Gobierno fuerte

Luis Rubio

El futuro del gobierno actual depende de lo que haga por sí mismo; sin embargo, su propensión natural es la de esquinarse. En lugar de actuar en los ámbitos y con los instrumentos que tiene a su alcance, apuesta su futuro en decisiones sobre las cuales no tiene control alguno. En el ámbito económico, ha fincado su éxito en las dádivas que el congreso esté dispuesto a darle en términos de reformas (como la fiscal y eléctrica), en tanto que en la política internacional se ha jugado toda su credibilidad en una carta (un pacto migratorio con Estados Unidos) que depende por entero de un proceso político que no sólo no controla, sino sobre el cual su influencia es irrisoria. Parte del problema es de estrategia y parte es estructural; en la actualidad, ambos conspiran en contra del gobierno.

El gobierno ha sido víctima de una confusión estratégica y del cambio en las realidades políticas. Lo primero tiene que ver con su propia manera de enfrentar la nueva realidad, en tanto que lo segundo es producto de los desajustes que se originaron con el divorcio entre el PRI y la presidencia. La gran pregunta es si todavía es posible hacer algo al respecto.

La coyuntura todos la conocemos: el gobierno ha sido incapaz de lograr que el congreso responda a sus iniciativas de manera positiva. Aunque producto de una situación política inédita, el gobierno actual actúa como si nada hubiera cambiado, como si el viejo presidencialismo mexicano siguiera vigente. En el pasado, el ejecutivo negociaba las iniciativas de ley de su preferencia fuera de la luz pública, a la vez que empleaba toda la fuerza de la presidencia y del partido para avanzar sus propuestas en los términos en que se enviaban. Aunque muchas de esas iniciativas sufrían modificaciones, lo cierto es que en el marco del viejo sistema lo que se negociaba, con frecuencia, nada tenía que ver con el contenido de las iniciativas: se intercambiaban favores y protección a cambio de la aprobación.

El gobierno actual tardó más de un año en definir su estrategia política. Dividido desde el principio respecto a la forma en que se vincularía con los partidos de oposición y, sobre todo, respecto a su relación con el pasado, el gobierno perdió un tiempo precioso y todo su capital político- por sus titubeos iniciales. En lugar de resolver los temas estratégicos (el PRI y el pasado), el primer año de la administración se desperdició en luchas intestinas.

Algunos argumentaban que el gobierno debía reconocer la realidad política la inevitabilidad de negociar con el PRI por el hecho de ser el mayor partido en el congreso-, en tanto que otros partían del principio de que un acuerdo con el PRI entrañaba la imposibilidad de avanzar una agenda distinta a la de los gobiernos anteriores, pues cualquier arreglo con ese partido implicaba la impunidad del pasado. En la práctica, el gobierno intentó los dos caminos, con resultados poco encomiables.

Hoy, luego de más de tres años con Fox al frente del gobierno, resulta evidente que la indefinición estratégica inicial ha sido extraordinariamente costosa, pero menos definitiva de lo aparente. Por un lado, el gobierno acabó reconociendo la fortaleza numérica y política del PRI, lo que le llevó a negociar su agenda de reformas legislativas con ese partido. Por más que hubo momentos en que esa estrategia pareció estar a punto de rendir frutos (tanto a finales de 2001 como en diciembre pasado), el resultado a la fecha es lamentable. Sin embargo, curiosamente, el fracaso de la estrategia de negociación con el PRI no reside tanto en el gobierno como en la incapacidad de los propios priístas para ponerse de acuerdo. Aunque siempre es posible argumentar que hubo cosas que no se hicieron u otras que pudiesen haberse hecho de manera distinta, el actuar gubernamental en materia legislativa fue el único posible.

En una democracia, el gobierno negocia con quienes detentan el poder legislativo a fin de lograr una mayoría funcional. El ejemplo europeo es paradigmático: ahí los gobiernos se consolidan a partir de coaliciones parlamentarias que con frecuencia incluyen partidos o facciones con posturas francamente divergentes en lo político o ideológico. Los partidos entran en coalición luego de llegar a acuerdos sobre lo que guiará el desempeño del gobierno, donde van implícitos acuerdos e intercambios sobre iniciativas de ley, posturas de política exterior o vetos sobre determinados temas. Es decir, se estructuran coaliciones que permiten gobernar con las limitaciones que los electores imponen con su voto el día de los comicios. Al buscar acuerdos con el PRI, el gobierno del presidente Fox estaba actuando bajo un esquema no sólo democrático, sino enteramente pragmático.

La experiencia de la estrategia de negociación entre el gobierno y el PRI arroja diversas lecciones que deberán ser aprendidas por futuros gobiernos, pero no cabe duda que el mayor de los problemas enfrentados reside en la realidad del viejo sistema político que el PRI resume en sí mismo. El PRI no es un partido normal, toda vez que ni fue creado en esos términos ni se caracteriza por una línea política o ideológica única que le dé sentido y contenido. Puesto en otros términos, el fracaso legislativo del gobierno actual se debe, en buena medida, a que el PRI no se ha transformado, lo que le impide actuar como un partido en el sentido literal del término. Mientras los priístas no se transformen (lo que podría implicar un realineamiento de todo el sistema de partidos en el país), el problema político-legislativo actual seguirá vigente, independientemente de la persona que ocupe la presidencia. Esto nos lleva a la dimensión estructural del problema político actual.

La historia del presidencialismo mexicano suele nublar la discusión pública y política sobre la naturaleza del gobierno que requiere el país. Por años, la discusión se centraba en la noción de acotar la fuerza de la presidencia, al grado en que el propio presidente Fox así lo expresó un año después de comenzada su gestión. La discusión política hoy, especialmente en el marco de la elusiva reforma del Estado, se concentra en la necesidad de que el sistema político incorpore incentivos que faciliten la conformación de mayorías legislativas, sean éstas permanentes o coyunturales, para el ejercicio efectivo de la función de gobernar. Los dilemas inherentes a este planteamiento no son privativos de nuestro país, pero como ilustra la creciente concentración de poder y popularidad del presidente ruso, Vladimir Putin, no hay muchos modelos que permitan vislumbrar un proceso de cambio y ajuste fácil y sin contratiempos.

Viendo hacia adelante, parecería que hay tres escenarios posibles. Uno tiene que ver con el propio presidente Fox y el enorme arsenal de instrumentos a su alcance que no ha empleado. En lugar de seguir dependiendo de acciones que no controla, en el congreso o fuera del país, el gobierno podría concentrarse en las facultades que el propio ejecutivo tiene a su alcance y que, a la fecha, duermen el sueño de los justos.

El gobierno tiene enormes facultades de regulación y desregulación a su alcance, cuyos impactos económicos y sociales son enormes. De hacer uso de esas facultades, el gobierno podría dejar una marca positiva e indeleble para el desarrollo del país. Una buena administración de las regulaciones y oportunidades de desregulación que tiene bajo su fuero permitiría estimular la inversión, facilitar la creación y el cierre de empresas, generar empleos temporales, reorganizar vastos sectores industriales y de servicios y, con todo esto, abrir oportunidades de desarrollo que hoy están vedadas. El punto es que el gobierno ha apostado todo a unas reformas estructurales que, aunque indispensables, no constituyen la panacea. Aún con ellas, muchas otras cosas tendrían que hacerse; por ello, no hay razón para no comenzar por ahí, lo que además podría tener el efecto de modificar para bien la percepción generalizada de inmovilidad.

Un segundo escenario se relaciona con la viabilidad de la estructura política que hoy nos caracteriza. La experiencia rusa es particularmente relevante y preocupante- en esta materia. Luego de una década de lujuria, desorden y descomposición política y social, el gobierno del presidente Putin ha recurrido a muchos de los viejos mecanismos de control político y social que caracterizaban al sistema soviético para restaurar un sentido de orden. Al votar, la población ha dado la bienvenida a la estabilidad que Putin representa, pues su percepción de la alternativa es la hiperinflación y el desorden de la década pasada. El problema es que la restauración no democrática del orden, como la que representa el gobierno ruso actual, trae consigo una permanente incertidumbre, la inexistencia de rendición de cuentas, el abandono de la construcción de un sistema democrático y la impredictibilidad, característica central del viejo sistema. Lo que es válido para Rusia es igualmente válido para el México de hoy: la restauración de un sistema cuasi-priísta, sea éste en la forma de un gobierno del propio PRI, del PRD o de cualquier otro partido, no sólo no resuelve los problemas del país, sino que amenaza su viabilidad futura.

La alternativa reside en avanzar hacia la consolidación de la democracia. Implica, paradójicamente, iniciar un diálogo serio entre y con los partidos políticos sobre una reforma institucional de fondo, comenzando por el régimen de partidos mismo. También supone definirse sobre el pasado, algo que las acciones recientes del ejecutivo respecto a la llamada guerra sucia comienzan a hacer. El problema es que nada de esto elimina la precariedad del presente, algo que sólo va a atenuarse cuando la reforma institucional comience a rendir frutos pero, sobre todo, cuando el gobierno haga uno uso efectivo de los instrumentos que tiene a su alcance para afianzar un camino claro y definido hacia el desarrollo económico, asegurando con ello que el proceso de sucesión presidencial no pueda alterarlo una vez más.

 

¿Estancamiento permanente?

Luis Rubio

La economía mexicana lleva dos décadas tratando de reencontrar su camino al crecimiento, un objetivo que en la sociedad mexicana nadie pone en duda. A pesar de lo anterior, la disputa política que caracteriza al país en su conjunto, envuelve a la economía en un conflicto del que no parece haber salida fácil. Es lógico que se disputen las asignaciones presupuestales y que se debatan las alternativas de política económica: eso es, a final de cuentas, la esencia de la democracia. Pero en el país nos hemos ido al extremo opuesto: actualmente no existe tema que no sea sujeto de disputa y como resultado tenemos una parálisis en la toma de decisiones legislativa y en la inversión productiva. En medio de todo este revuelo, el país pierde oportunidades para competir por la inversión, el mercado interno no logra salir adelante y el empleo e ingreso de la población se rezagan. Se trata de asuntos fundamentales que no se van a resolver solos.

La problemática económica tiene tres vertientes. Primero, los cambios de política económica experimentados a partir de los ochenta no han logrado generar el entorno de crecimiento elevado y sostenido que prometían. Segundo, la lucha por el poder lo ha contaminado todo y, en cuanto a la economía se refiere, ha llevado a que se discuta interminablemente el pasado, en lugar de construir hacia el futuro. Tercero y último, los políticos muestran una aparente incapacidad de comprender las variables medulares que hacen a una economía funcionar, lo que les lleva a despreciarlas como si se tratara de meros berrinches tecnocráticos. De particular importancia en este rubro es el tema de la productividad, concepto quizá aburrido, pero cuyas implicaciones políticas, económicas y sociales son extraordinarias.

Para nadie es secreto que los cambios económicos de los ochenta no rindieron los frutos que se esperaban. La pregunta es por qué. La idea original de las reformas económicas, luego de varios años de contracción económica y tasas cercanas a la hiperinflación, sostenía que sólo una economía altamente productiva podría crear las condiciones para el crecimiento. Ningún economista serio cuestionaría esa premisa, pues todos reconocen que, en palabras de Paul Krugman, la productividad no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo: de la productividad depende la tasa de crecimiento, la disponibilidad de empleos y el nivel de ingresos de una población. La gran pregunta entonces era cómo elevar la productividad para generar esos beneficios.

