Luis Rubio
México parece no encontrar su lugar en el mundo cambiante de hoy. Las décadas de tensión que caracterizaron al mundo bipolar luego de la segunda guerra mundial, permitieron que el país desarrollara una política exterior sui generis. Claramente anclado en la esfera de influencia norteamericana, el país no tenía muchas opciones en materia militar, pero convirtió la cercanía en un instrumento para diversificar las relaciones diplomáticas del país y confrontar, así fuera de manera simbólica, a Estados Unidos en toda clase de foros multilaterales. En los ochenta y noventa el país dio un giro parcial en su relación con Estados Unidos al privilegiar el comercio y la inversión sobre la confrontación pero, como ilustran las vicisitudes anuales en torno a Cuba, nunca llegó a afianzar una nueva estrategia de política exterior. En los últimos años hemos vuelto a experimentar cambios y nuevos intentos de definir nuestro papel en el mundo internacional, todo ello sin mayor éxito. Lo peor de todo es que ni siquiera parece haber claridad sobre la naturaleza del entorno internacional en que nos encontramos.
Cualquiera que lea los diarios del mundo sabe bien que en el planeta reina el desorden y la confusión. El balance militar apuntalado sobre el terror de las armas nucleares dio vida a un mundo bipolar que, aunque imperfecto, le daba certidumbre a todas las naciones del orbe. A partir del inicio de la guerra fría, todas las naciones sabían bien que sus espacios de interacción estaban definidos por las áreas de influencia y confrontación entre las dos potencias, Estados Unidos y la Unión Soviética. Algunas naciones estaban alineadas con el este, otras con el oeste y otras más intentaron abrirse espacios a través de mecanismos como el de las naciones “no alineadas”.
México gozó de una situación excepcional en todo ese periodo. Aunque nuestra localización geográfica difícilmente daba espacio para experimentar alianzas con otros bloques, la creatividad de muchos gobiernos mexicanos fue aleccionadora. A final de cuentas, la cercanía geográfica también entrañó oportunidades que fueron explotadas a lo largo del tiempo. A diferencia de naciones más distantes, como las centroamericanas, por poner un ejemplo, la proximidad permitía libertades que la distancia hacía imposibles. Mientras que la reacción estadounidense a la Cuba castrista ilustra un extremo clásico en la era de la guerra fría, para México, aquella fue una oportunidad para mostrar distancia e independencia.
En este sentido, la política exterior mexicana mantuvo ciertos principios fundamentales, la mayor parte de ellos expresados desde los treinta en la Doctrina Estrada, a la vez que nunca ignoró la realidad objetiva de la vecindad. Por ejemplo, México nunca se incorporó a grupos como el de las naciones no alineadas ni participó en organizaciones como la OPEP, a las que se oponían los norteamericanos. De esta manera, aunque con frecuencia radical en el lenguaje y actitudes, la política exterior mexicana fue (casi) siempre una mezcla pragmática de confrontación retórica pero de realismo en la relación con Estados Unidos. Esta combinación de vectores ofrecía una altísima rentabilidad política interna (porque satisfacía a sectores críticos de la sociedad, sobre todo en el flanco izquierdo), a la vez que evitaba confrontaciones estériles en los puntos neurálgicos de la geografía. Por supuesto que a los norteamericanos no les satisfacía la postura mexicana, pero igual aprendieron a convivir con esa realidad.
La crisis económica de 1982 obligó a replantear toda la estrategia de desarrollo del país. Lógicamente, el primer cambio tuvo lugar en el ámbito económico (de hecho, en el fiscal y financiero), pero después le llegó su tiempo a los temas comerciales, de inversión e, implícitamente, a la política exterior. Una vez replanteado el papel del comercio exterior como componente del desarrollo económico, el gobierno se encontró con que la estrategia de confrontación retórica con Washington resultaba contraproducente. En cambio, un acercamiento con aquella nación podría ofrecer oportunidades de inversión que, debidamente apalancadas, serían susceptibles de transformarse en componentes vitales del desarrollo del país.
La negociación e instrumentación del TLC constituyó el momento álgido de esa redefinición, aunque los años subsecuentes han demostrado que el desarrollo económico demanda mucho trabajo hacia el interior del país (como la modernización de diversos sectores, la introducción de reformas y la transformación del gobierno en un ente promotor, todo ello para hacer más competitivo al país) y que no basta evitar la confrontación retórica para convertir a la geografía en un detonador del desarrollo. De esta manera, aunque el país nunca dio un giro completo hacia una mayor cercanía con Washington más allá de lo comercial, las añoranzas por un pasado de distancia y confrontación nunca desaparecieron.
