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Oposiciones

Luis Rubio

En la era de oro del PAN, los noventa, el partido tuvo liderazgos fuertes, enfocados y con visión estratégica que le permitieron ir construyendo, paso a paso, el andamiaje que le llevó a eventualmente ganar la presidencia. Aquél era un partido ciudadano, financiado por donativos de la sociedad. La mediocridad de su desempeño y de sus liderazgos en los años sucesivos ocurrió en la era del financiamiento gubernamental. ¿Será ésta una mera coincidencia?

El desempeño de un partido es resultado de una multiplicidad de factores y no se puede simplificar al grado que sugiere el párrafo anterior. Lo que sí se puede afirmar, porque es una obviedad, es que el PAN no logró convertirse en un efectivo y exitoso partido gobernante a nivel federal. Con muchas excepciones de hombres y mujeres que, como individuos y a lo largo de su historia, probaron ser extraordinarios políticos y líderes, los panistas en general no son personas con vocación de poder, algo extraño para un partido político cuya razón de ser es precisamente esa. Por el PAN han pasado distinguidos mexicanos de todos los niveles socio económicos, la mayoría deseosa de construir “una patria libre y generosa” pero con poca inclinación a enfrentar los dilemas que caracterizan a la labor de gobernar y que suelen ser poco nítidos en términos morales.

En contraste, el PRI es un partido de poder, nacido desde el poder y que siempre reclutó a personas cuya naturaleza y vocación era precisamente la búsqueda y administración del poder. En un texto de hace años, Héctor Aguilar cita una anécdota que describe de cabo a rabo al PRI en su época de oro: “Entonces hizo Elpidio Mendoza su primera antesala exitosa en la nueva era priista y llegó frente al Escritorio en Campaña. –¿Profesión? -Político. -Me refiero a lo que usted sabe hacer. -Política. -Pero un doctorado, una maestría, una profesión, algo útil… -Sólo política –repitió Elpidio Mendoza conforme daba la media vuelta-. Y aguantar la vara”.

Las biografías del PAN y del PRI son muy distintas, comenzando con que el primero haya nacido expresamente como reacción al segundo. Muchos ciudadanos asocian al PRI con la corrupción, en tanto que la principal fuerza motriz del PAN fue su crítica al PRI y a la corrupción. Sin embargo, una vez en el poder, el PAN se mimetizo y resultó ser igual de corrupto como partido gobernante, pero con una muy inferior calidad de gobernanza. Nada describe mejor el contraste que la declaración de algún político priista, orgulloso, afirmando que “seremos corruptos, pero sabemos gobernar.”

Ahora que el TRIFE avaló las tropelías del liderazgo priista actual, cuya propensión parece ser la de ir a imitar la conducta del partidos al servicio del mejor postor, todo esto en el contexto de una oposición en franca minoría, de casi irrelevancia dada la forma abusiva en que se llevó a cabo la repartición de curules, la pregunta es si alguno de estos dos partidos tendrá la capacidad de transformarse para competir exitosamente contra el movimiento casi hegemónico (pero no uniforme) que hoy gobierna al país, o si nacerán nuevas organizaciones que sí sean capaces de competir.

El PAN es hoy un partido mucho más grande en número de votos que el PRI, pero ambos enfrentan la imperativa necesidad de repensarse, reestructurarse y transformarse en fuerzas capaces de competir exitosamente con Morena en los comicios de los próximos lustros, comenzando en 2027 a nivel federal y, desde ya, a nivel local. Su alternativa es simple y llana: morir.

Después de la fracasada y mal organizada alianza de 2024, cada una de estas formaciones seguirá su propio camino, dejándole a la ciudadanía que no votó por Morena (un nada despreciable 45% del total) ante a la tesitura de quién podrá efectivamente representarla y abrigar sus preocupaciones y expectativas. Los mitos y desprecios entre estas dos agrupaciones son legendarios (muchos justificados) y hay amplias porciones del electorado que jamás votarían por uno o por el otro. En este contexto, la pregunta es si alguna de ellas será capaz de, efectivamente, responder ante el momento, la circunstancia y las demandas de la ciudadanía. Los inevitables problemas que enfrentará el gobierno de Morena constituyen un enorme incentivo para esa transformación.

En su estado actual, el panorama para la oposición no es encomiable. El costo y la complejidad de crear una nueva organización partidista es elevado, pero mi impresión es que el declive del PRI constituye una excepcional oportunidad para que liderazgos jóvenes y atractivos, bajo la guía de experimentados, ilustres y enfocados políticos (ex) priistas, tendría una alta probabilidad de ser exitoso. Liberados del yugo del patético liderazgo priista, la caterva de mujeres y hombres de poder y veteranos de muchas peleas, además de su calidad de estadistas casi inexistente en las otras organizaciones,          podría hacer la gran diferencia. Si ese conjunto de personajes visionarios es capaz de construir un partido nuevo, libre de las lacras que lo caracterizaron, se podría convertir en una fuerza imparable frente a un Morena que parece hegemónico pero que tiene tal propensión a la fractura, fragmentación y corrupción, además de los enormes dilemas de gobernanza que enfrentará, que bien podría ser vencible antes de lo aparente.

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REFORMA
20 octubre 2024

Una oportunidad

Luis Rubio

En julio de 1914, un mes antes de que estallara la primera guerra mundial, ninguno de los protagonistas en la que sería una cruenta conflagración tenía idea de lo que venía o, como escribe Christopher Clark, caminaban como sonámbulos hacia el precipicio. El momento actual de México guarda un gran parecido con esta descripción: el nuevo gobierno está absolutamente seguro de su visión, lo que le impide valorar el acontecer a su derredor como la amenaza, u oportunidad, que podría ser.

La reforma judicial genera anticuerpos en ambos lados de la discusión: para quienes la apoyan, el nuevo mantra es la solución universal a los problemas de justicia del país; para quienes la denuestan, la nueva ley constituye una amenaza a los valores más fundamentales de la democracia y la estabilidad económica. En el mundo terrenal, como ilustraron diversos entrevistadores dentro de las sedes de las cámaras legislativas en el momento en que se votó la reforma, la mayoría de los diputados y senadores no tenían idea del contenido de lo que estaban votando ni se habían preguntado si la iniciativa constituía una solución viable al problema planteado. Vaya, la mayoría ni siquiera sabía cuántos artículos tiene la constitución. El punto es que la reforma judicial trastoca todo el sistema de gobierno, pero los responsables de aprobarla nunca meditaron sobre su relevancia o implicaciones.

La semana pasada la Suprema Corte decidió dar trámite a la petición de revisar el proceso de aprobación de la reforma judicial y la separación de poderes. Yo no soy abogado y no pretendo litigar el asunto, pero la reacción tanto de los liderazgos de Morena como de la presidenta sugieren un total rechazo a cualquier acción, incluso interpretación, que no se apegue estrictamente a la ortodoxia oficial. Y esto antes de que se tenga la menor noción sobre lo que podría ser el contenido que arroje la Suprema Corte. La pregunta obligada es si ésta es una manera constructiva de avanzar el desarrollo o, pensando en términos de la anécdota sobre la primera guerra mundial, si no hay forma de evitar una crisis que pondría en entredicho los objetivos del propio gobierno y al país.

Algunas personas dentro de la administración reconocen los riesgos inherentes a la implementación de la reforma y sus potenciales consecuencias tanto para la justicia misma, como para el desarrollo económico. Sin embargo, si se observa el contexto más amplio, la acción de la Corte le abre una enorme oportunidad a la presidenta Sheinbaum. Una postura más receptiva podría lograr, de un solo golpe, consolidar su gobierno, abrir la puerta a la inversión privada, sobre todo extranjera, y asentar los cimientos del Estado de derecho, del cual el país ha adolecido por casi toda su existencia. En una palabra, cambiando la óptica quizá podría ser posible darle vuelo al nuevo gobierno.

La reforma judicial tiene una lógica estrictamente política. Si bien es evidente que el país carece de un sistema de justicia que efectivamente atienda y resuelva los problemas y disputas que aquejan a la mayoría de la población, la reforma no se enfoca a nada de esto. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los asuntos que conciernen o aquejan a la población se refieren al fuero común, a diferencia del federal, que es el principal objetivo de la reforma. También, es más que evidente que la reforma nunca hubiera sido promovida de haberse quedado el ministro Zaldívar en la Corte, lo que le resta ese halo de legitimidad y poder que Morena le atribuye a la iniciativa.

Más al punto, a ningún gobierno en el mundo le gusta que se limite su poder. Es por eso que los presidentes recurren a decretos (para evitar ir al poder legislativo) o nominan jueces, magistrados y ministros que consideran afines a su proyecto.

La razón de la separación de poderes es, precisamente, la de conferirle certidumbre y predictibilidad a la ciudadanía en general y a los diversos actores y agentes sociales en lo particular. Mientras más fuerte el ejecutivo, el objetivo de la reforma judicial, menos desarrollo económico y mayor incertidumbre. Es decir, si el gobierno pretende ser exitoso en sus proyectos, tiene que aceptar la existencia de contrapesos efectivos y creíbles. El dilema es real.

En Estados Unidos la Suprema Corte era un contrapeso débil a su inicio y, como en todas partes, el gobierno procuraba mantenerlo así, comenzando por el intento, en 1800, de una administración por saturar al poder judicial con jueces afines, que el siguiente gobierno pretendió revertir derogando la ley respectiva. En la controversia constitucional que siguió, Marbury vs Madison, la Suprema Corte asumió facultades de revisión constitucional, lo que permitió resolver el diferendo específico entre la administración entrante y saliente, pero también establecer a la Corte como el árbitro de las controversias entre los otros dos poderes públicos.