La concepción que inspiró las reformas económicas de los ochenta y noventa partió de la premisa, razonable en todos sentidos, de que el gobierno no puede obligar a que la economía sea más productiva; lo que puede hacer es crear condiciones que hagan posible el crecimiento de la productividad. Las reformas económicas fueron concebidas, al menos en teoría, como un mecanismo que forzara a los agentes económicos (empresarios, trabajadores, reguladores, inversionistas, etc.) a modernizarse mediante la elevación de la productividad, cada uno en su ámbito. Es decir, el objetivo era que una serie de cambios en la estructura de la economía presionara a sus participantes, obligándolos a hacer más con menos, a realizar mejor las cosas y bajar el costo de cada cosa que produjeran.

La apertura a las importaciones, que precedió y se profundizó con el ingreso de México al GATT en 1985, perseguía estimular la competencia en la economía mediante la participación controlada de importaciones. Es decir, se buscaba que la presencia de artículos importados con aranceles relativamente altos en una primera etapa, sirviera de acicate para que los fabricantes nacionales comenzaran a optimizar sus procesos productivos. Por su parte, la privatización de empresas propiedad del gobierno seguía una lógica similar: muchas de éstas producían bienes y servicios cuyo impacto en los costos de las empresas era enorme, como puede ser el acero, diversos petroquímicos, la telefonía, la electricidad y demás. La existencia de empresas competitivas en estos ámbitos serviría para reducir los costos de las firmas industriales y de servicios y, por lo tanto, para elevar su productividad. Uno puede aprobar o rechazar estos conceptos, pero nadie puede negar la lógica interna que los caracteriza.

El primer impacto de la liberalización comercial fue mucho más positivo de lo que sostiene la mitología política. Un sinnúmero de empresas comenzó a transformarse, algunas comenzaron a exportar y la inversión comenzó a materializarse, sobre todo a partir de que se anuncia la negociación del TLC norteamericano a principios de los noventa. Aunque lentamente, el proceso de modernización empezó a cobrar forma y sus frutos potenciales se pudieron apreciar al final de los noventa en que la economía logró tres años de tasas de crecimiento superiores al 5% anual.

Aunque la crítica política al proyecto modernizador de la economía ha estado presente desde que éste comenzó a instrumentarse (como ilustra el desprendimiento del PRI de la entonces llamada corriente democrática), la crítica se acentuó en dos momentos cruciales: con la crisis devaluatoria de 1994-1995 y con la recesión/estancamiento que comenzó en el 2000. A pesar de todo, no es evidente que el modelo económico adoptado en 1985 haya sido equivocado, pero tampoco cabe la menor duda de que muchas empresas fueron incapaces de adaptarse a la competencia.

Mucha de la crítica a la política económica de estos lustros tiene un origen estrictamente ideológico. Muchos críticos simplemente rechazan la noción de la globalización, independientemente de que eso sea un tanto equivalente a rechazar la ley de la gravedad. Pero más allá de dimes y diretes, por lo menos hay dos situaciones que explican los magros resultados a la fecha. La primera tiene que ver con lo parcial e incompleto del proyecto de modernización económica. Si bien se liberalizaron las importaciones y se privatizaron muchas empresas, ninguno de los dos procesos se ejecutó de manera homogénea o coherente con el objetivo medular de elevar la productividad. Es decir, en diversos momentos, los responsables de la política económica perdieron de vista o ignoraron el objetivo que se pretendía alcanzar. De esta forma, a pesar de la apertura, no todo se abrió y a pesar de la privatización de empresas, no todas se sujetaron a la competencia. A partir de entonces, la economía mexicana experimenta incoherencias diversas que no facilitan la competitividad de las empresas. Una evidente es la del costo de la energía, cuyos precios se establecen de una manera totalmente arbitraria: el precio del gas se determina en Texas, a pesar de que el país cuenta con enormes yacimientos de gas que por razones de ideología y nacionalismo no se pueden explotar, en tanto que el precio de la electricidad lo determina la burocracia a discreción.

La segunda situación que ha hecho mucho más penoso y difícil el proceso de modernización y ajuste a la competencia tiene que ver con las ausencias que siguen caracterizando a la sociedad mexicana. La productividad se eleva en la medida en que existe una infraestructura moderna que ayuda a reducir costos (del transporte y comunicaciones, por ejemplo), una mano de obra calificada (lo que depende del sistema educativo), un sistema legal que permite dirimir diferencias y conflictos (sobre contratos, por ejemplo) de una manera rápida y efectiva, de la seguridad pública (que garantiza la seguridad de las plantas, personas y bienes en general) y así sucesivamente. Sin embargo, lo que hemos visto en estos lustros es casi lo contrario: la infraestructura se ha rezagado, la educación sigue siendo la misma, el poder judicial no se ha reformado y todo lo relativo a la seguridad pública ha empeorado. Pretender que una empresa pequeña o mediana compita con un rival chino, que cuenta con todas esas condiciones de entrada, es un tanto excesivo.

Lo evidente es que el proyecto de transformación económica tenía una lógica intrínseca que no es fácil de disputar. Al mismo tiempo, sus cimientos conceptuales eran y son sólidos y no han sido rebasados por la realidad. Lo que sí ha sido rebasada es la capacidad del país para enfrentar estos entuertos los errores y deficiencias de las reformas económicas y los rezagos estructurales-, y alcanzar el objetivo medular de elevar la productividad de la economía en su conjunto. Puesto en otros términos, no es casualidad que la economía del país esté rezagada y que algunas regiones lo estén más que otras. Cuando se busca una correlación entre condiciones de infraestructura, mano de obra, calidad de la educación y otras variables con niveles de crecimiento regionales, la correlación es absoluta: las partes más prósperas del país son aquellas que cuentan con la mejor (o menos mala) infraestructura y con un sistema educativo mínimamente funcional, como ocurre en algunas partes del centro del país (como Querétaro y Guanajuato), así como en buena parte del norte. Lo contrario ocurre en el resto: la correlación entre mala o pobre infraestructura, pésima calidad educativa y procesos judiciales arbitrarios es típica de los estados más rezagados, como ilustra el sur y algunas otras regiones del país.

Es muy fácil culpar a la política económica en general de la situación actual, pero la realidad es que los problemas y rezagos son consecuencia de la inacción gubernamental en temas elementales, que son intrínsecos a la actividad de cualquier gobierno que se respeta, como la educación, la seguridad pública, el Estado de derecho y todo el sistema de regulación económica (las comisiones reguladoras, de competencia y afines). El país está rezagado no porque el modelo económico sea el equivocado, sino porque no se ha hecho nada que permita su éxito. La realidad es que ningún modelo económico podría ser exitoso dado el retraso de nuestra estructura social, política y económica. Es ahí donde debiéramos poner el énfasis.

Fallo azucarero

La decisión de Octavo Tribunal Colegiado en Materia Administrativa que revierte la expropiación de un grupo de ingenios azucareros constituye un hito sin precedente en la historia del poder judicial. Con un poco de suerte y se trata de un primer paso trascendental hacia la protección efectiva de los derechos de propiedad y, por lo tanto, hacia la consolidación del Estado de derecho.

 

El tercer poder

Luis Rubio

Los conflictos entre los poderes legislativo y ejecutivo se han vuelto tema recurrente de la prensa cotidiana. Algo semejante puede decirse de los diferendos entre la federación, los estados y municipios. Con el fin de la era presidencialista, todos los goznes que mantenían unida a la estructura política del país se vieron presionados, al punto en que muchos dieron de sí, inaugurando una era de diferencias, disputas y conflictos. De no haber sido por la existencia de una nueva Suprema Corte de Justicia (SCJ), el país bien podría haber estado al borde de una guerra civil.

Cuando se comenzó a desvencijar el sistema político, el país no contaba con instituciones sólidas y legítimas, capaces de dirimir conflictos y resolver disputas de una manera institucional. Se dice fácil y se critica todavía con mayor facilidad- la existencia de una Corte autónoma, pero su valía ha probado ser inconmensurable. A nueve años de refundada la Suprema Corte, es relevante analizar su desempeño y, sobre todo, evaluar el papel que ha jugado en momentos tan convulsos como los que el país vive en la actualidad.

Lo primero que salta a la vista de la Suprema Corte de Justicia actual es el hecho de que ha asumido plenamente su papel de árbitro entre los otros poderes públicos y entre los estados y la federación. Aunque muchas de sus sentencias han sido por demás controvertidas lo cual es la mejor indicación de un actuar serio y autónomo-, es notable su disposición a asumir el difícil papel que le ha tocado jugar en este periodo de larga, compleja e indefinida transición política.

En sus primeros años a partir de que obtuvo la facultad de revisar, con efectos generales, la constitucionalidad de las leyes, la Corte se abocó de lleno a interpretar la Constitución. De pronto, todo el cúmulo de disputas que antes se resolvían (y, en muchos casos, no se resolvían) de acuerdo a las preferencias del presidente, comenzó a ser motivo de controversia en el seno del poder judicial. No tardó mucho un gobernador en demandar al presidente por abusar de la división de poderes, en tanto que otro logró que la Corte determinara que el ejecutivo federal no tenía facultades para decidir en tal o cual materia. Es decir, temas que antes se decidían por un individuo comenzaron a ser del dominio público y sujetos a decisiones de ese cuerpo colegiado. Uno se pregunta qué habría pasado de no haber existido la Corte con estas facultades en esta época, cuando el viejo presidencialismo ha desaparecido.

La presencia de una Suprema Corte que goza de respeto entre la mayoría de los actores políticos es algo igualmente significativo. A final de cuentas, que los políticos acepten la existencia de un poder autónomo constituye la esencia de un sistema político institucionalizado. Esto es algo que no era obvio que iba a ocurrir: en el pasado, los políticos se subordinaban al presidente en turno porque éste gozaba de poderes extraordinarios, lo que garantizaba en buena medida el comportamiento institucional. El caso de la Corte es exactamente el opuesto: la Corte es poderosa sólo en la medida en que sus decisiones son acatadas por los actores políticos. Si la abrumadora mayoría de ellos, comenzando por el propio presidente, acepta sus decisiones entonces hay evidencia incontrovertible de que el país ha evolucionado de manera positiva. Evidentemente, hay mucho terreno que avanzar en esta materia, sobre todo porque todavía hay individuos en la política nacional que no acatan sus sentencias, pero sobre todo porque existen actores políticos, como los zapatistas, que ni siquiera aceptan la legitimidad de las instituciones en general.

El gran déficit de la SCJ reside en el hecho de que la ciudadanía no tiene acceso garantizado, ni se ve directamente beneficiada por sus fallos. De acuerdo a la reforma constitucional que le dio nueva vida a la Corte, sólo los poderes ejecutivos federal, estatales o municipales; los Congresos federal o estatales; así como las minorías legislativas o los partidos políticos pueden ser demandantes ante la Corte. Todo el resto de los mexicanos queda excluido, a menos de que la propia Corte decida lo que entre abogados se llama atraer un caso de amparo.

Un ejemplo de lo anterior fue la acción de la Corte cuando se creó el actual Gobierno del Distrito Federal y en cuyo proceso se impedía a los ex titulares del hasta entonces llamado Departamento del DF a ser electos. Manuel Camacho, quien se encontraba en esa situación, no podía dirigirse a la Corte de manera directa y su caso se resolvió sólo porque la Corte decidió atraerlo. Pero incluso cuando la SCJ resuelve un amparo a favor de un ciudadano (por ejemplo, la inconstitucionalidad de una ley fiscal), la vasta mayoría de los ciudadanos no se ve favorecida por la sentencia de la Corte porque ésta solo beneficia a los que hayan presentado demanda (en aplicación de la llamada formula Otero). El resto de los ciudadanos tenemos que seguir obedeciendo las leyes declaradas inconstitucionales. Bajo las anteriores circunstancias, el acceso a la Corte y la protección de la misma son privilegios a los que un ciudadano común y corriente difícilmente puede aspirar y constituyen una brecha inexplicable en un país que se dice democrático pero que, como en este caso, exhibe serias deficiencias para realmente serlo. Es tiempo de que el poder legislativo actúe al respecto.

