministerio federal, así como los premieres provinciales visitan a sus contrapartes, tienen presencia en el congreso y senado estadounidenses y presentan la evidencia de la trascendencia PARA Estados Unidos de la economía canadiense. En términos económicos, se dedican a proteger sus cadenas de suministro y a abogar por los intereses de su nación. En adición a ello, asumen como suyas las prioridades norteamericanas en ámbitos como el de las relaciones con China (ej. bloqueando a Tik Tok y a Huawei), todo con el objetivo de evitar ser blanco de la ira política estadounidense, recientemente exacerbada por el nuevo presidente. Aceptan ciertas limitaciones en aras de lograr el bienestar general, sin ceder ningún principio fundamental.

México vive de las exportaciones a Estados Unidos. Las cadenas de suministro que cruzan las tres naciones norteamericanas son cruciales para la producción de toda clase de bienes y la aportación mexicana al proceso es no sólo crítica para el conjunto, sino trascendental para la propia economía mexicana. Las exportaciones se traducen en demanda de bienes y servicios internos y éstos generan actividad económica en todo el territorio nacional. Si fuésemos canadienses, estaríamos dedicados en cuerpo y alma a proteger la permanencia del mecanismo que hace posibles esas exportaciones y su contraparte en la forma de inversión extranjera. Sin embargo, a pesar de que México montó una muy ambiciosa estrategia política en los noventa para lograr la aprobación del TLC original (NAFTA), ese ejercicio desapareció del mapa a partir de entonces. Y ahora vemos las consecuencias…

Es obvio que México enfrenta una problemática distinta a la de Canadá, toda vez que ha sido blanco interminable de ataques por parte de políticos estadounidenses, sobre todo por la migración, las drogas y la violencia que ejerce el crimen organizado, parte de lo cual trasciende hacia su país. Es evidente que estos son asuntos que claramente nos competen y afectan tanto o más a México que a Estados Unidos, pero los gobiernos mexicanos han hecho casi nada por enfrentarlos en México y han sido completamente negligentes en actuar en términos políticos dentro del ámbito de nuestro vecino. Mucho se ganaría de actuar decisivamente en estos ámbitos internos para mejorar las perspectivas del TMEC, pero esto debe ser en adición a una estrategia debidamente concebida dentro del aparato gubernamental norteamericano.

En 1962 John F. Kennedy podía decir que “La geografía nos ha hecho vecinos. La historia nos ha hecho amigos. La economía nos ha hecho socios, y la necesidad nos ha hecho aliados.” El presidente Trump jamás pronunciaría una frase así, pero México debería dedicarse a asegurar que al menos la sociedad y la amistad comiencen a restablecerse a partir de ahora…

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REFORMA
26 enero 2025

Trump

Luis Rubio

Mañana tomará posesión Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Fue electo cumpliendo todos los requisitos que impone la ley de su país y obtuvo una mayoría absoluta no sólo en el colegio electoral, sino también del voto popular. Nadie en su país le disputa la legitimidad de su triunfo (aunque obviamente no a todos les gusta), por lo que los mexicanos debemos respetar la decisión de su electorado, entender la racionalidad del resultado y actuar para tener la mejor relación bilateral posible.

Es indispensable que los mexicanos identifiquemos y aceptemos la naturaleza vital de la relación bilateral y nos aboquemos a asegurar que se preserven nuestros intereses. Lo anterior no implica que Trump vaya a ser un presidente convencional o que lo que venga será fácil o libre de consecuencias.

Todo el mundo ha observado la forma en que el próximo presidente se comporta, la agresividad de su agenda y la popularidad que le acompaña. En contraste con su primer cuatrienio, Trump llega envalentonado, con claridad de propósito, experiencia respecto a lo que pretende lograr y, más importante, con un claro mandato popular, justo en los asuntos que competen a México: migración, drogas y crimen organizado, además de China. Cualquier expectativa de que moderará su agenda o su estilo es irrealista e irresponsable.