El punto es que la presidenta Sheinbaum tiene en sus manos la oportunidad de transformar al país mucho más allá de lo que probablemente imaginaba. De aceptar la posibilidad de modificar o, incluso, derogar la reforma, el país adquiriría el fundamento de una verdadera separación de poderes y ella consolidaría su plataforma para efectivamente impulsar el desarrollo inclusivo y equitativo del país.

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EN REFORMA
13 octubre 2024

Distorsiones

Luis Rubio

“La democracia, dice el estudioso Larry Diamond, es un sistema de gobierno de la mayoría, limitado por contrapesos y equilibrios institucionales.” Esta definición clásica claramente no está entre las prioridades del nuevo gobierno. 

Un discurso, por alentador que fuera, no hace verano, pero puede constituir un primer paso en el proceso de reconstrucción que tanto le urge al país. Más allá de lealtades personales e historias comunes, el sexenio pasado no fue un dechado de virtudes, excepto para quienes dependen del gobierno: los de hasta arriba y los de (casi) hasta abajo. Para prosperar, como dijo que se propone la señora presidenta, es indispensable abrir la competencia y generar empresas productivas, no contratos gubernamentales y población dependiente del gobierno. La utilidad política de ambos es más que evidente, como se reflejó en la elección, pero no constituye una plataforma sólida o sostenible (y financieramente viable) de desarrollo, crecimiento económico o reducción de la pobreza y la desigualdad.

Eliminar los mecanismos que permiten, o debieran garantizar, las libertades y derechos ciudadanos, como ha venido ocurriendo repetidas veces en los últimos meses, implica erradicar la predictibilidad legal en un país que requiere una economía mucho más dinámica de la existente y que, por fuerza, tiene que atraer inversión extranjera. 

Lo anterior es fundamental porque el país vive un momento inusitado en el que desparecieron todas las anclas de estabilidad construidas a lo largo del siglo XX, en tanto que las que se intentaron desarrollar para reemplazarlas, todo esto en las pasadas tres o cuatro décadas, no lograron cumplir el mismo cometido. 

El país de hoy cuenta con elecciones libres (difícil negarlo por parte del nuevo gobierno); protecciones muy débiles, por no decir casi inexistentes, de los derechos ciudadanos; y una ciudadanía muy diferenciada entre quienes siguieron lealmente al presidente saliente y quienes deseaban un esquema de contrapesos. El gobierno saliente erosionó lo poco que existía y, en sus embistes finales, acabó por sembrar las semillas de una potencial recreación del autoritarismo de hace un siglo, o peor. 

El planteamiento institucional es más bolchevique que liberal o, como dirían los ingleses, distante de Edmund Burke, el filósofo que analizó críticamente la revolución francesa y concluyó que la clave radicaba en la preservación de las leyes y las libertades, con un gobierno competente. Desde esta perspectiva, lo mejor que se puede esperar del gobierno recientemente inaugurado es, si todo sale bien, un gobierno competente.

La filosofía que yace detrás del discurso inaugural diverge de lo que el país (medio) intentaba construir en términos de gobierno funcional y a la vez acotado por las estructuras del reino de la ley, al considerar que el monopolio del poder, y no de la ley, es necesario para el desarrollo del país. Tanto las reformas recientes como los instrumentos frecuentemente empleados en los últimos tiempos, como la prisión preventiva, con mucha facilidad podrían convertirse en mecanismos de control y sometimiento en una sociedad que, independientemente de su voto, ha demostrado una histórica inclinación por la libertad. 

No sobra repetir la famosa frase de Porfirio Díaz -no un liberal- afirmando que “gobernar a los mexicanos es más difícil que arrear guajolotes a caballo.” El mexicano, independientemente de su situación socioeconómica, no se dobla fácil (“obedezco, pero no cumplo”). Aunque se afirme libertad, la pretensión implícita de someter a una población que vive al día y que depende de las exportaciones es extraordinariamente ambiciosa, por no decir temeraria.

De hecho, la nueva ortodoxia varía respecto a la anterior. Por ejemplo, antes, los nombramientos a entidades señeras como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el INE, la Suprema Corte o, incluso, al Banco de México, respondían a un criterio estricto de lealtad. Hoy hay un criterio ideológico: quien quepa es bienvenido. El resto queda afuera. Con esto no quiero sugerir que los nombramientos de sus predecesores hayan sido impolutos o siempre idóneos, pero sin duda había al menos la pretensión, e incluso propensión, a nombrar personas “técnicamente” calificadas para los puestos clave, algo que no fue el criterio en años recientes.

En su escrito sobre Napoleón, Simon Schama describe al personaje como “el prototipo del déspota moderno, cínicamente asumiendo que a la mayoría de la población le importa poco o nada la libertad, las constituciones o la muy cacareada ‘soberanía ciudadana,’ por lo que podía despojarlos de ésta y reemplazar la libertad por el deslumbrante y pírrico triunfo militar.” Si uno quita las últimas dos palabras, triunfo militar, y las substituye por victoria electoral, el esquema no parece del todo ajeno.

Nos guste o no, el futuro de México está atado al resto del mundo. Ratificar o adoptar medidas, leyes y regulaciones que reducen o eliminan contrapesos y atentan contra los principios más elementales del Estado de derecho, entendido éste como la protección de los derechos ciudadanos respecto a la acción gubernamental, es contraproducente para la presidenta e implica jugar con fuego y poner en entredicho todo lo que dice querer lograr.

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REFORMA
06 octubre 2024

Arrogancia, cortedad de miras y sus consecuencias

Luis Rubio

El fin del gobierno de Andrés Manuel López Obrador abre una nueva etapa para el sistema político mexicano. En el último medio siglo, México pasó de un sistema altamente estructurado en torno a un partido político que era también un complejo sistema de participación y control, a una democracia poco profunda y con instituciones débiles que ahora han sido seriamente erosionadas, cuando no destruidas. Gracias a la fuerza de su personalidad y habilidad política, López Obrador mantuvo la cohesión de la política mexicana en general, y de su partido en particular, lo que ocultó la severa y acelerada degradación política que ocurría tras bambalinas. Ahora, resuelta la sucesión, comenzarán a resultar evidentes los riesgos y las fracturas con que tendrá que lidiar la ganadora de la justa electoral y el país en general. El presidente saliente planeó para concentrar, consolidar y ejercer el poder, el suyo personal, pero no para el futuro del país.

La gran magia del viejo sistema político radicaba en la expectativa de que siempre habría una nueva oportunidad para reinventar al país con el cambio de gobiernos. El mecanismo era inherente a la estructura política derivada de los pactos que dieron forma al Partido Nacional Revolucionario (PNR, el “abuelo” del PRI) y que, mucho tiempo después, Cosío Villegas denominaría como una “monarquía sexenal no hereditable.” El factor clave radicaba en que el poder del presidente no se disputaba pero que al mismo tiempo tenía vigencia limitada, por lo que el país podría reinventarse en la siguiente vuelta, lo que arrojaba un factor de certeza durante el sexenio, pero de absoluta incertidumbre respecto al futuro: lo único que quedaba era la esperanza de que el siguiente gobierno, al reinventar la rueda, resolvería los problemas, los nuevos y los ancestrales, y crearía oportunidades para el futuro. Autoritario o no, el sistema funcionó por varias décadas porque permitía un recambio en la élite política y preservaba la esperanza de un futuro mejor. Al finalizar cada sexenio se debatían las mismas inquietudes: desde la función o influencia del presidente saliente hasta la estabilidad de la economía. Nada ha cambiado en eso, excepto las dimensiones de lo que está de por medio, pero esa diferencia -el grado adicional de incertidumbre- se le debe enteramente al presidente saliente.

Cuando un gobierno era malo, se afirmaba que “no hay mal que dure seis años ni pueblo que lo aguante.” Cuando era bueno, la ciudadanía lo premiaba con un voto favorable en las elecciones del sucesor. El proceso era dinámico y demostraba un alto grado de comprensión por parte de la llamada “familia revolucionaria” tanto de su misión como proveedora de condiciones para el crecimiento económico como de su preocupación por el sentir ciudadano. El sistema político de entonces no era democrático (ni lo pretendía), pero evidenciaba un reconocimiento de la necesidad de actuar ante las necesidades de la ciudadanía. Por sobre todo, el “sistema,” cuyo corazón radicaba en el binomio presidencia-PRI, se sustentaba en el PRI, la institución que confería continuidad, control y disciplina.  

En el curso de las décadas, cada presidente impulsó estrategias económicas que procuraban responder ante las circunstancias del momento y, por mucho del siglo XX, esas circunstancias fueron relativamente simples en comparación con el mundo actual, lo que facilitaba una mirada esencialmente introspectiva. La combinación de un poder concentrado en torno a la presidencia y la capacidad de modificar las estrategias gubernamentales de acuerdo con la lectura que el presidente realizaba sobre el momento específico entrañaba consecuencias significativas.  De hecho, esta característica hacía que los gobernantes fuesen directamente responsables ante la población del devenir de su gobierno porque, cuando su actuar resultaba exitoso, eran premiados por el electorado; sin embargo, cuando el resultado de su gestión era fallido, por sus propias acciones o por ignorar el contexto internacional (como ocurrió en los setenta y principios de los ochenta), el costo lo asumían enteramente esos presidentes, que después de su gobierno padecían el oprobio popular. El resultado de la elección de Claudia Sheinbaum no deja lugar a dudas del lugar en que queda Andrés Manuel López Obrador al fin de su mandato.