Otra deficiencia de la Corte, esa sí de su propia cosecha y no producto de las normas que la facultan como en los casos anteriores, tiene que ver con su renuencia a participar de manera plena en el proceso de transparencia que exige la ley respectiva. Un sistema político moderno requiere no sólo de apertura y discusión pública de los temas relevantes, sino también del conocimiento profundo de los criterios que sirven de guía a los integrantes de la Corte para emitir sus fallos. El hecho de que la Corte interponga obstáculos para el acceso a las sentencias de amparo constituye un retroceso importante, sobre todo porque se trata del Poder más moderno y mejor estructurado en el ámbito federal.

A pesar de lo anterior, lo notable de la Corte es que no ha rehuido los temas difíciles, sobre todo en un país en el que, con la mayor de las frecuencias, la discusión de los temas es más política e ideológica que objetiva y responsable. Algunos de sus fallos o decisiones hablan por sí mismos:

En 1998, por ejemplo, la SCJ tuvo que definirse en un tema por demás controvertido, el de la capitalización de intereses. Se trataba de un tema por demás delicado, pues innumerables deudores argumentaban que los bancos no tenían derecho de cobrar intereses sobre intereses, a pesar de que así lo hubieran pactado las partes en un contrato. El tema era central por dos razones: una, porque esa es la manera en que funcionan los bancos cuando pagan intereses a los ahorradores, que continuamente capitalizan los intereses que se van generando; dos, porque el financiamiento a la vivienda se hubiera venido abajo. A pesar de lo impopular del tema, la Corte no sólo lo hizo suyo, sino que su fallo demostró plena independencia.

En 2003, la Corte emitió un fallo igualmente controvertido con relación a las facultades y relación existentes entre la federación y los estados en materia fiscal. El tema específico tenía que ver con la explotación de las vías de comunicación y el cobro de peaje. En el país se estaba volviendo práctica común el que algunos gobernadores, pero sobre todo presidentes municipales, removieran a la autoridad federal y cobraran directamente el peaje en carreteras o puentes federales. La Corte decidió que una ley no puede modificar a la Constitución y que, por ende, las facultades que la Constitución otorga a la federación son exclusivamente suyas.

En la controversia constitucional que inició el poder ejecutivo en contra de la Auditoria Superior de la Federación respecto a las facultades del auditor, la Corte falló a favor del ejecutivo, en vista de que lo que pretendía el auditor violaba la separación de poderes.

No menos significativo ha sido el manejo políticamente astuto y legalmente impecable que ha hecho la Corte del explosivo caso del Paraje San Juan, cuya sentencia está aún por ser publicada.

A través de sus fallos, existen múltiples ejemplos de la manera en que la Corte ha encarado temas controvertidos y llenos de implicaciones políticas. Uno puede estar de acuerdo con un determinado fallo o no, pero el conjunto de sus decisiones luego de nueve años de desempeño revela una claridad de propósito y, sobre todo, una conciencia de que la debilidad institucional que existe en el país por la naturaleza del viejo presidencialismo y como consecuencia de su desaparición, requieren de un arbitraje permanente. Es decir, más allá de sus decisiones específicas, quizá el gran mérito de la Corte ha sido el de aceptar el reto que entrañaba el tener que decidir en un contexto caracterizado por la ausencia de reglas. La Corte ha venido construyendo un andamiaje que, a la larga, seguramente permitirá fortalecer decisivamente la institucionalidad política en el país. Es por ello que es crucial que todos los actores políticos reconozcan la conveniencia de acatar sus fallos, pues la alternativa bien puede ser la jungla. Lo anterior no es trivial; en la medida en que se agudice la competencia política con miras a 2006, la debilidad institucional que padece el país se va a hacer más que evidente. En este entorno, la Corte es un pequeño, pero crítico, oasis en el desierto.

A pesar de las limitaciones institucionales imperantes en el país, la Corte ha actuado siguiendo el modelo de sus contrapartes en las naciones serias y democráticas. Es decir, asumió de entrada la naturaleza ineludiblemente conflictiva de una sociedad moderna en la que unos partidos compiten con otros y en la que intereses contradictorios tienen responsabilidades que en ocasiones no están debidamente diferenciadas o explicitadas. A diferencia de otros actores en la vida política nacional, la Corte se ha asumido como un Poder clave en un país moderno y democrático y ha actuado en consecuencia. Se trata de una fuente de certidumbre que no debe sino fortalecerse.

 

Objetivos y medios

Luis Rubio

Los mexicanos compartimos el objetivo de reactivar la economía, alcanzar tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico y hacer de ello una plataforma para el desarrollo integral del país y de la población. Como ilustra la Convención Nacional Hacendaria, la definición del objetivo nunca ha sido difícil ni particularmente controvertida; donde los mexicanos parecemos ser incapaces de entendernos es en los medios necesarios para alcanzar dichos propósitos, que parecen ser tan claros como transparentes. Arabia Saudita es un país que, en estos términos, puede servir de contraste a nuestra situación, por lo que vale la pena apreciar las semejanzas, así como las diferencias.

En un estudio reciente, un analista europeo clasificó a los participantes en el debate sobre el futuro de Arabia Saudita en tres grupos: aquellos con un interés creado en el futuro, los escépticos y los fatalistas. Cada uno de ellos se integra, de acuerdo a esta nomenclatura, tanto por ciudadanos sauditas como por actores extranjeros. Los primeros, aquellos que tienen un interés creado en el futuro del país, incluyen a buena parte de la familia real, así como a innumerables participantes y beneficiarios de una estructura económica peculiar, en la que el gobierno tiene compromisos que mantener y transferencias multimillonarias que realizar a una gran porción de la población saudita. De igual forma, participan en este grupo las legiones de ejecutivos de empresas petroleras y de servicios adjuntos que tienen una larga y fructífera relación con la industria local, así como varias cámaras bilaterales de comercio y de centros de estudios financiados por intereses sauditas o por otras naciones con intereses en esa nación.

El grupo de los escépticos incluye sobre todo a estudiosos y analistas tanto sauditas como occidentales, que reconocen la precariedad de la estabilidad tanto política como económica de un reino fincado en el poder del dinero petrolero, pero que no ofrece a una población creciente mayores oportunidades de desarrollo en la vida. Cuando en los setenta el país era una potencia económica, la familia real saudita construyó un estado de bienestar para prácticamente toda la población, a la vez que la familia real y sus socios se dedicaron a despilfarrar el dinero en toda clase de gastos opulentos y malas inversiones. La familia real nunca contó con la posibilidad de que el ingreso petrolero pudiera disminuir o que el crecimiento brutal de la población llegara a poner en entredicho la estabilidad económica del reino. Además, todo esto ha coincidido con el crecimiento de una fuerte disidencia religiosa al interior del reino cuya manifestación más evidente fueron los atentados terroristas contra Estados Unidos. Los escépticos observan el deterioro, analizan la capacidad del gobierno saudita de corregir el rumbo, afianzar la estabilidad económica del país y controlar a su disidencia religiosa, concluyendo, como su nombre lo indica, con dudas severas sobre la viabilidad de largo plazo del statu quo.

El grupo de los fatalistas se integra por la disidencia interna y los críticos del gobierno saudita, sobre todo por el lado conservador extremo en Europa y Estados Unidos. Los fatalistas culpan al reino de la familia Saud de la corrupción imperante en el país, atribuyen el terrorismo a los excesos y arbitrariedades de la familia real y demandan cambios radicales. Unos piden la constitución de una nación islamista en tanto que otros exigen el derrocamiento de la familia real en conjunción con una acción bélica que permita tomar control físico de los pozos petroleros. Aunque este grupo incluye a los pesimistas de ambos lados del espectro, es evidente que, en contraste con los dos grupos anteriores, los intereses de ambos son absolutamente divergentes.

Una visión, así sea superficial, de la naturaleza del debate en aquella nación árabe permite evidenciar un contraste radical con lo que ocurre en nuestro país actualmente. La dispersión de visiones, lecturas y posturas en Arabia Saudita es pasmosa. Una misma nación alberga actores que quieren preservar el statu quo y otros que lo quieren destruir; grupos que quieren el crecimiento económico y otros que lo rechazan y condenan; sectores que buscan encontrar salidas a los problemas existentes junto a otros que tratan de aprovechar los oportunidades para minarlo. Se trata, en una palabra, de un polvorín.

En México hay personas y grupos con posturas por demás contrastantes sobre cómo debería ser el país en el futuro y las acciones que deberían emprenderse para lograrlo. Lo mismo existen guerrillas que rechazan todo lo existente que nostálgicos por el pasado, pero en temas como en mencionado al inicio, el del crecimiento económico, es raro el mexicano que rechace la noción de que la economía tiene que reencontrar su camino y que el crecimiento es una de las mejores herramientas para enfrentar los problemas estructurales y de fondo que enfrenta el país en el sentido más amplio. Es decir, en franco contraste con Arabia Saudita, en México existe un consenso sobre el objetivo más elemental.

La gran pregunta es cómo alcanzar ese objetivo. La respuesta es más complicada de lo aparente pues, como hemos podido apreciar en los últimos años (o décadas), la manera en que se articula el objetivo determina, en muchas ocasiones, el contenido de las políticas gubernamentales resultantes. Es decir, no basta con querer el crecimiento económico para asegurarlo. Es necesario precisar la naturaleza del crecimiento que se busca alcanzar.

Los dilemas que enfrenta México para adoptar las medidas que serían necesarias para retornar a la senda del crecimiento no son exclusivas del país ni particularmente novedosas. Para reactivar el crecimiento, el país tiene que definir, una vez más, si quiere estar cerca o lejos del resto del mundo; si desea seguir los pasos de las sociedades ricas o imitar los de otras naciones pobres. Estas disyuntivas no son pura retórica: quizá el primer país que enfrentó dilemas como éstos fue el Japón del Meiji, en la segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces, una infinidad de sociedades ha vuelto al mismo problema.

A finales de los setenta, China comenzó a cuestionarse la conveniencia de seguir en una sociedad comunista que perseguía la igualdad como objetivo, pero a cambio de mantener a su población en la pobreza o abrirse, atraer inversión del exterior y transformarse por medio del crecimiento económico, aunque eso implicara el abandono del objetivo de la igualdad. Cuando China finalmente optó por el camino que hoy conocemos y que ha resultado tan exitoso, el entonces secretario general del partido comunista expresó de una manera muy simpática la orientación de las decisiones tomadas: en lugar de abrazar una postura ideológica en torno a decisiones clave como el de la propiedad privada (y, en muchos casos, extranjera) de los bienes de producción y de la infraestructura, Teng Siao-ping afirmó que lo importante no es si el gato es blanco o negro, sino si caza ratones.

Rusia, un poco como nosotros, se ha pasado quince años debatiendo consigo misma sobre la naturaleza de sociedad y de país que quiere construir en su etapa post-soviética. Por algún tiempo, optó por una apertura amplia, misma que vino acompañada por mucho desorden y abuso por parte de burócratas y vivales, para más tarde, en los últimos años y meses, comenzar a retornar, al menos aparentemente, hacia un esquema semiautoritario de gobierno, todo ello sin la definición cabal de la naturaleza del proyecto económico que pretendía avanzar. A la luz de estos contrastes, no es casualidad que la economía china crezca como la espuma, en tanto que la rusa siga experimentando vaivenes permanentes.

