Tiempos de cautela económica

Todas las decisiones relativas a la economía que se tomaron a finales de 1997 han sido rebasadas por la realidad. Las circunstancias nacionales e internacionales de hace unos cuantos meses han cambiado sensiblemente, lo que exige que se revise toda la estrategia de la política económica. El presupuesto proponía un relajamiento de la política monetaria y fiscal en aras de elevar los niveles de consumo de la población, objetivo que no era reprobable ni despreciable, pero que se ha convertido en uno sumamente peligroso a la luz de la crisis asiática y de lo que pudiera ocurrir en el sur del continente. Este debe ser tiempo de apretar y, sobre todo, de extrema cautela en el manejo de la economía.

 

Las luces rojas son evidentes por todos lados. Los precios del petróleo disminuyeron hace unas cuantas semanas y no hay nada que sugiera que vayan a incrementarse en un horizonte razonable. La crisis asiática parece que se ha estabilizado, pero también es posible que vuelva a arreciar, sobre todo si China decide devaluar su moneda o si países como Indonesia no encuentran una salida civilizada a su crisis de sucesión política. Mucho más importante para nosostros, las macro devaluaciones que experimentaron la mayoría de las monedas asiáticas en los últimos meses ya se han traducido en exportaciones a precios ultracompetitivos (como los nuestros en 1995), lo que va a arreciar la competencia con nuestros productos de exportación en los mercados en que más exitosos hemos sido, comenzando con el norteamericano. En adición a lo anterior, todo indica que la economía estadounidense va a experimentar una menor tasa de crecimiento que en los años pasados, lo que va a afectar nuestras exportaciones. Finalmente, aunque Brasil ha logrado librar -a costa de una profunda recesión- el embate de la crisis asiática hasta este momento, no hay garantía de que mantenga su estabilidad económica. Una crisis brasileña asustaría a los operadores en los mercados financieros internacionales, lo que inevitablemente tendría un efecto negativo sobre nosotros.

 

Ninguna de las amenazas potenciales descritas en el párrafo anterior sería, por sí misma, catastrófica para México, como no lo fue durante el año de 1997 en que mucho de ello comenzó. Pero la política económica ha comenzado a cambiar a partir de este año y, mucho más importante, nos estamos encaminando hacia un periodo político que promete ser extraordinariamente turbulento de aquí al año 2000. Es decir, la política económica se ha comenzado a relajar justamente cuando la economía internacional y la política interna demandan todas las precauciones posibles.

 

El crecimiento en el gasto público por encima de lo presupuestado en 1997, así como el relajamiento fiscal y monetario que está implícito en el presupuesto para el año en curso y en la nueva composición del banco central, es explicable tanto por la corrección que ya se logró en los tres años pasados, como por la demanda popular de atender el rezago en el consumo y la creación de empleo. Es decir, una vez que se sanearon las finanzas gubernamentales luego de la crisis de 1995 y que el saldo de nuestras cuentas con el exterior se estabilizara con tasas extraordinarias de crecimiento de las exportaciones es razonable plantear la necesidad de atender rezagos tanto sociales como en el consumo de la población. Desde una lógica gubernamental y política, esos objetivos son centrales y se irán incrementando en importancia en la medida en que se acerque el fin del sexenio. Sin embargo, a pesar de lo legítimo de esta lógica, la situación económica internacional y la inédita realidad política interna exigen mucha mayor cautela. De nada sirve un relajamiento de la política económica si eso nos lleva a una nueva crisis económica, cualquiera que sea su origen.

 

Si la inestabilidad de la economía internacional es patente, la situación política interna no es menos volátil. Ambas pueden destruir lo poco que ya se ha logrado. Por el lado económico, estamos comenzando a enfrentar riesgos crecientes. La única razón por la cual la economía mexicana sobrevivió sin mayores dificultades los embates de la crisis asiática a lo largo de 1997 fue porque la política económica continuó o siguió enfatizando el saneamiento de las finanzas públicas, el crecimiento de las exportaciones, la baja de la inflación y el cuidado de no caer en excesos en cualquier dirección. Si ese énfasis desaparece, quedaremos a merced de fuerzas que nadie en México controla y cada vez menos pertrechados.

 

Por su parte, la escena política es crecientemente volátil e inestable. El número de factores novedosos e inusitados en la política mexicana asciende casi en forma cotidiana. Muchos de estos factores van fortaleciendo diversos caminos que potencialmente podrían contribuir a resolver los problemas del país en forma civilizada, pero otros amenazan con elevar los niveles de incertidumbre y volatilidad en la medida en que se acerquen las elecciones del año 2000. La diversidad de factores que están presentes en la nueva escena política habla por sí misma. Hoy en día, por primera vez desde que se estructuró el Partido Nacional Revolucionario en 1929, existe la posibilidad real de que un partido distinto al PRI gane las elecciones presidenciales próximas. Ya hay varios pre-candidatos, tanto del PAN como del PRD, articulando pre-campañas para ese propósito. El PRI ha perdido su característica histórica de unidad y control de sus pre-candidatos. Los priístas demandan definiciones por parte del presidente pero, al mismo tiempo, se niegan a aceptar sus lineamientos. No es inconcebible que el PRI se divida en los próximos meses, alterando definitivamente uno de los factores que parecían inamovibles en la política nacional.

 

Mientras diversos políticos de todos los partidos se aprestan a lograr la nominación de su partido para la presidencia, en ocasiones empleando hasta los métodos más pueriles y, en términos de la estabilidad del país, peligrosos, la ciudadanía vive en un ambiente de creciente criminalidad, incertidumbre y preocupación. La política, la criminalidad y la violencia son cada vez más indistinguibles. Difícil imaginar que una población como la mexicana, ya de por sí acostumbrada a crisis económicas y cambiarias frecuentes y ahora atosigada por la criminalidad y la retórica asociada a un proceso de profundo cambio político, no vaya a anticipar una potencial crisis en los próximos tres años -y a tomar provisiones al respecto. Un conjunto de decisiones individuales de ese orden sería catastrófico para el país.

 

Puesto en otros términos, la situación del país no está como para alterar la estrategia de la política económica adoptada desde el segundo trimestre de 1995. El entorno que vive el país, tanto el interno como el externo, invitan a extremar la cautela y a evitar todo riesgo excesivo en materia económica. A final de cuentas, las crisis no ocurren por casualidad. Si queremos evitar una más en los próximos años debemos actuar desde ahorita.

La droga mexicana

El mes de febrero es el de la feria de las drogas. Según la ley estadounidense, el primero de marzo de cada año, el presidente de ese país tiene que entregar un reporte al Congreso en el cual certifica que los países con los cuales existen acuerdos de cooperación en materia de narcotráfico han cumplido su parte de esos acuerdos. El fundamento de la ley reside en que el gobierno de Estados Unidos realiza gastos para apoyar la lucha contra el narcotráfico en otros países, razón por la cual el presidente debe certificar que esos recursos fueron debidamente empleados, que los gobiernos que recibieron esos fondos actuaron fehacientemente en contra de los cárteles que producen, transportan y negocian con las drogas. El proceso  entraña la calificación de gobiernos y naciones soberanas de acuerdo a los criterios del gobierno estadounidense, lo cual se presta a toda clase de hipocresías y abusos. Pero más allá de la futilidad del proceso se encuentra una realidad que nada ni nadie puede esconder: México enfrenta un problema creciente con el narcotráfico.

 

Las fechas establecen los procesos. El primero de marzo tiene que presentarse el reporte respectivo, razón por la cual el mes de febrero es siempre propicio para la publicación de toda clase de acusaciones y condenas respecto al comportamiento de los gobiernos sujetos a la certificación, entre los cuales el nuestro es particularmente prominente. La prensa norteamericana ha publicado más de un artículo respecto al supuesto comportamiento de algún funcionario público, típicamente representando la postura de un segmento del debate político. Algunos de esos artículos pueden estar debidamente fundamentados, mientras que otros son meros libelos diseñados para provocar una reacción gubernamental. El problema es que esas acusaciones no siempre son falaces, como ocurrió hace un año cuando, precisamente en el momento en que arrancaba el debate en Washington, el gobierno mexicano encarceló al general Gutiérrez Rebollo, a la sazón el responsable de luchar contra el narcotráfico en el país,  acusándolo de haber trabajado para uno de los cárteles involucrados en el narcotráfico.

 

Cualquier persona sensata rápidamente reconoce la profunda hipocresía que yace detrás de todo el proceso de certificación. El mercado al que se dirige la totalidad de la droga que se produce en México o que transita por territorio mexicano es precisamente el de Estados Unidos. Las drogas pueden producirse en México o en alguna otra parte del continente, pero acaban siendo consumidas principalmente por norteamericanos. Toda persona que haya estudiado los principios más elementales de economía sabe que si existe la demanda para un producto, la oferta no tardará en aparecer. En este sentido, es bastante evidente que mientras persista la demanda por drogas en Estados Unidos, siempre habrá productores y traficantes dentro y fuera de Estados Unidos dispuestos a atender ese mercado. Desde esta perspectiva, la hipocresía del gobierno norteamericano de culpar a los productores y traficantes de drogas es más que evidente.

 

Pero el que exista el mercado en Estados Unidos no resuelve nuestro problema. Una porción importante de las drogas que llega a los consumidores norteamericanos lo hace a través del territorio mexicano. El hecho de que las drogas sean producidas, transformadas o  importadas de otros países para ser llevadas al mercado de nuestro vecino del norte implica que existe una profunda corrupción en México asociada al fenómeno. Quizá lo que deberíamos analizar es qué es lo que hace que México sea un país tan propenso al tráfico de estupefacientes, pues eso es lo que entraña consecuencias de extraordinaria gravedad para el futuro.