Buenos o malos, exitosos o fallidos, populares o no, los presidentes de antaño no daban paso sin huarache: cuando llegaba el momento de la sucesión, recurrían a mecanismos transaccionales para asegurar un voto favorable, además de que empleaban todos los mecanismos de fraude electoral que fuesen necesarios para asegurar un triunfo abrumador. Y, en efecto, los triunfos priistas eran legendarios, frecuentemente alcanzando votaciones superiores al 80% del voto total (y en 1976 ni siquiera hubo candidato de oposición que contendiera con José López Portillo). El recurso a dádivas gubernamentales a cambio de votos no es excepcional cuando se observa al resto del mundo (la naturaleza del intercambio varía, pero no el hecho mismo), en tanto que el fraude sistemático del estilo que llegó a tener lugar en algunos comicios a mediados del siglo XX ciertamente lo era.  Hoy, en 2024, nos encontramos en otra etapa de la política mexicana en la que la competencia política es real y las reglas para la administración de los procesos electorales y la calificación de la elección son producto de entidades autónomas que gozan de amplia legitimidad y reconocimiento popular. Esto desde luego no impide la presencia de toda clase de artificios para influenciar la manera en que vota la ciudadanía, pero estos ocurren mayoritariamente fuera del ámbito que le corresponde al Instituto Nacional Electoral.

La realidad política del país es una de profundos contrastes -por ejemplo, regiones muy exitosas y otras muy rezagadas- pero hoy existe una cauda de información respecto a esas circunstancias que hace sólo unas décadas hubiera sido inconcebible. Hoy los canales de comunicación que facilitan la discusión pública de los asuntos nacionales favorece el avance y retroceso de opciones políticas y partidistas, así como la aparición de candidaturas ciudadanas, algo también difícil de imaginar en el pasado mediato. Desde luego, la mexicana dista mucho de ser una democracia consolidada, una economía ampliamente exitosa o una sociedad mínimamente satisfecha, pero ya no es la nación ensimismada, aislada y pobre de hace algunas décadas. En una palabra, la realidad política del país ha cambiado de manera dramática, excepto en cuando al intento por parte del presidente actual por retornar a las prácticas más primitivas y condenables del pasado, incluyendo la agenda de reformas constitucionales que propuso el 5 de febrero de 2024, cuyo común denominador consiste en fortalecer constitucionalmente a la presidencia y reducir los mecanismos de contrapeso y protección a la ciudadanía por acciones del Estado.

Sólo así se explica su cruzada y desenfrenado activismo por garantizar el resultado electoral de su preferencia, para lo cual claramente estuvo dispuesto a cualquier recurso, comenzando por la compra de votos, seguido por el control de las instituciones y entidades responsables de la conducción, administración y calificación de la elección, esencialmente el Instituto Nacional Electoral (INE), así como el Tribunal respectivo. En el mismo sentido, empleó el púlpito presidencial para promover sus mensajes y a sus candidatos, así como para atacar y descalificar cualquier disenso o crítica. A la luz del resultado de la elección presidencial, es evidente que su cruzada fue exitosa en términos de la victoria lograda por su candidata, dejando al futuro la determinación de las consecuencias más amplias de su proceder. Con esto se confirma que el actuar presidencial a lo largo del sexenio tuvo como objetivo primario el de lograr este éxito. Lo que queda por dilucidarse es si su inversión en fuentes de lealtad a su persona tendrá implicaciones adicionales.

La estrategia

El primer indicio de que el sexenio del presidente López Obrador sería distinto al de sus predecesores se hizo evidente desde que resultó claro su desinterés -de hecho, radical oposición- a promover el crecimiento de la economía. En contraste con todos sus predecesores desde el fin de la Revolución Mexicana hace más de un siglo, el presidente López Obrador no concibe al gobierno, o al poder, como un instrumento para el desarrollo económico del país. En tanto que todos sus predecesores se abocaron a promover la actividad económica, algunos con más éxito que otros, la prioridad del actual gobierno, desde el comienzo, fue la sucesión de 2024 y nada más. Para el presidente el objetivo y racionalidad de su gobierno fue meramente el poder y garantizar una sucesión segura que prosiguiera con su manera de ver al mundo. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que comenzar a comprender y lidiar con las consecuencias de un gobierno tan poco institucionalizado para el futuro del país.

La estructura formal de división de poderes del sistema político mexicano no correspondía a la realidad del poder que le caracterizó a lo largo del siglo XX. Si bien existían un poder judicial y un poder legislativo, la dominancia del poder ejecutivo era legendaria. Sin embargo, esa dominancia era atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites así como la continuidad del poder. El famoso llamado británico de que “el rey ha muerto, viva el rey” se reproducía en el sistema mexicano de manera (casi) natural, permitiendo la asunción del poder, pero también la definición de sus límites. En las últimas décadas, por diversos factores, México experimentó la extinción de esa estructura de control político e institucionalidad, presumiblemente para ser reemplazada por un sistema democrático que nunca llegó a consolidarse de manera cabal. Ante esto, quedan interrogantes importantes en el espacio que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder mismo del presidente saliente después de que sea inaugurada su sucesora y la potencial emergencia de estructuras competitivas de poder en la forma de caudillos regionales o nacionales. Es decir, la debilidad institucional cobra ahora nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia.

AMLO y la economía

Una de las paradojas del sexenio que concluye reside en el crecimiento de la economía. Si bien el presidente optó por una estrategia que expresamente se abstenía de promover el crecimiento (y la inversión tanto pública como privada que habría sido necesaria para lograr ese resultado), las circunstancias del país y del mundo se tradujeron en tasas de crecimiento relativamente inusuales en la segunda mitad del periodo presidencial. En el primer año del gobierno la economía no creció y luego vino a pandemia, que contrajo severamente la actividad económica; sin embargo, para el cuarto año la economía comenzó a acelerarse hasta lograr un crecimiento de 3.1% en 2023. Esta cifra es ligeramente superior al promedio de 2.5% que se experimentó en las pasadas tres décadas, pero lo significativo es que las administraciones previas dedicaron enormes recursos tanto financieros como burocráticos y humanos a la promoción de la inversión. Sin embargo, en una paradoja de la historia, fue el presidente que no llevó a cabo semejantes inversiones (y a las que se opuso) quien se benefició de esas décadas de reformas y que ahora se observan especialmente en la fortaleza del sector exportador (sobre todo manufacturas, agroindustria y minería), que funciona independientemente (algunos dirían a pesar) de la actividad gubernamental. En realidad, esto no debería ser sorprendente: el principal objetivo de la negociación del TLC norteamericano al inicio de los noventa fue precisamente el de despolitizar las decisiones de inversión. Se buscaba conferir certeza a los inversionistas de que los gobiernos mexicanos del futuro no modificarían las reglas del juego gracias a la existencia de un tratado internacional. La paradoja radica en que el mayor beneficiario de ese tratado, y de las reformas que le sucedieron, fue precisamente el presidente que se opuso a las reformas y que las denostó de manera consistente.

A lo largo de la administración López Obrador y a pesar de la retórica en el sentido de que “primero los pobres”, para el presidente los pobres fueron meramente un instrumento electoral porque disminuir la pobreza iba contra el objetivo sucesorio. Aunque pudiese parecer contradictorio, el presidente, conocedor profundo del poder, optó por asegurar su sucesión no mediante una mejoría en los niveles de vida de la población, sino a través de la construcción de una estructura de lealtades que garantizaran que la población le debiera el voto al presidente o a quien él señalara. Si bien una mejora en el ingreso disponible para las familias evidentemente contribuye a aminorar la pobreza, los subsidios que el presidente procuró en la forma de transferencias en efectivo seguían una lógica política, no una de carácter económico. Salir de la pobreza implicaría ingresar al mercado de trabajo de tal suerte que esa salida adquiriera permanencia y un gradual incremento tanto en el ingreso como en el capital de los integrantes de la familia que otrora se encontraba en la pobreza (objetivo que, al menos nominalmente, perseguían programas de sexenios anteriores, como Progresa, Prospera y similares). En una palabra, una estrategia para romper con la pobreza -máxime en la era digital- requiere del crecimiento sostenido de la economía y de la disponibilidad de medios para incrementar el capital social de las personas, especialmente educación y salud.

La estrategia del presidente López Obrador tenía un objetivo distinto: la mejora del ingreso de las familias a través de transferencias directas en efectivo que, por definición, aminorarían los síntomas de la pobreza, pero no la disminuirían; más bien, implicaba una relación de dependencia. No hay contradicción en esto: el objetivo era crear dependencia hacia el gobierno que se tradujera en lealtad a la persona del presidente, lo que requería que no cambiara la situación “estructural,” por así llamarle, de las personas en pobreza. La racionalidad de esta lógica era muy clara y consciente: en palabras de la presidenta de Morena al inicio del sexenio, “cuando sacas a gente de la pobreza y llegan a clase media se les olvida de dónde vienen, porque la gente piensa como vive.” En pocas palabras: los pobres son una reserva de votos y lo último que le conviene a Morena es que haya menos pobres y más gente de clase media porque esas personas dejan de concebirse como “pueblo” para pensar como ciudadanos. El crecimiento económico acaba siendo un maleficio para el único objetivo que presuntamente motivó a esta administración: asegurar el triunfo en 2024.