Aunque exista un acuerdo general sobre lo que se busca, la ausencia de acuerdo sobre los medios necesarios para alcanzarlo nos mantiene en la parálisis que hoy parece la norma. Los desacuerdos comienzan con lo más elemental: no existe un reconocimiento amplio sobre la necesidad de inversión para poder generar crecimiento, situación que se complica por el hecho de que, en esta era de globalidad, la inversión que mueve al mundo y hace posible el crecimiento de las economías ya no tiene una localización geográfica exclusiva. De esta manera, en tanto que China se dedica de manera consciente y sistemática a atraer la inversión del resto del mundo, nosotros persistimos en el rezago. Los chinos construyen infraestructura, obligan a que sus mercados sean competitivos, han desarrollado mecanismos para la resolución de disputas en temas como contratos y así sucesivamente. En lugar de pelearse por la nacionalidad del inversionista o la propiedad de los servicios públicos, o rasgarse las vestiduras cada vez que se debate una nueva iniciativa gubernamental, los chinos no pierden de vista el objetivo fundamental: construir una economía sólida y poderosa que permita el enriquecimiento del país y la población.

Lo que para los chinos ha resultado evidente, para nosotros sigue siendo un enigma. La suma de interminables (pero irrelevantes) disputas entre grupos que buscan ciegamente el poder, ha conducido al país al letargo, no porque carezcamos de recursos o capacidades para lograr el crecimiento, sino porque los diversos intereses políticos se consumen en sus propios objetivos de corto plazo y ninguno muestra la menor capacidad para ver más allá. La debacle de la sesión del congreso en diciembre pasado habla por sí misma.

Demasiadas agendas encontradas

 

La Convención Nacional Hacendaria fue concebida como un medio para encontrar soluciones a los desajustes que el fin de la era presidencialista le había heredado al federalismo mexicano. Hoy, a unos días de su inauguración, lo que domina son los protagonismos de los precandidatos. La pregunta es dónde quedan los temas que de verdad importan, como la rendición de cuentas y la cercanía entre el gobernante y el gobernado. La palabra más gastada en la CNH fue democracia. La pregunta es dónde quedó.

 

Fox y la lucha por el futuro

Luis Rubio

El país se encuentra en medio de una encrucijada. Muchas fuerzas políticas tiran hacia el pasado, en tanto que otras intentan empujar hacia el futuro. Ambas posturas se sustentan en argumentos sensibles y legítimos, pero las dos no pueden estar en lo cierto. El país debe encontrar la manera de resolver este dilema o, de lo contrario, la parálisis de los últimos tiempos acabará siendo la norma o, peor, el principio de un nuevo vendaval. Más importante, no se trata de dos opciones igualmente deseables o viables. México necesita transformarse para poder crecer y resolver sus problemas y eso sólo lo puede lograr una agenda modernizadora seria que, sin incurrir en los problemas y errores de la última década, sedimente la base de un nuevo país para todos los mexicanos.

El problema no es difícil de definir: el país hoy se consume en una disputa fundamental sobre el futuro. En ocasiones, la disputa adquiere tonos altisonantes, como cuando se organiza una pretendida megamarcha, en tanto que otras veces se trata de escarceos en el seno del congreso o en los medios de comunicación. Los temas en disputa van cambiando y las líneas de contraposición no siempre son claras, pero no cabe la menor duda que el país está reviviendo el tipo de confrontación política e ideológica que le caracterizó al principio de los ochenta, pero cuyo referente se remonta a la historia moderna del país: a final de cuentas, por ejemplo, todo el siglo XIX transcurrió en torno a una permanente disputa sobre el futuro.

Por un lado se encuentran quienes pretenden avanzar una agenda de modernización que acerque a México al mundo desarrollado, transforme las estructuras políticas y, por esa vía, reduzca la desigualdad, elimine la pobreza y consolide las bases para la construcción de un país próspero. El mejor ejemplo de que esto es posible, argumentarían sus promotores, es España, que en las últimas décadas ha evolucionado hasta convertirse en una de las naciones punteras en Europa en términos tanto políticos como sociales, además de registrar avances notables en el terreno económico. Otras naciones como los tigres asiáticos, Chile y, más recientemente, varias de las naciones del antiguo bloque soviético que están en proceso de integración a la Unión Europea, demuestran que esta vía no sólo es posible, sino altamente factible, pero siempre y cuando se adopten las políticas que son necesarias para que el tránsito sea exitoso. La clave se encuentra precisamente en la adopción de una estrategia integral de transformación y no de un conjunto de medidas aisladas que, como hemos podido observar en los años pasados, entrañan el enorme riesgo de nunca cuajar y, por lo tanto, de no alcanzar los objetivos que se proponen.

La postura contraria es menos coherente, pero su mensaje es igual, si no es que más poderoso. Para comenzar, mientras que los modernizadores tienden a ver hacia delante, sus detractores suelen ser introspectivos. En lugar de abogar por una política alternativa, quienes se oponen a la agenda modernizadora tienden a ver hacia la historia y hacia adentro, para rechazar aquella agenda a partir de argumentos nacionalistas. Además, muchos de quienes enarbolan esta visión prefieren mantener una distancia respecto al resto del mundo, sobre todo de Estados Unidos, y tienen como referente seguro a la Revolución Mexicana y su legado de presencia estatal en el control de algunas de las variables clave de la economía, como mecanismo diseñado para garantizar la consecución de los objetivos de la propia gesta revolucionaria. En muchos casos, los defensores de esta visión tienden a proteger los intereses de los sindicatos de las empresas y entidades que se atribuyen al legado revolucionario, como si se tratara de personas con derechos superiores a los del resto de los mexicanos. De lo que no hay duda es que los campeones de las posturas nacionalistas y retrospectivas, calificados a menudo de progresistas, constituyen una porción significativa de la población que, por diversas razones, teme a los cambios que propone la agenda modernizadora o duda de su viabilidad.

Más allá de las preferencias personales por una u otra postura, no cabe duda que ambas, con los calificativos o asegunes que cada quien quiera asignarles, son legítimas y representativas de vastos sectores de la población. Más importante, aunque en algunos periodos una de las corrientes ha prevalecido sobre la otra, también ha habido muchas etapas de impasse que sólo han agudizado el conflicto y detenido el crecimiento de la economía del país.

Si bien la reyerta es vieja, hay un factor que en la actualidad cambia radicalmente sus términos. Por décadas, o quizá siglos, el país competía en buena medida consigo mismo. Cuando las cosas salían bien, los avances eran significativos, como ilustran las décadas del llamado desarrollo estabilizador. Cuando las cosas salían mal, se precipitaban las crisis y la economía retrocedía. En cada uno de esos momentos, siempre hubo un modernizador por un nacionalista populista, pero usualmente los extremos eran menos exagerados que ahora. Sin embargo, en el presente no sólo se han extremado las posturas, sino que el entorno en el que se desenvuelve el país es distinto y tiene un impacto sobre el desempeño de la economía como nunca antes lo tuvo. La llamada globalización de la economía mundial implica una competencia permanente con todos los países del mundo y cada una de las decisiones que se adoptan entraña consecuencias. Cuando otros avanzan y México se queda en el mismo lugar, se da un retroceso relativo que implica le pérdida de inversiones y, por lo tanto, de empleos. La disyuntiva de mantener lo existente o avanzar hacia el futuro, adquiere una dimensión mucho más sensible hoy que en el pasado, a la vez que los costos de la parálisis se elevan.

Aunque es fácil identificar algunos exponentes particularmente visibles de cada una de estas dos visiones sobre el desarrollo futuro del país, es difícil identificar sus instituciones representativas. Los partidos políticos, por ejemplo, con frecuencia tienen grupos que se acercan más a un paradigma, en tanto que otros prefieren la alternativa, mientras que muchos más navegan de manera casuística entre uno y lo otro. Lo mismo ocurre en el congreso, en el ejecutivo y, en general, en la sociedad. La mexicana es una sociedad dividida que expresa posiciones contrastantes sobre el camino que debería tomarse hacia el futuro. Por eso es tan importante el actuar de los partidos políticos, el liderazgo que ejerce el presidente de la República y la retórica que emana tanto de los partidos como de los aspirantes a la candidatura presidencial por parte de cada uno de ellos.

Al inicio del sexenio, todo parecía indicar que el presidente Fox se convertiría en el principal protagonista de la lucha por el futuro. Durante su campaña, el entonces candidato Fox enarboló la agenda modernizadora, explicó sus virtudes y criticó la falta de alternativas en los argumentos de la oposición. Como ilustra su triunfo, en campaña no sólo convenció a la población de las virtudes de su agenda, sino que luego de su victoria en julio del 2000, buena parte de la población, incluso muchos de los que no habían votado por él, se manifestaron a favor de la iniciativa. Pero una vez que tomó la batuta, el presidente Fox abandonó la estrategia que le había dado tan buen resultado como candidato y cedió ese liderazgo a la revuelta que han organizado las fuerzas que enarbolan la agenda nacionalista y retardataria.

Ahora que el país comienza, una vez más, el largo (y excesivo) periodo de transición hacia la justa electoral del 2006, es tiempo de pensar las implicaciones de esta lucha por el futuro no sólo en el sentido estricto de las candidaturas, sino del devenir del país.

Dado que el presidente Fox prácticamente ha abandonado su participación en esa lucha por el futuro, la cancha la han tomado quienes tienen una visión contraria a la agenda modernizadora, como ilustra el proceder legislativo en los últimos tiempos. Aunque sin definirse en estos términos, muchos de los potenciales candidatos a la presidencia claramente se inclinan por una agenda de retroceso, en lugar de enarbolar la de la modernidad. El problema es que, planteado como la lucha de dos visiones, se podría pensar que se trata meramente de dos caminos hacia un futuro similar, cuando en realidad uno supone un retraimiento, un retroceso hacia un pasado que, por atractivo que pudiese parecer en la retórica, nunca lo fue, mientras que el otro implica la posibilidad de romper con las ataduras que el pasado le ha impuesto al desarrollo del país. Es decir, se trata de dos caminos contradictorios que conducen a futuros muy distintos. Aunque en ocasiones podría parecer atractiva, la agenda nacionalista no es más que un conjunto de medidas orientadas a proteger intereses particulares que impiden el desarrollo del país; la agenda modernizadora bien estructurada (y esto es clave), puede comenzar a abrir los espacios para el desarrollo del país en los años por venir. Quizá más importante, la agenda modernizadora tiene amplio espacio para darle forma; no es necesario repetir lo hecho en los últimos años para avanzarla. La innovación siempre es posible.

La pregunta crucial es qué será necesario para que la agenda modernizadora tenga alguna posibilidad de cobrar fuerza y convertirse en la agenda nacional. En la actualidad, sólo hay una persona capaz de enarbolar la agenda modernizadora, articular el discurso que soporte esa agenda y convencer a la población de su viabilidad, y ese es Vicente Fox. Todas las alternativas en el corto plazo tienen problemas diversos, en principio porque la mayoría está inmersa en la disputa por el poder en el 2006. El sexenio actual acabará mal si el país sigue paralizado o, peor, deslizándose hacia atrás. El presidente todavía puede levantar su gobierno si se asume como el estandarte de su propia oferta política cuando candidato. Todo cambiaría a partir de ese momento, comenzando por el hecho de que un candidato en pro de la modernización (sea o no de su partido) tendría una oportunidad de ganar, oportunidad que, en el momento actual, no parece real.