 

En cierta forma, el sistema político tradicional era un caldo de cultivo natural para el desarrollo y crecimiento del negocio del narcotráfico. El mexicano era un sistema político muy centralizado en la cima pero fundamentado en la corrupcion y la impunidad a todos los niveles, desde el nivel federal hasta la más remota de las localidades. Aunque muy controlados hasta arriba, los políticos eran relativamente libres de actuar a nivel local. Esta suma de corrupción y relativa descentralización hizo que floreciera naturalmente el narcotráfico. Desde sus orígenes en los años veinte, el sistema utilizó a la corrupción como mecanismo para mantener la lealtad de sus principales grupos y factores de apoyo en todo el país. Por su parte, la lealtad se compraba por medio del acceso a la riqueza -lícita o no- de todos los que participaban en el proceso. Ambas características -la relativa descentralización y la corrupción- son particularmente atractivas al narcotráfico. Si a esto agregamos que buena parte del narcotráfico que caracteriza al país tiene que ver menos con la producción doméstica que con el transporte de drogas cultivadas o producidas en países como Colombia, Perú y Bolivia para su venta en el mercado norteamericano, la relación de las autoridades en México con el narcotráfico típicamente ha sido aséptica. Es decir, al menos históricamente, el narcotraficante le pagaba a un policía, a un soldado, a un presidente municipal o incluso a un gobernador para que permitiera aterrizar a un avión, descargarlo y desaparecer las drogas en burro, en camión o en otro avión. Mientras que en los países productores de drogas la participación de autoridades gubernamentales es necesaria para la protección de campos de cultivo, instalaciones, fábricas, puertos, etcétera,  en México ésta se podía limitar a «hacerse de la vista gorda» mientras se descargaba y desaparecía la droga.  La autoridad mexicana no tenía que “mancharse las manos”.

 

Para un sistema acostumbrado a la corrupción y la impunidad, el crecimiento de las mafias del narcotráfico representó no más que una nueva fuente de fondos. Quizá fue por esa razón que por décadas el problema del narcotráfico fue visto como una pequeña desviación respecto a la normalidad pero no más. Este hecho hizo posible que el cáncer de las drogas creciera y se multiplicara sin que nadie en el gobierno reconociera el tamaño del monstruo que se estaba cobijando. Las críticas por parte de los norteamericanos a la creciente corrupción eran desechadas con facilidad, en parte por la hipocresía de que venían acompañadas, pero sobre todo por esa confianza infinita en la corrupción como mecanismo de solución de problemas, como bien había probado ser en el mundo del PRI. Desde la perspectiva del sistema político tradicional, la corrupción no podía traer efectos nocivos, pues la estabilidad del país era prueba de lo contrario. No fue sino hasta hace poco menos de una década que el gobierno comenzó a reconocer al narcotráfico como una amenaza a la seguridad nacional, a la supervivencia del sistema político y, en general, al status quo.

 

El fenómeno del narcotráfico comenzó corrompiendo autoridades menores en lugares recónditos del país. Su crecimiento muy pronto dejó de ser un tema local. Con el tiempo se involucraron las policías y gobiernos estatales, las zonas militares y, en general, toda clase de autoridades que esperaban una recompensa por su cooperación. Es altamente probable que algunas de esas autoridades dejaran de ser meros testigos renuentes del proceso para convertirse en activos participantes del negocio. No es imposible que, en su proceso de ascenso político, algunas de esas autoridades que ostentaban dos caras, la de la autoridad y la del narcotraficante, acabaran detentando puestos de alta responsabilidad en el gobierno federal.

 

Qué o quién está involucrado en las mafias del narcotráfico es quizá menos importante que el hecho de que el fenómeno constituye una plaga que todo lo corrompe, comenzando por la noción misma de autoridad. Cuando el responsable de una función pública se convierte en el instrumento de un corruptor, acaba siendo corrompido y parte de la corrupción imperante. Es por ello que el problema que como país enfrentamos con el circo anual de la certificación en Washington es el menor de nuestros males. El problema está aquí adentro y, mientras no sea enfrentado y extirpado -lo que seguramente sólo será posible si a la vez se atiende el lado de la demanda por drogas en Estados Unidos- el problema del desmoronamiento de todo vestigio de autoridad y gobierno en México continuará sin freno.

Asia en Davos

En enero de 1995 la reunión del Foro Económico Mundial tenía por agenda la discusión del papel de la tecnología en el desarrollo económico. A la hora de la hora, la crisis económica mexicana acabó convirtiéndose en el tema que permeaba todas las conferencias y sesiones. En este contexto, no es sorprendente que la crisis asiática haya dominado la reunión de 1998.

 

Pero el enfoque de la discusión sobre la crisis asiática nada tiene que ver con las discusiones que generó la crisis mexicana hace tres años. Los debates sobre México se referían al excesivo déficit en cuenta corriente, al cambio de gobierno, a los errores cometidos por los gobiernos saliente y entrante, respectivamente, y a la dinámica de los mercados financieros y el papel del FMI en el proceso. Todas las discusiones se centraban en los errores cometidos o en el papel de las agencias multilaterales en la resolución de la crisis de ese momento. La crisis asiática ha creado una nueva situación. Por años, esos países habían convencido al mundo de que tenían algo distinto que ofrecer: que se podía crecer a tasas elevadísimas con un activismo gubernamental generalizado y distante del mercado. En este sentido, mientras que la crisis mexicana de 1995 fue una crisis provocada por la debilidad de los bancos, por un mal manejo de las finanzas públicas y por el desconocimiento de la manera de operar de los mercados financieros internacionales, el colapso de varias de las economías asiáticas constituye una verdadera crisis del modelo de desarrollo en su conjunto. Conceptualmente, la crisis asiática es más parecida a nuestra crisis de 1982, en que finalmente quebró un modelo de desarrollo populista y estatista.

 

Un empresario africano puso el dedo en la yaga cuando pidió el consejo de los participantes en el primer panel sobre temas económicos. El empresario dijo que por años todos los organismos internacionales y los consultores privados que su país había invitado les enfatizaban la necesidad de imitar a los “tigres” asiáticos. A la luz de la crisis actual, se preguntaba el empresario, ¿qué opción quedaba? La realidad es que las opciones no son muchas y, en todo caso, no son distintas a las que tienen todos los demás países del mundo. Los países asiáticos lograron tasas de crecimiento verdaderamente milagrosas a lo largo de varias décadas. Sin embargo, algunos de los fundamentos de esas tasas de crecimiento acabaron siendo mucho más endebles de lo que parecían a primera vista.

 

La mayoría de los países que entraron en crisis, pero sobre todo Tailandia, Corea e Indonesia, compartían tres características en común: primero, las finanzas de sus gobiernos eran fundamentalmente sanas; segundo, todos tenían tasas de ahorro interno muy elevadas; y, tercero, todos habían experimentado un crecimiento brutal en la cartera mala de sus bancos. Los bancos llevaban años otorgando créditos dudosos. Como la tasa de crecimiento de la economía era muy elevada, las utilidades de los proyectos buenos compensaban las pérdidas en los malos. No hay que olvidar que muchos de estos países se caracterizan por la existencia de grupos industriales enormes, donde conviven empresas exitosas y empresas fallidas. Con el tiempo, una porción creciente de los créditos se dirigió a la construcción de edificios, clubes de golf y demás, lo que tuvo el efecto adicional de crear una inflación extraordinaria en los precios de los terrenos, propiedades y acciones.  El caso es que muchos de los créditos no se transformaron en proyectos rentables.

 

La cartera mala de los bancos creció tanto que acabó por crear una situación de extraordinaria vulnerabilidad: súbitamente el círculo virtuoso de antes desapareció cuando el flujo de fondos hacia los bancos acabó siendo menor que el de sus obligaciones. Lo más impresionante fue la velocidad con la que se desplomaron los precios de los bienes y empresas a las que se les había otorgado los créditos. Una vez que el círculo dejó de ser virtuoso, todo el esquema se desplomó.  Economías pujantes y florecientes se encontraron con que lo único que se requería para caer en una crisis de extraordinarias dimensiones era que una empresa dejara de pagar sus créditos. La primera fue seguida por la segunda y ésta por la tercera. En unos cuantos días, los proveedores habían dejado de entregar producto a sus clientes por temor a que no les pagaran. La población se asustó y comenzó a comprar moneda extranjera. Total que, en unos cuántos días, colosos tan imponentes como Corea se encontraban en crisis.

 

El verdadero problema no se encuentra en la sucesión de eventos que llevaron a la explosión de la crisis misma, pues el problema financiero parece fácil de dilucidar. El verdadero problema yace en la manera en que esas sociedades asignaban los recursos de la sociedad. En lugar de que los bancos analizaran cuidadosamente la situación financiera de sus clientes y el riesgo que entrañaban los proyectos que estaban financiando, el gobierno decidía a quién se le otorgaban una parte importante de esos créditos y en qué condiciones. Era frecuente encontrar que los proyectos preferidos de la burocracia recibían todo el financiamiento que requerían, a tasas de interés sumamente bajas, no porque el proyecto fuese bueno, sino porque le gustaba al gobierno.  Los bancos eran vistos como instrumento al servicio de la política industrial, lo que hizo que los gobiernos tuviesen inadecuadas regulaciones así como una laxa supervisión de las instituciones financieras.

