Luis Rubio
La economía mexicana lleva dos décadas tratando de reencontrar su camino al crecimiento, un objetivo que en la sociedad mexicana nadie pone en duda. A pesar de lo anterior, la disputa política que caracteriza al país en su conjunto, envuelve a la economía en un conflicto del que no parece haber salida fácil. Es lógico que se disputen las asignaciones presupuestales y que se debatan las alternativas de política económica: eso es, a final de cuentas, la esencia de la democracia. Pero en el país nos hemos ido al extremo opuesto: actualmente no existe tema que no sea sujeto de disputa y como resultado tenemos una parálisis en la toma de decisiones legislativa y en la inversión productiva. En medio de todo este revuelo, el país pierde oportunidades para competir por la inversión, el mercado interno no logra salir adelante y el empleo e ingreso de la población se rezagan. Se trata de asuntos fundamentales que no se van a resolver solos.
La problemática económica tiene tres vertientes. Primero, los cambios de política económica experimentados a partir de los ochenta no han logrado generar el entorno de crecimiento elevado y sostenido que prometían. Segundo, la lucha por el poder lo ha contaminado todo y, en cuanto a la economía se refiere, ha llevado a que se discuta interminablemente el pasado, en lugar de construir hacia el futuro. Tercero y último, los políticos muestran una aparente incapacidad de comprender las variables medulares que hacen a una economía funcionar, lo que les lleva a despreciarlas como si se tratara de meros berrinches tecnocráticos. De particular importancia en este rubro es el tema de la productividad, concepto quizá aburrido, pero cuyas implicaciones políticas, económicas y sociales son extraordinarias.
Para nadie es secreto que los cambios económicos de los ochenta no rindieron los frutos que se esperaban. La pregunta es por qué. La idea original de las reformas económicas, luego de varios años de contracción económica y tasas cercanas a la hiperinflación, sostenía que sólo una economía altamente productiva podría crear las condiciones para el crecimiento. Ningún economista serio cuestionaría esa premisa, pues todos reconocen que, en palabras de Paul Krugman, la productividad no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo: de la productividad depende la tasa de crecimiento, la disponibilidad de empleos y el nivel de ingresos de una población. La gran pregunta entonces era cómo elevar la productividad para generar esos beneficios.
La concepción que inspiró las reformas económicas de los ochenta y noventa partió de la premisa, razonable en todos sentidos, de que el gobierno no puede obligar a que la economía sea más productiva; lo que puede hacer es crear condiciones que hagan posible el crecimiento de la productividad. Las reformas económicas fueron concebidas, al menos en teoría, como un mecanismo que forzara a los agentes económicos (empresarios, trabajadores, reguladores, inversionistas, etc.) a modernizarse mediante la elevación de la productividad, cada uno en su ámbito. Es decir, el objetivo era que una serie de cambios en la estructura de la economía presionara a sus participantes, obligándolos a hacer más con menos, a realizar mejor las cosas y bajar el costo de cada cosa que produjeran.
La apertura a las importaciones, que precedió y se profundizó con el ingreso de México al GATT en 1985, perseguía estimular la competencia en la economía mediante la participación controlada de importaciones. Es decir, se buscaba que la presencia de artículos importados con aranceles relativamente altos en una primera etapa, sirviera de acicate para que los fabricantes nacionales comenzaran a optimizar sus procesos productivos. Por su parte, la privatización de empresas propiedad del gobierno seguía una lógica similar: muchas de éstas producían bienes y servicios cuyo impacto en los costos de las empresas era enorme, como puede ser el acero, diversos petroquímicos, la telefonía, la electricidad y demás. La existencia de empresas competitivas en estos ámbitos serviría para reducir los costos de las firmas industriales y de servicios y, por lo tanto, para elevar su productividad. Uno puede aprobar o rechazar estos conceptos, pero nadie puede negar la lógica interna que los caracteriza.
El primer impacto de la liberalización comercial fue mucho más positivo de lo que sostiene la mitología política. Un sinnúmero de empresas comenzó a transformarse, algunas comenzaron a exportar y la inversión comenzó a materializarse, sobre todo a partir de que se anuncia la negociación del TLC norteamericano a principios de los noventa. Aunque lentamente, el proceso de modernización empezó a cobrar forma y sus frutos potenciales se pudieron apreciar al final de los noventa en que la economía logró tres años de tasas de crecimiento superiores al 5% anual.
Aunque la crítica política al proyecto modernizador de la economía ha estado presente desde que éste comenzó a instrumentarse (como ilustra el desprendimiento del PRI de la entonces llamada corriente democrática), la crítica se acentuó en dos momentos cruciales: con la crisis devaluatoria de 1994-1995 y con la recesión/estancamiento que comenzó en el 2000. A pesar de todo, no es evidente que el modelo económico adoptado en 1985 haya sido equivocado, pero tampoco cabe la menor duda de que muchas empresas fueron incapaces de adaptarse a la competencia.