La década en que México se acercó con Estados Unidos fue también el periodo en que se comenzó a resquebrajar todo el mundo de la posguerra. La cercanía entre las naciones europeas y Estados Unidos que se había consolidado en 1945 con la derrota del régimen nazi (y que dio origen a la noción de “oeste” como una visión del mundo, un concepto político, económico militar e ideológico) sufrió un primer embate con el colapso de la URSS en 1991. Aunque tanto Estados Unidos como Europa mantuvieron la apariencia de una identidad común, la realidad es que cada cual comenzó a enfilar sus baterías en una dirección distinta. Los europeos disminuyeron con rapidez su gasto militar y se apresuraron a ampliar la cobertura de su mercado común hacia el este, para incorporar a las naciones del antiguo bloque soviético y, eventualmente, a la propia Rusia. Por su parte, los estadounidenses pretendieron que a partir de la derrota soviética todo funcionaría de manera perfecta, de acuerdo al “nuevo orden internacional” que había anunciado el primer presidente Bush. Nadie en ese momento anticipaba que en lugar de la consolidación de la democracia liberal, el mundo pronto confrontaría temas como el del terrorismo, el narcotráfico, el crimen organizado y movimientos migratorios a gran escala.
Los ataques terroristas de septiembre del 2001 modificaron, nuevamente, la lógica internacional. A partir de ese momento, Estados Unidos abandonó la postura relativamente pasiva que mantuvo a lo largo de los noventa y comenzó la etapa que hoy lo caracteriza en el Medio Oriente en general, pero sobre todo en Afganistán e Irak. A diferencia de las décadas previas, 1991 para los europeos y 2001 para los estadounidenses se convirtieron en los nuevos puntos de referencia. En otras palabras, las tensiones que caracterizan a las relaciones a través del Atlántico no son producto de la casualidad, sino de cambios fundamentales en la lógica e intereses de cada uno de los dos lados. La nueva realidad internacional no es sólo compleja e inestable, sino propicia para malos entendidos y abusos entre las naciones.
El gobierno de George W. Bush ha empleado la fuerza militar como mecanismo casi exclusivo de contención del terrorismo. En contraste con los europeos, que por diversas razones, incluyendo tanto la historia como su deteriorada capacidad militar, prefieren la interacción diplomática a la confrontación bélica, el gobierno norteamericano ha organizado redes de nuevas relaciones político-militares (sobre todo en naciones que antes formaban parte de la URSS), ha ocupado dos países y ejerce presión sobre innumerables otros. Independientemente de si este camino eventualmente conduce a la derrota definitiva de Al Qaeda, no cabe la menor duda que la multiplicidad de naciones fallidas y la potencial proliferación de armas nucleares y similares en manos de grupos terroristas constituyen amenazas serias a la estabilidad mundial.
En todo esto, México ocupa un lugar nada fácil en el escenario internacional. Aunque en los últimos años ha tratado de revitalizar el activismo de hace décadas (pero sin un componente anti norteamericano tan acusado), lo cierto es que esa lógica no cuadra con la política estadounidense actual ni con los intereses económicos del país: lo que era válido, o potencialmente válido, a lo largo de los noventa, dejó de serlo después del 2001. De esta manera, aunque el país ciertamente puede y debe ampliar su abanico de relaciones con el resto del mundo, no puede ignorar el hecho de que nuestra realidad geográfica hoy, a diferencia de las décadas previas, es parte inherente de la lógica de seguridad norteamericana. El gobierno actual ha reconocido esta realidad a plenitud y ha procurado con éxito la vía de la seguridad como mecanismo de acercamiento a Washington. Pero esta cercanía, finalmente parcial, no resuelve el problema de fondo.
Muchos europeos confían en que el presidente norteamericano actual perderá las elecciones de este año, lo que, suponen, restauraría la tradicional cercanía entre las antiguas naciones del oeste una vez más. Sin embargo, prácticamente todo lo que emana de Washington y de los aspirantes a la presidencia norteamericana permite pensar que el retorno al multilateralismo no es algo probable. Estados Unidos tiene una larga historia de aislacionismo y todo indica que así responderá ante una situación de caos que les resultara incontenible o inmanejable.
Para nosotros, estos cambios de señales y circunstancias generan enormes dificultades. En principio, nada va a cambiar nuestra cercanía geográfica ni la importancia que cada una de las dos naciones tiene para la otra. Intentar recrear una estrategia de distanciamiento es no sólo absurdo, sino imposible. Por otro lado, la noción de que podemos lanzar iniciativas multilaterales, ignorar a los norteamericanos en la ONU y reactivar una estrategia de confrontación retórica sería no sólo contraproducente, sino potencialmente costosísimo. No hay necesidad de estar de acuerdo con un determinado gobierno estadounidense para avanzar nuestros propios intereses. Pero arriesgar nuestros intereses por no estar de acuerdo con una administración pasajera es no sólo torpe sino por demás infantil.