 

La mayoría de los países asiáticos comparten otra característica: por una parte cuentan con empresas extraordinariamente exitosas que exportan en forma prodigiosa. Por la otra, tienen empresas que típicamente han producido para un mercado interno totalmente aislado del resto del mundo, lo que las ha hecho sumamente primitivas, muy poco productivas y totalmente incapaces de competir con las importaciones ahora que se están comenzando a liberalizar. Las empresas altamente exportadoras, aunque no siempre  muy rentables, al menos podrán sobrevivir. En cambio, las empresas orientadas al mercado interno van a encontrarse con enormes dificultades. Algo no muy distinto a lo que le ocurre a muchas empresas mexicanas.

 

A pesar de su exitoso pasado, las economías del sudeste asiático están enfrentando problemas sumamente serios. La manera en que funcionaban en el pasado ha quebrado y ahora se enfrentan a la necesidad de tener que adoptar los mecanismos de mercado que, por décadas, habían rechazado por considerarlos superados. En este sentido, la crisis asiática va a ser mucho más traumática que la que México experimentó en 1995, pues no se trata meramente de corregir una situación financiera anómala, sino de alterar radicalmente la manera de tomar decisiones en la economía y de asignar recursos en la sociedad. Es decir, la esencia de la actividad económica.  A pesar de lo anterior, muchos de los analistas que expusieron sus ideas en Davos señalaban con gran claridad que las fortalezas inherentes a un enorme número de empresas asiáticas son tan grandes que no van a tomar mucho tiempo en recuperarse.

 

Quizá la principal lección para nosotros de la crisis asiática es que no se puede depender exclusivamente de grandes -y muy exitosos – grupos industriales para el desarrollo económico de largo plazo, sino que se necesita estimular el desarrollo de empresas medianas y pequeñas en un ambiente competitivo. En lugar de ser la fuente de riqueza interminable, la existencia de enormes grupos industriales en países como Corea ha probado ser un enorme pasivo en este momento de crisis. Las empresas medianas y pequeñas entrañan muchos problemas pero, si su número es muy grande, la vulnerabilidad inherente a las empresas de menor tamaño se podría compensar con su multiplicidad. Quizá no sea casual que las economías más afectadas en Asia sean precisamente aquellas cracterizadas por enormes grupos industriales, todos ellos apoyados por gobiernos arrogantes, convencidos de conocer mejor que sus propios ciudadanos lo que la economía   -y la sociedad- necesitan.

Financiar el crecimiento

Si la economía creció a una tasa de casi ocho por ciento sin bancos el año pasado, ¿cuánto podría lograr crecer con un sistema financiero funcional, competente y profesional?  En esto reside nuestro problema de falta de oportunidades de empleo para millones de mexicanos. Aunque muchos empresarios se siguen quejando de la apertura a las importaciones, el problema central de la industria pequeña y mediana es que, para todo fin práctico, los bancos han dejado de existir. La función esencial de los bancos es la de captar el ahorro del público para otorgar crédito a la planta productiva. Pero la realidad del México de hoy es que los bancos no sólo no otorgan crédito, sino que no existe la menor probabilidad de que, en su situación actual, vayan a poder financiar el crecimiento futuro por muchos años. Es tiempo de comenzar a pensar en retomar el tema del crecimiento en el empleo productivo en el país y de enfrentar las implicaciones que ello conlleve.

 

El problema bancario no es nuevo. Con excepción de los dos o tres años de verdadero libertinaje en el otorgamiento de crédito que sucedieron a la privatización de los bancos, la planta productiva nacional no ha contado con crédito bancario, más que en forma marginal, desde el final de los sesenta o principios de los setenta. En aquellos años, el crecimiento de la economía era sistemático y saludable, en gran medida porque existía un equilibrio macroeconómico y fiscal, y porque los bancos cumplían cabalmente su función de intermediación financiera. Con el advenimiento de los grandes programas de gasto gubernamental de los setenta y ochenta, el gobierno acaparó todo el crédito bancario, a través del llamado «encaje legal» y de los cajones selectivos de crédito, lo que redujo drásticamente el crédito disponible para la industria. La misma situación existió a lo largo del periodo en que el gobierno monopolizó el servicio bancario: simplemente no hubo crédito. A finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando se restablecieron algunos principios elementales de equilibrio fiscal, el gobierno comenzó a reducir el encaje legal y a liberalizar el otrorgamiento de crédito.

 

La privatización de los bancos era una necesidad impostergable. Lo único que se logró al final de una década de monopolio gubernamental de la actividad bancaria fue un enorme rezago tecnológico y, peor aún, en el desarrollo de recursos humanos en el servicio bancario. Los bancos no sólo dejaron de avanzar, sino que retrocedieron y  perdieron a su personal clave, convirtiéndose en oficinas burocráticas.  De hecho, algunos de ellos eran francamente indistinguibles de una agencia de la Reforma Agraria. Pero la privatización de los bancos, por necesaria que era, resultó peor que la enfermedad. El gobierno hizo todo lo posible por elevar el precio de los bancos, hasta llevarlos a niveles tan irresponsables como insostenibles. Contra toda noción elemental de salud financiera y bancaria, los vendedores del gobierno aceptaron que se pagara una parte importante del precio por los bancos con créditos que las propias instituciones concedían, en lugar de pesos contantes y sonantes. Lo que es peor, algunas instituciones financieras gubernamentales otorgaron créditos «complementarios» a los nuevos accionistas para que adquirieran los bancos. Nada de eso pudo haber sido posible sin la anuencia, por no emplear la palabra apropiada -contubernio-, de las autoridades tanto regulatorias como hacendarias. Lo único que importaba era el precio, el ingreso fiscal, como criterio de transparencia; a nadie parecía importarle el desempeño posterior del sistema bancario y de la economía en general.

 

El hecho es que la mayoría de los bancos comenzó su nueva vida privada sin el capital efectivo, adecuado y suficiente, para poder desempeñarse y desarrollarse en forma saludable. Mucho peor que lo anterior, el hecho de haber pagado mucho más de lo que era razonable por las acciones de esos bancos, llevó a que los nuevos banqueros tuvieran el enorme incentivo de realizar los préstamos más riesgosos (pero, en teoría, más rentables) para recuperar su inversión en el menor plazo. De esta manera, lejos de dedicarse a elevar la eficiencia en la función bancaria y reducir sus costos a la velocidad requerida, la mayoría de los bancos se jugó su futuro con los proyectos y deudores menos confiables y más riesgosos.  El crecimiento del crédito, sobre todo al consumo, fue espectacular, constituyéndose en uno de los principales determinantes de la crisis financiera del fin de 1994. Además, todo esto ocurrió sin que existiera el menor vestigio de supervisión por parte de los supuestos reguladores gubernamentales.

 

La solución a la crisis del sistema bancario de 1994-1995 ha probado ser, una vez más, peor que la enfermedad. Ignorando toda experiencia internacional previa, tanto las exitosas como las fallidas, el gobierno se abocó a salvar instituciones en lugar de preservar el funcionamiento del sistema de intermediación financiera.  La escalada en las tasas de interés hizo que el valor nominal de los créditos otorgados por los bancos se multiplicara varias veces entre el fin de 1994 y mediados de 1996, con frecuencia muy por encima del valor de los bienes que garantizaban al crédito. Un sinnúmero de personas y empresas dejaron de pagar sus créditos simplemente porque no podían hacerlo. Muchos otros, que sí se encontraban en condiciones de pagar, dejaron de hacerlo porque no había pena económica alguna por dejar de pagar. En el curso de los siguientes dos años se crearon diversos mecanismos para intentar resolver el problema de las carteras vencidas (que ya de por si era serio antes de la crisis), pero nunca se comprendió que lo esencial era mantener funcionando al sistema, es decir, que era más importante que todos los acreditados siguiesen pagando sus créditos para así mantener funcionando a los bancos y a la economía, que sanear a las instituciones por el mero prurito de hacerlo. En lugar de mantener los créditos a sus valores originales para que la mayoría de los acreditados siguiesen pagando, se procedió a crear monstruos inmanejables como el FOBAPROA y a promover, implícitamente, el crecimiento del fenómeno barzonista hasta entre personas serias y responsables.

 

El hecho es que, como mexicanos, hemos gastado un mundo de dinero para salvar y proteger a instituciones financieras de invernadero que no otorgan crédito ni tienen las características de tamaño y funcionamiento para financiar las necesidades de un país moderno. Con algunas pequeñas excepciones, la gran mayoría de los bancos mexicanos, aun retornando a la salud financiera, no va a poder financiar más que a empresas dependientes del mercado interno, muchas de ellas incapaces de sobrevivir.

 

Ahora que se ha restablecido al menos un cierto grado de estabilidad en la economía y en algunos bancos, es tiempo de comenzar a enfrentar los dilemas que presenta el desencuentro entre un sistema bancario de mediados de siglo y una industria que tiene que batirse con las mejores del siglo veintiuno. La incompatibilidad patente entre los bancos y la realidad industrial es observable en los dos extremos de la economía nacional: por un lado, virtualmente ninguna de las empresas exitosas en la actualidad -aquellas que han hecho posible una tasa de crecimiento de casi ocho por ciento y exportaciones de más de cien mil millones de dólares- opera con bancos nacionales. Es decir, prácticamente la totalidad de las empresas exitosas que hay en el país son exitosas porque cuentan con el apoyo de instituciones financieras internacionales. Si tuvieran que depender de los bancos mexicanos estarían  en la lona.