En adición a lo que la persona de presidente quiera y piense impulsar, es crucial comprender los cambios que ha venido experimentando la sociedad norteamericana, las circunstancias por las que atraviesa esa nación y que yacen en el corazón del abrumador resultado electoral. Parece evidente que el Trump 2.0 viene acompañado de un amplio mandato popular, producto de una serie de crisis inherentes a su sociedad pero que le favorecieron como candidato. Trump no creó esas crisis, pero éstas explican el resultado de su elección y son éstas las que dominarán la agenda del gobierno que está por ser inaugurado.

Estas crisis se pueden denominar de muchas maneras, pero incluyen diversos elementos que afectaron a amplios segmentos del electorado. Algunas de estas crisis son genéricas, otras específicas, pero todas se sumaron en la elección de noviembre pasado. Entre los principales factores está la crisis de las adicciones, especialmente la de fentanilo, cuya letalidad llevó a cientos de miles de muertes; luego está la polarización política, que muchos conciben como una crisis de valores y/o de creencias, pero que, en su esencia, constituye una disputa hasta de lenguaje (corrección política) que ha dividido al país entre estados “rojos” (republicanos) y “azules” (demócratas); muy cercano a lo anterior está la crisis del discurso de los progresistas, cuyo actuar en materia de género, aborto y transición de sexos provocó un profundo abismo en el corazón de la sociedad. La desigualdad económica que muchos atribuyen a los tratados comerciales que EUA ha firmado con otras naciones (especialmente México) y a los que, en conjunto con la migración, atribuyen pérdidas de empleos sobre todo del medio oeste. Y, finalmente, una crisis de gobernanza en el sentido de que una parte importante del electorado no se siente representada por sus gobernantes y/o legisladores.

Ninguno de estos asuntos es nuevo ni todos son especialmente estadounidenses en contenido, pero la suma de ellos llevó al punto en que un candidato disruptivo pudo beneficiarse, incluso sin que así lo haya entendido antes o ahora.

La combinación de estas circunstancias y la personalidad del nuevo presidente han creado un contexto propicio para una gran transformación política y cultural dentro de la sociedad norteamericana que algunos autores* desde hace años equiparan a lo que aconteció con Andrew Jackson al inicio del siglo XIX, Lincoln a la mitad de ese siglo, Roosevelt a principios del siglo XX y Reagan en los ochenta. En esta lectura, la sociedad norteamericana está experimentando una revolución cultural de largo aliento que tendrá consecuencias no sólo para su país, sino para el mundo. O sea, se trata de una sociedad en evolución.

En teoría, México tiene dos opciones frente al nuevo gobierno estadounidense. Una es la de pretender que nada ha cambiado y aferrarse a lo existente suponiendo (o confiando) que, como nación soberana, tiene todas las opciones del mundo. Este camino nos llevaría al ocaso porque no sólo pondríamos en riesgo la viabilidad del principal motor de crecimiento de nuestra economía, sino que incluso atraeríamos la ira de los estadounidenses, con lo que eso pueda implicar.

La alternativa sería la de abogar activamente por los asuntos que son de interés vital para México, atender el fondo de los problemas que los norteamericanos (correctamente) atribuyen a México como causa de problemas que les afectan y colaborar con ellos en la solución de los problemas que son de carácter bilateral o en los que, aun siendo suyos, tienen obvios y profundos vínculos con México.

Hace muchos años, un gobernador me comentó que, al tomar posesión, tuvo que decidir entre combatir a los narcos o sumarse a ellos, pero que “no podía hacerse pendejo.” Lo mismo para el país hoy: la noción de que México puede mantenerse al margen de lo que ocurre en esa nación y que con esa actitud evitaremos ser víctimas de su actuar es no sólo infantil, sino por demás irresponsable.

* por ejemplo, George Friedman, The Storm Before the Calm

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 REFORMA
19 enero 2025