El tercer poder

Luis Rubio

Los conflictos entre los poderes legislativo y ejecutivo se han vuelto tema recurrente de la prensa cotidiana. Algo semejante puede decirse de los diferendos entre la federación, los estados y municipios. Con el fin de la era presidencialista, todos los goznes que mantenían unida a la estructura política del país se vieron presionados, al punto en que muchos dieron de sí, inaugurando una era de diferencias, disputas y conflictos. De no haber sido por la existencia de una nueva Suprema Corte de Justicia (SCJ), el país bien podría haber estado al borde de una guerra civil.

Cuando se comenzó a desvencijar el sistema político, el país no contaba con instituciones sólidas y legítimas, capaces de dirimir conflictos y resolver disputas de una manera institucional. Se dice fácil y se critica todavía con mayor facilidad- la existencia de una Corte autónoma, pero su valía ha probado ser inconmensurable. A nueve años de refundada la Suprema Corte, es relevante analizar su desempeño y, sobre todo, evaluar el papel que ha jugado en momentos tan convulsos como los que el país vive en la actualidad.

Lo primero que salta a la vista de la Suprema Corte de Justicia actual es el hecho de que ha asumido plenamente su papel de árbitro entre los otros poderes públicos y entre los estados y la federación. Aunque muchas de sus sentencias han sido por demás controvertidas lo cual es la mejor indicación de un actuar serio y autónomo-, es notable su disposición a asumir el difícil papel que le ha tocado jugar en este periodo de larga, compleja e indefinida transición política.

En sus primeros años a partir de que obtuvo la facultad de revisar, con efectos generales, la constitucionalidad de las leyes, la Corte se abocó de lleno a interpretar la Constitución. De pronto, todo el cúmulo de disputas que antes se resolvían (y, en muchos casos, no se resolvían) de acuerdo a las preferencias del presidente, comenzó a ser motivo de controversia en el seno del poder judicial. No tardó mucho un gobernador en demandar al presidente por abusar de la división de poderes, en tanto que otro logró que la Corte determinara que el ejecutivo federal no tenía facultades para decidir en tal o cual materia. Es decir, temas que antes se decidían por un individuo comenzaron a ser del dominio público y sujetos a decisiones de ese cuerpo colegiado. Uno se pregunta qué habría pasado de no haber existido la Corte con estas facultades en esta época, cuando el viejo presidencialismo ha desaparecido.

La presencia de una Suprema Corte que goza de respeto entre la mayoría de los actores políticos es algo igualmente significativo. A final de cuentas, que los políticos acepten la existencia de un poder autónomo constituye la esencia de un sistema político institucionalizado. Esto es algo que no era obvio que iba a ocurrir: en el pasado, los políticos se subordinaban al presidente en turno porque éste gozaba de poderes extraordinarios, lo que garantizaba en buena medida el comportamiento institucional. El caso de la Corte es exactamente el opuesto: la Corte es poderosa sólo en la medida en que sus decisiones son acatadas por los actores políticos. Si la abrumadora mayoría de ellos, comenzando por el propio presidente, acepta sus decisiones entonces hay evidencia incontrovertible de que el país ha evolucionado de manera positiva. Evidentemente, hay mucho terreno que avanzar en esta materia, sobre todo porque todavía hay individuos en la política nacional que no acatan sus sentencias, pero sobre todo porque existen actores políticos, como los zapatistas, que ni siquiera aceptan la legitimidad de las instituciones en general.

El gran déficit de la SCJ reside en el hecho de que la ciudadanía no tiene acceso garantizado, ni se ve directamente beneficiada por sus fallos. De acuerdo a la reforma constitucional que le dio nueva vida a la Corte, sólo los poderes ejecutivos federal, estatales o municipales; los Congresos federal o estatales; así como las minorías legislativas o los partidos políticos pueden ser demandantes ante la Corte. Todo el resto de los mexicanos queda excluido, a menos de que la propia Corte decida lo que entre abogados se llama atraer un caso de amparo.

Un ejemplo de lo anterior fue la acción de la Corte cuando se creó el actual Gobierno del Distrito Federal y en cuyo proceso se impedía a los ex titulares del hasta entonces llamado Departamento del DF a ser electos. Manuel Camacho, quien se encontraba en esa situación, no podía dirigirse a la Corte de manera directa y su caso se resolvió sólo porque la Corte decidió atraerlo. Pero incluso cuando la SCJ resuelve un amparo a favor de un ciudadano (por ejemplo, la inconstitucionalidad de una ley fiscal), la vasta mayoría de los ciudadanos no se ve favorecida por la sentencia de la Corte porque ésta solo beneficia a los que hayan presentado demanda (en aplicación de la llamada formula Otero). El resto de los ciudadanos tenemos que seguir obedeciendo las leyes declaradas inconstitucionales. Bajo las anteriores circunstancias, el acceso a la Corte y la protección de la misma son privilegios a los que un ciudadano común y corriente difícilmente puede aspirar y constituyen una brecha inexplicable en un país que se dice democrático pero que, como en este caso, exhibe serias deficiencias para realmente serlo. Es tiempo de que el poder legislativo actúe al respecto.

