La violencia y criminalidad que afectan crecientemente a los mexicanos no están disociadas del desorden político que caracteriza al México de hoy. De hecho, existe una correlación directa entre el desorden que es cada vez más patente en las calles, en el gobierno, en los partidos políticos y, en general, en el país, y la criminalidad y violencia que atentan contra la paz y tranquilidad de los mexicanos comunes y corrientes. Evidentemente no hay soluciones fáciles para el desorden o para la criminalidad. Pero lo que sí parece certero es que uno nutre al otro o, lo que es lo mismo, si no se resuelve lo primero, la criminalidad seguirá en ascenso.
El desorden político tiene dos fuentes fundamentales. Por una parte se encuentra el desmoronamiento del viejo sistema político. El sistema político se creó para hacer posible el desarrollo económico. Los políticos estaban convencidos de que solo ellos sabían el camino del éxito por lo que diseñaron una estructura política que procuraba representar a la población sin darle mayores oportunidades de participar o influir en la toma de decisiones. Desde entonces, los gobernantes mexicanos se han pasado décadas controlando y «protegiendo» a la población, bajo la premisa de que los mexicanos no son ciudadanos sino de menores de edad, incapaces de decidir lo que más les conviene. El sistema funcionó, y muy bien, mientras existieron tres condiciones muy específicas: a) la economía crecía sin contratiempos. b) El gobierno y su partido eran amos y señores de la política porque sumaban a la población en sus programas y porque, a pesar del autoritarismo subyacente, se abocaban a la construcción de consensos a lo largo y ancho del país y de los grupos y partidos políticos. Ese virtual consenso tenía un fundamento real y permitió no sólo la persistencia del régimen, sino también la promoción de una política económica estable. Con el fin de ese consenso político a partir de 1968, la economía ha ido de crisis en crisis. c) El entorno internacional era sumamente benigno, tanto en lo político como en lo económico, toda vez que no existía una opinión pública externa que criticara las prácticas políticas internas, ni se había consumado la globalización de la economía, misma que ha obligado a la transformación de la industria nacional.
Puesto en otros términos, las estructuras políticas del viejo sistema ya no tienen sustento político real, ni capacidad para la construcción de un consenso idóneo a las nuevas realidades. Tampoco tienen capacidad de control que es, probablemente, la razón principal por la que se ha desatado la criminalidad. Esto ha hecho que se liberen grupos, fuerzas, ideas e intereses, cada uno jalando en una dirección distinta. Como el viejo sistema político permanecía inamovible, nunca se desarrollaron instituciones modernas -como las que implica un estado de derecho o elecciones libres y competidas para la selección de gobernantes. La consecuencia de todo esto es que estamos viviendo una etapa de liberación de fuerzas políticas en un virtual vacío institucional, lo que genera un enorme desorden político y público. Esto es observable en todos los ámbitos: desde la persona que se pasa un alto o da vuelta en donde está prohibido, hasta el grupo que organiza un plantón diseñado para maximizar el caos vial o el partido que busca imponer su ideología sobre todos los mexicanos.
El desmoronamiento del sistema político comenzó hace treinta años y fue muy marginal en un principio. En los últimos años y meses ha adquirido la fuerza de una avalancha. La estructura del PRI es cada vez menos funcional, más caótica y menos capaz de lograr su función histórica de control, cooptación y canalización de demandas a través del sistema. Esto es malo para los priístas pero podría ser bueno para los mexicanos. El problema es que el fin del PRI, al menos en su forma histórica, se ha convertido en una fuente de extraordinario desorden.
Si el desorden que genera el fin del PRI es esencialmente por default, la segunda fuente de desorden es en buena medida estratégica. Hoy en día hay grupos, tanto partidistas como meramente políticos, conscientemente dedicados al desmantelamiento de todo lo existente, lo bueno y lo malo. En lugar de avanzar modos de transformar al país y de constituir una sociedad más rica, más equitativa y más exitosa, estos intereses parecen tener por propósito socavar todo lo existente. Al menos una parte del PRD está respondiendo a este principio. Lo mismo va para el EZLN y los grupos que simpatizan con su causa. El hecho es que hay un conjunto de grupos que ve al desorden como un medio excepcionalmente valioso para el avance de sus objetivos. Las manifestaciones, los plantones, las movilizaciones, las invasiones de predios, oficinas y edificios son todos instrumentos para la creación de un entorno de desorden cuya consecuencia casi inexorable es la destrucción de las (pocas) estructuras institucionales vigentes, la erosión de la credibilidad del gobierno y, sobre todo, de la noción de autoridad. Se trata de una estrategia que utiliza medios no institucionales -el desorden- como vehículo para la destrucción del régimen gubernamental, bajo el supuesto de que la consecución de ese objetivo haría posible la instalación de uno nuevo, con personas de ideología afin a los promotores del caos, si no es que con ellos mismos.
No es evidente que el desorden pueda llevar al gobierno al partido o partidos que lo promueven. Si algo, un gobierno como el de Cárdenas en el Distrito Federal corre el riesgo exactamente contrario: la persistencia del desorden puede hacer inviable la pretensión de ese partido de conquistar la presidencia en el año 2000. El problema es que si la izquierda ha utilizado el desorden, y a los grupos que la promueven, para avanzar sus objetivos, no hay nada que asegure que podrá eliminarlo una vez que llegara al poder. En buena medida, el riesgo de explotar el conflicto chiapaneco para fines políticos a nivel nacional es precisamente que éste se desborde y llegue a ser inmanejable no solo para el actual gobierno, sino para cualquier gobierno, de cualquier partido.
Un estudioso norteamericano de la violencia y criminalidad en la ciudad de Nueva York llegó a la conclusión de que «reduciendo el desorden -el incumplimiento de la ley, el uso de medios no institucionales para avanzar objetivos políticos, la violencia grande y pequeña- se reduce la criminalidad». Este axioma ha probado ser tan exitoso en esa y otras ciudades norteamericanas que ha llevado a la transformación de la policía.
El origen del desorden en México es muy distinto al de Estados Unidos, por lo que su disminución va a requerir acciones sensiblemente distintas. En México el tema del desorden es fundamentalmente político, por lo que ahí tendrá que ser enfrentado. Además, no hay la menor duda que la protección de que gozan muchas bandas de criminales proviene del mismo gobierno y de diversos grupos políticos. Muchos criminales que no están ligados al gobierno prosperan precisamente por el desorden político que impera en el país. Lo que nos urge es una redefinición de la estructura política a fin de comenzar, desde ahora, a repartir el poder en función de la representación partidista y regional, como vehículo para institucionalizar a las fuerzas y partidos políticos. Sólo así sería posible revertir la tendencia hacia un creciente desorden. El punto de fondo es que sólo eliminando los incentivos políticos perversos que hoy llevan a promover y fomentar el desorden será posible reducir la criminalidad. De paso, capaz que también se hace viable al país.