Si la economía creció a una tasa de casi ocho por ciento sin bancos el año pasado, ¿cuánto podría lograr crecer con un sistema financiero funcional, competente y profesional? En esto reside nuestro problema de falta de oportunidades de empleo para millones de mexicanos. Aunque muchos empresarios se siguen quejando de la apertura a las importaciones, el problema central de la industria pequeña y mediana es que, para todo fin práctico, los bancos han dejado de existir. La función esencial de los bancos es la de captar el ahorro del público para otorgar crédito a la planta productiva. Pero la realidad del México de hoy es que los bancos no sólo no otorgan crédito, sino que no existe la menor probabilidad de que, en su situación actual, vayan a poder financiar el crecimiento futuro por muchos años. Es tiempo de comenzar a pensar en retomar el tema del crecimiento en el empleo productivo en el país y de enfrentar las implicaciones que ello conlleve.
El problema bancario no es nuevo. Con excepción de los dos o tres años de verdadero libertinaje en el otorgamiento de crédito que sucedieron a la privatización de los bancos, la planta productiva nacional no ha contado con crédito bancario, más que en forma marginal, desde el final de los sesenta o principios de los setenta. En aquellos años, el crecimiento de la economía era sistemático y saludable, en gran medida porque existía un equilibrio macroeconómico y fiscal, y porque los bancos cumplían cabalmente su función de intermediación financiera. Con el advenimiento de los grandes programas de gasto gubernamental de los setenta y ochenta, el gobierno acaparó todo el crédito bancario, a través del llamado «encaje legal» y de los cajones selectivos de crédito, lo que redujo drásticamente el crédito disponible para la industria. La misma situación existió a lo largo del periodo en que el gobierno monopolizó el servicio bancario: simplemente no hubo crédito. A finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando se restablecieron algunos principios elementales de equilibrio fiscal, el gobierno comenzó a reducir el encaje legal y a liberalizar el otrorgamiento de crédito.
La privatización de los bancos era una necesidad impostergable. Lo único que se logró al final de una década de monopolio gubernamental de la actividad bancaria fue un enorme rezago tecnológico y, peor aún, en el desarrollo de recursos humanos en el servicio bancario. Los bancos no sólo dejaron de avanzar, sino que retrocedieron y perdieron a su personal clave, convirtiéndose en oficinas burocráticas. De hecho, algunos de ellos eran francamente indistinguibles de una agencia de la Reforma Agraria. Pero la privatización de los bancos, por necesaria que era, resultó peor que la enfermedad. El gobierno hizo todo lo posible por elevar el precio de los bancos, hasta llevarlos a niveles tan irresponsables como insostenibles. Contra toda noción elemental de salud financiera y bancaria, los vendedores del gobierno aceptaron que se pagara una parte importante del precio por los bancos con créditos que las propias instituciones concedían, en lugar de pesos contantes y sonantes. Lo que es peor, algunas instituciones financieras gubernamentales otorgaron créditos «complementarios» a los nuevos accionistas para que adquirieran los bancos. Nada de eso pudo haber sido posible sin la anuencia, por no emplear la palabra apropiada -contubernio-, de las autoridades tanto regulatorias como hacendarias. Lo único que importaba era el precio, el ingreso fiscal, como criterio de transparencia; a nadie parecía importarle el desempeño posterior del sistema bancario y de la economía en general.
El hecho es que la mayoría de los bancos comenzó su nueva vida privada sin el capital efectivo, adecuado y suficiente, para poder desempeñarse y desarrollarse en forma saludable. Mucho peor que lo anterior, el hecho de haber pagado mucho más de lo que era razonable por las acciones de esos bancos, llevó a que los nuevos banqueros tuvieran el enorme incentivo de realizar los préstamos más riesgosos (pero, en teoría, más rentables) para recuperar su inversión en el menor plazo. De esta manera, lejos de dedicarse a elevar la eficiencia en la función bancaria y reducir sus costos a la velocidad requerida, la mayoría de los bancos se jugó su futuro con los proyectos y deudores menos confiables y más riesgosos. El crecimiento del crédito, sobre todo al consumo, fue espectacular, constituyéndose en uno de los principales determinantes de la crisis financiera del fin de 1994. Además, todo esto ocurrió sin que existiera el menor vestigio de supervisión por parte de los supuestos reguladores gubernamentales.
