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Poder vs. Estado

Luis Rubio

Cambió el gobierno, pero los problemas permanecen y tienen que ser atendidos. México lleva muchos años experimentando una peculiar paradoja: un gobierno cada vez más activista con un Estado cada vez más débil. Quizá se trate de una manera de encarar, u ocultar, el verdadero problema: el gobierno controla cada vez menos territorio y su capacidad de conducir al país disminuye en paralelo con el ascenso casi incontenible de las expectativas de la población pero, especialmente, de las ambiciones de los gobernantes.

El problema no es nuevo en la vida política mexicana, pues se remonta al inicio de la vida independiente en el siglo XIX: el gran desafío fue siempre la pacificación del país y su integración como una sola nación, especialmente después de la invasión norteamericana de 1847. El porfiriato fue el primer periodo durante el cual el gobierno logró una etapa consistente de crecimiento económico, circunstancia que se repitió con el PRI luego de la gesta revolucionaria. Las contradicciones de aquel sistema y sus inevitables limitaciones eventualmente llevaron a la liberalización económica y a la apertura política, respectivamente, con la consecuencia (claramente no anticipada) de debilitar al gobierno y reabrir la lucha descarnada por el poder que, como en el siglo XIX, comienza a parecer una nueva normalidad.

Desde los noventa, cuando se negociaban las primeras reformas políticas de gran calado, esas que llevarían a contiendas democráticas indisputadas y al desarrollo de instituciones críticas para la gobernanza, se debatía la necesidad de una reforma integral de la estructura del Estado mexicano. El objetivo pronto perdió foco y las reformas se limitaron a construir instituciones y organismos orientados a resolver problemas específicos que se iban presentando, como energía, competencia, elecciones, etc.

Lo que aquellos proyectos y reformas concretas no atendieron, y que en estos años fue exhibido en todas sus dimensiones por el gobierno anterior, fue el problema del poder. En un sentido literal y conceptual, el objetivo de una institución es el de contener al poder, es decir, impedir o limitar potenciales abusos por quien ostenta el poder político. El punto no es impedir que un presidente ejerza sus funciones y responsabilidades, sino que su actuar se apegue a la ley, que no viole principios y regulaciones concebidos para conferirle certeza a la población y proteger los derechos de las minorías. La idea de un contrapeso no es impedir, sino transparentar: que se debatan los asuntos que corresponden a los distintos poderes públicos y se presenten tanto quienes apoyan como quienes objetan algún determinado programa o proyecto para que, con esa información, puedan procesar las decisiones los poderes legislativo y judicial, respectivamente.

En la medida en que un presidente puede actuar sin limitación alguna, la sociedad entera vive en la incertidumbre. Desde luego, quienes disfrutan y se benefician de las decisiones suponen que éstas son deseables y universalmente apoyadas, en tanto que quienes las objetan y/o se sienten agraviados piensan lo opuesto. Una sociedad civilizada sabe que el poder cambia de manos en el tiempo y que eso implica que quienes se encuentran de un lado de la ecuación algún día podrían encontrarse del otro, razón por la cual la existencia de instituciones fuertes, susceptibles de resistir los embates del poder, son benéficas para todos y sirven, precisamente, para generar certidumbre para todos. Esto que parece tan obvio y hacia lo cual, más o menos, México iba avanzando, ha sido destrozado en tan sólo unos meses.

El punto importante debiera ser lograr que toda la población, independientemente de su realidad socioeconómica, sepa a qué atenerse. El gobierno anterior logró un hito extraordinario al elevar las transferencias en efectivo a un enorme segmento de la población, lo que, paradójica pero explicablemente, suscitó incertidumbre respecto a la permanencia de esos programas durante el periodo electoral. La institucionalización de esos programas es clave para que los beneficiarios de los programas tengan la certeza de que no se volverán un asunto de rebatinga electorera.

Exactamente lo mismo ocurre con las regulaciones que gobiernan a la inversión privada en sectores que antes estaban reservados para el gobierno, como la electricidad. La fortaleza de las instituciones es la que confiere certidumbre a la población en todos los ámbitos de la sociedad y la economía.

Donde erraron muchos de quienes hace décadas abogaban por una reforma del Estado fue en enfocarse hacia la creación de instituciones en lugar de abocarse a la contención del poder. Aunque es evidente que la contención del poder se manifiesta a través de instituciones, ésta es imposible sin una reforma integral del poder y ese es gran desafío del país y, mucho más, ahora que el gobierno actual experimenta el embate de su predecesor. Las virtudes de la nueva presidenta son muchas, pero son muy distintas a las de su predecesor y seguramente no le permitirán contener las tensiones, conflictos e intereses encontrados (incluso dentro de su propio partido) sin atender ese problema crucial que es el del exceso de concentración de poder.

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https://www.reforma.com/poder-vs-estado-2024-12-08/op283460?pc=102

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REFORMA
08 diciembre 2024

Epílogo en el libro «La duda sistemática: autobiografía política» de Francisco Labatida Ochoa

A modo de epílogo

Epílogo en el libro «La duda sistemática: autobiografía política» de Francisco Labatida Ochoa

Luis Rubio

El tema recurrente en este texto es el poder presidencial. La cauda de historias y anécdotas que cuenta el libro reflejan una acusada preocupación por la incapacidad del país para romper con las limitantes que enfrenta su desarrollo. La preocupación se expresa de múltiples formas: en la centralidad del presidente en todos los ámbitos de la vida nacional, en las decisiones que toma la cabeza del poder ejecutivo, en la ausencia de contrapesos y, en general, en los riesgos de la excesiva concentración de poder. Esto podría parecer extraño viniendo de un funcionario de larga carrera política y aspirante a la presidencia de la república, pero es eso lo que distingue al Lic. Francisco Labastida: su claridad mental y su necesidad imperiosa de entender los fenómenos que el país enfrenta para poder ofrecer una solución. Más al punto, refleja una profunda preocupación por el Estado y el país más que por sí mismo.

Hay dos tipos de autobiografías políticas: aquellas que sirven a los autores para exaltar su vanidad y aquellas que les sirven como reflexión y aprendizaje. Las primeras pueden ser interesantes, pero las segundas son fundamentales para entender el tiempo en que el autor fue protagonista. El libro que tiene el lector en sus manos es, decididamente, del segundo género. El lector podrá estar de acuerdo o diferir con el autor respecto a la mejor forma de enfrentar o resolver los asuntos nacionales que aquí se describen, pero encontrará una descripción reflexiva y analítica por parte de un actor por demás relevante que es capaz de separarse del contexto en que operaba para explicar sus observaciones y comprenderlas a la distancia. Sus apreciaciones respecto a los objetivos que se perseguían o, en la última sección, que deben perseguirse, constituyen una guía invaluable para las discusiones que son necesarias en el momento actual.

Los problemas que el país padece hoy se gestaron en buena medida en la década de los noventa, periodo en que el país experimentó una profunda transformación tanto en materia económica (sobre todo con la liberalización económica y la negociación de tratados de libre comercio), como política, particularmente por la constitución del Instituto Federal Electoral y lo que ese hecho implicó para la democratización del país. Ambos procesos alteraron las estructuras ancestrales de la sociedad mexicana, abriendo frentes hasta entonces desconocidos o, al menos, ignorados, como la seguridad pública, la justicia y la gobernanza institucionalizada. Buena parte del contenido de este libro -sobre todo el capítulo de lecciones y conclusiones- se remite a esa década, lo que lo hace particularmente interesante e importante para entender lo que se hizo, lo que no se hizo y lo que se dejó de hacer. Más al punto, las razones por las cuales sucedieron las cosas y los criterios de quienes participaron en aquellas decisiones. Mucho de lo que entonces aconteció, pero sobre todo de las reformas que no se emprendieron como complemento para la apertura electoral, explica el sinuoso devenir de las décadas recientes y la complejidad de la problemática que hoy enfrentamos los mexicanos, incluyendo el asunto trascendental de la seguridad, función crucial del Estado.

Como repetidamente dice Francisco Labastida en estas páginas, el imperativo categórico para ejercer la función de gobernar radica en contar con un buen diagnóstico de los problemas porque sin ello el funcionario es ciego ante la realidad que enfrenta. Y el diagnóstico que se deriva de este libro, enfatizado repetidamente desde distintas perspectivas, es que lo no resuelto en la actualidad se remite, en casi todos los casos, al problema del poder.

Agradezco la oportunidad que me ofreció el Lic. Labastida para comentar el asunto del poder, materia que me ha preocupado desde hace tiempo y que, como problema nacional, compartimos él y yo, habiendo sido tema de múltiples conversaciones. El problema del poder, especialmente el excesivo poder que concentra la presidencia, es sin duda el principal obstáculo a la estabilización y democratización de la política mexicana y un impedimento fundamental al desarrollo económico. Este no es un asunto temporal: el problema es estructural, derivado de la naturaleza del sistema construido en la era post revolucionaria y que sirvió para concluir aquella gesta histórica, pero que desde hace algunas décadas se ha convertido en un obstáculo para la construcción de un futuro promisorio.

El problema del poder

La concentración de poder que fue inherente al régimen que emanó de la Revolución permitió construir un sistema político funcional a partir de la tercera década del siglo XX porque la mexicana era una sociedad mucho más sencilla que la actual: esencialmente rural, aspiraba a construir una economía fundamentada en la industria, todo lo cual empataba con un esquema de disciplina laboral y política. Cien años después, las circunstancias son otras y la concentración del poder ha acabado siendo tanto disfuncional como ilegítima. Además, y este es el punto clave, un poder tan concentrado ya no logra el cometido de preservar la estabilidad o desarrollar a capacidad transformadora que la ciudadanía demanda.