El devenir económico del sexenio que está concluyendo no ha sido exactamente como el presidente lo planeó, al menos de acuerdo con la concepción esbozada por la presidenta de Morena citada en el párrafo anterior. Primero, las transferencias en efectivo que realizó el gobierno, pero a nombre del presidente, como si fuese su propio dinero, han tenido el efecto de mejorar la vida de las personas que aparecen en el padrón que el presidente y su equipo construyeron (cuyos criterios formales y listado nominal no son públicos). Es decir, las transferencias han sido exitosas en términos del fortalecimiento de las personas y familias que son beneficiarias de esos programas (adultos mayores, jóvenes y otros públicos-objetivo), pero se preserva la dependencia respecto al gobierno, que es el objetivo expreso. Como ilustra la gráfica adjunta, el incremento en el consumo de la población a lo largo de la segunda mitad del sexenio constituye una evidencia clara del éxito de la estrategia presidencial y explica, al menos en parte, la lealtad que experimentó el presidente en estos años por parte de la población beneficiada y, desde luego, su voto el pasado dos de junio.

En segundo lugar, el aumento del salario mínimo que promovió el presidente beneficia a toda la población dentro de la economía formal, elevando el ingreso real disponible de un segmento importante de la ciudadanía. Ambas cosas, las transferencias y el salario mínimo, modificaron las percepciones de la población y probablemente constituyen un factor importante para explicar la popularidad del presidente. Sin embargo, aunque él se beneficie de estas acciones, la dinámica de cada uno de ellos es distinta: mientras que las transferencias en efectivo tienen un objetivo electoral directo y tangible, el aumento del salario mínimo es más difícil de politizar porque sus beneficiarios son genéricos, no específicos; o sea, se benefician todos los que ganan un salario mínimo, no sólo los que se encuentran dentro del padrón de Morena. De una manera u otra, la población promedio ha experimentado una mejoría en su ingreso real, después de inflación, lo que también explica el incremento en el consumo a nivel popular.

La economía y los votos

Los gobiernos de antaño -desde la Revolución hasta 2018- buscaban los votos por dos caminos: por un lado, procuraban adoptar estrategias económicas y de inversión que se tradujeran en una significativa mejora económica que, a su vez, elevara los niveles de vida y que, por lo tanto, satisficiera a la población, confiando que eso se traduciría en un voto favorable al gobierno saliente. Desde los programas de desarrollo de infraestructura rural en los treinta del siglo pasado hasta el programa de construcción carretero, la expansión de la red eléctrica y el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, por citar tres tipos de estrategia muy distintos, todos los gobiernos procuraron acelerar el crecimiento de la economía. El éxito de las primeras décadas posteriores al fin de la Revolución se puede apreciar no sólo en el crecimiento mismo de la economía, sino también en la movilidad social, el crecimiento de las ciudades y, con ellas, de una clase media incipiente. Así como hubo gobiernos sumamente exitosos (destacan los de la era conocida como del “desarrollo estabilizador” entre los cuarenta y el inicio de los setenta), también hubo aquellos cuyas ambiciones fueron mucho más grandes que su capacidad para conducir la economía nacional, como ocurrió en la década de los setenta, que culminó con la crisis de deuda externa de 1982. En este sentido, algunos de esos gobiernos fueron sumamente exitosos, en tanto que otros acabaron provocando terribles crisis, pero no hubo uno solo que no hubiera seguido la lógica del progreso por medio del crecimiento de la economía, similar a lo que uno podría observar en prácticamente cualquier lugar del planeta.

El gobierno del presidente López Obrador rompió con esa racionalidad. Convencido de que los problemas del país comenzaron, y son producto, de las reformas que se emprendieron a partir de la crisis de deuda externa de los ochenta, el presidente se abocó a reconstruir el mundo idílico de su memoria cuando fue líder del PRI en su estado natal de Tabasco. Los elementos centrales de su visión se resumen en: una presidencia fuerte que decide sin limitación por parte de organismos autónomos o regulatorios; PEMEX como fuente principal de demanda en la economía; el poder económico subordinado al poder político; y la construcción de un partido hegemónico, para lo cual es legítimo emplear todos los recursos del Estado. Lo que nunca fue claro en el proyecto presidencial antes de su inauguración en 2018 fue el abandono del proyecto desarrollista que fue característico de todos los presidentes a lo largo del siglo XX.

Para el presidente lo único importante fue su proyecto de sucesión, objetivo para el cual se destinaron todos los recursos y capacidades del gobierno, comenzando por el más exitoso de todos, la llamada “mañanera,” un ejercicio cotidiano de comunicación y manipulación de la opinión pública que logró  y afianzó el elevado nivel de popularidad de que goza el presidente, aun cuando la economía, la seguridad, la salud y la educación, entre otros factores clave para le vida de la ciudadanía, experimentaron serios deterioros.

En este contexto, la forma en que el gobierno procuró asegurar la sucesión presidencial recayó en iniciativas políticas más que económicas. Consecuentemente, todo lo que se hizo a lo largo del sexenio siguió una lógica estrictamente electoral: dónde están los votos y cómo asegurar que los programas gubernamentales los hagan dependientes de las dádivas que otorga el gobierno, pero siempre a nombre del presidente. Las transferencias a adultos mayores, a los jóvenes y a otros públicos-objetivo tuvieron una lógica estrictamente política y la evidencia muestra que la pobreza no fue uno de los criterios relevantes. Es decir, la narrativa se integraba de un discurso de combate a la pobreza, pero la estrategia del gobierno era mucho más directa, como si fuese un rayo láser: asegurar los votos. Está por verse si la combinación del discurso, la narrativa, y las transferencias, logran su cometido.

A diferencia de sus predecesores, el presidente procuró construir una plataforma de dependencia hacia su persona; de manera similar a sus predecesores, desarrolló una serie de mecanismos dedicados a comprar los votos. En la era post revolucionaria, muchos gobiernos se abocaron a buscar votos siguiendo una lógica transaccional: los candidatos inventaban toda clase de mecanismos para intercambiar favores por votos. En alguna era distribuían enseres domésticos, en otra desayunos o despensas, todo aquello a cambio de la promesa del voto; más recientemente inventaron las tarjetas que producían dinero en efectivo en los cajeros bancarios. La mecánica se facilitó, a la vez que se elevó el grado de certeza de la eficacia del intercambio, con la aparición y generalización del empleo de los teléfonos celulares, pues con eso los proveedores de beneficios intercambian el favor por la fotografía del voto mismo. Cualquiera que sea la mecánica, antigua o moderna, el propósito siempre fue transparente:  independientemente del desempeño del gobierno saliente, el candidato o candidata ofrecen un “incentivo” para que el votante responda favorablemente el día de los comicios. Si uno suma las dos cosas, el proyecto electoral adquiere un sentido político inexorable.

Muchas de las estrategias electorales que caracterizaron a la era priista del siglo XX fueron erradicadas por la reforma electoral de 1996 en que se legisló (con la aprobación unánime de todas las fuerzas políticas del momento) la creación no sólo de una autoridad autónoma dedicada a la administración de los comicios y a la calificación de la elección. Con esto, desaparecieron toda clase de artilugios bien conocidos por los mexicanos a lo largo del siglo XX, algunos con nombres peculiares (como el “ratón loco”), pero todos abocados a lograr el resultado esperable a través de la manipulación del padrón, el uso faccioso de los medios de comunicación o el abuso de los instrumentos gubernamentales para cerrarle el paso a la oposición. Con la reforma de 1996 se prohibieron todas esas prácticas y, aunque lo que siguió no fue perfecto, constituyó un esquema de impecable equidad para la competencia electoral, como muestran las innumerables alternancias de partidos en el poder a todos los niveles de gobierno. Una de las interrogantes que arroja la reciente elección es si estos juicios siguen siendo válidos: el resultado fue tan abrumador que se abre un compás de posibilidades extraordinariamente amplio, mucho de ello potencialmente regresivo.

La reforma electoral referida, en su componente constitucional, fue aprobada de manera unánime por todas las fuerzas políticas del momento, pero el PRD, antecedente de Morena, se negó a votar favorablemente por la legislación secundaria. Es decir, siempre existió una reticencia, cuando no escepticismo, dentro del contingente que hoy encabeza a Morena respecto a la legislación electoral y de las instituciones que de ésta emanan. Desde esta perspectiva, no es producto de la casualidad que López Obrador se negara a reconocer el resultado electoral de 2006 y que tanto él como buena parte de su base de seguidores sigan argumentando que su derrota fue producto de un fraude electoral. Ya en el gobierno doce años después, el presidente confrontó al consejo del INE en repetidas ocasiones y, vía nombramientos de personas leales a él, se abocó a debilitar, si no es que someter, a la autoridad electoral a sus preferencias. Con esto se cierra el cerco que construyó el presidente y que incluye todos los elementos que fue estructurando para asegurar la victoria en los comicios de junio de 2024: la narrativa, las transferencias, la autoridad electoral y su propio activismo político y control de gran parte del aparato institucional del país.