La solución a la crisis del sistema bancario de 1994-1995 ha probado ser, una vez más, peor que la enfermedad. Ignorando toda experiencia internacional previa, tanto las exitosas como las fallidas, el gobierno se abocó a salvar instituciones en lugar de preservar el funcionamiento del sistema de intermediación financiera. La escalada en las tasas de interés hizo que el valor nominal de los créditos otorgados por los bancos se multiplicara varias veces entre el fin de 1994 y mediados de 1996, con frecuencia muy por encima del valor de los bienes que garantizaban al crédito. Un sinnúmero de personas y empresas dejaron de pagar sus créditos simplemente porque no podían hacerlo. Muchos otros, que sí se encontraban en condiciones de pagar, dejaron de hacerlo porque no había pena económica alguna por dejar de pagar. En el curso de los siguientes dos años se crearon diversos mecanismos para intentar resolver el problema de las carteras vencidas (que ya de por si era serio antes de la crisis), pero nunca se comprendió que lo esencial era mantener funcionando al sistema, es decir, que era más importante que todos los acreditados siguiesen pagando sus créditos para así mantener funcionando a los bancos y a la economía, que sanear a las instituciones por el mero prurito de hacerlo. En lugar de mantener los créditos a sus valores originales para que la mayoría de los acreditados siguiesen pagando, se procedió a crear monstruos inmanejables como el FOBAPROA y a promover, implícitamente, el crecimiento del fenómeno barzonista hasta entre personas serias y responsables.
El hecho es que, como mexicanos, hemos gastado un mundo de dinero para salvar y proteger a instituciones financieras de invernadero que no otorgan crédito ni tienen las características de tamaño y funcionamiento para financiar las necesidades de un país moderno. Con algunas pequeñas excepciones, la gran mayoría de los bancos mexicanos, aun retornando a la salud financiera, no va a poder financiar más que a empresas dependientes del mercado interno, muchas de ellas incapaces de sobrevivir.
Ahora que se ha restablecido al menos un cierto grado de estabilidad en la economía y en algunos bancos, es tiempo de comenzar a enfrentar los dilemas que presenta el desencuentro entre un sistema bancario de mediados de siglo y una industria que tiene que batirse con las mejores del siglo veintiuno. La incompatibilidad patente entre los bancos y la realidad industrial es observable en los dos extremos de la economía nacional: por un lado, virtualmente ninguna de las empresas exitosas en la actualidad -aquellas que han hecho posible una tasa de crecimiento de casi ocho por ciento y exportaciones de más de cien mil millones de dólares- opera con bancos nacionales. Es decir, prácticamente la totalidad de las empresas exitosas que hay en el país son exitosas porque cuentan con el apoyo de instituciones financieras internacionales. Si tuvieran que depender de los bancos mexicanos estarían en la lona.
El otro extremo de la economía nacional son las decenas de miles de empresas industriales que no cuentan con acceso al crédito tanto por la problemática actual de los bancos como porque éstos nunca desarrollaron (ni parecen estar dispuestos a desarrollar) políticas de crédito para empresas medianas y pequeñas, que son la única opción para crear los empleos que el país requiere. Por lo anterior, en lugar de seguir protegiendo y subsidiando a instituciones financieras que no aportan nada al crecimiento de la economía, es tiempo de generar condiciones para que la banca se convierta en la espina dorsal del desarrollo futuro.
La banca actual no puede -ni va a poder- ser esa espina dorsal por muchos años. De hecho, los bancos mexicanos actuales ni siquiera pueden aspirar a cumplir esa función y, por lo tanto, mientras no cambie este esquema, la economía va a crecer mucho menos de lo que sería posible. Es decir, el número de ganadores seguirá siendo muy limitado. La salida sólo puede ser una: fomentar la consolidación de los bancos mexicanos a fin de que se forjen tres o cuatro instituciones de tamaño internacional, tal y como ocurre en Europa y Canadá, y abrir cabalmente el mercado financiero a la competencia internacional. La industria mexicana requiere de un sistema financiero moderno para ser capaz de competir con las mejores del mundo. El crédito es un insumo indispensable y tiene que estar disponible para que la industria pueda tener la oportunidad de ser exitosa; la identidad de su dueño es secundaria. Lo que tenemos es un museo de bancos inútiles, pésimamente supervisados y regulados, como lo prueba una tras otra de las crisis bancarias que hemos observado en los últimos años. Es indispensable replanterar el manejo de la problemática bancaria para que se desarrolle el sistema financiero que requerimos, uno capaz de hacer posible el florecimiento de la industria que los mexicanos merecemos.