El problema del poder en México tiene causas internas y externas. Por el lado interno, el sistema político construido en las primeras décadas del siglo XX tuvo por propósito estabilizar al país luego de la gesta revolucionaria; su racionalidad fue la de consolidar el poder de los ganadores a la vez de crear espacios regulados y limitados de participación para el resto de la sociedad organizada en ese momento. Aquel sistema tuvo enormes virtudes al generar no sólo una paz duradera sino también condiciones propicias para el desarrollo de la economía; al mismo tiempo, su principal defecto fue que no creó mecanismos de ajuste ante las inevitables alteraciones socio políticas derivadas de una sociedad y economía cambiantes.  Además, las reglas, en su mayoría, no eran formales, por lo que su cumplimiento se basaba en un principio de lealtad, miedo y percepción de riesgo. De esta manera, el sistema se constituyó como una estructura permanente, cuya única fuente de flexibilidad radicaba en el límite sexenal a la presidencia. Este límite no era menor, toda vez que permitía un recambio de la élite política, pero no un ajuste constante que favoreciera la adaptación a una realidad cambiante: se recirculaba la participación de los miembros de la llamada “familia revolucionaria” pero no se modificaba la relación con la sociedad a pesar de que ésta cambiaba continuamente. No sobra decir que el éxito en estabilizar la vida política y crear condiciones para el desarrollo económico fueron los factores que hicieron posible el cambio y maduración continua de la población.

Por el lado externo, el contexto dentro del cual operaba el país era propicio para soluciones nacionales, introspectivas y aisladas del resto del mundo. La industrialización fundamentada en la substitución de importaciones, promovida por la CEPAL y por el gobierno estadounidense, tenía una lógica política abrumadora: permitía no sólo el crecimiento de un nuevo sector de la economía, sino que entrañaba un fuerte control político, particularmente por la estructura del sindicalismo mexicano, íntegramente bajo control del PRI y sus predecesores. Todos estos parámetros comenzaron a venirse abajo a partir de mediados de los sesenta cuando la exportación de granos dejó de ser suficiente para financiar la importación de la maquinaria y equipo requeridos por la industria. Más adelante, la liberalización económica, que comenzó en los ochenta, tuvo el efecto político de alterar las estructuras de control y dependencia tanto de los obreros como de los empresarios. El sistema que antes lo controlaba todo, poco a poco fue viendo erosionar su poder y su capacidad de control.

El gran éxito del sistema político fue precisamente que hizo posible la rápida evolución de la sociedad. En unas cuantas décadas, México se convirtió en una sociedad urbana con crecientes niveles de ingreso en una multiplicidad de actividades empresariales, profesionales y artísticas.  Tanto la economía como la sociedad experimentaron un extraordinario crecimiento, ampliando sus áreas de actividad, pero también de perspectivas: mientras que al final de la Revolución todo mundo quería sólo una cosa, paz y tranquilidad, medio siglo después el tipo de demandas había cambiado cualitativamente. Al final de los sesenta, las generaciones postrevolucionarias que no vivieron los efectos de la lucha armada requerían satisfactores económicos, sociales y políticos que chocaban con la esencia del sistema creado a partir del fin de la Revolución.

Por muchas décadas no hubo diferencia entre el monopolio del poder y la funcionalidad del sistema político y del gobierno: una cosa empataba a la otra y la hacía efectiva. Los problemas comenzaron en los sesenta cuando la estructura económica comenzó a mostrar los límites de una estrategia autárquica de desarrollo industrial y la sociedad, en la forma del movimiento estudiantil, empezó a demandar participación en los procesos de decisión política. A partir de entonces, la funcionalidad y el monopolio dejaron de ser iguales. Decisiones que favorecían la funcionalidad (por ejemplo, la apertura de la economía o la representación proporcional) atentaban contra el monopolio del poder, en tanto que la preservación de monopolio (por ejemplo al incorporar al PAN y PRD al sistema de privilegios) atentaba contra la funcionalidad.

El sistema de control tan hábilmente construido en los veinte para mantener el control político y la estabilidad del país se fueron erosionando en las últimas décadas. Las diversas reformas económicas emprendidas, tanto en los ochenta y noventa como en el sexenio de Enrique Peña Nieto, tenían por propósito mejorar el desempeño de la economía y con ello elevar la funcionalidad política del país. Sin embargo, en la práctica, tuvieron el efecto contrario: al liberalizar la economía y romper con los esquemas autárquicos de control, la población adquirió una nueva forma de libertad, disminuyendo drásticamente su dependencia respecto al gobierno, y reduciendo la capacidad del gobierno para controlar a sectores clave de la economía y de la sociedad. Todo esto antes del inicio del gobierno actual, que ha intentado revertir estos procesos y recrear los sistemas de control de antaño.

El gran desafío del sistema postrevolucionario, desafío que no ha sido resuelto, fue que la evolución de la sociedad entrañó crecientes demandas de participación política que el sistema no estaba diseñado para canalizar, procesar o, en una palabra, hacer posibles. En el tiempo se crearon una serie de mecanismos formales e informales de participación, directa e indirecta, para dar cabida a organizaciones y grupos sociales y políticos en el sistema, pero siempre de manera marginal. Así nacieron los diputados de partido en 1958 y eventualmente la representación proporcional, acotada por la entonces llamada “cláusula de gobernabilidad”, cuyo objetivo era preservar el monopolio del poder. El extremo fue la reforma de 1996 que abrió la posibilidad de una competencia electoral real, pero sustentada en un vicio: no se abrió el sistema político sino que se incorporó a los dos principales partidos de oposición al sistema de privilegios de que gozaba el PRI. En lugar de crear un “mercado” político competitivo, la solución priista (si bien acordada con las oposiciones) fue la de ampliar el espacio de participación para que no sólo los priistas tuvieran beneficios. El problema de ese esquema es que no se mejoró la flexibilidad del sistema: o sea, se compró tiempo pero no se resolvió nada, como evidencia el acontecer de los últimos años. El lector recordará que, tan pronto se aprobó la reforma electoral, el PRD, uno de los dos nuevos beneficiarios, de inmediato comenzó a actuar como oposición intransigente (no es casualidad que su líder de facto, y luego presidente del partido, era Andrés Manuel López Obrador). En una palabra, las respuestas que se fueron dado a lo largo del tiempo atendieron los desafíos planteados por diversos integrantes de la élite política pero no alteraron el concepto básico del poder: el objetivo del sistema político desde su fundación fue la preservación del monopolio del poder y no la funcionalidad política del país o, incluso, su desarrollo en caso de cambiar el contexto interno o externo, como de hecho ocurrió. Importante recordar que estos principios no cambiaron ni con las dos administraciones panistas.

La paradoja es que el electorado ha sancionado esta realidad, una y otra vez, en la forma en que ha votado a partir de 1997, primera elección federal posterior a la reforma electoral. En una elección tras otra desde entonces, la ciudadanía ha votado con gran frecuencia contra el partido en el poder en todos los niveles de gobierno. Así llegamos a la elección del presidente López Obrador, quien aprovechó las peculiaridades del gobierno anterior y su propia habilidad política para concentrar el poder e intentar resolver la problemática estructural retornando a esquemas que parecían ya superados.

El lado externo, sobre todo en materia económica, no es menos complejo. Más allá de la liberalización económica que ha experimentado el país a partir de los ochenta, la economía internacional se ha transformado de una manera fenomenal tanto en la forma de producir (la llamada globalización) como en la transición hacia la economía del conocimiento donde lo que importa ya no es la mano de obra física sino sobre todo la capacidad intelectual de las personas. Aunque hoy el mundo experimenta convulsiones en materia económica, los factores que han conducido los procesos de integración a través de fronteras, esencialmente avances de carácter tecnológico, no se han alterado y sin duda seguirán forzando a México a perseverar en la ruta emprendida. Estos cambios han tenido un impacto dramático sobre la vida política del país.

Mientras que la economía industrial tradicional entrañaba un sistema de disciplina inexorable, una sociedad abierta y crecientemente dependiente del conocimiento y la información tiene una dinámica que nadie controla. En la era industrial la población vivía en un esquema de líneas de producción y sindicatos controladores, lo que acotaba cualquier protesta al ámbito laboral. Los empresarios vivían bajo el yugo gubernamental que tenía capacidad, directa o indirecta, de determinar la rentabilidad de sus empresas. En la era del conocimiento, no importa el negocio o actividad en que se encuentre una persona, todo es información y ésta nadie la puede controlar, por más que persistan intentos por censurarla.

La economía del conocimiento implica una menor importancia para la actividad manual (típica de los procesos industriales tradicionales) y una cada vez mayor dependencia de la actividad intelectual en la agregación de valor, que es lo que determina ingresos, salarios y generación de riqueza. Esa actividad intelectual tiene muchas modalidades pero, en esencia, implica que aún en procesos tradicionales, la mano de obra es cada vez menos manual y más concentrada en el manejo de computadoras y sistemas diversos. Más allá del piso industrial, los servicios que requiere la economía tanto agrícola como industrial dependen de personas dedicadas a procesos intelectuales que van desde la administración simple hasta la creatividad que se observa en el diseño de software. Incluso los campesinos más modestos utilizan teléfonos celulares e Internet para averiguar los precios de sus productos y evitar ser esquilmados por intermediarios. Todo esto cambia la relación de las personas con la política y genera una fuente de demanda de participación e influencia que hubiera sido inconcebible hace cincuenta años.