Otra deficiencia de la Corte, esa sí de su propia cosecha y no producto de las normas que la facultan como en los casos anteriores, tiene que ver con su renuencia a participar de manera plena en el proceso de transparencia que exige la ley respectiva. Un sistema político moderno requiere no sólo de apertura y discusión pública de los temas relevantes, sino también del conocimiento profundo de los criterios que sirven de guía a los integrantes de la Corte para emitir sus fallos. El hecho de que la Corte interponga obstáculos para el acceso a las sentencias de amparo constituye un retroceso importante, sobre todo porque se trata del Poder más moderno y mejor estructurado en el ámbito federal.

A pesar de lo anterior, lo notable de la Corte es que no ha rehuido los temas difíciles, sobre todo en un país en el que, con la mayor de las frecuencias, la discusión de los temas es más política e ideológica que objetiva y responsable. Algunos de sus fallos o decisiones hablan por sí mismos:

En 1998, por ejemplo, la SCJ tuvo que definirse en un tema por demás controvertido, el de la capitalización de intereses. Se trataba de un tema por demás delicado, pues innumerables deudores argumentaban que los bancos no tenían derecho de cobrar intereses sobre intereses, a pesar de que así lo hubieran pactado las partes en un contrato. El tema era central por dos razones: una, porque esa es la manera en que funcionan los bancos cuando pagan intereses a los ahorradores, que continuamente capitalizan los intereses que se van generando; dos, porque el financiamiento a la vivienda se hubiera venido abajo. A pesar de lo impopular del tema, la Corte no sólo lo hizo suyo, sino que su fallo demostró plena independencia.

En 2003, la Corte emitió un fallo igualmente controvertido con relación a las facultades y relación existentes entre la federación y los estados en materia fiscal. El tema específico tenía que ver con la explotación de las vías de comunicación y el cobro de peaje. En el país se estaba volviendo práctica común el que algunos gobernadores, pero sobre todo presidentes municipales, removieran a la autoridad federal y cobraran directamente el peaje en carreteras o puentes federales. La Corte decidió que una ley no puede modificar a la Constitución y que, por ende, las facultades que la Constitución otorga a la federación son exclusivamente suyas.

En la controversia constitucional que inició el poder ejecutivo en contra de la Auditoria Superior de la Federación respecto a las facultades del auditor, la Corte falló a favor del ejecutivo, en vista de que lo que pretendía el auditor violaba la separación de poderes.

No menos significativo ha sido el manejo políticamente astuto y legalmente impecable que ha hecho la Corte del explosivo caso del Paraje San Juan, cuya sentencia está aún por ser publicada.

A través de sus fallos, existen múltiples ejemplos de la manera en que la Corte ha encarado temas controvertidos y llenos de implicaciones políticas. Uno puede estar de acuerdo con un determinado fallo o no, pero el conjunto de sus decisiones luego de nueve años de desempeño revela una claridad de propósito y, sobre todo, una conciencia de que la debilidad institucional que existe en el país por la naturaleza del viejo presidencialismo y como consecuencia de su desaparición, requieren de un arbitraje permanente. Es decir, más allá de sus decisiones específicas, quizá el gran mérito de la Corte ha sido el de aceptar el reto que entrañaba el tener que decidir en un contexto caracterizado por la ausencia de reglas. La Corte ha venido construyendo un andamiaje que, a la larga, seguramente permitirá fortalecer decisivamente la institucionalidad política en el país. Es por ello que es crucial que todos los actores políticos reconozcan la conveniencia de acatar sus fallos, pues la alternativa bien puede ser la jungla. Lo anterior no es trivial; en la medida en que se agudice la competencia política con miras a 2006, la debilidad institucional que padece el país se va a hacer más que evidente. En este entorno, la Corte es un pequeño, pero crítico, oasis en el desierto.

A pesar de las limitaciones institucionales imperantes en el país, la Corte ha actuado siguiendo el modelo de sus contrapartes en las naciones serias y democráticas. Es decir, asumió de entrada la naturaleza ineludiblemente conflictiva de una sociedad moderna en la que unos partidos compiten con otros y en la que intereses contradictorios tienen responsabilidades que en ocasiones no están debidamente diferenciadas o explicitadas. A diferencia de otros actores en la vida política nacional, la Corte se ha asumido como un Poder clave en un país moderno y democrático y ha actuado en consecuencia. Se trata de una fuente de certidumbre que no debe sino fortalecerse.