Mucha de la crítica a la política económica de estos lustros tiene un origen estrictamente ideológico. Muchos críticos simplemente rechazan la noción de la globalización, independientemente de que eso sea un tanto equivalente a rechazar la ley de la gravedad. Pero más allá de dimes y diretes, por lo menos hay dos situaciones que explican los magros resultados a la fecha. La primera tiene que ver con lo parcial e incompleto del proyecto de modernización económica. Si bien se liberalizaron las importaciones y se privatizaron muchas empresas, ninguno de los dos procesos se ejecutó de manera homogénea o coherente con el objetivo medular de elevar la productividad. Es decir, en diversos momentos, los responsables de la política económica perdieron de vista o ignoraron el objetivo que se pretendía alcanzar. De esta forma, a pesar de la apertura, no todo se abrió y a pesar de la privatización de empresas, no todas se sujetaron a la competencia. A partir de entonces, la economía mexicana experimenta incoherencias diversas que no facilitan la competitividad de las empresas. Una evidente es la del costo de la energía, cuyos precios se establecen de una manera totalmente arbitraria: el precio del gas se determina en Texas, a pesar de que el país cuenta con enormes yacimientos de gas que por razones de ideología y nacionalismo no se pueden explotar, en tanto que el precio de la electricidad lo determina la burocracia a discreción.
La segunda situación que ha hecho mucho más penoso y difícil el proceso de modernización y ajuste a la competencia tiene que ver con las ausencias que siguen caracterizando a la sociedad mexicana. La productividad se eleva en la medida en que existe una infraestructura moderna que ayuda a reducir costos (del transporte y comunicaciones, por ejemplo), una mano de obra calificada (lo que depende del sistema educativo), un sistema legal que permite dirimir diferencias y conflictos (sobre contratos, por ejemplo) de una manera rápida y efectiva, de la seguridad pública (que garantiza la seguridad de las plantas, personas y bienes en general) y así sucesivamente. Sin embargo, lo que hemos visto en estos lustros es casi lo contrario: la infraestructura se ha rezagado, la educación sigue siendo la misma, el poder judicial no se ha reformado y todo lo relativo a la seguridad pública ha empeorado. Pretender que una empresa pequeña o mediana compita con un rival chino, que cuenta con todas esas condiciones de entrada, es un tanto excesivo.
Lo evidente es que el proyecto de transformación económica tenía una lógica intrínseca que no es fácil de disputar. Al mismo tiempo, sus cimientos conceptuales eran y son sólidos y no han sido rebasados por la realidad. Lo que sí ha sido rebasada es la capacidad del país para enfrentar estos entuertos los errores y deficiencias de las reformas económicas y los rezagos estructurales-, y alcanzar el objetivo medular de elevar la productividad de la economía en su conjunto. Puesto en otros términos, no es casualidad que la economía del país esté rezagada y que algunas regiones lo estén más que otras. Cuando se busca una correlación entre condiciones de infraestructura, mano de obra, calidad de la educación y otras variables con niveles de crecimiento regionales, la correlación es absoluta: las partes más prósperas del país son aquellas que cuentan con la mejor (o menos mala) infraestructura y con un sistema educativo mínimamente funcional, como ocurre en algunas partes del centro del país (como Querétaro y Guanajuato), así como en buena parte del norte. Lo contrario ocurre en el resto: la correlación entre mala o pobre infraestructura, pésima calidad educativa y procesos judiciales arbitrarios es típica de los estados más rezagados, como ilustra el sur y algunas otras regiones del país.
Es muy fácil culpar a la política económica en general de la situación actual, pero la realidad es que los problemas y rezagos son consecuencia de la inacción gubernamental en temas elementales, que son intrínsecos a la actividad de cualquier gobierno que se respeta, como la educación, la seguridad pública, el Estado de derecho y todo el sistema de regulación económica (las comisiones reguladoras, de competencia y afines). El país está rezagado no porque el modelo económico sea el equivocado, sino porque no se ha hecho nada que permita su éxito. La realidad es que ningún modelo económico podría ser exitoso dado el retraso de nuestra estructura social, política y económica. Es ahí donde debiéramos poner el énfasis.
Fallo azucarero
La decisión de Octavo Tribunal Colegiado en Materia Administrativa que revierte la expropiación de un grupo de ingenios azucareros constituye un hito sin precedente en la historia del poder judicial. Con un poco de suerte y se trata de un primer paso trascendental hacia la protección efectiva de los derechos de propiedad y, por lo tanto, hacia la consolidación del Estado de derecho.