Lo que antes eran instrumentos de control hoy son obstáculos al desarrollo; lo que antes eran vehículos para el crecimiento hoy son dinosaurios al borde de la quiebra. Antes, un empresario podía vivir y enriquecerse si estaba cerca del gobierno; hoy si no está cerca de su cliente está perdido. El gobierno se convierte en una ayuda o un problema pero rara vez es la solución. Antes la educación servía para controlar a la población, hoy el control impide el desarrollo de personas con habilidades y capacidades para el desarrollo del país. Lo que antes era lógico y racional –darle la vuelta a los problemas o cortar esquinas para acelerar procesos, algo que los argentinos llaman “viveza criolla”- hoy se ha convertido en un enorme problema: los clientes esperan cumplimiento, los inversionistas vigilan los términos de los contratos, los importadores quieren cuentas claras. Nada de eso mejora con la “viveza criolla”; por el contrario, quien no juega con las reglas del mundo moderno queda fuera.

Hoy las reglas del mundo moderno dominan la actividad económica porque son estas las que guían al sector exportador, a los migrantes y a todo el sector “moderno” de la economía. Quien no las siga fracasa. Factores recientes como el conflicto entre Estados Unidos y China o la guerra en Ucrania han cambiado la geografía económica, pero no los flujos comerciales o de inversión. En México, el único sector que no se apega a esas reglas es el gobierno y, en general, el mundo político. Es decir, son los políticos, encabezados por el gobierno, quienes se han vuelto un impedimento al desarrollo del país porque no han logrado construir una estructura de pesos y contrapesos sostenible, viable y creíble. La concentración del poder se ha tornado en un obstáculo al desarrollo.

Lo que hace casi un siglo constituía una gran oportunidad de desarrollo, de hecho la única forma en que el país podía progresar, hoy se ha tornado en el mayor obstáculo al mismo. Ese es el mensaje principal de este libro: tenemos que construir instituciones, el Estado de derecho anclado en el “debido proceso” para que el país tenga la posibilidad de romper con los círculos viciosos que le caracterizan.

El desafío es del sistema político en su conjunto porque entraña la transformación y profesionalización de los tres poderes públicos y de todos los niveles de gobierno. Sin embargo, ese claramente no es el camino que ha seguido el país y menos en el sexenio actual, donde cualquier avance que se había logrado (o intentado) en materia de construir contrapesos ha sido destrozado. Como ilustran innumerables anécdotas a lo largo de las memorias del Lic. Labastida, el problema de México radica precisamente en el exceso de poder en manos de la persona del presidente.

El otro problema es que no hay soluciones fáciles. Lo que se intentó a lo largo de las últimas décadas fue un andamiaje de contrapesos que limitaran los peores excesos. Sin embargo, la facilidad con que el presidente López Obrador desmanteló uno tras otro de estos supuestos contrapesos muestra que un uso hábil del poder bastó para hacer evidente que esas instituciones no servían para satisfacer su cometido.

El poder presidencial

El poder en manos del presidente es tan grande que impide que exista certeza para el ejercicio normal de la vida pública, los actores políticos o los agentes económicos. Es tanta la concentración y tan grande la capacidad del gobernante para modificar la realidad que nadie puede planear o actuar sin considerar las falibilidades o preferencias de una persona específica, circunstancia que inhibe el funcionamiento normal de la sociedad y de la economía. No es casualidad que el país padezca de bajas tasas de crecimiento económico o de problemas ancestrales como la desigualdad de la distribución de los beneficios del propio desarrollo. A la luz de esto, tampoco es difícil comprender la lógica de un sistema educativo que no prepara a la juventud para los retos del mundo que enfrentarán como adultos. Cada gobernante reinventa la rueda, impidiendo que haya continuidad en los programas gubernamentales; por lo tanto, la correlación de fuerzas -brutalmente a favor del ejecutivo federal- conduce a ignorar lo existente y construir algo totalmente nuevo cada sexenio. Unos gobiernos descentralizan, otros centralizan; una administración propone un modelo policial determinado, la siguiente lo reinventa. El punto es que no hay continuidad alguna, factor que yace en el corazón de la debilidad de nuestras instituciones. El hecho de que una autoridad, a cualquier nivel, pueda imponerse sobre la ley y las prácticas establecidas hace imposible que se consoliden instituciones creíbles y permanentes: todo acaba dependiendo de una sola persona. El presidente López Obrador no representa un cambio radical en este sentido, sólo un extremo de lo ya existente.

En términos llanos, en la medida en que un gobierno pueda modificar el contenido de las instituciones a su antojo, las instituciones resultan incapaces de cumplir su cometido, que es el de la despersonalización del poder. Mucho antes de que el presidente actual eliminara o neutralizara instituciones que parecían señeras, como las relativas a la transparencia, elecciones, competencia, telecomunicaciones, etcétera, sendos gobiernos con frecuencia modificaban la ley para acomodarlas a sus preferencias. Cuando así ocurre, resulta inevitable que se debilite a las instituciones porque se evidencia la inexistencia de autonomía real. En la medida en que ni la sociedad ni los integrantes de esas entidades tienen certeza de su permanencia, su actuar será de incredulidad o de rechazo, corrupción o acomodamiento.

Las instituciones creadas bajo un principio de (supuesta) autonomía constitucional, tenían por objetivo el de fortalecer la capacidad de acción del Estado, distinta a la del gobierno, en áreas tan importantes y sensibles. La experiencia, vieja y nueva, muestra que el problema no ha cambiado: el poder del presidente sigue siendo excesivo porque no hay forma de limitarlo. Los esfuerzos emprendidos han probado ser fútiles. Nada ha alterado la realidad del poder, que es el tema recurrente de este libro.

El asunto es de poder: las cosas ocurren, en este caso la capacidad de modificar instituciones supuestamente autónomas, porque quien lleva a cabo la modificación tiene el poder para hacerlo. No hay vuelta de hoja.

El problema del poder en nuestro país tiene dos dinámicas: la primera se refiere a las relaciones entre los partidos y los políticos. En esta dimensión, existe una conflictividad permanente y, a la vez, una funcionalidad. Aunque parezca paradójico, los dos planos son parte de la vida política del país: los últimos años han demostrado la existencia de capacidad de negociación, articulación de iniciativas y cooperación entre partidos y políticos; por otro lado, no deja de persistir la propensión, extrema en estos tiempos, a deslegitimar al contrincante, disputar la limpieza de los procesos electorales y asumir que la legitimidad se mide en términos de quién gana y no de que todos se apeguen a las reglas del juego. El hecho tangible es que la política mexicana sigue cimentada en la corrupción (ahora extendida a todos los partidos políticos, desde Morena hasta todos los demás) y en la búsqueda del poder por cualquier medio, independientemente del costo político, económico o de legitimidad. A nadie debería sorprender si el electorado persiste en su tendencia de votar contra quien esté en el gobierno en lugar de a favor de una persona o partido.

La existencia de reglas del juego es una molestia más que el presidente ve como un costo de estar en el juego y no como una guía a la que tiene que apegarse sin discusión. Esto que caracterizaba a toda la clase política ahora se ha concentrado en el presidente, pero el fenómeno sigue siendo el mismo. Lo único importante es el poder y no hay límite alguno en la lucha por alcanzarlo, en buena medida porque el poder sigue siendo un juego de suma cero: lo que uno gana el otro lo pierde y no hay discusión al respecto. La inexistencia de transparencia en las decisiones públicas o de rendición de cuentas respecto a esas mismas decisiones explica el estancamiento económico que caracteriza al país: ¿quién invertiría en estas condiciones?

El principal problema de la democracia mexicana no radica en los procesos electorales sino en la concentración del poder y que se evidencia en el hecho que no se acepta que el único factor que todas las fuerzas políticas deben acatar y respetar es el procedimiento de elección, donde reside la legitimidad del sistema, para beneficio de todos. En este contexto, no hay peor enemigo del dueño del poder que la existencia de contrapesos porque estos limitan su capacidad de abusar. Lo anterior se deriva de que no hay un reconocimiento de que la mexicana es una sociedad diversa, dispersa y compleja que ningún partido o persona la representa a cabalidad. No hay una aceptación de que los partidos representan solo a partes del electorado y que su legitimidad se deriva de la construcción de coaliciones gobernantes y del respeto a los derechos de las minorías. La vieja cultura de control monopólico sigue dominando. Sin embargo, el poder no es absoluto, razón por la cual es imprescindible institucionalizar mecanismos efectivos de representación y de distribución del poder que legitimen al gobernante y al ejercicio del poder.

La otra dinámica de la problemática del poder es la que se deriva de la relación entre los políticos y los ciudadanos. En contraste con las relaciones entre políticos, donde prevalece la ley de la selva o del más fuerte, en nuestra estructura política el ciudadano es más bien un estorbo: en México la clase política está protegida y aislada de la ciudadanía y goza de mecanismos que le permiten ignorarla. Por eso no es casualidad que las elecciones sean a la vez tan importantes porque determinan quien llega al poder, pero tan irrelevantes porque no le dan mayor poder efectivo a la ciudadanía.

El problema estructural

El problema estructural de la política mexicana es triple: ausencia de legitimidad, disfuncionalidad del sistema de gobierno y activismo político no institucional.

En primer término la carencia de legitimidad, factor que resume las percepciones de la población respecto al gobierno, al sistema político, a los políticos y a los partidos, se observa en todos los ámbitos. Aunque parezca paradójico, quizá no haya mejor ejemplo de esto que el contraste entre la popularidad de presidente como persona y el enorme desprestigio de su gobierno: lo primero refleja una excepcional capacidad para comunicar, lo segundo la realidad cotidiana. El presidente es popular, pero el ejercicio del gobierno es desastroso, medido en términos de crecimiento económico, generación de empleo, seguridad de la población, justicia, igualdad ante la ley.