Las encuestas

Otro enigma que sólo el tiempo permitirá aclarar radica en la enorme varianza -preferencias sumamente distintas entre unas y otras- en los resultados que arrojaban las diversas casas encuestadoras a lo largo del proceso electoral. En adición a ello, décadas después de que el país comenzó a contar con procesos electorales profesionalmente administrados y de una sensible mejoría en los niveles de vida de la población, el sexenio que ahora concluye creó una paradoja que también sólo el tiempo permitirá aclarar de manera cabal: mientras que el número de personas que se asumen como ciudadanos crece, la lealtad al presidente debido a su narrativa y programas sociales también se fortalece. ¿Será ésta una contradicción? ¿Una incongruencia? El tiempo dirá.

Según una encuesta de Alejandro Moreno (El Financiero, mayo 2, 2023), sesenta por ciento de los mexicanos afirma estar satisfecho con su vida, ha visto sus ingresos reales crecer y cuenta con un empleo. Ese mismo 60% apoya al presidente y considera que su gestión ha hecho posible la estabilidad y bienestar de que goza. Por su parte, el 40% restante desaprueba de la gestión del presidente por considerar que está dañando los cimientos del bienestar futuro y atentando contra los prospectos de crecimiento y bienestar. Uno se pregunta qué es lo que hace que dos grupos de una misma sociedad puedan tener percepciones tan radicalmente contrastantes sobre un mismo fenómeno o momento histórico. Según Moreno, la diferencia fundamental entre los dos grupos de mexicanos es el nivel de escolaridad: si bien el voto de universitarios fue crucial en la elección del presidente en 2018, hoy esa cohorte representa al segmento más crítico de su labor. Los dos contingentes más sólidos que sustentan la popularidad del presidente son los mexicanos de mayor edad y las personas con menor escolaridad. La conclusión inevitable es que las personas más desfavorecidas en sus ingresos y perspectivas de vida y empleo se han beneficiado de la estabilidad económica, el crecimiento del ingreso disponible real y de un mercado laboral que, después de la pandemia, ha ofrecido mayores oportunidades de empleo. Al mismo tiempo, esta lógica entraña las semillas de su propia disfuncionalidad futura, dado que la economía más dinámica y con mejores perspectivas es aquella ligada a la economía de la información que, por definición, requiere un tipo de educación radicalmente distinta a la que favoreció el presidente. Otra paradoja: pobres pero con capacidad de gasto, una receta para una sola elección.

Veintiocho años después de la señera reforma electoral de 1996, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, gracias a las leyes (y tácticas) promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso “Plan B,” seguido del “Plan C”), la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en materia de seguridad ya no puede descontarse. El gran logro en materia electoral -certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado- bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado independientemente de la voluntad del electorado. Aquella reforma, un gran triunfo ciudadano -quizá el mayor de nuestra historia- podría estar viendo sus últimos días.

Y esto es tanto más importante a la luz de lo poco que ha avanzado la democracia mexicana en todos los demás rubros. Aunque se avanzó en materia electoral de 1997 en adelante (la primera elección federal posterior a 1996, ya con un “piso parejo”), el país difícilmente podría llamarse democrático cuando no más del 58% del electorado* se dice ciudadano (versus el 42% que se asume como “pueblo”), apenas una mayoría dispuesta (y capacitada) para defender sus derechos. Más al punto, nadie podría argumentar con seriedad que el país goza de paz, un camino hacia mayor igualdad de oportunidades, un sistema efectivo de gobierno, justicia “pronta y expedita” y transparencia y rendición de cuentas por parte de las autoridades responsables. Claramente, las cosas han cambiado, en muchos casos mejorado, respecto a la era del PRI “duro,” pero México no califica cabalmente como democrático bajo las medidas internacionales convencionales.

Este panorama sugiere que México ha vuelto -o al menos avanza en dirección- a la era prehistórica, ciertamente predemocrática, de la vida política nacional. El presidente no ha tenido ni el menor escrúpulo para emplear todos los recursos a su alcance para asegurar su objetivo electoral. Cuando se le cerró un camino -por ejemplo un llamado del INE (ya de por sí sesgado) para que se abstuviera de ser tan craso en sus formas- inventó veinte reformas constitucionales (el “Plan C”) para poder tener presencia “legal” en el ámbito político y, por lo tanto, electoral, todos los días. Tampoco tuvo el menor empacho en presentarse como el jefe de la campaña de su candidata, a la que nombró, controló y obstaculizó a todo lo largo del proceso (lo que, además, suscitó toda clase de especulaciones sobre la relación que caracterizaría a los dos actores políticos pasados los comicios de junio de 2024).

El legado del presidente López Obrador tendrá múltiples aristas. Su estrategia económica logró su cometido, pero al elevar de manera extraordinaria el déficit fiscal para el año 2024 deja una interrogante sobre la estabilidad y sustentabilidad con que recibirá su sucesora las cuentas fiscales; su estrategia de seguridad goza de un nivel casi unánime de reprobación; su estrategia electoral fue exitosa al lograr su objetivo de elegir a la sucesora de su preferencia, pero a costa de un  severo deterioro de las instituciones políticas, incluyendo a las electorales, que se construyeron a lo largo de las pasadas cuatro décadas.

Los liderazgos míticos gozan de ventajas temporales, pero casi siempre acaban siendo efímeros en el largo plazo. Las cuentas de un gobierno pobre en resultados -arrogante y a la vez modesto en sus objetivos- tarde o temprano se pagan, pero el calendario puede no respetar los tiempos económicos, políticos o emocionales. Las cuentas siempre llegan y será ahí donde las circunstancias del momento, y la astucia de la ganadora, determinarán el desenlace y su capacidad de gobernar. Peor cuando el país que dejará el presidente carecerá de instituciones sólidas susceptibles de conferirle viabilidad al gobierno y a la gobernabilidad y ya sin las características y habilidades del propio presidente.

Más allá de la elección misma, el legado político-estructural del gobierno será mucho más trascendente y relevante de lo aparente, pero no necesariamente en forma benigna. El presidente saliente, por su historia y características, es irrepetible y la ganadora de la elección tendrá que encontrar su propia manera de encarar los desafíos -suyos y del país- que tiene enfrente. Como a nadie en toda la era post revolucionaria, le tocará el enorme reto de construir al menos un andamiaje mínimo para poder gobernar dado que las estructuras previamente existentes -las concebidas desde Plutarco Elías Calles y las que se fueron forjando para una era democrática en las últimas décadas- han dado de sí y ya resultan inoperantes cuando no contraproducentes. Gobernar a su propio partido, una entidad sin estructuras que sólo su fundador tuvo capacidad de articular- será un desafío mayúsculo, y eso si el presidente saliente no intenta obstaculizarla. El pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, líderes regionales y del crimen organizado, todo ello a la mitad del siglo XXI con una economía que vive y funciona exclusivamente gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino del norte.

Dice un dicho que “a cada santito le llega su fiestecita.” La “fiestecita” que comienza en 2024 entraña excepcionales oportunidades, pero también enormes riesgos, tanto internos como externos. El país ha vivido cinco años como dentro de una burbuja, conectado al resto del mundo, pero pretendiendo que es independiente y que se puede aislar sin mayor consecuencia. La próxima presidente se encontrará muy pronto con que la viabilidad del principal motor de crecimiento de la economía mexicana está en riesgo y que el llamado a cuentas por las omisiones y actos contrarios a la letra y espíritu del TLC llegarán más temprano que tarde. Será en ese momento que los mexicanos sabremos qué clase de presidente tenemos y su capacidad para encarar estos retos.

En el sentido británico, pero también priista, “el rey ha muerto, viva la reina.” Toda la ciudadanía debemos arroparla porque requerirá de todo el apoyo nacional que, como ciudadanos, debemos confiar, será correspondido con civilidad y sin polarización.

*cifras de Alejandro Moreno en la encuesta antes citada 

Capitulo dentro del Libro ¿Qué dejó el gobierno de López Obrador? Editado por el Dr. Octavio Rodríguez Araujo

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Peor que Peña

Luis Rubio

Paradójico cómo al final se juntan. El gran error de Peña no fue su corrupción, por más que ésta fuese flagrante, sino su incompetencia política. AMLO, el gran político que aprovechó las carencias y torpezas de su predecesor para llegar a la presidencia, no entendió lo que al final lo derrotaría. Ahí, en su arrogancia mutua, en su desprecio por la ciudadanía -que no existía en el mundo de los sesenta o setenta, respectivamente, en que ambos habitan-, se funden las dos presidencias. Y las consecuencias no serán del todo distintas.

Dos gobiernos del viejo régimen en el siglo XXI serán ahora reemplazados por una nueva generación que, confiadamente, romperá con aquellos modos de hacer las cosas para proyectar al país hacia el futuro.

Peña llegó a la presidencia seguro de que todos sus predecesores eran incompetentes. ¿Cómo había sido posible, seguramente se preguntaba, que, contando con tantos recursos al alcance de la presidencia todopoderosa mexicana, los presidentes que le antecedieron no hubiesen podido aprobar legislaciones necesarias y urgentes? Más allá de la veracidad o exactitud de esta especulación, no cabe ni la menor duda que se abocó a llevar a cabo la modificación más ambiciosa del marco constitucional desde 1917.

Todos los que pasamos por los libros de texto gratuitos aprendimos que había tres artículos sacrosantos: el tercero (educación); el 27 (el subsuelo); y el 123 (derechos laborales). Aunque hubo diversas reformas a estos artículos a lo largo de las décadas, ninguna se compara en ambición y profundidad a las emprendidas por el gobierno de Peña.