 

El otro extremo de la economía nacional son las decenas de miles de empresas industriales que no cuentan con acceso al crédito tanto por la problemática actual de los bancos como porque éstos nunca desarrollaron (ni parecen estar dispuestos a desarrollar) políticas de crédito para empresas medianas y pequeñas, que son la única opción para crear los empleos que el país requiere. Por lo anterior, en lugar de seguir protegiendo y subsidiando a instituciones financieras que no aportan nada al crecimiento de la economía, es tiempo de generar condiciones para que la banca se convierta en la espina dorsal del desarrollo futuro.

 

La banca actual no puede -ni va a poder- ser esa espina dorsal por muchos años. De hecho, los bancos mexicanos actuales ni siquiera pueden aspirar a cumplir esa función y, por lo tanto, mientras no cambie este esquema, la economía va a crecer mucho menos de lo que sería posible. Es decir, el número de ganadores seguirá siendo muy limitado. La salida sólo puede ser una: fomentar la consolidación de los bancos mexicanos a fin de que se forjen tres o cuatro instituciones de tamaño internacional, tal y como ocurre en Europa y Canadá, y abrir cabalmente el mercado financiero a la competencia internacional. La industria mexicana requiere de un sistema financiero moderno para ser capaz de competir con las mejores del mundo. El crédito es un insumo indispensable y tiene que estar disponible para que la industria pueda tener la oportunidad de ser exitosa; la identidad de su dueño es secundaria. Lo que tenemos es un museo de bancos inútiles, pésimamente supervisados y regulados, como lo prueba una tras otra de las crisis bancarias que hemos observado en los últimos años.  Es indispensable replanterar el manejo de la problemática bancaria para que se desarrolle el sistema financiero que requerimos, uno capaz de hacer posible el florecimiento de la industria que los mexicanos merecemos.

Criminalidad y desorden político

La violencia y criminalidad que afectan crecientemente a los mexicanos no están disociadas del desorden político que caracteriza al México de hoy.  De hecho, existe una correlación directa entre el desorden que es cada vez más patente en las calles, en el gobierno, en los partidos políticos y, en general, en el país, y la criminalidad y violencia que atentan contra la paz y tranquilidad de los mexicanos comunes y corrientes.  Evidentemente no hay soluciones fáciles para el desorden o para la criminalidad.  Pero lo que sí parece certero es que uno nutre al otro o, lo que es lo mismo, si no se resuelve lo primero, la criminalidad seguirá en ascenso.

 

El desorden político tiene dos fuentes fundamentales.  Por una parte se encuentra el desmoronamiento del viejo sistema político.  El sistema político se creó para hacer posible el desarrollo económico. Los políticos estaban convencidos de que solo ellos sabían el camino del éxito por lo que diseñaron una estructura política que procuraba representar a la población sin darle mayores oportunidades de participar o influir en la toma de decisiones. Desde entonces, los gobernantes mexicanos se han pasado décadas controlando y «protegiendo» a la población, bajo la premisa de que los mexicanos no son ciudadanos sino de menores de edad, incapaces de decidir lo que más les conviene.   El sistema funcionó, y muy bien, mientras existieron tres condiciones muy específicas: a) la economía crecía sin contratiempos. b) El gobierno y su partido eran amos y señores de la política porque sumaban a la población en sus programas y porque, a pesar del autoritarismo subyacente, se abocaban a la construcción de consensos a lo largo y ancho del país y de los grupos y partidos políticos.  Ese virtual consenso tenía un fundamento real y permitió no sólo la persistencia del régimen, sino también la promoción de una política económica estable. Con el fin de ese consenso político a partir de 1968, la economía ha ido de crisis en crisis.  c) El entorno internacional era sumamente benigno, tanto en lo político como en lo económico, toda vez que no existía una opinión pública externa que criticara las prácticas políticas internas, ni se había consumado la globalización de la economía, misma que ha obligado a la transformación de la industria nacional.

 

Puesto en otros términos, las estructuras políticas del viejo sistema ya no tienen sustento político real, ni capacidad para la construcción de un consenso idóneo a las nuevas realidades.  Tampoco tienen capacidad de control que es, probablemente, la razón principal por la que se ha desatado la criminalidad. Esto ha hecho que se liberen grupos, fuerzas, ideas e intereses, cada uno jalando en una dirección distinta.  Como el viejo sistema político permanecía inamovible, nunca se desarrollaron instituciones modernas -como las que implica un estado de derecho o elecciones libres y competidas para la selección de gobernantes.  La consecuencia de todo esto es que estamos viviendo una etapa de liberación de fuerzas políticas en un virtual vacío institucional, lo que genera un enorme desorden político y público.  Esto es observable en todos los ámbitos: desde la persona que se pasa un alto o da vuelta en donde está prohibido, hasta el grupo que organiza un plantón diseñado para maximizar el caos vial o el partido que busca imponer su ideología sobre todos los mexicanos.

 

El desmoronamiento del sistema político comenzó hace treinta años y fue muy marginal en un principio.  En los últimos años y meses ha adquirido la fuerza de una avalancha.  La estructura del PRI es cada vez menos funcional, más caótica y menos capaz de lograr su función histórica de control, cooptación y canalización de demandas a través del sistema.  Esto es malo para los priístas pero podría ser bueno para los mexicanos. El problema es que el fin del PRI, al menos en su forma histórica, se ha convertido en una fuente de extraordinario desorden.

 

Si el desorden que genera el fin del PRI es esencialmente por default, la segunda fuente de desorden es en buena medida estratégica.  Hoy en día hay grupos, tanto partidistas como meramente políticos, conscientemente dedicados al desmantelamiento de todo lo existente, lo bueno y lo malo.  En lugar de avanzar modos de transformar al país y de constituir una sociedad más rica, más equitativa y más exitosa, estos intereses parecen tener por propósito socavar todo lo existente. Al menos una parte del PRD está respondiendo a este principio.  Lo mismo va para el EZLN y los grupos que simpatizan con su causa.  El hecho es que hay un conjunto de grupos que ve al desorden como un medio excepcionalmente valioso para el avance de sus objetivos.  Las manifestaciones, los plantones, las movilizaciones, las invasiones de predios, oficinas y edificios son todos instrumentos para la creación de un entorno de desorden cuya consecuencia casi inexorable es la destrucción de las (pocas) estructuras institucionales vigentes, la erosión de la credibilidad del gobierno y, sobre todo, de la noción de autoridad. Se trata de una estrategia que utiliza medios no institucionales -el desorden- como vehículo para la destrucción del régimen gubernamental, bajo el supuesto de que la consecución de ese objetivo haría posible la instalación de uno nuevo, con personas de ideología afin a los promotores del caos, si no es que con ellos mismos.

 

No es evidente que el desorden pueda llevar al gobierno al partido o partidos que lo promueven.  Si algo, un gobierno como el de Cárdenas en el Distrito Federal corre el riesgo exactamente contrario: la persistencia del desorden puede hacer inviable la pretensión de ese partido de conquistar la presidencia en el año 2000.  El problema es que si la izquierda ha utilizado el desorden, y a los grupos que la promueven, para avanzar sus objetivos, no hay nada que asegure que podrá eliminarlo una vez que llegara al poder.  En buena medida, el riesgo de explotar el conflicto chiapaneco para fines políticos a nivel nacional es precisamente que éste se desborde y llegue a ser inmanejable no solo para el actual gobierno, sino para cualquier gobierno, de cualquier partido.

 

Un estudioso norteamericano de la violencia y criminalidad en la ciudad de Nueva York llegó a la conclusión de que «reduciendo el desorden -el incumplimiento de la ley, el uso de medios no institucionales para avanzar objetivos políticos, la violencia grande y pequeña- se reduce la criminalidad».  Este axioma ha probado ser tan exitoso en esa y otras ciudades norteamericanas que ha llevado a la transformación de la policía.

 

El origen del desorden en México es muy distinto al de Estados Unidos, por lo que su disminución va a requerir acciones sensiblemente distintas.  En México el tema del desorden es fundamentalmente político, por lo que ahí tendrá que ser enfrentado. Además, no hay la menor duda que la protección de que gozan muchas bandas de criminales proviene del mismo gobierno y de diversos grupos políticos.  Muchos criminales que no están ligados al gobierno prosperan precisamente por el desorden político que impera en el país.  Lo que nos urge es una redefinición de la estructura política a fin de comenzar, desde ahora, a repartir el poder en función de la representación partidista y regional, como vehículo para institucionalizar a las fuerzas y partidos políticos.  Sólo así sería posible revertir la tendencia hacia un creciente desorden. El punto de fondo es que sólo eliminando los incentivos políticos perversos que hoy llevan a promover y fomentar el desorden será posible reducir la criminalidad.  De paso, capaz que también se hace viable al país.

Los contrastes de Chiapas

Chiapas puede igual acabar siendo la cuna de un nuevo régimen o la tumba de la actual administración. La diversidad de actores y complejidad del conflicto se eleva día a día. Las alternativas, al menos teóricas, de solución de antes rápidamente se tornan obsoletas.  El gobierno ha perdido la iniciativa y ahora súbitamente se encuentra desesperado por recobrar algún tipo de capacidad de acción.  No es obvio que vaya a poder ser exitoso en esta nueva oportunidad. Sin embargo, en esta etapa del ciclo político, los riesgos de perder son cada vez mayores.

 

Quizá la mayor dificultad que entraña el conflicto chiapaneco resida en la diversidad de diagnósticos que existen sobre las causas del problema. Lo que es peor, la naturaleza misma del conflicto ha cambiado a lo largo de los últimos cuatro años, haciendo todavía más difícil cualquier posibilidad de éxito en la búsqueda de una solución.