Aunque es posible que los problemas de legitimidad se pudiesen atribuir a algunos eventos concretos o personas específicas, el problema de fondo es más fundamental: una total ausencia de capacidad para gobernar, circunstancia que, con muy pocas excepciones, también es característica de los gobiernos a nivel municipal y estatal en el país. Los gobiernos pueden controlar, pero gobernar implicaría garantizar la seguridad y el desarrollo económico, ambos factores inexistentes en el país en la actualidad. Los gobiernos mexicanos no gobiernan tanto porque se dedican a otras cosas como porque no existe una concepción de que su función es la de conducir los destinos del país en buena medida por medio de la creación de condiciones para que la población pueda prosperar. En México un gobernador no llega a mejorar la vida de la población de su estado sino a hacer negocios y/o a construir su candidatura presidencial. Paradójicamente, esa circunstancia es hoy característica no sólo de los gobernadores, sino del propio presidente, un cambio sensible respecto a todo el siglo pasado. Eso de gobernar no está en las cartas del presidente o los gobernadores.

En segundo lugar, se encuentra la disfuncionalidad del sistema político, situación que se deriva del cambio que ha experimentado el país a lo largo de casi un siglo sin que el sistema gubernamental se haya adecuado a las nuevas circunstancias. Un ejemplo lo dice todo: cuando el gobierno fue acusado de reprimir las manifestaciones estudiantiles en 1968, su reacción no fue la de construir un cuerpo policiaco moderno, bien entrenado y formado con una doctrina de respeto a los derechos ciudadanos (carencia que sigue siendo lacerante), sino que se optó por jamás impedir una manifestación o bloqueo. A partir de ese momento, todos los gobiernos del país se han dedicado a proteger a los manifestantes a costa de la ciudadanía que, no sobra decir, es quien produce, genera empleos y paga impuestos.

La política de seguridad no es más que un botón de muestra del deterioro en la naturaleza y calidad del gobierno mexicano. Sus estructuras fueron concebidas, organizadas y construidas para una era en la que el gobierno dominaba la vida nacional, no existían vínculos significativos de la población con el exterior y la economía se encontraba auto contenida. Ese sistema de gobierno sigue existiendo en un entorno caracterizado por una población tres veces superior en número a la de 1960; totalmente conectada a los circuitos mediáticos del mundo así como con sus parientes y fuentes de sustento en el exterior mediante correo electrónico; y cada vez menos dependiente del actuar gubernamental para su desarrollo.

Son estas circunstancias las que explican cosas tan variadas, pero preocupantes, muchas de estas mencionadas directa o indirectamente a lo largo de este libro, como las siguientes: una procuraduría que no tiene capacidades efectivas, independientes y profesionales de investigación criminal; un gasto público ineficiente, siempre sujeto a la manipulación por parte de la autoridad del ramo; un mundo de flagrante corrupción; y la ausencia de una burocracia profesional dedicada a la administración de los bienes nacionales y de las instituciones clave más allá de las autoridades políticas del momento. En una palabra, México nunca profesionalizó su sistema de gobierno y ahora paga el costo en la forma de ilegitimidad, disfuncionalidad y pésimo desempeño en todos sus ámbitos: poder legislativo; seguridad pública; hacienda pública; justicia; infraestructura; etcétera.

Finalmente, en tercer lugar, se encuentra el creciente activismo político. La buena noticia es que mucho de ese activismo denota la maduración de una sociedad dispuesta a manifestarse, bloquear acciones gubernamentales, criticar y quejarse. El naciente activismo social ha mostrado dos tendencias: por un lado aquellos que intentan acciones colectivas sin salirse de la ley ni estorbar la vida cotidiana del resto de la población. Aunque grupos de esta naturaleza han venido proliferando, su impacto es sólo perceptible en la medida en que cobran una presencia pública.

Por otro lado, los activistas que salen a las calles, bloquean avenidas y edificios públicos, excluyen a la ciudadanía y avanzan exclusivamente sus propias causas tienden a jugar fuera de los marcos institucionales y legales, llegando a intentar forzar, como ocurrió con Enrique Peña Nieto en 2014, por ejemplo, la renuncia del presidente antes de que cumpliera dos años en el gobierno.

Los activistas en la sociedad mexicana no han tenido la capacidad de movilización ni la trascendencia para poner en jaque la permanencia del gobierno, es decir, para tumbarlo como muchos de esos grupos aspiran, pero sí ha tenido el efecto de causarle ilegitimidad, golpear su popularidad y paralizarlo, signos todos ellos de un problema estructural de enorme profundidad.  De esta manera, en lugar de solidificar la legitimidad del poder, el presidente López Obrador desperdició la oportunidad de transformar al país, causándole un daño inenarrable.

La suma de todo esto es que el México del siglo XXI se caracteriza por un sistema de gobierno que no funciona y por una sociedad carente de los más mínimos medios de participación o influencia, todo lo cual genera el entorno de desazón, incertidumbre y desconfianza.

¿Hacia dónde?

El problema del poder no tiene una solución fácil. Por muchos años, la apuesta -porque eso fue- del sistema político y de las organizaciones de la sociedad civil consistió en construir un andamiaje institucional que limitara al poder presidencial y lo obligara a rendir cuentas, ante la sociedad, como ocurre en las naciones democráticas y civilizadas. Ese andamiaje comenzó con la negociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC) y prosiguió con la reforma electoral de 1996, el fortalecimiento de las comisiones de competencia y telecomunicaciones, así como la de transparencia y las relativas al sector energético, como la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). No menos importante fue la reconformación de la Suprema Corte de Justicia a finales de 1994.

Todo ese andamiaje prometía una estructura institucional sólida, pero resultó no serlo. El embate infligido por el presidente López Obrador demostró la fragilidad de todas esas entidades e instituciones y evidenció la veracidad del problema de fondo: el excesivo poder presidencial. Una tras otra, todas esas entidades e instituciones fueron debilitadas o eliminadas. Para colmo, el presidente norteamericano Trump forzó la renegociación del TLC, creando un nuevo acuerdo que, en términos políticos, adolece de los mecanismos de limitación del poder que caracterizaban al TLC original.

La pregunta entonces es qué será necesario y posible para resolver el problema del poder que caracteriza a México y sin lo cual sus prospectos de desarrollo, especialmente después del presidente López Obrador, seguirán siendo magros. No hay forma de conferir certidumbre a los ahorradores, inversionistas, empleados, empresarios y ciudadanos en general sin que exista un marco regulatorio y legal que trascienda los poderes presidenciales. La exacerbación de estos no ha hecho sino evidenciar la naturaleza del problema y la urgencia de enfrentarlo.

Volver a la historia

Aunque hay muchas hipótesis sobre cómo se podría institucionalizar el poder presidencial, la experiencia reciente obliga a ser cautos sobre sus prospectos de éxito. Lo urgente es que se discuta debata y construya una serie de mecanismos que, poco a poco, contribuyan a lograrlo. Ese es el reto. Sin ello, el país seguirá, como dice el dicho, nadando de muertito.

En honor a la verdad, los esfuerzos realizados en las últimas décadas para institucionalizar y acotar el poder presidencial constituyeron intentos que, sin eludir objetivo, esquivaban el problema de origen. La Constitución de 1917 creaba una estructura susceptible de acotar el poder presidencial a través de la profesionalización del poder legislativo tanto a nivel federal como estatal; la reelección de legisladores (y de munícipes) había sido concebida como un mecanismo de equilibrio entre los poderes. Sin embargo, en 1933, en la era del Maximato callista, se enmendó la constitución con el objetivo de fortalecer a la presidencia y crear la hegemonía partidista que el partido dominante buscaba en aquel momento.

Otro elemento de equilibrio en las democracias modernas lo constituye la Suprema Corte de Justicia, cuya concepción desde Montesquieu era la de establecer contrapesos entre los poderes públicos. La reforma constitucional de 1994 iba encaminada hacia el fortalecimiento de la Corte, aportando un elemento crucial para la consolidación de un régimen institucionalizado. Sin embargo, la evidencia que arrojan los últimos años muestra que un exceso de precaución llevó a otorgarle un poder de veto a una minoría de cuatro integrantes del órgano supremo. En contraste con la abrumadora mayoría de esos cuerpos colegiados en el mundo, el mexicano no funciona bajo el principio de mayoría simple, lo que ha resultado en un instrumento susceptible para el sometimiento de la Suprema Corte al poder presidencial.

Si bien no hay soluciones mágicas, es evidente que el acotamiento institucionalizado del poder presidencial debería ser un objetivo necesario que todos los mexicanos debiéramos apoyar y promover. Quizá se pudiera comenzar por revisar estos elementos que han sido clave para la consolidación de la presidencia hegemónica en el último siglo.

Reforma ¿fiscal?

Luis Rubio

Cada vez que un gobierno se excede en su gasto comienzan las llamadas para recaudar más impuestos. Para justificarlo se invocan estadísticas comparativas entre naciones (usualmente dispares) o circunstancias excepcionales. Lo fácil para un político es buscar nuevas fuentes de recursos en lugar de cuestionar la forma en que se emplean los existentes. Si el objetivo es construir un escalón superior de civilización, uno que requiriera un mayor nivel de recaudación, el gobierno tendría que no sólo elevar la calidad de su gobernanza, sino también de rendición de cuentas. Uno es imposible sin lo otro.

Los impuestos y el contrato social que existe, de manera explícita o implícita, entre gobernantes y gobernados van de la mano. Naciones con altos niveles de confianza y empatía suelen caracterizarse por gobiernos que responden ante sus ciudadanos, en tanto que aquellas en las que no gozan de similares circunstancias suelen tender hacia el despotismo. En las primeras los gobernantes están sujetos a leyes y reglas que gozan de apoyo popular, en tanto que en las segundas la brecha entre ciudadanos y gobiernos es vasta. A ningún mexicano se le escapará la obviedad de que México cae en el segundo grupo de naciones.

