Los contrastes de Chiapas

Chiapas puede igual acabar siendo la cuna de un nuevo régimen o la tumba de la actual administración. La diversidad de actores y complejidad del conflicto se eleva día a día. Las alternativas, al menos teóricas, de solución de antes rápidamente se tornan obsoletas.  El gobierno ha perdido la iniciativa y ahora súbitamente se encuentra desesperado por recobrar algún tipo de capacidad de acción.  No es obvio que vaya a poder ser exitoso en esta nueva oportunidad. Sin embargo, en esta etapa del ciclo político, los riesgos de perder son cada vez mayores.

 

Quizá la mayor dificultad que entraña el conflicto chiapaneco resida en la diversidad de diagnósticos que existen sobre las causas del problema. Lo que es peor, la naturaleza misma del conflicto ha cambiado a lo largo de los últimos cuatro años, haciendo todavía más difícil cualquier posibilidad de éxito en la búsqueda de una solución.

 

Antes de que estallara el conflicto el primero de enero de 1994, existía plena conciencia dentro del gobierno de la pobreza y marginalidad que caracterizaban a Chiapas. Ya para entonces, el gasto de programas como el de Pronasol en el estado era el mayor del país, a menos en términos per cápita.  Aunque la realidad ha demostrado que esos programas fueron inadecuados o insuficientes para evitar el estallido de un conflicto, el hecho de que existieran demuestra que la situación del estado no era desconocida.

 

Como en tantas otras regiones del país, las acciones gubernamentales estuvieron plagadas de corrupción, pero sobre todo de una total incapacidad del gobierno para comprender que las soluciones preconcebidas u organizadas desde la ciudad de México no siempre son idóneas para atender la problemática local.  Hoy en día, a cuatro años del estallido del conflicto, dos cosas son patentes: la primera es que no existe una causa única al problema y que la diversidad de causas genera una complejidad creciente, sobre todo por los incontables intereses que, a partir de 1994, han encontrado útil explotar el conflicto para avanzar sus  objetivos.  Es decir, la primera conclusión evidente a la que se puede llegar hoy en día, como atinadamente ha reconocido el nuevo Secretario de Gobernación, es que la realidad de Chiapas en 1998 es muy distinta a la de 1994 y, por lo tanto, se requiere un nuevo enfoque para intentar solucionar el problema.  La segunda cosa que es patente en la actualidad es que, por más que la palabra «solución» se utilice generosamente en el lenguaje de todos los involucrados e interesados, así sea para criticar o atacar a sus contrincantes, la realidad es que hay grupos políticos que se benefician de la existencia del conflicto, por lo que van a intentar sabotear toda avenida de acción orientada a la conclusión o intento de resolución del mismo.

 

Los contrastes en el tema Chiapas son impactantes.  En primer lugar, si bien la zona en que se localiza el conflicto es extensa, la población involucrada constituye aproximadamente el 2% de la del estado, alrededor de ochenta mil personas.  El resto del estado, mucho del cual es igualmente pobre y carente de los medios más elementales para salir adelante, vive en paz y experimenta una polarización económica semejante a la del resto del país: la producción del estado se ha elevado, al igual que la inversión y las exportaciones, pero la pobreza sigue siendo un problema fundamental.  Por supuesto que el que esa economía avance no reduce el hecho de que existe un conflicto, ni permite ocultarlo o ignorarlo, como muchos en el gobierno parecen haber intentado en estos años, pero sí debe contribuir a localizar las dimensiones del problema en su perspectiva real.  En segundo lugar, es un hecho evidente que los conflictos ideológicos y religiosos que existen en Los Altos de Chiapas llevan décadas cocinándose a partir de la presencia y acción toda clase de activistas políticos y religiosos que se fueron concentrando en la región y que contribuyeron a convertir a la pobreza, a las injusticias históricas y a las expectativas de la población, en fuentes generadoras de odios, disputas y pleitos donde el fanatismo cobró una extraordinaria fuerza.  En este contexto es totalmente irrelevante si el obispo de San Cristóbal de las Casas estuvo vinculado al EZLN en sus inicios o no; la evidencia histórica confirma que tales vínculos existieron.  No obstante lo anterior, la complejidad de las disputas que existen en la región al día de hoy, los fanatismos religiosos que se han desatado (y acentuado) y la diversidad de iglesias en la zona, demandan la inclusión de todos los factores de poder real en la estructuración de una solución y el obispo Samuel Ruiz es, indudablemente, un factor real de poder.  Puesto en otros términos, es difícil imaginar una estrategia que pudiese tener la menor oportunidad de solución que no incluyera al obispo -y, dicho sea de paso, lo mismo va para el famoso Marcos.  Es igualmente obvio que esa misma estrategia tendría que incluir la institucionalización del poder de estas dos personas pues, de otra forma, no habría solución alguna.