 

En busca del camino perdido

Luis Rubio

En medio de la vorágine democrática y descentralizadora que ha caracterizado al país a lo largo de la última década, perdimos algo fundamental: el rumbo al desarrollo que el país había encontrado tras largo tiempo de indefinición. No hay nada peor para el desarrollo de una nación que la ausencia de rumbo, porque es ahí donde se pierde la sensación de claridad sobre el futuro, se destruyen expectativas y, por encima de todo, donde hacen su agosto todos los intereses particulares, cuyos beneficios derivan del malestar del resto de la población. El país tiene que recuperar el camino del crecimiento y del desarrollo.

Lograr un consenso en torno al objetivo del desarrollo es simple y directo. Nadie puede objetar, ni con la razón ni en la práctica, la imperiosa necesidad de alcanzar tasas elevadas de crecimiento económico o de crear condiciones para que sea posible la generación de empleos y de oportunidades para el desarrollo. La claridad y sensatez del objetivo son tan obvias que nadie puede, en su sano juicio, disputarlas; las dificultades no comienzan en la definición del objetivo, sino en las decisiones concretas que deben adoptarse para hacerlo posible.

El problema no es nuevo. En realidad, el país perdió el rumbo desde finales de los sesenta y sólo lo recuperó de nuevo hacia el final de los ochenta, para volver a extraviarse una década después. La claridad meridiana de rumbo que aportaba el entonces llamado desarrollo estabilizador, se disipó cuando este modelo comenzó a enfrentar sus limitaciones y fue destruido por las desbocadas políticas en materia fiscal con que se inauguró la década de los setenta. El modelo de desarrollo que le había dado al país casi dos décadas de desarrollo estable, con tasas elevadas de crecimiento del producto, el empleo y el ingreso, había llegado a sus límites y requería ajustes y cambios significativos. Sin embargo, lo que ocurrió en los setenta no fue un ajuste o un cambio menor, sino la destrucción integral de un paradigma que había sido efectivo en las décadas anteriores.

Entre las crisis de los setenta y los ochenta, el país perdió dos décadas antes de encontrar nuevamente un sentido de dirección en materia económica. Aunque en la segunda mitad de los ochenta se hablaba de reformas en la estructura económica, la realidad es que se trataba de un nuevo modelo de desarrollo. Es decir, no se trataba de reformas aisladas e independientes unas de las otras, sino de un proceso de cambio económico que tenía por objetivo la transformación de la economía del país y la creación de nuevas bases para un desarrollo económico sostenido en el largo plazo. El Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano no era sino la culminación simbólica de un proceso de reformas estructurales que, sin embargo, debía continuar para alcanzar el objetivo final.

Este último punto es crucial: el TLC acabó por convertirse en un fin en sí mismo, en lugar de constituirse en un punto de arranque para una transformación integral del país. Si bien el TLC consolidaba las reformas emprendidas en los años previos a su entrada en vigor, la economía mexicana distaba mucho de encontrarse en condiciones óptimas para competir con el resto del mundo. El TLC nos dio acceso al mercado más grande del mundo y permitió construir un marco legal e institucional tanto para la atracción de inversión productiva como para la resolución de disputas comerciales, pero no resolvió los problemas de competitividad de cada sector de la industria y región del país. Esos problemas debieron ser objeto de atención gubernamental a lo largo de la década siguiente.

El caso de Canadá es ilustrativo. Con la política ningún canadiense se quedará fuera, el gobierno federal de aquella nación creó condiciones óptimas para que cada persona, región y empresa tuviera la oportunidad de beneficiarse del TLC. El gobierno canadiense construyó mecanismos para que los empresarios se informaran de oportunidades y retos, dedicó enormes recursos al reentrenamiento de la población en edad laboral, apuntaló el sistema educativo para que éste empatara las necesidades y requerimientos del proceso productivo. En una palabra, convirtió al TLC en un instrumento para el desarrollo de su país; no esperó a que la competencia rebasara a su población, sino que anticipó las necesidades y transformó un mecanismo comercial en un medio para acelerar el crecimiento económico y el enriquecimiento de su población.

Con la crisis del 94-95, el gobierno mexicano abandonó la pretensión de hacer con el TLC lo que hicieron sus pares canadienses. Si bien se le sacó todo el jugo que era posible dadas las condiciones en que éste se instrumentó (como lo muestran las elevadas tasas de crecimiento alcanzadas entre 1997 y 2000), también se perdieron ingentes oportunidades toda vez que en el camino se perdió el sentido de dirección. El TLC se convirtió en un objetivo, en lugar de ser un medio, y se asumió que los potenciales beneficios evolucionarían por sí mismos. Los resultados de esa falta de acción y decisión los sufrimos hoy en la forma de un estancamiento económico que dura ya varios años. Si bien en este año se habrá de registrar algún crecimiento, su ritmo será menor al que hubiera sido posible de haberse continuado con las reformas requeridas. Sin el TLC, la economía seguiría en crisis; pero igual de cierto es que no se le ha sacado todo el jugo que era posible al TLC.

Hoy nos encontramos nuevamente ante una tesitura crítica. Todo mundo quiere que la economía recupere el crecimiento, pero nadie esta dispuesto a cambiar el statu quo para alcanzarlo. Unos se oponen porque no quieren perder privilegios, mientras que otros se apegan a nociones ideológicas caducas que no hacen sino preservar la pobreza relativa del país. La oposición a cualquier reforma es enteramente explicable y lógica (pues, a final de cuentas, cualquier reforma afectará siempre intereses), no así la falta de una estrategia de desarrollo integral por parte del gobierno. La dinámica política del gobierno actual (y de su predecesor) se ha caracterizado más por la ausencia de una estrategia de desarrollo que por la claridad del rumbo a seguir. De hecho, los opositores a las reformas han tenido mucho más claridad de objetivos que el propio gobierno al proponerlas.

Y ese es el meollo del asunto: en lugar de una estrategia de desarrollo, la dinámica política ha llevado a que se discutan planteamientos de reforma (en lo energético o en lo fiscal, en lo laboral o en las telecomunicaciones) que no siempre son coherentes entre sí, ni son animados por una misma concepción del desarrollo. En otras palabras, el problema del país no reside en la ausencia de tal o cual reforma, sino en la inexistencia de un claro sentido de dirección. A falta de ese sentido de dirección, las iniciativas de reforma resultan ser superficiales y con frecuencia inoperantes.

Cuando se discute cada reforma en lo individual, sin un marco estratégico de referencia, las batallas en torno a cada iniciativa se tornan campales y violentas en un sentido político. Cuando hay un sentido claro de dirección general, las reformas individuales adquieren un dinamismo tal que arrollan a la oposición interesada. El fracaso de las iniciativas de reforma recientes es una expresión de esa ausencia de rumbo y no al revés.

Por algunos años, la cercanía con los mercados le confirió a nuestra economía una ventaja competitiva excepcional. México no sólo contaba con acceso privilegiado al mercado estadounidense, sino que la proximidad, en conjunto con el TLC, convertía al país en una plaza de enorme atractivo para la localización de nuevas plantas industriales. Sin embargo, esas ventajas se fueron erosionando a la par que otras naciones elevaron su productividad de tal manera que nos dejaron atrás. Nosotros, dormidos en nuestros laureles, dejamos que naciones como China nos desplazaran en los mercados de exportación. Aunque se le quieren atribuir condiciones mitológicas al éxito chino, lo cierto es que México se rezagó en todos los órdenes: desde el educativo hasta el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de obstáculos burocráticos. Mientras que los chinos remueven impedimentos para la creación de empresas nuevas, en México hacemos cada vez más oneroso el privilegio de contribuir al crecimiento de la economía. El éxito chino en nuestros mercados de exportación se explica al menos en parte por nuestra incapacidad para resolver problemas elementales en materia de infraestructura que ellos han sabido manejar con mayor sabiduría.

El éxito de la economía mexicana está severamente determinado por el entorno internacional en que vivimos. Cuando México lanzó la iniciativa de negociar un TLC norteamericano, el país llevaba la delantera en el proceso de desarrollo. Diez años después, ese espíritu de avance se ha extinguido y ya no resulta claro cuál es el objetivo que se persigue. Desde el terreno de lo abstracto, es obvio que se busca el crecimiento, pero una vez que se intenta aterrizar ese objetivo, lo que encontramos es encono y parálisis. China no permitió la inversión privada en electricidad porque soslayara el tema de la soberanía. Justamente porque reconoció que la soberanía se fortalece con una economía más fuerte y pujante es que emprendió reformas en el sector. La reforma eléctrica en China fue un medio para el fin buscado y no un objetivo imposible como se discute en México en la actualidad.

Las oportunidades para el desarrollo económico del país son enormes, pero no van a darse por sí mismas. Se requiere de una concepción clara de lo que se persigue y de una gran habilidad para aterrizarla. Hoy no tenemos la claridad de miras ni la disposición de las fuerzas políticas para hacerla posible. El gran problema es que la competencia a nivel internacional crece cada minuto. China sigue reformando sus estructuras, Malasia eleva la calidad de su educación e India penetra los mercados de servicios de información. México podría estar en todos esos mercados, pero parece seguir esperando algún milagro sobrenatural.

 

Lo que viene

Luis Rubio

El comienzo de este año es también el inicio del proceso electoral del 2006. A diferencia de los procesos sucesorios del pasado, incluido el del 2000, esta será la primera vez en que un proceso electoral tendrá lugar después de la muerte del viejo presidencialismo mexicano. Las implicaciones de este cambio son trascendentales, como ya hemos podido observar en el comportamiento de los políticos en los últimos meses. La pregunta es si esta nueva etapa vendrá acompañada de una mejor oportunidad de desarrollo para el país.

Las sucesiones de antaño eran procesos complejos y prolongados, pero extraordinariamente controlados. En la era priísta, cada uno de los presidentes se preocupaba por arreglar el proceso de sucesión prácticamente desde el inicio de su sexenio. Entre las reglas de oro del juego de la sucesión, el presidente decidía y los aspirantes tenían que ser miembros del gabinete o, como se les denominaba coloquialmente, tenían que ser cardenales. La carrera comenzaba con una relativa igualdad entre los aspirantes y, aunque todos los presidentes, como cualquier otro ser humano, tenían preferencias naturales desde el arranque, no todas las designaciones acabaron como el presidente las tenía contempladas al inicio. El curso del sexenio fortalecía a algunos y deterioraba las posibilidades de otros; algunos acababan teniendo que ser reemplazados porque resultaban insostenibles; otros acabaron siendo producto de una transacción explícita o implícita entre grupos de poder que operaban en torno al presidente. Lo que no cambió ni un ápice hasta el 2000, fue la conducción, organización y control que el presidente tenía del proceso.

La presidencia actual ya no goza de los poderes del viejo presidencialismo posrevolucionario, y el presidente Fox no ha mostrado ni la menor propensión a conducir un proceso de esta naturaleza. Este hecho constituye un hito político para el sistema político mexicano. El proceso sucesorio en el que ya estamos inmersos, tiene características singulares dada nuestra historia. Hoy la característica principal del sistema político reside en la fragmentación, en lugar de la centralización, y en la aparición de nuevos actores, jugadores que nunca antes habían tenido capacidad de participar en estos procesos. De particular importancia son los gobernadores, políticos que en muchos casos han heredado las características del viejo sistema centralista, pero a nivel de su propia circunscripción geográfica. Algo similar ocurre con los líderes de los partidos políticos, antiguos enclenques de la política que ahora han adquirido una relevancia fundamental.

