El mes de febrero es el de la feria de las drogas. Según la ley estadounidense, el primero de marzo de cada año, el presidente de ese país tiene que entregar un reporte al Congreso en el cual certifica que los países con los cuales existen acuerdos de cooperación en materia de narcotráfico han cumplido su parte de esos acuerdos. El fundamento de la ley reside en que el gobierno de Estados Unidos realiza gastos para apoyar la lucha contra el narcotráfico en otros países, razón por la cual el presidente debe certificar que esos recursos fueron debidamente empleados, que los gobiernos que recibieron esos fondos actuaron fehacientemente en contra de los cárteles que producen, transportan y negocian con las drogas. El proceso entraña la calificación de gobiernos y naciones soberanas de acuerdo a los criterios del gobierno estadounidense, lo cual se presta a toda clase de hipocresías y abusos. Pero más allá de la futilidad del proceso se encuentra una realidad que nada ni nadie puede esconder: México enfrenta un problema creciente con el narcotráfico.
Las fechas establecen los procesos. El primero de marzo tiene que presentarse el reporte respectivo, razón por la cual el mes de febrero es siempre propicio para la publicación de toda clase de acusaciones y condenas respecto al comportamiento de los gobiernos sujetos a la certificación, entre los cuales el nuestro es particularmente prominente. La prensa norteamericana ha publicado más de un artículo respecto al supuesto comportamiento de algún funcionario público, típicamente representando la postura de un segmento del debate político. Algunos de esos artículos pueden estar debidamente fundamentados, mientras que otros son meros libelos diseñados para provocar una reacción gubernamental. El problema es que esas acusaciones no siempre son falaces, como ocurrió hace un año cuando, precisamente en el momento en que arrancaba el debate en Washington, el gobierno mexicano encarceló al general Gutiérrez Rebollo, a la sazón el responsable de luchar contra el narcotráfico en el país, acusándolo de haber trabajado para uno de los cárteles involucrados en el narcotráfico.
Cualquier persona sensata rápidamente reconoce la profunda hipocresía que yace detrás de todo el proceso de certificación. El mercado al que se dirige la totalidad de la droga que se produce en México o que transita por territorio mexicano es precisamente el de Estados Unidos. Las drogas pueden producirse en México o en alguna otra parte del continente, pero acaban siendo consumidas principalmente por norteamericanos. Toda persona que haya estudiado los principios más elementales de economía sabe que si existe la demanda para un producto, la oferta no tardará en aparecer. En este sentido, es bastante evidente que mientras persista la demanda por drogas en Estados Unidos, siempre habrá productores y traficantes dentro y fuera de Estados Unidos dispuestos a atender ese mercado. Desde esta perspectiva, la hipocresía del gobierno norteamericano de culpar a los productores y traficantes de drogas es más que evidente.
Pero el que exista el mercado en Estados Unidos no resuelve nuestro problema. Una porción importante de las drogas que llega a los consumidores norteamericanos lo hace a través del territorio mexicano. El hecho de que las drogas sean producidas, transformadas o importadas de otros países para ser llevadas al mercado de nuestro vecino del norte implica que existe una profunda corrupción en México asociada al fenómeno. Quizá lo que deberíamos analizar es qué es lo que hace que México sea un país tan propenso al tráfico de estupefacientes, pues eso es lo que entraña consecuencias de extraordinaria gravedad para el futuro.
En cierta forma, el sistema político tradicional era un caldo de cultivo natural para el desarrollo y crecimiento del negocio del narcotráfico. El mexicano era un sistema político muy centralizado en la cima pero fundamentado en la corrupcion y la impunidad a todos los niveles, desde el nivel federal hasta la más remota de las localidades. Aunque muy controlados hasta arriba, los políticos eran relativamente libres de actuar a nivel local. Esta suma de corrupción y relativa descentralización hizo que floreciera naturalmente el narcotráfico. Desde sus orígenes en los años veinte, el sistema utilizó a la corrupción como mecanismo para mantener la lealtad de sus principales grupos y factores de apoyo en todo el país. Por su parte, la lealtad se compraba por medio del acceso a la riqueza -lícita o no- de todos los que participaban en el proceso. Ambas características -la relativa descentralización y la corrupción- son particularmente atractivas al narcotráfico. Si a esto agregamos que buena parte del narcotráfico que caracteriza al país tiene que ver menos con la producción doméstica que con el transporte de drogas cultivadas o producidas en países como Colombia, Perú y Bolivia para su venta en el mercado norteamericano, la relación de las autoridades en México con el narcotráfico típicamente ha sido aséptica. Es decir, al menos históricamente, el narcotraficante le pagaba a un policía, a un soldado, a un presidente municipal o incluso a un gobernador para que permitiera aterrizar a un avión, descargarlo y desaparecer las drogas en burro, en camión o en otro avión. Mientras que en los países productores de drogas la participación de autoridades gubernamentales es necesaria para la protección de campos de cultivo, instalaciones, fábricas, puertos, etcétera, en México ésta se podía limitar a «hacerse de la vista gorda» mientras se descargaba y desaparecía la droga. La autoridad mexicana no tenía que “mancharse las manos”.
Para un sistema acostumbrado a la corrupción y la impunidad, el crecimiento de las mafias del narcotráfico representó no más que una nueva fuente de fondos. Quizá fue por esa razón que por décadas el problema del narcotráfico fue visto como una pequeña desviación respecto a la normalidad pero no más. Este hecho hizo posible que el cáncer de las drogas creciera y se multiplicara sin que nadie en el gobierno reconociera el tamaño del monstruo que se estaba cobijando. Las críticas por parte de los norteamericanos a la creciente corrupción eran desechadas con facilidad, en parte por la hipocresía de que venían acompañadas, pero sobre todo por esa confianza infinita en la corrupción como mecanismo de solución de problemas, como bien había probado ser en el mundo del PRI. Desde la perspectiva del sistema político tradicional, la corrupción no podía traer efectos nocivos, pues la estabilidad del país era prueba de lo contrario. No fue sino hasta hace poco menos de una década que el gobierno comenzó a reconocer al narcotráfico como una amenaza a la seguridad nacional, a la supervivencia del sistema político y, en general, al status quo.
El fenómeno del narcotráfico comenzó corrompiendo autoridades menores en lugares recónditos del país. Su crecimiento muy pronto dejó de ser un tema local. Con el tiempo se involucraron las policías y gobiernos estatales, las zonas militares y, en general, toda clase de autoridades que esperaban una recompensa por su cooperación. Es altamente probable que algunas de esas autoridades dejaran de ser meros testigos renuentes del proceso para convertirse en activos participantes del negocio. No es imposible que, en su proceso de ascenso político, algunas de esas autoridades que ostentaban dos caras, la de la autoridad y la del narcotraficante, acabaran detentando puestos de alta responsabilidad en el gobierno federal.
Qué o quién está involucrado en las mafias del narcotráfico es quizá menos importante que el hecho de que el fenómeno constituye una plaga que todo lo corrompe, comenzando por la noción misma de autoridad. Cuando el responsable de una función pública se convierte en el instrumento de un corruptor, acaba siendo corrompido y parte de la corrupción imperante. Es por ello que el problema que como país enfrentamos con el circo anual de la certificación en Washington es el menor de nuestros males. El problema está aquí adentro y, mientras no sea enfrentado y extirpado -lo que seguramente sólo será posible si a la vez se atiende el lado de la demanda por drogas en Estados Unidos- el problema del desmoronamiento de todo vestigio de autoridad y gobierno en México continuará sin freno.