Lo que Peña no entendió fue que el México del siglo XXI requería explicarle, y convencer, a la ciudadanía, que el problema no era meramente el texto constitucional sino la legitimación por parte de la ciudadanía de iniciativas clave para el progreso del país. No llevar a cabo esa labor política le costó a él, y al país, una serie de buenas leyes que, si sobreviven el embate final de AMLO, quedarán sujetas a la politización implícita del nuevo sistema judicial que emerja. Empleó un mecanismo obscuro, el Pacto por México, para negociar “en corto” el contenido de sus iniciativas, para luego aprobarlas sin discusión (y con mucha corrupción) en el poder legislativo. Lo urgente era cambiar el texto constitucional, como si lo importante fuese el papel.

El mecanismo era premoderno porque no correspondía al mundo del siglo XXI en que México existe. Ciertamente, la política mexicana dista mucho de ser 100% democrática: sólo el 58% de la población se asume como ciudadana, pero su nivel de información, disposición a debatir y exigencia de ser partícipe de las decisiones públicas no guarda semejanza alguna con el acontecer del siglo pasado. Sólo a un presidente arraigado en otro momento de la historia, presumiblemente la era de gloria del priismo, se le pudo ocurrir que el problema era “técnico,” de redacción del texto constitucional.

AMLO pecó exactamente del mismo fervor: quiso cambiarlo todo pero, en contraste con Peña, sin la capacidad técnica que aquel desplegó, por lo que los logros de AMLO son todavía más modestos, aunque mucho más perniciosos, especialmente en este, su último mes en el gobierno. Otro morador del siglo pasado, pero de los setenta, AMLO llegó con una misión similar a la de su predecesor, pero en sentido contrario. Con celo y arrogancia, además de ignorancia, se abocó a eliminar toda legislación que estorbaba a su visión del mundo: canceló instituciones, evisceró los pocos contrapesos e hizo todo lo posible por recrear la presidencia todopoderosa. La urgencia por modificar el entramado legal en el último tramo de su presidencia le deja un regalo envenenado a su sucesora.

El error de Peña fue no socializar las iniciativas que envió al poder legislativo, como Salinas había hecho con tanta diligencia (y éxito) con el TLC. Ni él ni su equipo comprendieron la trascendencia política de los cambios que promovieron ni entendieron el momento de México o la necesidad imperiosa de convencer a la ciudadanía de la relevancia de sus iniciativas. Con absoluta arrogancia jamás repararon en la obviedad de que lo que es fácil de aprobar también es fácil de revertir.

AMLO fue un especialista en revertir. De facto y de jure, en la realidad y en el papel, se abocó a cancelar todo el entramado legal y político que habían ido construyendo sus predecesores para acotar las facultades de la presidencia y para institucionalizar al gobierno mexicano, es decir, para construir el andamiaje hacia un eventual Estado de derecho. Impuso su ley a diestra y siniestra, abriendo la puerta para una nueva era de incertidumbre y precariedad. O peor.

Las formas seguidas por Peña y por AMLO fueron distintas, pero las consecuencias serán similares. Uno procuró abonar hacia el futuro, el otro intentó reconstruir el pasado, pero ambos verán su futuro trastocado porque el México del siglo XXI no aguanta ese nivel de irresponsabilidad, producto del exceso de poder que concentra la persona del presidente y de los recursos que, aunque del erario, son empleados como si fuesen personales.

Tendrán que venir años difíciles, comenzando por la inexorable necesidad de restablecer la concordia, para volver a sentar cimientos confiables y creíbles de solidez institucional.

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REFORMA
29 septiembre 2024

Aberraciones

Luis Rubio

En la vorágine producida por la violencia, los muertos, la politización de la inseguridad por parte del presidente, las contiendas y la euforia contra reformista de este año y, como ilustra Culiacán, se perdió todo sentido de realidad y dimensión del problema de la seguridad pública que aqueja al país. Ideas y propuestas van y vienen -con frecuencia menos ideas y más acusaciones y dogmas- pero el común denominador es una total ignorancia y simplificación entre funcionarios y candidatos sobre la naturaleza de la problemática. Sin una definición precisa del origen, evolución e impacto sobre la población y la vida económica, es imposible concebir una estrategia susceptible de ir avanzando hacia un estadio de seguridad sostenible.

Aquí van observaciones, lecturas y aprendizajes a lo largo de varias décadas en esta materia:

  • La seguridad en la era del “viejo” régimen funcionaba por la extraordinaria concentración de poder que caracterizaba al binomio presidencia-PRI y que, a través de sus estructuras, tenía la capacidad de preservar el orden y la paz en la mayor parte del territorio nacional. Si bien la estructura institucional formal era de un país federal, el gobierno central imponía su ley, incluidos en ello los narcotraficantes, fundamentalmente colombianos y cuyo principal interés en México era el tránsito de drogas de sur a norte. La seguridad se preservaba gracias al extraordinario control político de esa era y no a debido a la existencia de un sistema de seguridad funcional. Es decir, no hay a donde regresar.
  • Tres factores minaron aquel esquema que para muchos es motivo de añoranza, comenzando por la presidencia: el primero y más importante fue que el país dejó de ser una nación pequeña, relativamente poco poblada, introspectiva en lo económico y con un gobierno que controlaba a los sindicatos y, a través de permisos, a los empresarios. Es decir, la capacidad de control e imposición era vasta. El crecimiento de la economía, la urbanización, el ascenso de la clase media y la dispersión y diversificación de la población provocaron crecientes grietas y fracturas en el mundo idílico de la era.
  • El segundo factor fue la liberalización de la economía, circunstancia que implico la creciente erosión de los mecanismos de control político que ejercían el gobierno y el partido. Menos controles y cada vez mayores demandas de democratización, todo ello en el contexto de la creciente integración norteamericana a través del TLC, minaron los cimientos del viejo régimen, hasta llegar a la derrota del PRI en 2000. Con el “divorcio” del PRI y la presidencia se vino abajo todo el tinglado del viejo sistema de control. Lo que antes funcionaba súbitamente dejó de operar y nada lo substituyó. Peor: por más que el gobierno federal llevó a cabo enormes transferencias de recursos a los gobernadores entre 2000 y 2006, presumiblemente para desarrollar y fortalecer la seguridad a nivel estatal y local, la inseguridad se convirtió en la principal anomalía del país, que arreció, hasta convertirse en la lacra que es hoy.
  • El tercer factor fue el éxito del gobierno colombiano en controlar a los carteles de la droga, lo que llevó a que nacieran las mafias mexicanas y se apoderaran del mercado. En contrate con los colombianos, las nuevas mafias tenían arraigo local, lo que cambió la naturaleza del fenómeno. Con la evolución del mercado de las drogas, la creciente liberalización de la mariguana en EUA y la aparición de nuevas drogas como el fentanilo, el crimen organizado se expandió a otros mercados, como el de la extorsión, el secuestro, el derecho de piso y otros negocios ilícitos. En ausencia de autoridad a todos los niveles de gobierno, proliferó la violencia y la criminalidad.
  • El crimen organizado controla regiones, pacifica ciudades y sólo incurre en la violencia cuando enfrenta rivales o a autoridades impreparadas.
  • La criminalidad y la violencia ocurren a nivel local (no federal) y, sin embargo, sólo para ejemplificar, la abrumadora mayoría de los presupuestos dedicados al poder judicial y, en general, a todo lo relacionado con la seguridad y la justicia, se dedican al fuero federal. Es decir, no sólo no existe una concepción de cómo enfrentar el problema, sino que lo poco que se hace se dirige hacia espacios en que el problema no es el central.

La retórica en materia de seguridad es rica en recriminaciones, pero pobre en diagnósticos, propuestas serias y disposición a actuar. La tónica gubernamental es de irresponsabilidad absoluta, seguida por una invitación a aceptar “lo inevitable.” Es decir, a normalizar el problema y meterlo debajo del tapete, como si fuese algo menor y pasajero. Lo que el país requiere es comenzar de cero: reconocer la naturaleza federal del país y que la esencia de la seguridad empieza de abajo hacia arriba: desde el policía de la esquina y no al revés.

En su libro Caminos sin ley (1938), Graham Greene describe a un país “maldecido y lleno de odio y muerte.” Podría pensarse que se refería el México de hoy: aunque el país se ha transformado y ha crecido en mil maneras, la calidad de su gobierno sigue siendo patética.

Ahora que ya hay gobierno en ciernes, más vale que comience a repensar el problema antes de que le gane el tren, como a sus predecesores.

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 REFORMA

22 septiembre 2024

Democracia

Luis Rubio 

La democracia es, como tantas otras cosas en la vida, un arte adquirido que evoluciona y se transforma en el tiempo. Inglaterra, quizá la primera nación democrática en el sentido moderno del término, comenzó a construirla con la Magna Carta en 1215. Con menos experiencia, la democracia cobró un súbito auge a partir del fin de la segunda guerra mundial.

La explicación más común sobre las transformaciones experimentadas en el sur de Europa y América Latina ha sido la llamada “teoría de la modernización.” El concepto fue evolucionando y cambiando a lo largo de las décadas, pero su principio rector era que el crecimiento económico genera presiones políticas y que éstas sólo se pueden contener mediante la constitución de mecanismos de participación política. Bajo esta concepción, los gobiernos -duros y suaves, modernos o tiránicos, civiles o militares- acabaron cediendo el control porque no les quedaba de otra. Es decir, fue la debilidad de sus estructuras la que llevó a la construcción de sistemas democráticos de gobierno.