Pero el cambio principal no reside en la multiplicación de actores y en que ya no exista un conductor privilegiado, sino en que no existen reglas, formales o informales, para el desarrollo del proceso. Aunque en el pasado cada presidente trataba de organizar su sucesión para lograr determinados objetivos personales o nacionales, su principal función era la de asegurar que este proceso llegara a buen puerto. Desde esta perspectiva, los antiguos presidentes eran conductores y fuente de disciplina para el proceso político. Hoy no existe un conductor, ni reglas del juego, ni disciplina, ni capacidad para exigir al menos respeto para la ciudadanía y los demás contendientes. Estamos viviendo una era de competencia ciega por el poder donde lo único que parece importar es el triunfo. Todo el resto, incluido el devenir del país, ha pasado a ser secundario.

Si todo sale bien, llegaremos al 2006 para asistir a una contienda debidamente organizada por el IFE, junto con la Suprema Corte y el Tribunal Electoral, las únicas instituciones serias y relevantes con que cuenta la nueva era de la política mexicana. Si llegamos sin contratiempos a ese momento, la probabilidad de éxito es elevada, como han probado los comicios federales del 2000 y del 2003, así como prácticamente todos los equivalentes a nivel estatal y municipal en los últimos años. El verdadero problema es cómo resolver el paso anterior, el proceso en el que cada partido decidirá quién será su candidato presidencial.

Cada uno de los partidos cuenta con un proceso de nominación, pero la mayoría enfrenta agrias discusiones internas sobre la mecánica que deberá guiarlo. Aunque todos los partidos experimentan complejidades propias, las del PRI son excepcionalmente grandes. A final de cuentas, el PRI es el único partido que enfrenta una situación inédita y sus aspirantes, que se multiplican como los panes, pero a mayor velocidad, parecen percibir ésta como la única oportunidad de su vida. Aunque existe el precedente de una elección primaria para la nominación de su candidato, aquella ocurrió todavía en la era priísta y en un proceso en el que sin duda intervino la mano del entonces presidente Ernesto Zedillo.

Las cosas quizá sean menos complejas dentro del PAN, pero ese partido también tiene que decidir si la nominación será responsabilidad de su asamblea o si abrirá el proceso a toda su membresía. La diferencia es absoluta, ya que los potenciales contendientes cambiarían de naturaleza: mientras que en una contienda cerrada el triunfador sería un panista de abolengo, un proceso abierto le abriría la puerta a personajes no tradicionales del partido. El PRD, por su parte, no cuenta con un proceso de nominación formalizado y su reto no es menos grande dada la competencia entre su fundador, y hasta ahora candidato permanente, con el perredista más popular del país.

Aunque las nominaciones formales tendrán lugar hasta el 2006, los procesos de disputa política ya están en marcha. Los diferendos y conflictos que se evidenciaron en el proceso legislativo pasado tenían un obvio referente en la disputa por el poder, particularmente dentro del PRI, y todo el actuar público de los aspirantes se inscribió en esa lógica. La lógica del proceso ha sido tan poco institucional y tan destructiva que no ha habido decisión relevante que no se haya contaminado con la lucha por la candidatura. Esto ha provocado que los procesos legislativos se caractericen por un sesgo permanente que, en la mayoría de los casos, ha impedido que se avancen los intereses del país cuando cualquiera de los contendientes percibe que su interés particular puede verse comprometido en el proceso. Puesto en otros términos, no es casualidad que la economía del país se encuentre estancada, pues ello refleja la incapacidad e indisposición de los precandidatos para anteponer los intereses del país a los propios.

La disputa política se complica por dos razones adicionales, que serán manifiestas a lo largo del año que ahora comienza. La primera es que en este año se disputarán diez gubernaturas; como los gobernadores son piezas centrales en la movilización (y manipulación) del voto en los procesos internos de nominación de los candidatos, cada uno de los aspirantes a la candidatura presidencial hará todo lo posible (y más) para intentar sesgar cada uno de los procesos de nominación de candidatos a gobernador a favor de sus cuates o aliados políticos. No es imposible que la sangre que corrió en el congreso a finales del año pasado, sea juego de niños comparado a lo que viene en algunos estados.

Otro factor que complica los procesos políticos es el desorden que caracteriza al país en general. El presidente ha estado ausente de la política nacional y, cuando se presenta, muestra una preocupante tendencia a referirse a un país que ningún mexicano reconoce. El optimismo de su retórica choca con la violencia del lenguaje del resto de los políticos y las preocupaciones crecientes del ciudadano común y corriente. En lugar de asumir el costo político por las reformas que su propio gobierno ha presentado, el presidente ha dejado que los partidos de oposición (incluido el suyo que, con la mayor de las frecuencias, actúa como de oposición) paguen los costos o, más comúnmente, evadan los temas por no estar dispuestos a asumir las consecuencias. Con lo anterior, el presidente ha hecho posible el crecimiento de movimientos de oposición sobre todo por su indisposición a hacer lo que hizo con excelencia durante su campaña, es decir, identificarse con las preocupaciones más fundamentales de la población.

Los mexicanos experimentan los miedos naturales de una era de cambios incontenibles, quizá semejantes a los que en su momento vivieron quienes experimentaron la Revolución Industrial en el siglo XIX. La incertidumbre y el cambio, pero sobre todo la ausencia de referentes y de un liderazgo sólido y confortante, han convertido las oportunidades en desesperanza y las expectativas de un futuro mejor en añoranzas por un pasado inexistente. La ausencia de un liderazgo honesto y preclaro como el que caracterizó al candidato Vicente Fox, ha permitido que los viejos depredadores del sistema político y del gobierno capitalicen esos miedos y conviertan la fuente natural de apoyo al desarrollo del país, la población en su conjunto, en una fuente de obstáculos, miedos y contrarreformas. A menos de que esto cambie pronto, en la medida en que avance el sexenio y se agudicen los conflictos vinculados con la sucesión, esos miedos seguramente tenderán a acrecentarse y, con ello, la parálisis legislativa.

El país vive una etapa de extraordinaria debilidad institucional. A esto se ha venido a agregar la volatilidad social y la disposición de diversos políticos a aprovechar ambas circunstancias para lanzar un frente de oposición o, al menos, de contención, a los cambios y ajustes que requiere el país para retornar a la senda del crecimiento económico. La complejidad de los procesos de sucesión presidencial no hará sino agudizar esa oposición y, por lo tanto, a hacer más difícil la recuperación de la economía. Los políticos están preocupados por lo que los anima, la búsqueda del poder; esa dedicación es no sólo lógica, sino legítima. Pero no puede tener lugar a costa del desarrollo del país o, peor, en contra de su progreso. En la medida en que una cosa choque con la otra, como ha venido ocurriendo en los años pasados y amenaza con continuar este año, se habrá demostrado que tenemos elecciones limpias, pero para el desarrollo y la civilización nos falta un buen rato.

 

Un nuevo paradigma político

Luis Rubio

México no puede confundirse con una democracia en la actualidad. A pesar de que se han venido adoptando algunas de las formas de la democracia, sobre todo en el plano electoral, subsiste un sinnúmero de prácticas políticas que se acercan más a esquemas autoritarios y oligárquicos que a los democráticos. Lo anterior no pretende negar los enormes avances que el país ha logrado a lo largo de los últimos años, pero sí ponerlos en perspectiva. Los avances son enormes, pero los retos hacia adelante son tan grandes, tanto más complejos que los ya superados, que es imposible pretender que se ha arribado al puerto anhelado. En nuestras circunstancias, tan importante es arribar a un nuevo estadio de desarrollo político, como avanzar en esa dirección. La experiencia de los últimos años, sobre todo a partir de 1997  en que, por primera vez, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y el gobierno ha tenido que coexistir con un congreso cada vez más fragmentado, es poco promisoria. Los consensos han sido pocos y los avances todavía menores. Lo peor es que se sigue pretendiendo un consenso sobre objetivos, cuando lo único posible, y deseable, es un acuerdo sobre los medios, los procedimientos, para avanzar hacia adelante.

La complejidad de los procesos de cambio político es enorme, y también inevitable. Una vez que una nación decide transformarse para avanzar hacia la democracia, todas sus  estructuras comienzan a experimentar diversos grados de convulsión. El paso de un sistema en el que existen mecanismos verticales de control hacia uno en el que el ciudadano es el principio y fin de los procesos de decisión, entraña no sólo la conformación de un sistema electoral transparente y creíble, sino también de toda una gama de instituciones que lo hagan viable: desde una prensa moderna, analítica y crítica hasta un sistema judicial consolidado que permita dirimir conflictos dentro de un marco institucional en el que la violencia no tenga lugar. En contraste con un sistema político semiautoritario, para funcionar, la democracia exige una gran riqueza institucional, algo que pocas veces se aprecia al momento de dar el primer paso en lo que sin duda es un largo camino de desarrollo político. México dio el primer paso, el de la democracia electoral, con gran éxito. El problema ahora es cómo mantener el paso y seguir adelante.

Al inicio de los noventa, Ralph Dahrendorff, el afamado profesor germano-británico, escribió una larga carta en forma de libro en la que trataba la complejidad política que enfrentaban los países de Europa oriental. Liberadas del yugo soviético, las “nuevas” naciones confrontaban la necesidad de construir instituciones que les permitiera gobernarse, adoptar estrategias de desarrollo económico y demás. Todas ellas optaron, al menos nominalmente, por sistemas democráticos de gobierno y pronto comenzaron a encontrar las dificultades inherentes al desarrollo de mecanismos de pesos y contrapesos, el enorme reto que implica crear y desarrollar medios de comunicación honestos, analíticos y críticos que sirvieran a la ciudadanía más que a sí mismos y, sobre todo, la necesidad de construir un orden legal que definiera derechos y obligaciones, procedimientos y medios para el desarrollo político, económico y social. Luego de observar lo intrincado de los procesos de cambio que caracterizaban a esos países, la conclusión de Dahrendorff resultó premonitoria: “se requieren seis meses para instrumentar la democracia electoral, seis años para construir los pininos de una economía de mercado y sesenta años para construir una sociedad civil sobre la que se ancle y consolide la democracia”.

Es imposible saltarse etapas en temas tan fundamentales como es el de la maduración política de una sociedad. Pero ciertamente es posible dar pasos certeros que, poco a poco, vayan sedimentando la consolidación de instituciones que son la esencia de la democracia. En la actualidad, el principal reto que enfrenta la democracia mexicana reside en la inexistencia de acuerdos de fondo, de esencia, sobre los mecanismos que hacen funcionar a un sistema político competitivo. Si bien las fuentes del cambio político que ha experimentado la sociedad mexicana a lo largo de las últimas décadas han sido múltiples –desde el cambio demográfico hasta las crisis económicas, pasando por la erosión de la legitimidad del PRI, el crecimiento de otras fuerzas políticas, etcétera- el paso más importante hacia la democracia no se dio en abstracto, sino por la disposición de los gobiernos de entonces a negociar el contenido de una reforma electoral con los partidos de oposición. Es decir, aunque nadie puede disminuir la importancia de las presiones que experimentaba el viejo sistema para liberalizar la política mexicana, el consenso electoral no surgió  en el aire, sino de una negociación política con un gobierno dispuesto a avanzar en la materia, con frecuencia a regañadientes y contraviniendo las preferencias de los miembros de su propio partido.

Ahora que es imperativo avanzar en otros ámbitos de la reforma política –todos ellos vinculados a la construcción de nuevas reglas de interacción entre partidos, poderes públicos y medios de comunicación, así como a la creación de mecanismos efectivos de rendición de cuentas- el gran problema es cómo articular los consensos que permitan arribar a decisiones concretas. Una cosa era negociar con un gobierno todopoderoso, como ocurrió con la reforma electoral, y otra muy distinta es que fuerzas políticas disímbolas se pongan de acuerdo y permitan que el país avance.