Los europeos, canadienses y japoneses, por ejemplo, pagan porcentajes muy elevados de sus ingresos en impuestos, pero sus niveles de vida son igualmente elevados: la calidad de su infraestructura, sistema de salud, sistema educativo y el transporte público, por citar ejemplos evidentes, son de excepcional calidad. Ahí las calles no tienen baches, la electricidad fluye sin interrupciones y las policías cuidan a la ciudadanía. Sería fácil argumentar que mayores impuestos se traducen en mejores servicios, pero la evidencia no sostiene eso: lo que permite que ese binomio -impuestos-gobierno eficiente- funcione es la fortaleza del pacto social que yace detrás de todo lo demás. Un gobierno serio no sobrevive un pobre desempeño. En México, como hemos visto en estos años, sobrevive el que utiliza los fondos públicos para fines privados, no el que avanza el desarrollo del país.

El contrato social es un acuerdo entre el gobierno y la ciudadanía. En su esencia, se trata de un pacto, así sea implícito, por medio del cual se acuerda la forma en que los recursos públicos son recaudados y empleados. Los ciudadanos ceden algunos de sus derechos a cambio de que el gobierno les provea bienes públicos y servicios. El nivel de impuestos empata la calidad de los servicios y viceversa: si se pretende mejorar uno, se tiene que resolver el otro. La noción de simplemente extraer más recursos de la ciudadanía sin una concomitante mejora en los servicios implica atentar contra la estabilidad, ya de por sí endeble. Tarde o temprano, la población comenzaría a preguntarse: ¿cuál es el sentido de pagar más impuestos sólo para pagar excesos incurridos por el gobierno (como son los subsidios a PEMEX o las trasferencias en efectivo sin rendición de cuenta alguna)? El pago de impuestos supone una contraprestación: una persona que es obligada a pagar “impuestos privados” -o sea, extorsión- ¿tiene que también pagar impuestos al gobierno que no le ofrece la protección de la seguridad pública frente a los criminales que la asaltan?

Al final, el asunto es menos financiero que político, más de democracia que de autoridad. Un gobierno que reclama que su legitimidad se deriva de los votos, no de la ley, y que controla o ha eliminado a todos los mecanismos de contrapeso difícilmente puede argumentar que rinde cuentas o, incluso, que está obligado a ello. En ese contexto, la noción de emprender una reforma fiscal entraña un enorme déficit de legitimidad antes de comenzar a plantearla.

El asunto de una reforma fiscal lleva años de discusión en México. El hecho de que no se haya consumado lo que técnicos y políticos habrían deseado -más recursos- explica la naturaleza del problema. Hay buenos argumentos para preservar un régimen fiscal de baja recaudación si lo que se busca es atraer altos niveles de inversión, como hizo Irlanda por muchos años. Pero, a cambio de esa inversión, empleó los recursos existentes en crear circunstancias para que esa inversión gozara de condiciones apropiadas para su desarrollo. Es decir, no fue que decretó un régimen de bajos niveles de impuestos y se echó a dormir. Otras naciones, como Francia, se caracterizan por muy elevados niveles de impuestos, pero ofrecen servicios que satisfacen las necesidades de la población y los políticos siempre están sujetos a la supervisión ciudadana, al escrutinio democrático y a la derrota electoral. El régimen morenista actual no enfrenta ninguno de esos retos.

El punto de fondo es que no puede pretender llevar a cabo una reforma fiscal sin contemplar una reforma democrática cabal en la que tanto los fondos a recaudarse como la forma de gastarlos estén sujetos al escrutinio democrático, o sea, a un régimen de contrapesos efectivos. Las acciones del gobierno desde su inicio, con la destrucción del poder judicial, apuntan en exactamente la dirección opuesta. La pregunta es si la presidenta está dispuesta a emprender la negociación que una “nueva” democracia requeriría, porque ese sería el precio de una reforma fiscal integral.

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REFORMA
01 diciembre 2024

Desafiar la gravedad

Luis Rubio

Cuenta la anécdota que Isaac Newton desarrolló la teoría de la gravedad cuando le cayó una manzana en la cabeza y se preguntó por qué cayó en lugar de volar. Aunque ficticia, la anécdota sirve para pensar sobre la forma en que el país podría progresar y prosperar o retroceder aún más. La presidenta Sheinbaum ha planteado objetivos preclaros para su gobierno que implican elevar la tasa de crecimiento económico de una manera incluyente, para lo cual ha prometido no sólo preservar sino aumentar los programas sociales. La pregunta que me parece crucial es qué sería necesario para hacer compatibles ambos propósitos.

El punto de partida tiene que ser que es imposible desafiar la gravedad, es decir, que no es posible procurar objetivos contradictorios de manera permanente. El gobierno anterior encontró que el crecimiento económico y la distribución de beneficios sociales eran incompatibles, lo que le llevó a abandonar la promoción del crecimiento, en el camino agotando todos los recursos, fondos e instrumentos con que el gobierno solía contar para avanzar el desarrollo económico. En términos llanos, el propósito distributivo es loable (y necesario), pero sólo es sostenible en el contexto de una economía que crece con celeridad y que eleva la productividad del trabajo de manera sistemática. Sin estas dos condiciones, la distribución es imposible.

Las preferencias de la presidenta respecto a la rectoría del Estado son claras, pero no todo depende de su voluntad y menos en el mundo interconectado de hoy. Las últimas décadas arrojan lecciones claras sobre los fallidos intentos por lograr el progreso. Aquí van mis aprendizajes y observaciones al respecto.

·       Efectivamente, como dice la presidenta, los empresarios sólo velan por su propio beneficio. Esa es su virtud y esa es su función. El objetivo debería ser lograr que millones de mexicanos se vuelvan empresarios para que, en el conjunto, generen riqueza, empleos y oportunidades. El gobierno no está para denostarlos sino para promoverlos para que logren cada vez más beneficios para ellos, pues son ellos los que hacen posible el desarrollo.

·       La función del gobierno es crear condiciones para que la población se desarrolle y eso implica establecer reglas del juego claras, confiables y conocidas, a las que se apega. Entre esas reglas están justamente las de elevar la productividad y distribuir los beneficios para que todo el país progrese de manera simultánea. En la actualidad, el gobierno inventa reglas cada día, destruye las que existen, amaga a quienes producen y amenaza las protecciones constitucionales, todo lo cual crea un mar de incertidumbre. ¿Quién va a ahorrar, invertir o producir en ese contexto?

·       China, cuyo ejemplo atrae tanto a la actual administración, se concentró en dos elementos para lograr su impactante transformación: reglas claras que se hacen cumplir y una implacable, hasta despiadada, dedicación a eliminar obstáculos a la inversión y al crecimiento económico. Los resultados hablan por sí mismos. Aquí comenzó el gobierno con la reforma judicial y con la creación de más obstáculos al crecimiento y a la inversión. Es de Perogrullo anticipar que los resultados no serán similares a los que logró China en las pasadas cuatro décadas.

·       Todos los países que se han transformado han seguido una lógica común, la de ver hacia el futuro, no hacia el pasado, reconociendo lo obvio: para lograr transformarse es necesario dejar de hacer lo que no funcionó. Y eso incluye evidentemente no sólo al gobierno pasado sino a las últimas cuatro décadas. Baste observar a los llamados tigres asiáticos, así como a España, Chile y otras naciones no muy distintas a México.

·       El otro común denominador en esas naciones es la búsqueda igualmente despiadada por elevar la productividad. Las recetas para esto son obvias y no hay una sola excepción: infraestructura, educación, salud y meritocracia en lugar de clientelismo. Todo esto en el contexto de dos factores clave: reglas claras y un poder judicial que las hace cumplir. Ninguno de estos elementos está en la agenda del gobierno, actual o pasados.

El mexicano es extraordinariamente adaptable, creativo y emprendedor. Baste observar lo que ha logrado en Estados Unidos. La pregunta es por qué no ocurre eso mismo en México y la respuesta es obvia: allá las reglas son claras, los mecanismos judiciales funcionan y, por encima de todo, los incentivos están todos orientados a aprovechar las capacidades de los individuos para prosperar de tal suerte que, en el conjunto, prospere el país. ¡Qué gran paradoja el que México se beneficie de remesas en lugar de que aquí se produzca toda esa inmensa cauda de riqueza y productividad!

Al final del día, el factor crucial para el desarrollo y la prosperidad no es otro que la confiabilidad que genera un gobierno a través no sólo de sus programas, sino de las instituciones que la sustentan y hacen valer. En la medida en que un gobierno construye fuentes de confianza y éstas se institucionalizan, el país prospera. Por el contrario, en la medida en que todo -desde el discurso hasta la legislación y la implementación de decisiones- conspira en contra de la predictibilidad, el resultado será obvio y, en lugar de transformación, el país acabará en una involución de la que no se podrá reponer.

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 REFORMA
24 noviembre 2024

Pasado y futuro

Luis Rubio

No hay mejor guía para determinar si empata el liderazgo con las circunstancias del país que evaluar su visión del pasado y del futuro, especialmente en términos presupuestales. Nada más concreto que el contenido del presupuesto gubernamental, pues ahí se plasman las prioridades, los intereses y las perspectivas que el gobernante le imprime a su administración y al futuro de la nación. Todo el resto, como dijera algún expresidente, es demagogia.

“El pasado es prólogo” escribió Shakespeare, pero en materia gubernamental con frecuencia el pasado acaba siendo un fardo porque sus componentes se quedan permanentemente incrustados en las leyes, reglamentos y, sobre todo, presupuestos. Decisiones de gobiernos anteriores, quizá justificables en el contexto en que se dieron, acaban siendo hechos consumados que se convierten en derechos adquiridos y, por lo tanto, intocables. Muchos contratos laborales, transferencias e innumerables partidas presupuestales, se convierten en realidades políticas que le impiden al país avanzar. El novelista inglés L.P. Hartley resumió el problema de manera cabal: “El pasado es un país extranjero: ahí hacen las cosas de manera diferente.” La clave del presupuesto de un gobierno nuevo radica en lidiar con los lastres del pasado, como el déficit fiscal, pero construir los cimientos de un futuro diferente.