 

Finalmente, hay un contraste igual de patente en un tercer ámbito.  El conflicto de Chiapas en 1998 es muy distinto al de 1994.  Si bien la situación objetiva de los chiapanecos no ha cambiado mucho, el hecho de que el conflicto haya resultado exitoso para sus promotores indudablemente ha transformado la realidad.  Es muy claro que persiste el problema de empleo, propiedad y productividad que, con toda probabilidad, es la causa última del conflicto.  Pero aun si esos problemas pudiesen ser resueltos (que sin duda podrían serlo, pero nada se ha hecho en esa dirección en Chiapas o en el resto del país), el conflicto mismo ha creado interesados en que éste no se concluya.  Hoy en día hay conflictos nuevos -como los relativos a la distribución de los dineros federales que se han enviado desde 1994- y han explotado los conflictos viejos y ancestrales -como los religiosos y los intercomunitarios- aunque la disponibilidad de armas de fuego los ha hecho mucho más violentos.  Además, muchos actores de la política mexicana han encontrado en Chiapas un cómodo referente político e ideológico, para emplearlo como acicate en sus disputas a nivel nacional.  El PRD ha encontrado conveniente mantener la tensión en Chiapas para justificar y hacer efectiva su estrategia orientada a deslegitimar y desarticular al viejo PRI.  Los viejos priístas, los llamados dinosaurios, disputan al gobierno la falta de orden y «decisión» (i.e. mano dura) en el manejo de la creciente crisis chiapaneca y utilizan esa perspectiva como argumento para retornar al poder e imponer el orden, a su modo, a nivel nacional.  El resultado de las acciones contradictorias entre priístas y perredistas es minar todo sendido de autoridad y gobierno.

 

Por su parte, la Iglesia católica pretende parar en Chiapas el crecimiento de las iglesias protestantes en el país, lo que le ha llevado a cobijar al obispo Samuel Ruiz, a pesar de detestarlo y de rechazar su activismo, su ideología y su política.  El gobierno, por su parte, se encuentra atrapado entre la extraordinaria habilidad del binomio EZLN-diócesis de San Cristóbal para manipular a la opinión pública europea -lo que limita dramáticamente sus opciones-, y su total indisposición para plantear la construcción de un nuevo orden político para el futuro, lo que inexorablemente implicaría abandonar la defensa, cada vez más inútil y cada vez menos exitosa, del viejo sistema político.

 

Más allá de los legítimos reclamos de un sinnúmero de chiapanecos y, en general, de todos los mexicanos que no ven salida alguna, el conflicto de Chiapas está definiendo el tipo de guerra política en la que México ya está inserto.  Las líneas de batalla han cambiado:  la verdadera guerra se encuentra ahora entre la construcción de un nuevo sistema político o la restauración de algo que recuerde al viejo orden político de estilo corporativo (los dinosaurios del PRI) o cardenista-estatista (el PRD).  El gobierno actual ha ignorado esta creciente dicotomía y ha acabado, en la práctica, defendiendo al viejo orden que se desmorona en forma cada vez más acelerada, a pesar de que su filosofía y política económica sólo podrian ser exitosas en un entorno político diferente.  Chiapas plantea el dilema en forma nítida: o se construye una nueva estructura política que modernice a Chiapas y a México o el desorden chiapaneco va a generalizarse en el país.