Parte del problema actual reside en que los partidos políticos están enfrascados en el problema equivocado y no pueden salir de los círculos viciosos que ellos mismos han creado. La mayor parte de los políticos mexicanos tiende a ver a la política y a muchos de sus instrumentos, incluyendo a la Constitución, como fines en sí mismos. En lugar de apreciar que la política constituye un medio para tomar decisiones, los políticos con frecuencia pretenden alcanzar acuerdos fundacionales sobre objetivos. Nuestra Constitución es un ejemplo palpable de lo anterior: saturada de aspiraciones y objetivos precisos, que en ocasiones se contradicen entre sí, no establece los medios para dirimir diferencias o principios y derechos inalienables que constituyan guías de acción permanentes. En una etapa en la que lo obvio es la ausencia de acuerdos sobre objetivos, la pretensión de alcanzarlos por medio de la ley no puede más que fracasar. Lo que el país requiere son acuerdos sobre procedimientos: sobre los medios legítimos para tomar decisiones y no sobre las decisiones mismas.

La virtud de las reformas electorales de los últimos años reside en que no se acordaron objetivos: nunca se dijo que tal o cual partido tenía que ganar, ni se determinó el tipo de iniciativas o políticas que habría de emprender una vez que llegara al poder. La reforma electoral se limitó a crear los vehículos para la elección de nuestros gobernantes y punto. En tanto que un gobierno electo se apegue a la legalidad, tiene el pleno derecho de emprender las iniciativas que considere pertinentes. Lo que falta en la actualidad son acuerdos semejantes en otros ámbitos: desde la organización interna del congreso hasta los mecanismos de rendición de cuentas, el acceso a la información y las relaciones entre los poderes públicos. Los consensos no pueden ser sobre objetivos, sino sobre los medios para decidir. Ningún político puede, ni debe, anticipar las preferencias ciudadanas sobre tal o cual tema; su responsabilidad debe limitarse a crear los medios para que esa voluntad ciudadana se exprese y se refleje en las decisiones gubernamentales. Para ello es imperativo que el gobierno, entendido éste en un sentido que incluye al ejecutivo y legislativo, cuente con un sistema de toma de decisiones funcional y eficiente que garantice tanto los pesos y contrapesos debidos, como el avance en temas sustantivos. En la actualidad contamos con contrapesos pero no con decisiones eficaces y oportunas.

La democracia mexicana ha llegado a un punto de parálisis. La diversidad del país es enorme y creciente y los intereses que se expresan a lo largo y ancho del territorio son extraordinariamente contrastantes. Nada ejemplifica lo anterior de mejor manera que las campañas y disputas –algunas de ellas verdaderas batallas campales- que en la actualidad existen al interior de los propios partidos políticos. Todo esto ha hecho que la capacidad de arribar a acuerdos políticos disminuya. A su vez, la ausencia de instituciones funcionales ha creado un fenómeno sugerente: en ausencia de acuerdos sobre medios de decisión, la capacidad de chantaje de unos partidos (y grupos) sobre otros es literalmente infinita, como ilustra la inmensa capacidad que ha tenido el PRD de imponer su agenda en temas que van del Fobaproa a la reforma fiscal. Un poder legislativo mejor estructurado y más responsivo a la población jamás habría permitido que un partido con el 10% de las curules le impusiera sus preferencias a los partidos que, en conjunto, detentan más del 80% de la cámara, como ocurrió en la pasada legislatura. La democracia mexicana abandonó una ribera del Rubicón y se encuentra a la deriva a la mitad del río.

La característica central del viejo sistema político era la disciplina. Esta permitía la articulación de consensos, en ocasiones más voluntarios que en otras, sobre la agenda pública. Esos consensos han desaparecido y todo indica que no van a reaparecer en el futuro mediato. Por ello es imperativo articular consensos sobre los medios para tomar decisiones. En su nivel más básico esto no es otra cosa que el respeto a un Estado de derecho que establece las reglas de la convivencia pública. Pero para que lo anterior pueda tener asidero se requiere el consenso en por lo menos un punto: en que ésta es la mejor forma de convivencia política y  que se está dispuesto a ceñirse a sus dictados. El primer paso hacia lo anterior debe consistir en la aceptación absoluta de la legitimidad de todos los actores políticos, siempre y cuando éstos de atengan a la ley y actúen dentro de los cánones que ésta dicte. No se trata de reconstruir lo que existió, sino de substituirlo con algo que le vuelva a dar viabilidad al país. Para no acabar naufragando en el Rubicón.

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Para atrás o para adelante

Luis Rubio

Luego de décadas de un régimen brutalmente centralizado y con frecuencia muy represivo, la población y sus políticos aprovecharon la primera oportunidad para romper las amarras y descentralizarlo todo. El fin de una era histórica fue el antecedente de cambios reactivos en todos los órdenes. Algunos ejemplos. El gasto público, antes totalmente discrecional y centralizado, fue transferido directamente a las provincias sin que mediara evaluación alguna del costo y beneficio de los proyectos en los que éste iba a ser empleado; el partido, antes una organización vertical, relajó todos los controles que antes lo caracterizaron y dejó que cada una de las organizaciones y regiones cobrara vida propia; y los gobernadores ascendieron como la nueva fuerza política del país. Después de algunos años de experimentar la descentralización política y fiscal, el resultado del ejercicio fue el caos. La economía se estancó, las reformas no avanzaron, los bancos quebraron y resurgió la inflación. El desorden era de tal magnitud que un nuevo gobierno acabó con el experimento y puso freno a la desintegración del país: se reinstauraron diversos mecanismos de control y, sin retornar al esquema represivo de antaño, se fortalecieron de nuevo los poderes del gobierno central, dando lugar a una acelerada recuperación económica y a una nueva era de estabilidad. ¿Prognosis del futuro de México? No, simplemente la historia de Rusia en la última década.

La historia rusa en el siglo XX tiene muchos paralelos con la nuestra. Ambas naciones experimentaron revoluciones tempranas en el siglo e instauraron un sistema de partido único. Aunque infinitamente menos represivo que el soviético, el sistema político mexicano fue en muchos sentidos comparable con el de aquella nación. Esos paralelos persisten en estos años de reformas y cambios.

El fin de la Unión Soviética (URSS) en 1991 vino seguido de una revolución económica que intentó abrir mercados, desarrollar un sector empresarial luego de haberlo erradicado ochenta años atrás y democratizar la toma de decisiones. Como en México, el experimento avanzó de manera espectacular en algunos ámbitos, pero sufrió una aguda crisis económica en 1998 y, particularmente, una crisis de enfoque. A la centralización se le respondió con descentralización; a la imposición desde la capital con la transferencia de poder a los gobiernos regionales; al dispendio del gobierno central con el derroche de recursos de los gobernadores regionales. Para el fin de los noventa, las estructuras institucionales que habían caracterizado a la URSS se habían evaporado, pero el país no funcionaba. La crisis de 1998 les obligó a replantear todo este esquema y comenzar a redefinir una nueva estrategia de desarrollo.

La historia es simple y directa. A mitad de los ochenta la URSS se encontraba estancada: la economía no crecía, el mundo cambiaba a pasos agigantados y la otrora potencia se comenzaba a rezagar en ámbitos clave como el de la tecnología, la industria y los servicios. Gorbachov intentó avanzar diversas reformas, pero se encontró frente a un sistema político infranqueable. Los beneficiarios del sistema se rehusaban a llevar a cabo cualquier cambio. Ante esto, Gorbachov emprendió la llamada glasnost, cuyo objetivo ulterior era   generar apoyo popular a las reformas que el país requería. Como resultado de la glasnost se abrieron los archivos históricos, se eliminaron todos los controles a la expresión y se facilitó la discusión sobre el pasado, como los crímenes stalinistas y la represión en general. La estrategia de apertura política venía acompañada de la llamada perestroika, una política de reforma económica en un principio modesta, pero crecientemente ambiciosa en sus alcances y objetivos. La idea era que la libertad política haría factible la transformación económica sin mayores exabruptos. Claramente, Gorbachov no sabía en lo que se estaba metiendo.

Como en el México de los ochenta, el objetivo de las reformas no era el trastocar el poder o desmantelar a la Unión Soviética, sino elevar la eficiencia de la economía y la legitimidad del sistema político. En contraste con la estrategia seguida por los gobiernos mexicanos de entonces, los soviéticos abrieron primero el debate político, para luego intentar la reforma económica. Sin embargo, cuando llegó el momento del cambio económico, el poder de coacción del régimen se había desvanecido y, en consecuencia, la reforma rodó por el piso. En 1991, la URSS se colapsó. Con el fin de la Unión Soviética renació una Rusia con una extensión territorial disminuida, pero con una economía cada vez más privada y parcialmente liberalizada aunque, como en México, sin una transformación de fondo del entorno institucional, legal o político, en el que habría de operar un nuevo sistema político democrático y una economía capitalista. Las decisiones se descentralizaron, el gasto público se transfirió en montos enormes a los gobiernos regionales, los gobernadores adquirieron un enorme poder y el país comenzó a desintegrarse. Los efectos fueron catastróficos: unos cuantos individuos terminaron acaparando fuentes inmensas de riqueza, la delincuencia hizo explosión, la corrupción alcanzó niveles antes inimaginables, la relación entre el parlamento y el ejecutivo dejó de funcionar y el país acabó en una severa crisis económica a fines de los noventa. El modelo de descentralización política y fiscal, aunado con la transferencia de poder real a un pequeño grupo de billonarios, acabó llevando a la antigua URSS a la bancarrota en lo político y en lo financiero.

Con su llegada al gobierno como primer ministro y luego como presidente, Vladimir Putin comenzó a reorganizar la administración e intentó imponer un nuevo orden en diversos ámbitos. Comenzó por encarcelar a algunas de las cabezas de las nuevas mafias privadas, negoció con el parlamento una modificación constitucional para establecer un nuevo equilibrio entre el gobierno federal y los provinciales y creó un nuevo mecanismo para hacer posible una relación funcional entre el ejecutivo y el parlamento. Muchos critican las acciones del nuevo presidente ruso, sobre todo porque perciben que ha retornado la arbitrariedad burocrática. No obstante, la gestión de Putin constituye un intento por recalibrar las estructuras de gobierno, tras descalabros tan radicales como no intencionados que provocaron una crisis parecida a la que vivimos nosotros en 1995. Ahora Rusia ha recuperado una semblanza de orden, la economía ha vuelto a crecer y varios de los indicadores de desarrollo económico y humano, como la expectativa de vida al nacer, han recobrado sus niveles anteriores luego de colapsarse a mediados de los noventa. Aunque la democracia rusa es al menos tan imperfecta como la nuestra, el país recupera la brújula que extravió en los tiempos de Yeltsin.

Los problemas de la Rusia de hoy evocan mucho a los nuestros. Aunque la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo, la Duma, se estabilizó luego de años de confrontaciones, reflejando nítidamente la diversidad y pluralidad que caracteriza a la sociedad rusa, el nuevo parlamento constituye una vuelta hacia el unipartidismo; lo que muchos estimaban como la mejor garantía de que el viejo sistema totalitario no podrá reinstaurarse ha vuelto a quedar en entredicho. Recién fortalecido, el presidente Putin enfrenta ahora el que podría ser el mayor de sus desafíos: por más que logró el control del parlamento, la burocracia se ha convertido en el principal obstáculo para el buen desempeño del gobierno. Empeñada en preservar sus fueros, la burocracia rusa hace hasta lo indecible por crear incertidumbre, imponer su voluntad en la forma de subsidios discriminatorios y laudos administrativos arbitrarios, y beneficiar a sus favoritos, como ocurrió por años con los subsidios a la energía, circunstancia que favoreció la consolidación de un grupo de intermediarios que pasaron de la mediocridad a la riqueza en un plazo brevísimo. Cualquier semejanza con nuestra realidad es pura coincidencia.