‘Nada más importante que la inversión en el futuro,’ con frecuencia nos dice la retórica de candidatos y políticos, pero pocas veces -en México prácticamente nunca- se llevan a cabo esas inversiones. En lo que concierne al gobierno, lo crucial no es hacer las cosas, sino crear condiciones para que estas ocurran y eso implica inversiones en al menos tres rubros clave en el sentido presupuestal: educación, salud e infraestructura. Además, dadas nuestras circunstancias, habría que adicionar un cuarto factor, sin cual todo el resto acabaría siendo irrelevante: la seguridad pública. ¿Son esas las prioridades del gobierno?

A pesar de la evidencia abrumadora a nivel mundial de que la educación es el principal activo con que puede contar cualquier nación, en México seguimos atorados en el pasado. Peor, el gobierno anterior no sólo no rompió con esa indigna tradición, sino que explícitamente procuró politizar la educación todavía más. Países sin recursos naturales como Japón, Corea, Singapur convirtieron a la educación en su boleto de salida hacia el desarrollo y todos ellos se transformaron, logrando elevadísimas tasas de crecimiento económico, con una consecuente acelerada disminución de la pobreza. Lo mismo se puede decir de la salud: el lado anverso de la moneda de la educación. Los dos factores cruciales que permiten no sólo trasformar la vida de las personas, sino avanzar el desarrollo del país. ¿Existe un cambio de vectores en el presupuesto de estos rubros?

La infraestructura es otro elemento crucial en esta ecuación pero, a diferencia de la educación y la salud, donde típicamente predomina la presencia pública, en infraestructura es perfectamente factible desarrollar proyectos con financiamiento privado, reduciendo drásticamente la necesidad de escasos recursos gubernamentales. Una visión de infraestructura orientada hacia el futuro involucraría rubros evidentes como mejorar las comunicaciones (e Internet) dentro del país, garantizar el suministro de agua y energía confiables y elevar la calidad y condiciones de carreteras, puertos e interconexiones fronterizas. Por ejemplo, es obvio que la ciudad de México requiere un aeropuerto nuevo del primer mundo; lo mismo se puede decir de las carreteras (como la de México-Monterrey y todas las entidades intermedias, absolutamente saturadas). Pensar en el futuro implica no sólo abandonar proyectos irrelevantes del pasado, así hayan sido construidos ayer…, sino desarrollar y construir los que demanda el futuro y una población insatisfecha y crecientemente frustrada.

La urgencia de enfrentar el problema de la seguridad es obvia: ¿Cómo es posible aspirar al desarrollo si la violencia prevaleciente impide la vida cotidiana? ¿Cómo es posible argumentar por el futuro si los niños viven en la incertidumbre permanente y sus padres peor? La primera y más elemental razón de ser de un gobierno es la seguridad, pero en nuestro país ese principio se ha evadido de manera sistemática, culpando a los vecinos o al pasado en lugar de asumir el hecho mismo de que no existen condiciones para que la población viva segura y comenzar de ahí: de abajo hacia arriba. En contraste con las otras prioridades, ésta es más compleja de asir, pero sin ésta las otras disminuyen en viabilidad. Parafraseando a Dag Hammarksjold, el otrora secretario general de la ONU, “la seguridad no existe para llevar a la población al cielo, sino para salvarla del infierno.”

El gobierno anterior no tuvo un ojo viendo hacia el pasado, sino ambos: como decía un letrero en Londres hace algunos años, “Una nación que mantiene un ojo en el pasado es sabia; Una nación que mantiene dos ojos en el pasado está ciega.” ¿Cómo romper el entuerto? Esa es la pregunta clave: ningún gobierno puede olvidarse del pasado, pero la misión del gobierno es hacer posible el futuro. El presupuesto tiene que reflejar esa mirada: mitad hacia el pasado y la otra decididamente hacia el futuro.

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REFORMA
17 noviembre 2024

 

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Decisiones…

Luis Rubio

La relación con Estados Unidos será siempre compleja por las enormes diferencias entre dos naciones histórica, cultural y económicamente tan contrastantes, pero eso no ha impedido que la vecindad se haya convertido en una fuente de enormes oportunidades. Ahora, pasada la elección presidencial de esa nación, el gobierno mexicano tendrá que definir qué espera de nuestro vecino y cómo se va a relacionar con su nuevo gobierno. Más importante, el verdadero asunto para México es cómo va a lidiar con nuestras propias carencias, porque ese es el tema de fondo.
Hay tres dimensiones que tienen que ser apreciadas. Primero que nada, la profundidad y, sobre todo, trascendencia de la interacción económica. Se trata de quizá la frontera más dinámica del mundo (con más de tres millones de dólares de intercambios por minuto) donde nuestras exportaciones constituyen el principal motor de crecimiento de la economía mexicana. En una palabra, no hay forma de minimizar la relevancia y trascendencia de esta relación.
Un segundo enfoque es el hecho, evidenciado en esta elección, del enorme cambio, convulsión, que experimenta la sociedad americana, tanto en su interior como respecto al resto del mundo. EUA experimenta un complejo ajuste ante la polarización interna, el cambio en el llamado orden mundial y la emergencia de China como factor transformador y la reaparición de la geopolítica en un mundo cambiante. Su historia siempre ha sido así: como dijo sobre ellos Churchill, “los americanos siempre harán lo correcto, después de haber intentado todo lo demás.”
Tercero, y más directamente concerniente a la nueva realidad después del triunfo de Trump, la relación bilateral retornará a una estructura transaccional donde los intercambios serán con frecuencia asimétricos, pero siempre transparentes. En contraste con gobiernos de corte más tradicional, Trump es claro, directo y con preferencias muy simples, aunque las presente de manera agresiva. Ante todo, no todo es sobre México: su visión es brusca, pero no siempre falaz y solo un ciego argumentaría que las cosas están bien en nuestro país. Quizá sea tiempo de actuar de manera preventiva: enfrentar de manera clara y directa los problemas que nos aquejan en seguridad, educación, energía y, en general, de desarrollo.
Para México, todo esto se resume en una sola cosa: cómo ve el gobierno de Claudia Sheinbaum a EUA y si comprende las oportunidades y consecuencias de sus potenciales opciones. En una era de economías aisladas era posible pretender distancia e independencia, dos artificios que, en la era de la integración económica (y la inmensa importancia de las exportaciones para el funcionamiento de la economía interna) son irrelevantes, si no es que contraproducentes.
En un mundo ideal, cada país definiría sus intereses, objetivos, oportunidades y preferencias en abstracto para luego buscar la mejor manera de alcanzarlas. En el mundo real, las opciones son acotadas y las consecuencias de errar múltiples. Esto no implica que México deba plegarse ante las demandas estadounidenses, pero sí exige admitir las carencias que enfrenta el país y que son éstas las que crearon la realidad en que hoy nos encontramos. En una palabra, la única manera de garantizar la soberanía es con una economía fuerte y una sociedad desarrollada. Nada supera eso. La pregunta es si el nuevo gobierno estará dispuesto a asumir lo que eso implica.
La geografía nos creó una oportunidad inmensa, pero como país hemos sido negligentes en crear condiciones para que la conexión física con nuestros vecinos se convierta en una palanca para el desarrollo integral del país. Podemos apreciar o despreciar a los norteamericanos, pero nuestro vecino nos ofrece una excepcional oportunidad, siempre y cuando la sepamos asir.
Y las carencias se remiten a decisiones que se han venido tomando, o no tomado, a lo largo de las décadas en áreas clave como la educación (donde el desarrollo de las personas a su máximo potencial es lo más distante de los proyectos gubernamentales); la salud (donde en lugar de privilegiar un sistema eficiente y generalizado se han cerrado opciones, especialmente para los más necesitados); prioridades erradas (o inexistentes) en materia de infraestructura para facilitar la actividad económica; conflictos comerciales absurdos; y un régimen legal, y ahora judicial, que hace más por ahuyentar y disminuir la inversión que por promover el desarrollo del país. En una palabra, México se ha negado a desarrollarse de manera integral.
El problema no es Trump ni los americanos, sino nuestras propias mitologías, que han sido el verdadero impedimento a nuestro desarrollo. Las exportaciones muestran un camino, pero el éxito depende de encarar el hecho de que México se partió en dos: un México abierto y competitivo y un México rezagado, violento y extorsionado. Y ambos conviven en el mismo lugar. Ese es el verdadero reclamo de Trump y no se equivoca…
La sucesión presidencial estadounidense anticipa una etapa compleja, pero no hay que perder de vista que la interdependencia es una realidad para las dos naciones. Si en lugar de “ponernos las pilas” nos enfrentamos a ellos, vamos a acabar mal. El comienzo simultáneo de dos gobiernos es una gran oportunidad para cambiar los vectores nacionales hacia el desarrollo.

 


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 REFORMA
10 noviembre 2024

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Yo garantizo

Luis Rubio 

En su discurso ante los empresarios estadounidenses y mexicanos la presidenta dio tres mensajes: primero, el tratado de libre comercio entre las dos naciones es clave para México y debe ser fortalecido; segundo, las inversiones extranjeras son fundamentales para el desarrollo de país; y, tercero, las inversiones están seguras y habrá reglas claras. Ella así lo garantiza. La gran pregunta es qué tan creíble es esa garantía para los potenciales inversionistas.