 

Antes de que estallara el conflicto el primero de enero de 1994, existía plena conciencia dentro del gobierno de la pobreza y marginalidad que caracterizaban a Chiapas. Ya para entonces, el gasto de programas como el de Pronasol en el estado era el mayor del país, a menos en términos per cápita.  Aunque la realidad ha demostrado que esos programas fueron inadecuados o insuficientes para evitar el estallido de un conflicto, el hecho de que existieran demuestra que la situación del estado no era desconocida.

 

Como en tantas otras regiones del país, las acciones gubernamentales estuvieron plagadas de corrupción, pero sobre todo de una total incapacidad del gobierno para comprender que las soluciones preconcebidas u organizadas desde la ciudad de México no siempre son idóneas para atender la problemática local.  Hoy en día, a cuatro años del estallido del conflicto, dos cosas son patentes: la primera es que no existe una causa única al problema y que la diversidad de causas genera una complejidad creciente, sobre todo por los incontables intereses que, a partir de 1994, han encontrado útil explotar el conflicto para avanzar sus  objetivos.  Es decir, la primera conclusión evidente a la que se puede llegar hoy en día, como atinadamente ha reconocido el nuevo Secretario de Gobernación, es que la realidad de Chiapas en 1998 es muy distinta a la de 1994 y, por lo tanto, se requiere un nuevo enfoque para intentar solucionar el problema.  La segunda cosa que es patente en la actualidad es que, por más que la palabra «solución» se utilice generosamente en el lenguaje de todos los involucrados e interesados, así sea para criticar o atacar a sus contrincantes, la realidad es que hay grupos políticos que se benefician de la existencia del conflicto, por lo que van a intentar sabotear toda avenida de acción orientada a la conclusión o intento de resolución del mismo.

 

Los contrastes en el tema Chiapas son impactantes.  En primer lugar, si bien la zona en que se localiza el conflicto es extensa, la población involucrada constituye aproximadamente el 2% de la del estado, alrededor de ochenta mil personas.  El resto del estado, mucho del cual es igualmente pobre y carente de los medios más elementales para salir adelante, vive en paz y experimenta una polarización económica semejante a la del resto del país: la producción del estado se ha elevado, al igual que la inversión y las exportaciones, pero la pobreza sigue siendo un problema fundamental.  Por supuesto que el que esa economía avance no reduce el hecho de que existe un conflicto, ni permite ocultarlo o ignorarlo, como muchos en el gobierno parecen haber intentado en estos años, pero sí debe contribuir a localizar las dimensiones del problema en su perspectiva real.  En segundo lugar, es un hecho evidente que los conflictos ideológicos y religiosos que existen en Los Altos de Chiapas llevan décadas cocinándose a partir de la presencia y acción toda clase de activistas políticos y religiosos que se fueron concentrando en la región y que contribuyeron a convertir a la pobreza, a las injusticias históricas y a las expectativas de la población, en fuentes generadoras de odios, disputas y pleitos donde el fanatismo cobró una extraordinaria fuerza.  En este contexto es totalmente irrelevante si el obispo de San Cristóbal de las Casas estuvo vinculado al EZLN en sus inicios o no; la evidencia histórica confirma que tales vínculos existieron.  No obstante lo anterior, la complejidad de las disputas que existen en la región al día de hoy, los fanatismos religiosos que se han desatado (y acentuado) y la diversidad de iglesias en la zona, demandan la inclusión de todos los factores de poder real en la estructuración de una solución y el obispo Samuel Ruiz es, indudablemente, un factor real de poder.  Puesto en otros términos, es difícil imaginar una estrategia que pudiese tener la menor oportunidad de solución que no incluyera al obispo -y, dicho sea de paso, lo mismo va para el famoso Marcos.  Es igualmente obvio que esa misma estrategia tendría que incluir la institucionalización del poder de estas dos personas pues, de otra forma, no habría solución alguna.

 

Finalmente, hay un contraste igual de patente en un tercer ámbito.  El conflicto de Chiapas en 1998 es muy distinto al de 1994.  Si bien la situación objetiva de los chiapanecos no ha cambiado mucho, el hecho de que el conflicto haya resultado exitoso para sus promotores indudablemente ha transformado la realidad.  Es muy claro que persiste el problema de empleo, propiedad y productividad que, con toda probabilidad, es la causa última del conflicto.  Pero aun si esos problemas pudiesen ser resueltos (que sin duda podrían serlo, pero nada se ha hecho en esa dirección en Chiapas o en el resto del país), el conflicto mismo ha creado interesados en que éste no se concluya.  Hoy en día hay conflictos nuevos -como los relativos a la distribución de los dineros federales que se han enviado desde 1994- y han explotado los conflictos viejos y ancestrales -como los religiosos y los intercomunitarios- aunque la disponibilidad de armas de fuego los ha hecho mucho más violentos.  Además, muchos actores de la política mexicana han encontrado en Chiapas un cómodo referente político e ideológico, para emplearlo como acicate en sus disputas a nivel nacional.  El PRD ha encontrado conveniente mantener la tensión en Chiapas para justificar y hacer efectiva su estrategia orientada a deslegitimar y desarticular al viejo PRI.  Los viejos priístas, los llamados dinosaurios, disputan al gobierno la falta de orden y «decisión» (i.e. mano dura) en el manejo de la creciente crisis chiapaneca y utilizan esa perspectiva como argumento para retornar al poder e imponer el orden, a su modo, a nivel nacional.  El resultado de las acciones contradictorias entre priístas y perredistas es minar todo sendido de autoridad y gobierno.

 

Por su parte, la Iglesia católica pretende parar en Chiapas el crecimiento de las iglesias protestantes en el país, lo que le ha llevado a cobijar al obispo Samuel Ruiz, a pesar de detestarlo y de rechazar su activismo, su ideología y su política.  El gobierno, por su parte, se encuentra atrapado entre la extraordinaria habilidad del binomio EZLN-diócesis de San Cristóbal para manipular a la opinión pública europea -lo que limita dramáticamente sus opciones-, y su total indisposición para plantear la construcción de un nuevo orden político para el futuro, lo que inexorablemente implicaría abandonar la defensa, cada vez más inútil y cada vez menos exitosa, del viejo sistema político.

 

Más allá de los legítimos reclamos de un sinnúmero de chiapanecos y, en general, de todos los mexicanos que no ven salida alguna, el conflicto de Chiapas está definiendo el tipo de guerra política en la que México ya está inserto.  Las líneas de batalla han cambiado:  la verdadera guerra se encuentra ahora entre la construcción de un nuevo sistema político o la restauración de algo que recuerde al viejo orden político de estilo corporativo (los dinosaurios del PRI) o cardenista-estatista (el PRD).  El gobierno actual ha ignorado esta creciente dicotomía y ha acabado, en la práctica, defendiendo al viejo orden que se desmorona en forma cada vez más acelerada, a pesar de que su filosofía y política económica sólo podrian ser exitosas en un entorno político diferente.  Chiapas plantea el dilema en forma nítida: o se construye una nueva estructura política que modernice a Chiapas y a México o el desorden chiapaneco va a generalizarse en el país.

La única opción política

La cadencia del proceso político nacional súbitamente adquirió un fuerte impulso con los cambios que tuvieron lugar en el gabinete la semana pasada. Pero el proceso de cambio que experimenta la política mexicana trasciende con mucho al gobierno. Hace años, un cambio de esta magnitud en el gabinete habría sacudido a todo el escenario político.  En la actualidad, la política ya no se restringe al ámbito gubernamental, lo que sin duda atenúa la trascendencia (y, sobre todo, los riesgos) de los cambios realizados. A pesar de lo anterior, es evidente que las personalidades de quienes realizan la función gubernamental en un país que todavía dista mucho de haberse institucionalizado, son determinantes. Para el gobierno actual, lo anterior implica que su actuación en el curso de los próximos tres años va a ser crucial para fortalecer la construcción de una estructura institucional moderna o para acelerar el camino hacia el despeñadero de la inestabilidad.

 

Hacía ya meses que la dinámica política del país había cobrado formas novedosas, toda vez que la competencia electoral se ha convertido en el mecanismo ya casi natural de ascenso al poder, pero también porque diversos individuos han manifestado -abiertamente los de la oposición y velada, pero contundentemente, los del PRI- su intención de ser candidatos en la próxima justa presidencial. En un país en el que el presidente de la república fue siempre el centro y corazón de la política nacional, especialmente por ser el artífice del proceso de sucesión como mecanismo de control último del sistema, el hecho de que la iniciativa política haya pasado a los partidos de oposición y a políticos que, a pesar de estar dentro del PRI, se han convertido en oposición virtual al presidente, entraña un cambio dramático (y sin duda bienvenido).

 

En cierta forma, los cambios de la semana pasada constituyen un intento, al menos tácito, por parte del gobierno de empatar el avance que ya había logrado la oposición  en el proceso de sucesión presidencial. Sin embargo, la realidad es que, por importante que sea, la sucesión presidencial ya no es el factor de control político que antes fue y, por lo tanto, la esencia de la estabilidad política radica en otra parte. Las crisis del final de los últimos sexenios han obedecido menos a causas económicas que a factores fundamentalmente políticos y no hay nada que garantice, ni una política económica por demás responsable, que ese final no vaya a ser repetido.