Dan Slater y Joseph Wong* argumentan que el proceso de transición democrática en Asia ha seguido un patrón muy distinto, quizá la razón del contraste con América Latina en resultados, especialmente en lo económico. Su planteamiento es particularmente interesante para México ahora que nuestro país experimenta una sistemática regresión tanto política como económica.

En contraste con la región latinoamericana, que experimentó procesos de democratización casi siempre en medio de crisis económicas, en Asia fue el éxito del desarrollo económico lo que creó circunstancias propicias para la democracia. El argumento central de Slater y Wong es que los gobiernos desarrollistas (casi todos militares o asociados a estos) que optaron por la democracia lo hicieron deliberadamente y de manera voluntaria no porque enfrentaran riesgos de levantamientos radicales o revolucionarios sino por lo contrario: porque tenían la expectativa, de hecho, la certeza, que el cambio de sistema de gobierno afianzaría la estabilidad y contribuiría a acelerar el desarrollo económico. Es decir, actuaron por fortaleza, no por debilidad o falta de alternativas.

Tan había alternativas, argumentan los autores, que naciones exitosas como China y Singapur optaron por no reformar sus estructuras políticas: “paradójicamente, cualquier régimen autoritario lo suficientemente fuerte como para prosperar bajo la democracia es lo suficientemente fuerte como para retener su poder autoritario en el corto plazo si así lo decide.” Esta perspectiva pone de cabeza la teoría de la modernización porque implica que los gobiernos y las economías son fuertes y, por lo tanto, capaces de decidir sobre la mejor forma de administrarse, circunstancia que fue muy distinta, históricamente, en América Latina.

Pero el factor clave que caracteriza al argumento de estos autores es que, para lograr su exitoso desarrollo económico, naciones como Japón, Corea y Taiwán, y otros menos exitosos como Indonesia y Tailandia, fueron construyendo mecanismos indispensables para el funcionamiento de la economía, especialmente en ámbitos como la burocracia, la seguridad y la justicia. Antes de liberalizar construyeron gobiernos efectivos y eficientes para garantizar el funcionamiento de sus economías, a partir de lo cual construyeron estructuras burocráticas profesionales con autonomía substantiva que les permitían ignorar presiones políticas para realizar sus mandatos respectivos. Habiendo abandonado prácticas patrimonialistas que favorecían la lealtad y la corrupción, “los autócratas de la región liberalizaron porque tenían muy buenas razones para esperar que las organizaciones políticas y económicas más importantes del régimen existente perdurarían e incluso florecerían bajo las nuevas condiciones democráticas.”

En México las reformas iniciadas en los ochenta siguieron el patrón opuesto: fueron una respuesta a la sucesión de crisis económicas que pusieron al gobierno contra la pared. Las reformas fueron producto de debilidad y, lejos de responder a criterios de eficiencia económica, se negociaron para siempre proteger a intereses privilegiados por la coalición política. Cuando vino el momento de negociar reformas políticas, especialmente en los noventa, las estructuras gubernamentales adolecían de los elementos que los asiáticos habían resuelto tiempo antes, comenzando por estructuras burocráticas profesionales y apolíticas, sistemas judiciales efectivos y estrategias de seguridad funcionales. Bajo este rasero, México entró a la era democrática porque no había alternativa (el nivel de conflicto era creciente) y sin contar con una economía consolidada que permitiese garantizar continuidad o, en palabras de los autores, la expectativa de que el país florecería bajo las nuevas condiciones democráticas. El optimismo rebasó a las circunstancias objetivas.

AMLO desmanteló lo poco que quedaba de capacidad gubernamental y más ahora, con la demolición del poder judicial. Difícil imaginar un futuro optimista para su sucesora. Dicho eso, retrocesos democráticos como el que México experimenta hoy no tienen porqué ser definitivos pues, como ilustra Indonesia, la presión ciudadana puede forzar a un gobierno a imitar a los exitosos, no a los perdedores. Ese es el reto.

*From Development to Democracy: The Transformation of Modern Asia, Princeton

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 REFORMA
15 septiembre 2024

¿Cambio de régimen?

Luis Rubio

México no está experimentando un cambio de régimen, sino la reafirmación del viejo. Conscientemente o no, el electorado aceptó el llamado del prócer y votó masivamente a favor de la reconstrucción del viejo régimen. Fue un ejercicio épico de movilización, manipulación, liderazgo y convencimiento que nada tenía que ver con el mundo real, pero si con la realidad, al menos momentánea, de la vida cotidiana de la población. Ahora la presidenta tendrá que lidiar con las consecuencias.

El voto fue real: la población se manifestó masivamente a favor del partido en el gobierno y, especialmente, a favor del presidente, quien sigue gozando de elevados números de popularidad y pretende determinar el futuro del país para las siguientes décadas. Su estrategia electoral, quizá lo único que atrajo su atención fuera de los tres proyectos de infraestructura (cuyo futuro es incierto), resultó exitosa y su decisión de lograr una mayoría calificada, a cualquier costo, fructificó. Todo lo cual no hizo sino evidenciar que el México del siglo XXI se aproxima cada vez más al México del siglo XX. O sea, la misma gata pero revolcada…

Al inicio del gobierno del presidente López Obrador sus personeros insistían en que México experimentaba un cambio de régimen. Lo afirmaban a partir de la noción de que “por fin” se les reconocía un triunfo que, en su lectura, merecían desde hace tiempo. México llegaba a la democracia, decían, porque ellos habían ganado. Todo el resto era mera pantomima.

Sin embargo, en la medida en que fue avanzando el tiempo, el presidente fue minando una tras otra de las instituciones, prácticas y tradiciones que habían caracterizado a la añorada transición democrática que tuvo lugar a partir de los noventa. El pretendido nuevo régimen comenzaba a parecerse más al viejo sistema postrevolucionario que a una democracia consolidada.

Si uno ve hacia atrás, es claro que la transición democrática que se inició formalmente con la serie de reformas electorales a partir de los setenta, pero especialmente con la reforma de 1996, fue liberalizando la política mexicana y, con la creación de un piso parejo, facilitó la derrota del PRI en 2000, abriendo una nueva era para el país. En todo ese trajín, se fueron creando diversas instituciones orientadas a formalizar la política nacional, establecer contrapesos al poder presidencial y, en una palabra, otorgarle predictibilidad a la ciudadanía respecto a las decisiones gubernamentales.

El récord de ese proyecto es mixto. Algunas de esas instituciones resultaron ser extraordinariamente sólidas y reconocidas, otras acabaron siendo menos eficaces o más propensas a ser capturadas por poderosos intereses. Más que nada, todo ese ensamble no fue suficiente para transformar a la economía, elevar las tasas de crecimiento y consolidar un régimen democrático que, efectivamente, rompiera con al viejo modelo postrevolucionario.

Ese contexto fue el que permitió que el presidente López Obrador lanzara una arremetida para destruir instituciones y fortalecerse como presidente, el cambio más importante que experimentó el país en estos años: de una presidencia fuerte pasamos a un Estado débil con un presidente hiper poderoso. De esta manera, el connato de cambio de régimen hacia la democracia que se intentó construir en las pasadas tres décadas acaba retornando al modelo más primitivo del presidencialismo mexicano de la era de la post revolucionaria. Como en el cuento de Hans Christian Andersen, López Obrador hizo evidente que el rey estaba desnudo y que todo ese entramado era tan débil que no pudo resistir el embate presidencial. Si no podía resistir, no servía como contrapeso, demostrando con eso que el viejo régimen seguía, y sigue, tan vivo como siempre.

Pero peor. El nuevo-viejo régimen que el presidente pretende legarle a su sucesora es una estructura débil con un presidente poderoso, más reminiscente de la era del caudillismo post revolucionario que de los años más exitosos del PRI en los cincuenta y sesenta. Peor, en esa era tanto México como el mundo se caracterizaban por sistemas políticos y económicos esencialmente introspectivos, donde un poder fuerte tenía vigencia. Hoy, en pleno siglo XXI, la era de las interconexiones digitales, la ubicuidad de la información y la descentralización de las decisiones, la pretensión de controlarlo todo es, simplemente absurda. Y peor con un gobierno enclenque, por más poderoso que sea el líder: podrá violar la ley y los derechos de las personas, pero no puede hacer posible por sí mismo la prosperidad.

Y ese es el desafío con el que tendrá que lidiar la presidenta Sheinbaum: cómo gobernar un país en el que hay una persona que dejó el terreno minado, un partido propenso a la fragmentación pero enormemente poderoso y una ciudadanía agradecida con el pasado pero extraordinariamente demandante que exigirá los satisfactores que se le prometieron. Todo esto sin contrapesos, que, de existir, limitarían a la presidenta, pero también a los intereses de Morena que sin duda intentarán extorsionarla.

No hay duda que el país experimenta el fin de una era, sobre todo de un sueño, el de la democracia, pero no un cambio de régimen. El viejo régimen sigue tan vivo como siempre, pero ahora con más capacidad de abusar que de construir y resolver.

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REFORMA

08 septiembre 2024

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Tiempos complejos

Luis Rubio

El triunfo electoral de junio pasado ha envalentonado no sólo al presidente, sino a su sucesora, ahora si ya presidenta electa, y a todo el contingente morenista. La felicidad de haber triunfado, plenamente justificada a pesar de las irregularidades cometidas por el presidente, se está convirtiendo en una catarata de acciones y decisiones que bien podrían acabar minando, si no es que destruyendo, el enorme capital con que cuenta la Dra. Sheinbaum en este momento.