Madison, presidente de EUA al inicio del siglo XIX, explicó por qué es problemática la afirmación de la presidenta Sheinbaum: “Puede ser un reflejo de la naturaleza humana el que tales mecanismos [los contrapesos] sean necesarios para controlar los abusos del gobierno. Pero ¿qué es el gobierno en sí mismo, sino el mayor de todos los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fuesen ángeles, no sería necesario ningún gobierno.” Para que las “garantías” que ofrece la presidenta tengan credibilidad entre potenciales inversionistas, nacionales o extranjeros, éstas tienen que estar sustentadas en estructuras institucionales que gocen de legitimidad y permanencia, justo lo contrario a lo que el país vive estos días.

De hecho, apenas pasaron algunas horas entre el discurso de la presidenta ante el consejo empresarial bilateral para que sus propias palabras demostraran lo frágil de sus garantías. En lugar de afirmar que los jueces o la Suprema Corte resolvería sobre los diferendos en materia judicial, lo que daría sustento a la división de poderes y al contrapeso que ese poder debería representar, la presidente afirmó que “La jueza se está extralimitando” y que no se va a acatar una orden de un juez, en este caso un amparo, porque “la petición de esa juez no tiene sustento jurídico.” Yo no juzgo sobre la materia en disputa porque no tengo idea quién tiene razón en el diferendo específico, sólo leo las declaraciones y deduzco la obvia contradicción entre lo dicho en un foro y en el otro.

En el primer foro ofrece reglas claras y garantías, en tanto que en el segundo afirma que éstas no existen y que ella es la autoridad última para determinar qué es legal y qué no lo es. ¿Qué habría de concluir de esto el abogado corporativo de las empresas que podrían interesarse en invertir en nuestro país? Como escribió Madison en el Federalista 51, los contrapesos son la única garantía porque los seres humanos, los de a pie y los presidentes, da igual, no son ángeles y son susceptibles de cambiar de opinión y apegarse las veleidades del momento.

Por si faltara claridad en la visión presidencial, unos días después cerró el círculo al afirmar que “Ni una jueza, ni ocho ministros, pueden parar la voluntad del pueblo de México.” Yo no se cuál es la voluntad del pueblo de México, pues incluso con su amplio margen de victoria electoral ella no representa a la totalidad de la población. Además, lo que se estaba votando era quién nos gobernaría, no cada decisión o propuesta legislativa específica. Como escribió Ruchir Sharma “La intromisión del Estado es una práctica generalizada [en América Latina]. Los intentos erráticos por reformar el sistema judicial en México, la reforma constitucional en Chile y la interferencia presidencial en las empresas estatales en Brasil están aumentando la incertidumbre y ahuyentando a los inversores internacionales.” Si la presidenta tiene razón, la inversión crecerá de manera significativa; si Sharma tiene razón, vendrán tiempos complejos para México y para el proyecto del nuevo gobierno.

La pregunta que queda en el aire es si, efectivamente, como afirmó la presidenta, “sus inversiones están seguras en México.” En la frase que siguió radica la clave: “Tengamos la certeza todos que va a ser con reglas claras.” Quienquiera que haya observado la manera en que se aprobó la reforma judicial o, todavía peor, las leyes secundarias, tendrá severas duras de eso que se denomina “reglas claras.” Lo que yo observé fue una colección de procesos caóticos, poderosos  intereses particulares sesgando los artículos de las nuevas leyes, una jauría viendo como sacaba raja del trámite y una abrumadora mayoría de legisladores simplemente levantando la mano sin tener idea (o el menor interés) de lo que se estaba aprobando. Más que reglas claras, lo que la reforma judicial anticipa es una verdadera anarquía en el proceso de elección de jueces, muchos de ellos escogidos para responderle a algún líder político o criminal.

Más que claridad en las reglas, lo que el gobierno está avanzando es una creciente incertidumbre respecto al futuro, exacto lo opuesto a lo que requiere un inversionista para comprometer su patrimonio en nuestro país. La incertidumbre no es un factor nuevo en el gobierno mexicano: de hecho, esa fue la razón por la que se procuró el TLC en los noventa, el factor más importante de estabilidad y avance económico en los últimos cincuenta años. El problema hoy es que no hay garantías de permanencia del Tratado y el gobierno mexicano insiste en elevar los niveles de incertidumbre.

Como dijo Cantinflas, «A la hora de votar, todo son promesas…a la hora de cumplir, todo son excusas.» La certidumbre se logra con instituciones, no con promesas o garantías personales. Nunca es tarde para comenzar a construirla.

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 REFORMA
03 noviembre 2024

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Maldiciones

Luis Rubio 

“La izquierda política nunca ha entendido que, si le das suficiente poder al gobierno para crear ‘justicia social,’ le has dado suficiente poder para crear despotismo. Millones de personas alrededor del mundo han pagado con sus vidas por pasar por alto esta verdad evidente.” Así lo plantea Thomas Sowell, uno de los estudiosos más agudos en asuntos político-económicos, sobre todo en materia de discriminación, por el hecho de ser negro. Esta circunstancia lo distingue de innumerables intelectuales y políticos y le confiere una gran latitud para hacer preguntas que nadie más se atrevería a hacer o a plantear ideas que contravienen el “sentido común.”

El juicio y sentencia reciente de un exsecretario de seguridad pública ha puesto a todo el sistema político mexicano en el banquillo de los acusados. Aunque el partido en el gobierno intenta sacar raja política del veredicto que ahí surgió, la realidad es que el juicio evidenció a todo México, especialmente a sus gobiernos. Lo fácil es intentar limitar el daño atribuyéndole toda la culpabilidad al individuo que fue motivo del juicio o a su exjefe, pero una observación más cuidadosa revelaría que ese es un pleito callejero de poca importancia. Lo que realmente ocurrió en ese juicio es que se desnudó al sistema político en su conjunto porque éste funciona al servicio del crimen organizado independientemente de quien esté a cargo.

Todo el sistema de gobierno ha sido condenado. Si a eso sumamos la disfuncionalidad que ese mismo sistema tiene para el ejercicio de sus funciones normales y cotidianas, el asunto adquiere otras dimensiones. Baste observar el desequilibrio histórico entre los poderes públicos, ahora exacerbado por la subordinación dominante. Lo mismo se puede decir de la relación entre los gobernadores y la presidencia, todo lo cual alimenta la inseguridad en todo el país.

Vivimos en un país en el que el gobierno es sumamente pesado pero que no ejerce su responsabilidad de preservar la paz y la seguridad de la población a la vez que se avanza el desarrollo económico. Estas responsabilidades esenciales de cualquier gobierno no se cumplen porque todo el sistema es disfuncional o, más bien, porque no fue diseñado para esos objetivos. El sistema fue diseñado para el control de la población, lo que ya tampoco se alcanza dado que, de facto, está dedicado al funcionamiento eficaz del crimen organizado en general y del narcotráfico en lo particular.

El sistema político que persiste se creó luego del fin de la revolución con el objetivo de restaurar el orden -civil y político- y, con ello, promover el desarrollo económico. El sistema fue creado expresamente para conferirle enorme poder al presidente, a quien se le entregaron instrumentos muy eficaces de control y apaciguamiento. El partido, la distribución de puestos y el acceso a la corrupción, fueron elementos centrales al proyecto postrevolucionario.

Gracias a esa estructura es que pudo prosperar el narcotráfico sin daños colaterales. Cuando comenzó el movimiento de drogas por territorio nacional, desde mediados del siglo pasado, todo parecía diseñado para que éste operara: un gobierno fuerte que establecía reglas y era capaz de hacerlas cumplir; narcotraficantes colombianos orientados estrictamente hacia el mercado estadounidense, es decir, sin arraigo local; y, por encima de todo, un entorno propicio para que las autoridades locales -gobernadores, jefes políticos o militares en cada zona- recibieran “compensación” por el servicio de facilitar el tránsito de estupefacientes. Consistente con la normalidad de la corrupción como instrumento de gobierno, el narcotráfico prosperó sin cesar: los funcionarios cambiaban, pero el negocio, y la concomitante corrupción, perseveraban.

Décadas después la situación cambió de manera radical. Primero, por más que Morena intente recrear la vieja presidencia, el país ya se descentralizó; el gran logro de aquella era -el férreo control de la criminalidad- desapareció del mapa y no existe una estrategia, ni siquiera una concepción de lo necesario, para crear un sistema de seguridad coherente con las realidades actuales. La economía es infinitamente más compleja que antaño; los gobernadores, subordinados al presidente como están, no han creado instrumentos para preservar la paz interna o para promover el desarrollo. En suma, el régimen existente no funciona, en tanto retornar al pasado es una noción absurda por imposible e incompatible con las circunstancias de hoy, por lo que la inseguridad y violencia ascienden incontenibles. En una palabra, hay muchos García Lunas que han tomado su lugar en este río revuelto: se ha normalizado la relación entre política y el crimen organizado.

El asunto central es que el país no cuenta con un sistema de gobierno idóneo en tanto que la presidencia es cada día más poderosa. Sin embargo, como dice Sowell en la cita inicial, persiste un séquito de creyentes que considera que lo mejor es seguir fortaleciendo a la presidencia con su propensión al despotismo. El mal es la excesiva concentración de poder; la solución es una presidencia con los atributos necesarios, pero también con contrapesos efectivos, que le impidan a quien ocupe esa función abusar de su poder y destruir a diestra y siniestra sin acotación alguna.

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REFORMA
27 octubre 2024

Oposiciones

Luis Rubio

En la era de oro del PAN, los noventa, el partido tuvo liderazgos fuertes, enfocados y con visión estratégica que le permitieron ir construyendo, paso a paso, el andamiaje que le llevó a eventualmente ganar la presidencia. Aquél era un partido ciudadano, financiado por donativos de la sociedad. La mediocridad de su desempeño y de sus liderazgos en los años sucesivos ocurrió en la era del financiamiento gubernamental. ¿Será ésta una mera coincidencia?

