En enero de 1995 la reunión del Foro Económico Mundial tenía por agenda la discusión del papel de la tecnología en el desarrollo económico. A la hora de la hora, la crisis económica mexicana acabó convirtiéndose en el tema que permeaba todas las conferencias y sesiones. En este contexto, no es sorprendente que la crisis asiática haya dominado la reunión de 1998.
Pero el enfoque de la discusión sobre la crisis asiática nada tiene que ver con las discusiones que generó la crisis mexicana hace tres años. Los debates sobre México se referían al excesivo déficit en cuenta corriente, al cambio de gobierno, a los errores cometidos por los gobiernos saliente y entrante, respectivamente, y a la dinámica de los mercados financieros y el papel del FMI en el proceso. Todas las discusiones se centraban en los errores cometidos o en el papel de las agencias multilaterales en la resolución de la crisis de ese momento. La crisis asiática ha creado una nueva situación. Por años, esos países habían convencido al mundo de que tenían algo distinto que ofrecer: que se podía crecer a tasas elevadísimas con un activismo gubernamental generalizado y distante del mercado. En este sentido, mientras que la crisis mexicana de 1995 fue una crisis provocada por la debilidad de los bancos, por un mal manejo de las finanzas públicas y por el desconocimiento de la manera de operar de los mercados financieros internacionales, el colapso de varias de las economías asiáticas constituye una verdadera crisis del modelo de desarrollo en su conjunto. Conceptualmente, la crisis asiática es más parecida a nuestra crisis de 1982, en que finalmente quebró un modelo de desarrollo populista y estatista.
Un empresario africano puso el dedo en la yaga cuando pidió el consejo de los participantes en el primer panel sobre temas económicos. El empresario dijo que por años todos los organismos internacionales y los consultores privados que su país había invitado les enfatizaban la necesidad de imitar a los “tigres” asiáticos. A la luz de la crisis actual, se preguntaba el empresario, ¿qué opción quedaba? La realidad es que las opciones no son muchas y, en todo caso, no son distintas a las que tienen todos los demás países del mundo. Los países asiáticos lograron tasas de crecimiento verdaderamente milagrosas a lo largo de varias décadas. Sin embargo, algunos de los fundamentos de esas tasas de crecimiento acabaron siendo mucho más endebles de lo que parecían a primera vista.
La mayoría de los países que entraron en crisis, pero sobre todo Tailandia, Corea e Indonesia, compartían tres características en común: primero, las finanzas de sus gobiernos eran fundamentalmente sanas; segundo, todos tenían tasas de ahorro interno muy elevadas; y, tercero, todos habían experimentado un crecimiento brutal en la cartera mala de sus bancos. Los bancos llevaban años otorgando créditos dudosos. Como la tasa de crecimiento de la economía era muy elevada, las utilidades de los proyectos buenos compensaban las pérdidas en los malos. No hay que olvidar que muchos de estos países se caracterizan por la existencia de grupos industriales enormes, donde conviven empresas exitosas y empresas fallidas. Con el tiempo, una porción creciente de los créditos se dirigió a la construcción de edificios, clubes de golf y demás, lo que tuvo el efecto adicional de crear una inflación extraordinaria en los precios de los terrenos, propiedades y acciones. El caso es que muchos de los créditos no se transformaron en proyectos rentables.
La cartera mala de los bancos creció tanto que acabó por crear una situación de extraordinaria vulnerabilidad: súbitamente el círculo virtuoso de antes desapareció cuando el flujo de fondos hacia los bancos acabó siendo menor que el de sus obligaciones. Lo más impresionante fue la velocidad con la que se desplomaron los precios de los bienes y empresas a las que se les había otorgado los créditos. Una vez que el círculo dejó de ser virtuoso, todo el esquema se desplomó. Economías pujantes y florecientes se encontraron con que lo único que se requería para caer en una crisis de extraordinarias dimensiones era que una empresa dejara de pagar sus créditos. La primera fue seguida por la segunda y ésta por la tercera. En unos cuantos días, los proveedores habían dejado de entregar producto a sus clientes por temor a que no les pagaran. La población se asustó y comenzó a comprar moneda extranjera. Total que, en unos cuántos días, colosos tan imponentes como Corea se encontraban en crisis.
El verdadero problema no se encuentra en la sucesión de eventos que llevaron a la explosión de la crisis misma, pues el problema financiero parece fácil de dilucidar. El verdadero problema yace en la manera en que esas sociedades asignaban los recursos de la sociedad. En lugar de que los bancos analizaran cuidadosamente la situación financiera de sus clientes y el riesgo que entrañaban los proyectos que estaban financiando, el gobierno decidía a quién se le otorgaban una parte importante de esos créditos y en qué condiciones. Era frecuente encontrar que los proyectos preferidos de la burocracia recibían todo el financiamiento que requerían, a tasas de interés sumamente bajas, no porque el proyecto fuese bueno, sino porque le gustaba al gobierno. Los bancos eran vistos como instrumento al servicio de la política industrial, lo que hizo que los gobiernos tuviesen inadecuadas regulaciones así como una laxa supervisión de las instituciones financieras.
La mayoría de los países asiáticos comparten otra característica: por una parte cuentan con empresas extraordinariamente exitosas que exportan en forma prodigiosa. Por la otra, tienen empresas que típicamente han producido para un mercado interno totalmente aislado del resto del mundo, lo que las ha hecho sumamente primitivas, muy poco productivas y totalmente incapaces de competir con las importaciones ahora que se están comenzando a liberalizar. Las empresas altamente exportadoras, aunque no siempre muy rentables, al menos podrán sobrevivir. En cambio, las empresas orientadas al mercado interno van a encontrarse con enormes dificultades. Algo no muy distinto a lo que le ocurre a muchas empresas mexicanas.
A pesar de su exitoso pasado, las economías del sudeste asiático están enfrentando problemas sumamente serios. La manera en que funcionaban en el pasado ha quebrado y ahora se enfrentan a la necesidad de tener que adoptar los mecanismos de mercado que, por décadas, habían rechazado por considerarlos superados. En este sentido, la crisis asiática va a ser mucho más traumática que la que México experimentó en 1995, pues no se trata meramente de corregir una situación financiera anómala, sino de alterar radicalmente la manera de tomar decisiones en la economía y de asignar recursos en la sociedad. Es decir, la esencia de la actividad económica. A pesar de lo anterior, muchos de los analistas que expusieron sus ideas en Davos señalaban con gran claridad que las fortalezas inherentes a un enorme número de empresas asiáticas son tan grandes que no van a tomar mucho tiempo en recuperarse.
Quizá la principal lección para nosotros de la crisis asiática es que no se puede depender exclusivamente de grandes -y muy exitosos – grupos industriales para el desarrollo económico de largo plazo, sino que se necesita estimular el desarrollo de empresas medianas y pequeñas en un ambiente competitivo. En lugar de ser la fuente de riqueza interminable, la existencia de enormes grupos industriales en países como Corea ha probado ser un enorme pasivo en este momento de crisis. Las empresas medianas y pequeñas entrañan muchos problemas pero, si su número es muy grande, la vulnerabilidad inherente a las empresas de menor tamaño se podría compensar con su multiplicidad. Quizá no sea casual que las economías más afectadas en Asia sean precisamente aquellas cracterizadas por enormes grupos industriales, todos ellos apoyados por gobiernos arrogantes, convencidos de conocer mejor que sus propios ciudadanos lo que la economía -y la sociedad- necesitan.