Las advertencias llegan de todas partes y no es necesario repetirlas: bancos, embajadores, presidentes, políticos, jueces, empresarios, observadores y comentaristas, desde distintas nacionalidades y posturas políticas, todos coinciden en los riegos que entrañan los cambios propuestos en las iniciativas constitucionales que están por ser aprobadas. Rompiendo con todo protocolo y tradición, pero sobre todo la decencia y deferencia que amerita una sucesora ya debidamente certificada, AMLO actúa como si su sexenio estuviera a punto de comenzar. El problema para la Dra. Sheinbaum es que será ella quien tendrá que pagar los platos rotos.

A pesar del contundente triunfo, el país no se encuentra en el mejor momento de su historia. Confundir el fervor popular expresado en las urnas con las circunstancias objetivas que enfrentan la economía y la política mexicana es perder de vista lo que constituye una plataforma sostenible de gobernanza y de desarrollo.

“La confianza llega a pie, pero se va a caballo” le espetó el líder del grupo del euro al ministro de finanzas de Grecia cuando esa nación experimentó una gran crisis fiscal. El abrazo del electorado es fundamental, pero requiere mantenimiento y las transferencias en efectivo, que probaron ser tan trascendentes en la reciente elección, son sólo sostenibles en la medida en que el país preserve su estabilidad y la economía comience a crecer a tasas sensiblemente superiores a las de las últimas décadas fuera de los excepcionales polos de desarrollo regionales. No sobra recordar, y más para un gobierno de izquierda, que se requiere más que votos en el pasado para poder avanzar. Edgar Snow le preguntó a Mao qué se necesitaba para gobernar, a lo que Mao respondió: «Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes.» «Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?» replicó Snow. «Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar.»

Esa entrevista tuvo lugar en 1931, hace casi cien años, en otro contexto político, geopolítico y económico. Mao no tenía que preocuparse por inversionistas o relaciones con otras naciones, sólo por la estabilidad interna. Hoy la situación es radicalmente distinta. En un mundo hiperconectado, digitalizado, fundamentado en tecnologías extraordinariamente complejas y sofisticadas, comenzando por los semiconductores, del cual depende la viabilidad económica de México, los gobiernos no pueden desviarse de lo fundamental, que consiste en comprender y establecer, además de mantener, la confianza tanto de la población como de los empresarios e inversionistas, pues esa es la ventaja competitiva más importante con que hoy cuenta una nación. Perder de vista lo esencial -y estar dispuesta a arriesgarlo para satisfacer la vanidad de un predecesor que ya va de salida- es jugar con fuego y poner a su propio gobierno en enorme riesgo.

Un error frecuente en el que caen los políticos -ejemplos de lo cual hay innumerables en las mañaneras, especialmente las posteriores a la elección- es creer que el mundo es estático y que el futuro depende de la voluntad del gobernante. Con sólo quererlo, el deseo se cumple. Quizá por eso el líder de Morena afirmó, con similar arrogancia, que había que darle un “gran regalo” al presidente en la forma de la reforma judicial. Los regalos fáciles (un dedo alzado es suficiente) acaban saliendo caros, especialmente para quien los tendrá que sufragar.

México enfrenta una crisis política estructural porque adolece de instituciones que le confieran sentido de dirección, disciplina y continuidad política y económica. En alguna era de su historia, el PRI satisfizo esa función y, en las décadas más recientes, ha sido el TMEC, vehículo que, al menos en el ámbito económico, le ha dado viabilidad al país. Morena no tiene las características ni los mecanismos para recrear la función del PRI y la presidenta electa no tiene el rasgo weberiano de la autoridad carismática que caracteriza a AMLO. Su personalidad e historia requieren una construcción institucional, lo que Weber llamó autoridad legal racional, para poder gobernar. Las iniciativas que están en ciernes destruirían esa posibilidad antes de que comience el sexenio.

El político español Borja Semper, lo dice con claridad: “Vivimos la primera gran resaca del nuevo orden mundial surgido por la globalización, un mundo que no es estático y que se caracteriza por el cambio constante… La mundialización es una realidad cargada de oportunidades y retos, creadora de riqueza, pero cuenta aún con el talón de Aquiles de la ausencia de gobernanza que nos permita saber y corregir sus extralimitaciones. La crisis es de confianza, y la confianza es uno de los pilares fundamentales de la democracia.”

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REFORMA

01 septiembre 2024

¿Inicio o final?

 

Luis Rubio

Según reza el dicho, después de la borrachera viene la cruda. Una manera menos amable de observar al gobierno actual es recordando a Luis XV cuando afirmó que “después de mí, el diluvio.” Efectivamente, pronto concluirá el gobierno más destructivo del último siglo sin haber dejado más que déficits en su estela. El presidente más poderoso y más legitimado electoralmente desde que los votos se cuentan bien no hizo sino polarizar a la población confrontar a los partidos políticos y amenazar a quienes disentían de él, todo mientras disfrutaba de las reformas que sus predecesores habían puesto en práctica en respuesta a los males que exhibía la economía. Son dos caras de una misma moneda: la política de la pugna permanente y la gradual maduración de la economía. La pregunta es si la próxima presidenta verá este legado como una oportunidad o como una maldición.

La forma de conducirse del presidente saliente me recuerda a Gonzalo N. Santos, ese prócer de la lingüística política mexicana, cuando explica cómo procedió con uno de sus enemigos: «de acuerdo con un grupo de tahúres… mandé embriagar a Carrillo fingiéndose todos ellos sus partidarios… ahogado de borracho llegué con un fotógrafo, lo mandé desnudar, y lo retrataron en todas formas y posiciones que se pueda imaginar. Ahí murió la candidatura de Carrillo pues lo amenacé con exhibir al candidato al desnudo en el Colegio Electoral.» Una parte importante de la ciudadanía fue embriagada en estos años, el llamado “voto duro,” haciéndole creer que el nirvana estaba a la vuelta de la esquina. En contraste con Santos, AMLO fue menos brusco en sus formas: en lugar de emborrachar a sus seguidores, se dedicó a comprar su voluntad con fondos públicos, pero el resultado es el mismo, excepto que dejó hipotecado al país. Ahora viene la cruda.

Concluirá este gobierno y vendrá la resaca, como siempre ocurre. Lo que hasta ahora se manipula en las mañaneras y se descarta y desecha como irrelevante se aparecerá en el horizonte como realidad inmanente, exigiendo respuestas específicas en lugar de evasivas irresponsables. El caos de hoy -caos soterrado que ha dejado a la ciudadanía en espera de algo mejor- se convertirá en demandas incontenibles. Las presiones, pasiones y resentimientos que hoy se autocontienen cobrarán un volumen a los que el nuevo gobierno tendrá que responder de manera decisiva, comenzando por el lenguaje y las formas.

Parece claro que el nuevo gobierno cobrará forma a partir de un partido dominante y una presidenta con enormes oportunidades, pero con la espada de Damocles encima por las reformas que, evidentemente sin meditar las consecuencias, Morena se dispone a aprobar sin miramiento. Este mes de septiembre será crucial porque determinará si un resultado electoral tan extraordinario se convierte en oportunidad o en el inicio de una acelerada descomposición.

Conceptualmente, la presidenta tiene tres opciones: perseverar en los objetivos, estrategias y tácticas del gobierno saliente; desarrollar su propio programa, distinto al existente, pero dedicado a dar un giro radical; o procurar una convocatoria amplia e incluyente de cambio que realmente transforme al país o que, al menos, siente las bases para una transformación cabal.

Aunque prácticamente no hay gobierno que no llegue con bombo y platillo anunciando grandes proyectos, el gobierno saliente habrá dejado un panorama tanto en términos económicos (sobre todo fiscales) y políticos, poco promisorio. Desde luego, la elección arrojó un resultado devastador para la oposición, pero el futuro depende de que el conjunto de la sociedad participe activamente, algo que el gobierno saliente logró, quizá más por inercia que por una exitosa convocatoria, pero en buena medida debido a la existencia del tratado de libre comercio que constituye la principal fuente de crecimiento económico en la actualidad.

Desde este panorama, independientemente de la retórica, más de lo mismo es concebiblemente posible, pero no con buenas perspectivas. Además, las diferencias de personalidad entre los presidentes entrante y saliente auguran poca viabilidad a una continuidad ciega, así sea informada. Un giro radical, por el que propugnan muchos liderazgos de la constelación de Morena, implicaría una estrategia económicamente suicida porque, aunque quizá popular al inicio, tendría el efecto de anular los fundamentos de la parte exitosa de la economía. Mucho más inteligente sería construir un gran acuerdo nacional que propugne por un proyecto de crecimiento económico equilibrado en términos tanto sociales como regionales, sustentado en el principal motor de la economía (las exportaciones) y el nearshoring.

El punto neurálgico es que no hay hacia dónde regresar como algunos sueñan, pero tampoco es posible perseverar en un modelo de gobierno dedicado a que la ciudadanía no progrese; a que se mate y extorsione a millones de personas; y a que se pretenda que con puras transferencias el país podrá ser exitoso.

Concluyen seis años de polarización poco productiva, dejando una enorme estela de costos y daños que poco a poco saldrán a la superficie. Es tiempo de sumar para construir, la oportunidad que la ciudadanía entera seguramente espera, independientemente de como haya votado. Sería criminal dejar pasar la oportunidad.

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REFORMA
25 agosto 2024