 

Hoy en día hay factores cruciales -y sumamente preocupantes- que tienen un efecto mucho más poderoso sobre la estabilidad política del país que la sucesión presidencial. Hasta hace un par de décadas, el hecho de que el presidente controlara el proceso de sucesión le otorgaba una enorme fuerza política, misma que le permitía asegurar la lealtad al y del sistema en su conjunto y, por lo tanto, la estabilidad política y económica. Pero en las últimas décadas han ocurrido cosas que han reducido y, en muchos casos, eliminado, la vigencia o eficacia de esos mecanismos de control. Entre éstas sobresalen algunas tan obvias como: el desmembramiento y erosión gradual que experimenta el PRI; el ascenso de otros partidos a la política nacional; la creciente diversidad de partidos gobernando estados, ciudades y municipios en todo el país; la pérdida del monopolio priísta en el congreso; la lucha no institucional que tiene lugar en todos los ámbitos del país y que se observa en la forma de secuestros, asesinatos, violencia en las zonas rurales, tomas de estaciones de radio; y, en general, el hecho de que el gobierno tiene cada vez menos capacidad de orientar el desarrollo de la política nacional. Algunos de estos cambios entrañan oportunidades futuras potencialmente muy promisorias. Pero entre la existencia de una oportunidad y la consolidación de una realidad hay un enorme trecho lleno de riesgos y problemas.

 

Para el gobierno la nueva realidad política implica que tiene que adoptar una estrategia para los tres próximos años que le permita asegurar la estabilidad política y la continuidad económica. Hasta ahora, su estrategia ha sido, al menos en la práctica, la de fortalecer a la economía a través de toda clase de cambios “estructurales”, como los referentes al ahorro interno, a fin de evitar una crisis económica al final del periodo, independientemente de lo que ocurra en el ámbito político. El problema de esta estrategia es que, de continuar el proceso de erosión de la institucionalidad política, es poco probable que la economía misma, por dinámica que ésta sea, logre garantizar la paz política y, por lo tanto, la estabilidad del país. El gobierno tiene que adoptar una nueva estrategia política o correr el riesgo de acabar como sus predecesores, a pesar de que pudiera ser sumamente exitoso en la aplicación de su política macroeconómica.

 

Conceptualmente hay tres caminos que el gobierno podría seguir. El primero implicaría básicamente una continuación de lo que ha venido haciendo, en el ámbito propiamente político, a lo largo de los últimos tres años. Se buscaría que las aguas alcancen su propio nivel, pase lo que pase, en un esquema de «dejar hacer y dejar pasar». Es decir, el gobierno continuaría dejando que las “fuerzas del mercado” político, por llamarles de alguna manera, fueran las que le dieran forma a la política nacional. El gobierno dejaría que todos los partidos y candidatos, de cualquier partido, siguieran su propio curso e, independientemente de sus preferencias, no tomaría iniciativas políticas fundamentales. Este curso entraña oportunidades y posibilidades para muchos trasnochados así como para los factores políticos más radicales del país, pero también riesgos potencialmente enormes.

 

El segundo curso de acción que podría emprender el gobierno sería el de convertirse en el garante del proceso de sucesión presidencial, como el mecanismo fundamental de estabilidad en el país. Es decir, el gobierno optaría por liderear un proceso de cambio político, en lugar de quedarse al margen del mismo. Su propósito sería el de fundamentar la institucionalización de la política, en lugar de pretender controlar lo incontrolable. El presidente no favorecería a partido o candidato alguno, pero se dedicaría en cuerpo y alma a asegurar el desarrollo de una competencia justa dentro de un marco de interacción perfectamente acotado en el cual se penalizaría severamente a cualquiera que violara las reglas del juego. Paradójicamente, una estrategia de esta naturaleza implicaría que el presidente se dedicara activamente a reestructurar y transformar al PRI y a darle liderazgo como mecanismo necesario para la estabilidad general del sistema político. Es decir, el presidente garantizaría el proceso político para todos, lo que requeriría una modernización cabal y acelerada del PRI como precondición para la estabilidad general del país. La problemática de Chiapas se sometería al Congreso y el problema de la seguridad pública se convertiría en la razón de ser del gobierno. Sin duda una estrategia como ésta sería la más compleja, pero, también, la que más oportunidades ofrecería de evitar la inestabilidad al final de sexenio.

 

Finalmente, el gobierno podría intentar un tercer curso de acción, mismo que consistiría esencialmente en la repetición del viejo molde priísta, donde el presidente no sólo busca encabezar a su partido, sino también promover a un candidato específico. Es decir, se pretendería que el pasado sigue vigente y que lo que ya no opera tiene la oportunidad de funcionar en el año 2000. El presidente, y todo su gobierno, se abocarían a la selección de un candidato que, a la antigüita, sería responsable de continuar el proyecto presidencial actual y mantener intacto el mundo del pasado. Aunque probablemente imposible de lograrlo, este curso de acción es claramente el que muchos priístas añoran. Es el mundo de los candados a la nominación de candidatos y el mundo de la línea dura. Sin duda por este camino aumentarían las probabilidades de que el PRI perdiera la próxima elección presidencial, pero también  casi se aseguraría la inestabilidad.

 

Como país, estamos balanceándonos en una tablita sumamente endeble. Las contradicciones que experimentamos son tan grandes como patentes. Pretendemos ser un país moderno, pero seguimos observando prácticas políticas primitivas; finalmente tenemos un sistema electoral federal competitivo, pero seguimos hablando de un candidato oficial; la famosa reforma del estado sigue siendo el objetivo del mismo gobierno que demanda el monopolio del PRI. Lo mismo ocurre en cada uno de los partidos de oposición. Pero la responsabilidad del gobierno es trascendental, pues éste es el responsable de la estabilidad. Ahora todavía puede adoptar un camino que reduzca las probabilidades de inestabilidad; en dos años eso ya no será posible.

El desarrollo que nos elude

Luis Rubio

La vehemencia con la que por quince años tres sucesivos gobiernos nos han venido anunciando que elevadas tasas de crecimiento están a la vuelta de la esquina, debería ser razón suficiente para ponernos a dudar de las nuevas promesas de lograr un crecimiento palpable que hoy escuchamos. A lo largo de estos tres lustros, la economía mexicana se ha transformado de una manera espectacular. Hoy tenemos un gran número de empresas que son tan buenas como las mejores del mundo, exportan cantidades de dólares que hace sólo unos años parecían inconcebibles y pagan sueldos que, si bien todavía no se acercan a los de los países con quienes es atractivo compararlos, son muchas veces superiores al salario mínimo. La transformación de la economía mexicana es real y sin duda permanente, sobre todo porque su éxito no depende de un burócrata tomando decisiones (generalmente erradas) por todos, sino de millares de empresarios actuando cada cual por su cuenta, lo que por definición reduce los riesgos de una nueva crisis. El éxito de la parte progresiva de la economía mexicana es espectacular. En especial, los últimos dos años han mostrado una vitalidad que invita a pensar con optimismo sobre el verdadero potencial de la economía del país.

Pero los indudables avances que se han observado en los últimos tiempos, resultado de años de ajustes, inversiones y liderazgo empresarial, no garantizan el éxito del país en su conjunto. La parte de la economía que funciona bien, emplea a menos de la cuarta parte de los trabajadores y empleados del país y, aunque su crecimiento ha sido espectacular, dista mucho de contar con la capacidad para sacar al conjunto del país de su letargo. Si el tiempo no fuese relevante, se podría pensar que, en el curso de las próximas dos o tres décadas, si todo caminara bien y si no incurriéramos en nuevas crisis políticas o económicas, habría un buen chance de que el conjunto de la economía se integrara en cadenas productivas ultracompetitivas para beneficio de todos los mexicanos. Pero el tiempo obviamente sí es relevante, sobre todo para una población con el perfil demográfico de la nuestra, que además no se ha beneficiado de una tasa positiva de crecimiento per cápita (en promedio) desde 1981.

Si uno pudiera creer la retórica gubernamental, no habría la menor duda sobre la permanencia de la recuperación económica que ahora experimentamos. Sin embargo, si se observan los resultados económicos de 1970 para acá, uno no puede menos que albergar severas dudas sobre la probabilidad de que la economía mexicana logre tasas sostenidas de crecimiento del seis por ciento anual o superiores en el curso de las próximas dos décadas, tasas ya de por sí menores en cincuenta por ciento (o más) a las logradas por décadas por muchos países asiáticos y, más recientemente, por Chile. Muchísimas cosas tendrían que pasar para que pudiese ser posible lograr semejante éxito. La evaluación de la probabilidad de éxito depende de todo lo que se haga de aquí a entonces. Entre esas muchas cosas que tendrían que pasar, las siguientes son las mas urgentes.

En el ámbito político, la certidumbre y estabilidad del viejo sistema político se ha evaporado, lo cual es obvio para todo mundo, excepto muchos priístas, quienes siguen soñando con lo que ya no existe ni es posible. Para que pudiese ser posible alcanzar elevadas tasas de crecimiento por décadas al hilo sería necesario, en materia política, llevar a cabo acciones muy específicas: apresurar la reinstitucionalización del sistema político, alentando entendidos entre los partidos, fraguando coaliciones capaces de atraer a la población y forzando a que toda la actividad política se realice a través de las insituciones idóneas para ello (las elecciones, el Congreso, el debate público y los partidos), y no a través de asesinatos y manifestaciones en las calles; cambiar toda la estructura de incentivos que hoy tienen los políticos a fin de que se dediquen a servir los intereses de sus electores en lugar de atender a la burocracia de su partido o del gobierno. Quizá el cambio mas elemental para lograr este propósito sea la reelección; de igual manera, sería necesario fortalecer al poder judicial, alterar radicalmente la estructura de la administración de la justicia, formar jueces, pagarles salarios comparables a su responsabilidad, introducir mecanismos para fortalecer su independencia y, en general, crear las condiciones para que pudiese prosperar el estado de derecho; finalmente, para que todo lo anterior pudiese ser logrado, sería necesario comenzar por resolver el problema de la criminalidad y la inseguridad pública, tema cotidiano para la ciudadanía, pero, en forma icreíble, irrelevante en la agenda política actual.