En el pasado, los gobiernos rusos (y antes los soviéticos) determinaban el poder del país en función del número de misiles a su disposición. La llegada de Putin al gobierno ha introducido una saludable dosis de pragmatismo a la administración pública; al presidente actual le resulta evidente que la fuerza de un país se encuentra en la solidez de su economía y ya no en sus armamentos. Esta importante redefinición le ha permitido un gran acercamiento con los países occidentales, y muy particularmente con Estados Unidos. Incluso, ahora se encuentra negociando su ingreso a la Organización Mundial de Comercio. Aunque reconocer el hecho inexorable de tener que abandonar su status de superpotencia no debió haber sido nada fácil, lo que parece evidente es que los rusos han encontrado un nuevo equilibrio interno que promete ser funcional.

Rusia parece haber recuperado un esquema de interacción política que sin duda está lejos de ser perfecto y adolece de muchos problemas en términos de representatividad o rendición de cuentas. Sin embargo, el nuevo equilibrio no es autoritario como el del pasado, ni caótico como el de la década de los noventa. En el caso ruso, estos avances se deben a la recreación de un equilibrio entre las regiones y el gobierno central y entre el ejecutivo y el parlamento, donde el antiguo partido comunista ya no es el elemento principal de cohesión. Esto no quiere decir que la nueva realidad sea perfecta o que los ciudadanos rusos se vanaglorien de éxitos que no están a su alcance, pero sí que al menos aprovecharon la crisis económica de 1998 y el colapso del gobierno de Yeltsin para comenzar a ver hacia adelante. Tal vez sea tiempo de que nosotros comencemos, al menos, a aprender la misma lección.

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Una encrucijada más

Luis Rubio

Una vez más, el país se encuentra hoy ante una verdadera encrucijada. Domina la sensación de que nada camina, que los males se apilan y que las salidas que antes parecían seguras dejaron de serlo. Se trata, por supuesto, de una quimera. Las salidas para el país existen y son evidentes, no así la capacidad política para hacerlas nuestras y salir adelante. Urge hacer de la mexicana una economía productiva y competitiva; ninguna otra cosa nos sacará del hoyo en que nos hemos metido, en ocasiones parece que con toda alevosía. Es tiempo de dejar de discutir y pasar a las decisiones.

Esta no es, por supuesto, la primera vez que el país se encuentra ante una tesitura semejante, pero hay una diferencia fundamental con el pasado. Antes, las opciones potenciales para salir adelante eran de diversa índole; hoy las alternativas son tajantes. Antes había la posibilidad, al menos en teoría, de intentar avanzar hacia el desarrollo a través de esquemas ortodoxos como los seguidos por naciones como Suiza o Hong Kong, o bien, mediante proyectos heterodoxos como los de algunas otras naciones del sudeste asiático. Aunque por distintos caminos, ambas avenidas parecían prometedoras. Con los cambios que el mundo ha sufrido en las últimas dos décadas, el presente no ofrece más que una alternativa y la dicotomía es muy clara: o comenzamos a desarrollar las bases para que el país pueda triunfar en el mundo globalizado que nos ha tocado vivir o nos quedaremos condenados a depender de los vaivenes y altibajos de los mercados, los cambiantes gobiernos de la república y, no menos importante, los humores de nuestros políticos.

Si uno ve para atrás, impresiona repasar lo que el país ha cambiado a lo largo de las dos últimas décadas. De tener una economía cerrada y protegida, México se ha abierto y, en lo fundamental, ha logrado salir adelante frente a una cada vez más intensa competencia mundial. Aunque en ocasiones las dificultades para seguir adelante parecen inconmensurables, todo mundo reconoce que, a pesar de la complejidad, no hay punto de retorno. El pasado hace mucho que se perdió en el horizonte, pero eso no implica que el presente sea sostenible o que el futuro sea certero. Lo único certero es que se avecinan más cambios. De hecho, nos encontramos en una situación de equilibrio precario que hace pensar, lo mismo, en el gran paso adelante hacia el desarrollo que en el regreso a la pobreza e inestabilidad.

Indudablemente, el país no está hoy en condiciones adecuadas para enfrentar la creciente competencia que caracteriza al mundo y que parece incrementarse día a día. A pesar de que la economía mexicana arroja cifras positivas en diversos rubros, algunos de ellos críticos para la estabilidad, su realidad se asemeja cada vez más a aquel famoso comunicado de la Guerra Civil española en donde se anunciaba que “el avance continuó todo el día sin que se hubiera perdido territorio”. En efecto, la competencia es una lucha sin cuartel en un entorno de cambio permanentemente. Cualquiera que no se adecue con celeridad pierde terreno. Hemos llegado al punto en que nos medimos más por lo que no avanzamos.

Luego de décadas de disputas sobre la función de las empresas y los empresarios en el desarrollo económico del país, hoy prácticamente nadie duda del papel central que juegan en el desarrollo. Más allá de las diferencias normales sobre la política económica, al empresario se le reconoce hoy como el creador de riqueza y generador de fuentes de empleo que es. De hecho, en un país como el nuestro, con la juventud de su fuerza de trabajo, hay un consenso tácito: sin empleadores no hay empleos. Sin embargo, estamos aún a la espera del siguiente paso: el de crear las condiciones para que las empresas –nuevas y viejas- prosperen y, sobre todo, para que el país experimente un rápido incremento de su productividad que es, en última instancia, el factor que determina la riqueza de un país y el ingreso de sus habitantes. Todos hablan de las empresas, pero nadie facilita su desarrollo.

Del consenso sobre la importancia del empresario en el desarrollo de empleos no se deriva un acuerdo similar sobre la urgencia de generar las condiciones para que haya más empresarios, más empresas, mejores oportunidades y, por lo tanto, más crecimiento y más empleos. El mundo de la política y los debates abandonó su desprecio por el empresario pero, como ilustran los últimos días, no ha asumido las implicaciones y necesidades de una economía moderna que funciona en un entorno no solamente competitivo, sino con un dinamismo tan intenso que el único patrón de comportamiento que admite es el del cambio mismo.

A diferencia de lo ocurrido en los países del sudeste asiático, por citar el caso más obvio, donde los esfuerzos se concentraron en optimizar las condiciones en que operan las empresas, en México el empresario tiene que competir con una mano amarrada tras las espalda y la otra distraída en burocratismos, corruptelas e insuficiencias de la infraestructura. Si bien es cierto que las empresas son la base del desarrollo económico, no todas ni las mismas empresas pueden cumplir con ese cometido: se trata de un dinamismo permanente que es precisamente lo que hace exitosa y rica a una economía. Lo imperativo es hacer posible (y fácil) que se creen, desarrollen, prosperen  y, de ser necesario, mueran las empresas. Aquí reside la base del desarrollo y la creación de riqueza.

Cualquiera que haya vivido en el mundo de la industria y los servicios en el país, conoce la historia. La creación de una empresa toma meses; los bancos ven con suspicacia a quien requiere crédito para emprender un negocio; las líneas telefónicas con frecuencia no están disponibles y su costo es mucho mayor al de sus competidores en Asia o en Estados Unidos; la energía eléctrica es cara y se caracteriza por cambios en su voltaje que afectan la maquinaria; las regulaciones en materia laboral y fiscal son complejas, contradictorias, costosas y difíciles de cumplir; los trabajadores suelen estar muy bien dispuestos y son capaces de inventar y mejorar procesos de producción, pero sus fundamentos educativos son pobres y no les ayudan a agregar valor en el proceso de producción. La agenda económica es por demás obvia, pero no así la existencia de un gobierno y poder legislativo capaces y dispuestos de llevarla hacia adelante. Aunque patético, no es casual que el precio de la mano de obra (y, al mismo tiempo, el tipo de cambio) siga siendo determinante de nuestra competitividad. Con todos estos handicaps, el empresario que sobresale en nuestro país es un verdadero héroe.

Cuando la economía mexicana se encontraba cerrada y protegida, estos temas parecían poco importantes. Claro que, aunque aparentemente intrascendentes, esas deficiencias tenían costos elevados que se podían observar en la mala calidad de los productos y servicios o directamente en su precio, pero era posible al menos sobrevivir. Con la transformación del mundo a raíz de la llamada globalización, proceso que es ineludible y no sujeto a voluntades, todo el esquema anterior se alteró. Ahora ya no es posible competir con precios altos o mala calidad. Las empresas tienen que ofrecer mejores productos y servicios y competir con sus pares en el resto del mundo. Es un giro radical que no fue creado por el gobierno y con el cual todos los mexicanos tenemos que vivir y aprender a ajustarnos.

Este ajuste, sin embargo, ha sido sumamente difícil y costoso. Muchos empresarios han encontrado maneras de competir en el exterior y defenderse con éxito de las importaciones, pero muchos más han sido incapaces de hacerlo. Algunos podrían ser muy exitosos, pero operan en un entorno tan hostil que les resulta difícil, cuando no imposible, vencer los obstáculos. El mundo de los viejos empresarios era tan sencillo que simplemente no se pueden adaptar a las nuevas realidades mundiales. Pero lo que es cierto es que no existen condiciones idóneas que favorezcan el desarrollo de empresas y empresarios en el país. Esa es la gran tarea que tenemos hacia adelante.

El país requiere cambios profundos que no están teniendo lugar. Alrededor de ellos se ha suscitado una enorme confusión que surge, precisamente, de intereses que se verían afectados por los cambios y de la ignorancia que caracteriza a muchos políticos y a la población en general sobre las condiciones que generan riqueza en una sociedad. Lo que el país requiere es un entorno conducente a la competitividad de las empresas.

Nada ni nadie puede garantizar el éxito de una empresa o de un empresario, pero en México todo parece edificado para dificultarle el camino. Se requiere, urge, crear las condiciones que hagan posible el nacimiento, desarrollo y consolidación de empresas competitivas, capaces de generar riqueza, satisfacer al consumidor nacional, exportar y crear empleos. Al mismo tiempo, es imperativo facilitar la transformación, y desaparición en su caso, de empresas que no funcionan o no pueden competir exitosamente, de una manera tal que permita aprovechar sus activos, es decir, su maquinaria, sus edificios, los conocimientos de sus empleados, etcétera. Ese es el gran reto del México de hoy y todos los mexicanos (incluidos, en primer lugar, los empresarios); un objetivo singular al que todos deberíamos sumarnos.

Parte del éxito depende exclusivamente de los propios empresarios. Son ellos quienes tienen que adoptar una estrategia, organizar sus procesos de producción, elevar su eficiencia y desarrollar nuevos mercados. Pero su capacidad de competir depende en buena medida del entorno en que operan y a ese entorno le da forma el gobierno y el legislativo. El tema clave es la productividad: todo lo que contribuye a elevarla debe ser privilegiado y todo lo que la disminuye o impide debe ser desechado. Así de fácil y así de difícil. El marco legal y regulatorio, la calidad de la educación, la existencia de mecanismos para hacer cumplir los contratos a un costo bajo, la calidad de la infraestructura y la confiabilidad de los servicios (banca, comunicaciones, energía eléctrica, etc.) son todos factores cruciales para el crecimiento de la productividad. La pregunta es si podremos organizarnos para ser una sociedad próspera y rica. La alternativa ya la conocemos.

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