Hay dos teorías sobre la incapacidad del país para romper con sus inercias destructivas. Unos argumentan que el país tiene frenos culturales que se explican por factores antropológicos e históricos que llevan a rechazar un cambio de forma de ser y, por lo tanto, constituyen un impedimento estructural al éxito de las reformas que, desde los ochenta, ha emprendido el país. Una derivada de esta perspectiva es que la informalidad, el rechazo a la competencia y, en general, a la globalización, reflejan una satisfacción con el statu quo y, por lo tanto, un repudio a la esencia de las reformas. En su versión más extrema, esta teoría propone que la clase política quiere mantener a los mexicanos pobres para controlarlos y preservarse en el poder.
La otra teoría enfatiza la ausencia de condiciones para que el país prospere. Entre los argumentos que emplean quienes sustentan esta visión se incluyen: la discrecionalidad de la autoridad, la inseguridad, la ausencia de Estado de derecho y, en general, la falta de reglas claras y cumplibles que guíen el desarrollo del país.
La primera teoría intenta explicar la situación que vive el país, así como la incapacidad para capitalizar los cambios que se han promovido, como resultado de la complejidad que nos caracteriza. Los más analíticos de los proponentes de esta corriente afirman que el mexicano tiene un apego natural a la tradición y que, en todo caso, las reformas no atacan los temas medulares de la realidad nacional, como el hecho de que la abrumadora mayoría de los productores o empresarios son informales, viven en un contexto que les hace imposible competir y prefieren el statu quo a tener que batirse en los mercados con productos importados o vinculándose a exportadores. Para quienes abrigan esta visión, el desarrollo yace en echar para atrás muchas de las reformas, impedir que se generen nuevas fuentes de competencia y facilitarle la vida al empresario pequeño con mecanismos, sobre todo fiscales, que reduzcan la carga y, sobre todo, la burocracia asociada. Un candidato se juega su futuro con esta visión.
La otra visión abraza la modernidad y la transformación como un hecho y una necesidad para crear riqueza y empleos y procura precisar la naturaleza del fenómeno que ha impedido el éxito cabal de las reformas. De esto último se deriva toda una serie de planteamientos complementarios a las reformas que sería necesario emprender para que éstas finalmente lleguen a buen puerto. Para quienes avanzan esta visión, el TLC norteamericano es un ejemplo perfecto de una estrategia orientada a allanar el camino para acelerar la inversión.
A mí me parece que el caso del TLC también ilustra la razón, o una razón fundamental, por la cual el resto de la economía no ha funcionado. Lo que el TLC logró fue conferirle certeza jurídica a inversionistas que ya tenían una visión integral de la globalización y su dinámica. Es decir, se trata de empresas (grandes y chicas) que entienden la necesidad de elevar su productividad, especializarse en nichos de negocios y actuar de manera estratégica. Tan pronto tuvieron la certeza de que las reglas permanecerían constantes, su decisión de invertir fue instantánea. Con excepción de las empresas que desde hace tiempo están inmersas en la lógica global, esa no ha sido la respuesta que ha dado la abrumadora mayoría de las empresas mexicanas.
En lugar de buscar explicaciones esotéricas, antropológicas o culturales, me parece evidente que el empresariado nacional tiende a vivir en un entorno de poca competencia, ausencia de información y un permanente desdén por la autoridad que, en general, es bidireccional. En esas condiciones, los empresarios medianos y pequeños han procurado sobrevivir, agarrándose con las uñas de lo que existe en lugar de abrazar las oportunidades (y enorme complejidad) que entraña el mundo de la globalización. Muchas empresas han acabado sucumbiendo ante la competencia, pero muchas más sobreviven en mercados poco productivos pero protegidos de manera directa o indirecta.
Por mucho tiempo he tratado de entender qué es lo que ha generado esa dinámica en el empresariado mexicano. En algunos casos la explicación es simple: la protección genera mayores utilidades (rentas las llaman los economistas), lo que le genera un incentivo obvio al empresario para preservar el statu quo. Mis observaciones a lo largo del tiempo me han convencido que ese caso es relativamente excepcional. Conozco a innumerables empresarios que no gozan de rentas y estarían dispuestos a transformarse si entendieran cuáles son sus opciones.
Un estudio reciente sobre mexicanos deportados de EUA me hizo entender parte del problema: mexicanos que habían sido muy exitosos allá comenzaron a tratar de hacer negocios aquí, solo para encontrarse con que era sumamente difícil, porque todo conspiraba en contra. Uno lo resumió con una frase lapidaria: «allá las reglas son claras y aquí no». Esa diferencia es dramática y resume el desafío: lo que el TLC le resolvió al inversionista del exterior nadie se lo ha resuelto al mexicano.
El mexicano no rechaza la modernidad, los tratados de libre comercio o el cambio. Lo que necesita es un gobierno que en lugar de predicar en el exterior se dedique a crear condiciones para que el país prospere. El empresario mediano y pequeño requiere un gobierno que le informe, le provea medios para que comprenda, le ayude a adecuarse y lo obligue a hacerlo, todo ello con medios idóneos. O sea, reglas claras, iguales para todos.
@lrubiof
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