En el ámbito social, a pesar de que a través de los años ha habido algún avance en términos de integrar a todos los mexicanos a la modernidad, nadie puede ignorar el hecho de que una porción abrumadoramente alta de la población del país se encuentra marginada, carente de habilidades básicas para valerse en el mundo moderno (y, ya que estamos en esas, en cualquier mundo) y totalmente aislada de las oportunidades que el desarrollo podría traer consigo. Parte de la solución a este gran reto histórico tiene que ver con programas como los que ha habido recientemente, orientados a disminuir la pobreza, a cambiar los incentivos para que la población deje de depender del gobierno y comience a valerse por sí misma y a asegurar una mejoría cualitativa en la educación, así como en la nutrición y en la salud. A muchos economistas les gusta afirmar que el potencial del país es infinito porque tenemos una población enorme que, al integrarse a la economía, va a generarle riqueza al país. La verdad, todos la sabemos, es que esa enorme población marginal no es integrable a la economía moderna porque no cuenta con esas habilidades básicas que son indispensables. Mientras este círculo vicioso no se rompa, el país va a seguir enfrentando un problema demográfico creciente para el que, en su estado actual, no hay solución posible.

Por el lado económico los retos son tan grandes (aunque diferentes) como los que había cuando se iniciaron las reformas económicas hace cosa de quince años. Si bien es evidente que hay empresas y sectores de la economía que han respondido a todas esas reformas de una manera sorprendente y espectacular, también es evidente que hay otras partes de la economía, pero sobre todo de la población, que se han quedado al margen y que no tienen ni la menor probabilidad de integrarse al mundo moderno en las circunstancias actuales. No es excesivo recordar que una de las principales razones por las cuales funciona tan bien esa parte exitosa de la economía tiene que ver con el hecho de que existe una estructura institucional sólida, el TLC, que garantiza su funcionamiento y, sobre todo, le asegura acceso a mercados de exportación. No existe nada equivalente en el interior del país. La Comisión Federal de Competencia se ha convertido en una maraña que no impide prácticas monopólicas, pero sí burocratiza todas las decisiones empresariales. Un empresario que quiere iniciar una nueva empresa se encuentra con impedimentos enormes para lograrlo: Tiene que sortear las restricciones al financiamiento que impone un sistema financiero ineficiente y, hoy, totalmente disfuncional; superar las trabas interminables que encuentra a nivel municipal (o su equivalente en las delegaciones del D.F.); manejar los costos de una ley del trabajo obsoleta, onerosa e inadecuada; sobrevivir a la acción de empresas paraestatales que indirectamente controlan (y, por lo tanto, limitan el crecimiento) de sectores enteros de la economía; y en general, a ser ignorado por todo un conjunto de entidades gubernamentales dedicado a atender sus propios problemas, y no los de las empresas existentes o, en todo caso, facilitar la creación de nuevas. Además, existen millares de empresas que cuentan con maquinaria, marcas y otros activos potencialmente rentables, todos los cuales están empantanados por el «barzonismo» que el rescate bancario ha creado, por la ausencia de un estado de derecho que haga cumplir los contratos, y por la inexistencia de una ley de quiebras apropiada para un país que quiere ser moderno, pero que sigue teniendo una economía medieval. Todo está estructurado para que lo que debería ser normal sea imposible.

Lo que habría que hacer para lograr tasas elevadas de crecimiento por largos periodos de tiempo es bastante obvio. Quizá sobren o quizá falten algunos elementos en esta lista. Pero el conjunto nos muestra el tamaño del reto que tenemos enfrente, el cual contrasta dramáticamente con el optimismo siempre exacerbado de las autoridades. En lugar de agotar sus energías en tanto optimismo, lo deseable sería que se dedicaran a hacer posible el futuro para los mexicanos de hoy y, sobre todo, para los de mañana.

 

NUESTRO CAPITALISMO Y DEMOCRACIA

Luis Rubio

Se pueden adoptar todas las formas de la democracia y del capitalismo y, sin embargo, acabar sin ser democráticos o capitalistas. Esta es la tesis que comienza a discutirse en diversos foros internacionales y en libros recientes. El hecho de privatizar empresas o erigir mecanismos para impedir el fraude electoral cambia la naturaleza de la interacción entre los agentes económicos y políticos en una sociedad, pero no crea una democracia ni un mercado funcional. A nadie le debe quedar la menor duda de que México es uno de los países punteros en estas ligas.

La lucha ideológica que caracterizó al mundo desde la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín ha desaparecido. A lo largo de esas décadas la confrontación internacional no sólo era política y militar, sino también económica. Se confrontaban modelos alternativos de capitalismo y socialismo. En el marco de esta disputa muchas naciones intentaron caminos intermedios en los que el gobierno marcaba el camino y subsidiaba al sector privado para lograr sus objetivos.

Con el fin de la Guerra Fría terminó la competencia ideológica y política. Por supuesto que persisten profundas diferencias entre países, cada uno de los cuales tiene intereses propios y perspectivas distintas. Pero al día de hoy prácticamente no hay país alguno que dispute la premisa de que los mercados asignan eficientemente los recursos y al hacerlo crean riqueza, empleos y desarrollo. Todos los países, incluidos algunos que todavía pretenden ser socialistas, han avanzado con gran rapidez hacia la adopción de formas de producción, inversión y desarrollo que son indistinguibles de las de cualquier país capitalista. En otras palabras, ya no hay virtualmente país alguno que no viva en el mundo capitalista.

Lo mismo se puede decir de la democracia. La caída del muro de Berlín y el crecimiento de la economía de mercado han venido acompañadas de nuevas demandas de participación política y del reconocimiento casi universal de que el cambio económico entraña nuevas circunstancias y realidades políticas para cada país. En términos generales, la mayoría de los países del mundo han avanzado, aunque sea sólo en apariencia, hacia formas democráticas de gobierno. Cada vez hay más países que eligen a sus gobernantes y que tienen gobiernos nominalmente democráticos. Puesto en otros términos, tanto el capitalismo como la democracia están de moda.

Pero el hecho de adoptar formas democráticas o capitalistas no implica que esos países hayan logrado ser democráticos o capitalistas. Una cosa es que el gobierno transfiera algunas funciones al sector privado y otra muy distinta que florezca un mercado en el cual converjan y compitan diversos productores por el favor de los consumidores. Las privatizaciones son una condición necesaria para el desarrollo de la economía, pero no son suficientes. También se requiere que exista todo un conjunto de instituciones que encaucen y regulen la actividad económica de tal suerte que desaparezcan las prácticas monopólicas, se impida la corrupción y se favorezca la competencia. El hecho de que inversionistas privados sean dueños de las empresas (o, al menos de algunas empresas) no tiene nada que ver con el capitalismo o con una economía de mercado. Se trata de un requisito necesario, pero no suficiente.

Lo mismo ocurre por el lado de la democracia. El hecho de que exista un marco electoral que garantice comicios limpios e indisputados es una condición necesaria para el desarrollo de la democracia, pero no es suficiente. Sin estado de derecho, un sistema judicial independiente y libre de corrupción, seguridad pública y libertad de expresión plena, la democracia es simplemente imposible. Podemos tener algunas características de la democracia, pero no por ello ser un país democrático.

Países como Rusia, Colombia, China y México han adoptado muchas de las formas del capitalismo y de la democracia, pero ninguno es realmente capitalista ni democrático. No lo pueden ser porque las oportunidades no son equitativas para todos sus ciudadanos; porque algunos empresarios siempre obtienen prebendas de parte del gobierno, mientras que otros siempre quedan excluidos; porque los ciudadanos viven permanentemente preocupados de su integridad física ante la violencia e inseguridad que caracteriza a las calles; porque no hay manera de hacer cumplir un contrato; porque los tribunales son extraordinariamente corruptos, cuando no subordinados a las autoridades; y porque perviven centenares de regulaciones y mecanismos discrecionales que hacen virtualmente imposible que una persona pueda desarrollar una actividad económica legítima en forma rápida y eficiente al tiempo que cumple con los requisitos para mantenerse en la legalidad. Es decir, las formas pueden ser capitalistas y democráticas pero la realidad está dominada por mafias, abusos por parte de la autoridad, corrupción y violencia.

El ejemplo de China y Hong Kong ilustra bien este punto. La preocupación de la población de Hong Kong ahora que va a pasar a formar parte de China no reside en que China imponga el comunismo, pues éste hace mucho que fue abandonado en la práctica, sino que con la fusión desaparezca la certidumbre -fundada en la vigencia del estado de derecho- que ha hecho tan rico y exitoso a Hong Kong. Es decir, que en lugar de capitalista y democrático, Hong Kong acabe sometido a la burocracia y a las mafias que dominan a China, como a Rusia y a México

Lo fácil ha sido privatizar y liberalizar a la economía, así como legislar en materia electoral. Ha sido fácil, en términos relativos, porque no ha entrañado más que cambios de forma. La realidad sigue siendo la de un país con mínima competencia, que carece de un sistema judicial funcional y que está saturado de corrupción y violencia. Sin cambiar esa realidad jamás va a prosperar el capitalismo o la democracia.