El desempeño de un partido es resultado de una multiplicidad de factores y no se puede simplificar al grado que sugiere el párrafo anterior. Lo que sí se puede afirmar, porque es una obviedad, es que el PAN no logró convertirse en un efectivo y exitoso partido gobernante a nivel federal. Con muchas excepciones de hombres y mujeres que, como individuos y a lo largo de su historia, probaron ser extraordinarios políticos y líderes, los panistas en general no son personas con vocación de poder, algo extraño para un partido político cuya razón de ser es precisamente esa. Por el PAN han pasado distinguidos mexicanos de todos los niveles socio económicos, la mayoría deseosa de construir “una patria libre y generosa” pero con poca inclinación a enfrentar los dilemas que caracterizan a la labor de gobernar y que suelen ser poco nítidos en términos morales.

En contraste, el PRI es un partido de poder, nacido desde el poder y que siempre reclutó a personas cuya naturaleza y vocación era precisamente la búsqueda y administración del poder. En un texto de hace años, Héctor Aguilar cita una anécdota que describe de cabo a rabo al PRI en su época de oro: “Entonces hizo Elpidio Mendoza su primera antesala exitosa en la nueva era priista y llegó frente al Escritorio en Campaña. –¿Profesión? -Político. -Me refiero a lo que usted sabe hacer. -Política. -Pero un doctorado, una maestría, una profesión, algo útil… -Sólo política –repitió Elpidio Mendoza conforme daba la media vuelta-. Y aguantar la vara”.

Las biografías del PAN y del PRI son muy distintas, comenzando con que el primero haya nacido expresamente como reacción al segundo. Muchos ciudadanos asocian al PRI con la corrupción, en tanto que la principal fuerza motriz del PAN fue su crítica al PRI y a la corrupción. Sin embargo, una vez en el poder, el PAN se mimetizo y resultó ser igual de corrupto como partido gobernante, pero con una muy inferior calidad de gobernanza. Nada describe mejor el contraste que la declaración de algún político priista, orgulloso, afirmando que “seremos corruptos, pero sabemos gobernar.”

Ahora que el TRIFE avaló las tropelías del liderazgo priista actual, cuya propensión parece ser la de ir a imitar la conducta del partidos al servicio del mejor postor, todo esto en el contexto de una oposición en franca minoría, de casi irrelevancia dada la forma abusiva en que se llevó a cabo la repartición de curules, la pregunta es si alguno de estos dos partidos tendrá la capacidad de transformarse para competir exitosamente contra el movimiento casi hegemónico (pero no uniforme) que hoy gobierna al país, o si nacerán nuevas organizaciones que sí sean capaces de competir.

El PAN es hoy un partido mucho más grande en número de votos que el PRI, pero ambos enfrentan la imperativa necesidad de repensarse, reestructurarse y transformarse en fuerzas capaces de competir exitosamente con Morena en los comicios de los próximos lustros, comenzando en 2027 a nivel federal y, desde ya, a nivel local. Su alternativa es simple y llana: morir.

Después de la fracasada y mal organizada alianza de 2024, cada una de estas formaciones seguirá su propio camino, dejándole a la ciudadanía que no votó por Morena (un nada despreciable 45% del total) ante a la tesitura de quién podrá efectivamente representarla y abrigar sus preocupaciones y expectativas. Los mitos y desprecios entre estas dos agrupaciones son legendarios (muchos justificados) y hay amplias porciones del electorado que jamás votarían por uno o por el otro. En este contexto, la pregunta es si alguna de ellas será capaz de, efectivamente, responder ante el momento, la circunstancia y las demandas de la ciudadanía. Los inevitables problemas que enfrentará el gobierno de Morena constituyen un enorme incentivo para esa transformación.

En su estado actual, el panorama para la oposición no es encomiable. El costo y la complejidad de crear una nueva organización partidista es elevado, pero mi impresión es que el declive del PRI constituye una excepcional oportunidad para que liderazgos jóvenes y atractivos, bajo la guía de experimentados, ilustres y enfocados políticos (ex) priistas, tendría una alta probabilidad de ser exitoso. Liberados del yugo del patético liderazgo priista, la caterva de mujeres y hombres de poder y veteranos de muchas peleas, además de su calidad de estadistas casi inexistente en las otras organizaciones,          podría hacer la gran diferencia. Si ese conjunto de personajes visionarios es capaz de construir un partido nuevo, libre de las lacras que lo caracterizaron, se podría convertir en una fuerza imparable frente a un Morena que parece hegemónico pero que tiene tal propensión a la fractura, fragmentación y corrupción, además de los enormes dilemas de gobernanza que enfrentará, que bien podría ser vencible antes de lo aparente.

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REFORMA
20 octubre 2024

Una oportunidad

Luis Rubio

En julio de 1914, un mes antes de que estallara la primera guerra mundial, ninguno de los protagonistas en la que sería una cruenta conflagración tenía idea de lo que venía o, como escribe Christopher Clark, caminaban como sonámbulos hacia el precipicio. El momento actual de México guarda un gran parecido con esta descripción: el nuevo gobierno está absolutamente seguro de su visión, lo que le impide valorar el acontecer a su derredor como la amenaza, u oportunidad, que podría ser.

La reforma judicial genera anticuerpos en ambos lados de la discusión: para quienes la apoyan, el nuevo mantra es la solución universal a los problemas de justicia del país; para quienes la denuestan, la nueva ley constituye una amenaza a los valores más fundamentales de la democracia y la estabilidad económica. En el mundo terrenal, como ilustraron diversos entrevistadores dentro de las sedes de las cámaras legislativas en el momento en que se votó la reforma, la mayoría de los diputados y senadores no tenían idea del contenido de lo que estaban votando ni se habían preguntado si la iniciativa constituía una solución viable al problema planteado. Vaya, la mayoría ni siquiera sabía cuántos artículos tiene la constitución. El punto es que la reforma judicial trastoca todo el sistema de gobierno, pero los responsables de aprobarla nunca meditaron sobre su relevancia o implicaciones.

La semana pasada la Suprema Corte decidió dar trámite a la petición de revisar el proceso de aprobación de la reforma judicial y la separación de poderes. Yo no soy abogado y no pretendo litigar el asunto, pero la reacción tanto de los liderazgos de Morena como de la presidenta sugieren un total rechazo a cualquier acción, incluso interpretación, que no se apegue estrictamente a la ortodoxia oficial. Y esto antes de que se tenga la menor noción sobre lo que podría ser el contenido que arroje la Suprema Corte. La pregunta obligada es si ésta es una manera constructiva de avanzar el desarrollo o, pensando en términos de la anécdota sobre la primera guerra mundial, si no hay forma de evitar una crisis que pondría en entredicho los objetivos del propio gobierno y al país.

Algunas personas dentro de la administración reconocen los riesgos inherentes a la implementación de la reforma y sus potenciales consecuencias tanto para la justicia misma, como para el desarrollo económico. Sin embargo, si se observa el contexto más amplio, la acción de la Corte le abre una enorme oportunidad a la presidenta Sheinbaum. Una postura más receptiva podría lograr, de un solo golpe, consolidar su gobierno, abrir la puerta a la inversión privada, sobre todo extranjera, y asentar los cimientos del Estado de derecho, del cual el país ha adolecido por casi toda su existencia. En una palabra, cambiando la óptica quizá podría ser posible darle vuelo al nuevo gobierno.

La reforma judicial tiene una lógica estrictamente política. Si bien es evidente que el país carece de un sistema de justicia que efectivamente atienda y resuelva los problemas y disputas que aquejan a la mayoría de la población, la reforma no se enfoca a nada de esto. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los asuntos que conciernen o aquejan a la población se refieren al fuero común, a diferencia del federal, que es el principal objetivo de la reforma. También, es más que evidente que la reforma nunca hubiera sido promovida de haberse quedado el ministro Zaldívar en la Corte, lo que le resta ese halo de legitimidad y poder que Morena le atribuye a la iniciativa.

Más al punto, a ningún gobierno en el mundo le gusta que se limite su poder. Es por eso que los presidentes recurren a decretos (para evitar ir al poder legislativo) o nominan jueces, magistrados y ministros que consideran afines a su proyecto.

La razón de la separación de poderes es, precisamente, la de conferirle certidumbre y predictibilidad a la ciudadanía en general y a los diversos actores y agentes sociales en lo particular. Mientras más fuerte el ejecutivo, el objetivo de la reforma judicial, menos desarrollo económico y mayor incertidumbre. Es decir, si el gobierno pretende ser exitoso en sus proyectos, tiene que aceptar la existencia de contrapesos efectivos y creíbles. El dilema es real.

En Estados Unidos la Suprema Corte era un contrapeso débil a su inicio y, como en todas partes, el gobierno procuraba mantenerlo así, comenzando por el intento, en 1800, de una administración por saturar al poder judicial con jueces afines, que el siguiente gobierno pretendió revertir derogando la ley respectiva. En la controversia constitucional que siguió, Marbury vs Madison, la Suprema Corte asumió facultades de revisión constitucional, lo que permitió resolver el diferendo específico entre la administración entrante y saliente, pero también establecer a la Corte como el árbitro de las controversias entre los otros dos poderes públicos.

El punto es que la presidenta Sheinbaum tiene en sus manos la oportunidad de transformar al país mucho más allá de lo que probablemente imaginaba. De aceptar la posibilidad de modificar o, incluso, derogar la reforma, el país adquiriría el fundamento de una verdadera separación de poderes y ella consolidaría su plataforma para efectivamente impulsar el desarrollo inclusivo y equitativo del país.

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@lrubiof
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EN REFORMA
13 octubre 2024