 

NORMALIDAD DEMOCRATICA

Luis Rubio

Está de moda afirmar que los diputados son un desastre y que los liderazgos divididos (partido y Cámara) de los dos principales partidos del bloque opositor, del PAN y del PRD, no tienen control alguno sobre sus bases, como se evidenció en el proceso de aprobación del presupuesto y de la Ley de Ingresos. Claramente, la novatez y la incompetencia fueron dos características sobresalientes en el proceso legislativo reciente. Sin embargo, es difícil pensar que esto pudo haber sido diferente. La inexperiencia en el manejo legislativo es producto precisamente de eso: la falta de oportunidades para tener experiencia. De la misma forma en que un niño sólo aprende cometiendo sus propios errores, independientemente de lo que crean o prefieran sus padres, la nueva composición de la Cámara de Diputados y la nueva realidad política nacional demandan un proceso natural e inevitable de aprendizaje. Pero la inexperiencia no esconde el hecho de que enfrentamos retos estructurales muy serios en el momento político actual.

La euforia desatada por los resultados electorales de julio pasado -en muchos sectores dentro de México e incluso en los mercados financieros internacionales- es explicable porque se logró lo que muy poco tiempo atrás parecía impensable: los votantes le dieron la mayoría de votos a partidos distintos al PRI en dos elecciones cruciales: la del Distrito Federal y la de la Cámara de Diputados. El hecho de que algo así pudiese ocurrir en forma pacífica y sin violencia fue una auténtica novedad. Pero la euforia de julio pasado fue excesiva, no por el hecho mismo del cambio político, sino porque décadas de gobiernos carentes de todo tipo de supervisión hicieron irrelevantes todos los mecanismos formales de pesos y contrapesos previstos en la Constitución, mismos que el mero triunfo de la oposición no va a restablecer. La realidad es que la Constitución prevé un conjunto de mecanismos formales de pesos y contrapesos, pero fue diseñada e instrumentada por personas que no le dieron mayor peso a su desarrollo formal, jurídico y práctico a través de las decisiones y acciones cotidianas. Ahora que, por primera vez, hay un intento de darles forma y relevancia, los obstáculos prácticos y jurídicos son enormes.

La normalidad democrática que supuestamente fue alcanzada en julio de este año es un mito o, en el mejor de los casos, un buen deseo pendiente de cumplirse. Es decir, el hecho de que ahora la mayoría de la Cámara de Diputados esté controlada por partidos distintos al PRI no implica que tengamos un sistema de pesos y contrapesos debidamente instalado y funcional. No hay duda que muchos de los diputados actuales, de todos los partidos, están en la mejor disposición de cumplir su función como equilibrio en el ejercicio del poder y de los dineros públicos; tampoco hay duda que muchos de los diputados que son parte del bloque que se constituyó en mayoría tienen las mejores intenciones de servir a su país por medio de una oposición sistemática al gobierno y al PRI. Muchos todavía identifican un triunfo legislativo del PRI o del gobierno como ilegítimo, lo que implica que la democracia todavía está por ser alcanzada. Tanto la Cámara de Diputados como el sistema político enfrentan realidades inéditas, como lo es un sistema político crecientemente fragmentado, un electorado cada vez más intolerante, una redistribución del poder político a favor de los estados o liderazgos regionales y locales y un cada vez más menguado sentido de unidad nacional.

La complejidad de la realidad política del país y de su administración difícilmente puede ser disminuida. La pretensión de democracia en este contexto es, al menos, excesiva. Los propios líderes de las facciones del PAN y del PRD, respectivamente, saben bien que los márgenes de maniobra, sobre todo en materia económica, son sumamente estrechos, lo que no les ha impedido que con frecuencia pretendan imponer su agenda y sus intereses no sólo sobre su propia bancada, sino sobre la agenda legislativa del país. Es decir, en lugar de los estadistas que requerimos en este momento para darle forma a un sistema político más responsable, más constructivo y más democrático, lo que tenemos es un conjunto de protagonismos que pretenden imponer su voluntad sobre otros partidos, sobre el gobierno y, en última instancia, sobre los mexicanos, como si se tratara de un concurso de intereses y voluntades particulares. La decisión del PAN de aprobar el presupuesto es un ejemplo de lo que sí se debe hacer en aras de construir una democracia moderna.

No hay la menor duda de que muchos miembros de la actual legislatura se sintieron muy satisfechos con la derrota inicial de las iniciativas en materia de Ingresos y la llamada Miscelánea Fiscal. Luego de décadas de subordinación al gobierno, es explicable que el echar abajo la iniciativa gubernamental se asociara con una sensación de triunfo, aunque éste acabara siendo pírrico, como vimos una semana después. Pero el hecho de derrotar la iniciativa gubernamental no demostró la existencia de pesos y contrapesos, ni constituyó evidencia alguna de una normalidad democrática. Lo que demostró es que las pasiones individuales y los intereses particulares, en ocasiones los partidistas, sobre todo aquellos vinculados con la necesidad visceral de derrotar al gobierno, son superiores al reconocimiento de la enorme tarea de construcción política que los mexicanos tenemos adelante.

Los pesos y contrapesos no consisten en la oposición sistemática al gobierno, sino en el desarrollo de alternativas que logren objetivos que la sociedad ha determinado como prioritarios, de una manera menos costosa, más eficiente o más adecuada. Es decir, en lugar de oponerse sistemáticamente a las iniciativas presidenciales, los diputados podrían estar planteando alternativas más idóneas a la consecución de los intereses de la sociedad en formas que a los funcionarios gubernamentales, por sus propios intereses, jamás se les pudiesen ocurrir. El debate que los ciudadanos observamos en torno al presupuesto y, particularmente sobre el IVA, sugiere que hay muy poco interés por parte de los diputados de buscar este tipo de alternativas. Su único interés fue el de vengar una postura electoral (lo que desde luego no hace menos legítimo su actuar) y no el de encontrar mecanismos alternativos que pudiesen satisfacer no sólo sus intereses partidistas, sino también el interés del país. Este es nuestro verdadero problema.

A final de cuentas, el interés del país resulta de la suma de intereses de sus diversos componentes. En una etapa del país en que no existen mecanismos para que la población articule sus intereses ni mayor capacidad de los partidos por representarla, la definición del interés nacional se torna sumamente compleja. En este sentido, no es razonable pensar que la decisión sobre el interés del país pueda ser dominio exclusivo del Ejecutivo. Pero lo mismo se puede decir del poder Legislativo. Los diputados que ahora constituyen la mayoría en su respectiva Cámara con frecuencia parecen tener mayor necesidad de demostrar la existencia de esa mayoría que de cumplir con su mandato constitucional.

Pero el hecho de que los legisladores cometan errores o que no logren demostrar la calidad requerida en su aportación al proceso de desarrollo del país es apenas lógico y natural. Se trata, a final de cuentas, del primer experimento real en más de un siglo en que una legislatura pretende cumplir con sus atribuciones constitucionales. No es razonable pedirle a los diputados que sean expertos en el manejo de las fórmulas matemáticas más sofisticadas para la asignación del presupuesto, cuando nunca han tenido que lidiar con semejante complejidad. Al mismo tiempo, toda la estructura institucional, en la que los diputados se desenvuelven tiende a promover la competencia y la confrontación más que la colaboración. Al ritmo que vamos, llevará años para que el poder legislativo llegue al nivel de competencia necesaria para efectivamente poder hacer mella en el gobierno del país, sobre todo en materia económica.

En un sentido amplio, lo que requerimos es un conjunto de nuevos arreglos políticos que permitan que los diversos jugadores -partidos, gobierno y políticos en general- cuenten con una base común de acción, una plataforma de acuerdos sobre la esencia de lo que es el gobierno del país. Es decir, los conflictos que hemos observado en el ámbito político desde el seis de julio pasado reflejan las tensiones de un sistema presidencial que se ha roto y que no ha encontrado un substituto funcional. Los diputados quieren hacer valer una visión parcial, en ocasiones utópica, del mundo, que acaba siendo incompatible con la complejidad del país en la actualidad. Ni los diputados ni el gobierno son culpables o responsables de esto. Lo que ocurre es que se ha extinguido la vigencia de un sistema político que funcionó en el pasado, pero que ya no opera hoy. Es particularmente importante que los miembros del PRI reconozcan este hecho, toda vez que muchos de sus miembros más duros no sólo siguen confiando en que la situación legislativa actual es transitoria, una excepción a la normalidad, sino que además actúan como si nada hubiera cambiado, para detrimento suyo, de su partido y del país. Si resulta que un partido distinto al PRI acaba con el control no sólo del poder legislativo sino también de la presidencia en el año 2000, el PRI habrá demostrado lo extraordinariamente obtuso de su visión.

Mucho más visionario sería tomar la iniciativa en el proceso de cambio político que está ocurriendo en la práctica en el país. Contrario a la manera en que se desempeñan algunos líderes de la oposición, el cambio político está siendo conducido por los votantes y no por los partidos políticos. Lo que urge es crear marcos institucionales que permitan estabilizar ese proceso de cambio, fortalecer la capacidad de respuesta de los partidos (y de los diputados) a los deseos de los votantes y cambiar los incentivos que, en la actualidad, propician el protagonismo en lugar de la responsabilidad. Prácticamente todos los incentivos que actualmente existen conspiran en contra de una construcción institucional. Un legislativo fuerte va a requerir políticos profesionales que puedan ser reelectos y partidos fuertes, capaces de articular las demandas de la población. Hay mucho que se puede hacer para acelerar la modernización del sistema político, pero alguien tiene que hacerlo. De otra manera serán los votantes quienes lo sigan forzando, a pesar de lo limitado de su instrumental.