Luis Rubio
El régimen de partidos construido a lo largo de los noventa, no se concibió como un mecanismo para afianzar la democracia, la transparencia o le honorabilidad de los políticos y sus partidos. Las sucesivas reformas electorales de aquel periodo buscaron dos cosas: uno, crear un mecanismo impecable e impoluto de organización de los procesos electorales, de conteo de los votos y de resolución de disputas. Ese objetivo se ha cumplido a cabalidad y el Instituto Federal Electoral, ahora en su tercera edición, se ha convertido, junto con el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en las principales anclas de la estabilidad política en el país, lo que le ha granjeado un enorme respeto entre innumerables observadores, expertos y políticos extranjeros. El otro objetivo, en buena medida inconfeso, buscaba afianzar el control sobre la política nacional que ya ejercían los tres partidos políticos más importantes. No se trataba pues de afianzar la democracia, ser transparentes o representar a la ciudadanía, sino controlar la política nacional. Este propósito también se ha conseguido a cabalidad y el desorden que existe en la política nacional, que ejemplifican escándalos como el que envuelve al Partido Verde, más los que se acumulen esta semana, es la cosecha de lo que se sembró. No hay nada de lo cual debamos sorprendernos o escandalizarnos.
Los partidos organizaron un régimen electoral a su medida. Aunque la condición sine qua non para que pudieran establecerse los acuerdos que condujeron a la reforma constitucional de 1996 fue la creación de una estructura que garantizara, de una vez por todas, la limpieza de los procesos electorales, los partidos políticos tenían otras agendas escondidas en la manga. Años de corrupción electoral, fraudes de todo tipo (con su correspondiente pléyade de chistes) y arrogancia gubernamental llevaron a que todos los actores políticos, observadores, especialistas, comentaristas y analistas del más variado cuño, coincidieran en que el tema de la limpieza de los procesos electorales en todas sus fases (desde su organización hasta la resolución de disputas), constituía la prioridad política central de la política mexicana. Y dicho y hecho: después de los interminables conflictos electorales de décadas pasadas, así como de seminarios y arduas negociaciones, las elecciones dejaron de ser el tema contencioso de la política nacional. Súbitamente, el acceso a puestos de elección popular dejó de ser el meollo de la disputa política.
La consolidación de la democracia electoral, sin embargo, no resolvió todos los problemas del país. Lo que antes eran disputas relacionadas con los procesos electorales, después se transformaron en discusiones sobre el financiamiento de las campañas; lo que antes eran disputas sobre la autonomía de los órganos electorales, hoy son enfrentamientos al interior del congreso; lo que antes eran conflictos relativos al acceso al poder, ahora son conflictos relacionados con su ejercicio. Lo anterior sugiere que ha habido un cambio político de extraordinarias magnitudes y que se ha avanzado en términos de la institucionalización de la política nacional, pero también indica que los problemas políticos del país distan mucho de haber sido resueltos. El gran problema es que quienes tienen en sus manos la capacidad de resolver esta nueva serie de dilemas y fuentes de conflicto tienen un interés creado en el sostenimiento del statu quo, es decir, se benefician de que nada cambie.
Los problemas comienzan por su propia naturaleza: se trata de conflictos entre partidos y entre políticos, donde la ciudadanía no es más que un espectador en lugar de ser el centro de atención como ocurre en cualquier democracia que se respete. Lo curioso es que todos los trances que aquejan a la política nacional y ocupan las primeras planas de todos los medios de comunicación cotidianamente, poco se relacionan con las preocupaciones de la ciudadanía, con el ejercicio apropiado de la función de gobernar o con la construcción de una democracia en la que los políticos sirven a los intereses de la población y no al revés.
Más allá de los problemas estructurales que aquejan a la política nacional y cuyo origen se remonta décadas atrás (la no-reelección así como el extraño y peculiar sistema mixto de representación directa y proporcional en el congreso), la manera en que se resolvió la fuente principal de conflictos entre los partidos a lo largo de los noventa, las disputas electorales, creó las condiciones que hoy explican la dinámica y corrupción de los partidos.
A la par que el IFE y el TRIFE adquirieron el perfil institucional y de credibilidad que les caracteriza, los partidos organizaron un régimen de partidos que le confirió un extraordinario monopolio a los tres más grandes (que fueron los que sentaron los términos de la reforma de 1996), además de abrir una puerta (aunque por demás limitada) a la creación de nuevos partidos con privilegios reales, pero acotados. Es decir, los partidos organizaron un régimen legal que les permitió adueñarse de la política nacional, limitar y regular la competencia y excluir del proceso a la población. De acuerdo al modelo aprobado en esos años, la ciudadanía se limitaría a votar y a darse por bien servida.
Como resultado de la estructura armada en aquel momento, los tres principales partidos gozan de un sistema de distribución de los escaños asignados por representación proporcional que les garantiza una sobrerepresentación sistemática; al tener seguro el financiamiento (sobra decir que pagado con nuestros impuestos), los partidos no tienen necesidad de ganarse el pan de cada día, vaya ni siquiera de hacer rifas como en otro tiempo lo hiciera el PAN. Con el sistema de financiamiento vigente, los partidos, siempre y cuando no abusen de manera demasiado obvia como ocurrió con el llamado Pemexgate, tienen sus necesidades cubiertas. Al limitar la competencia, hacer excesivamente compleja la estructuración de alianzas electorales y privilegiar a los partidos existentes sobre potenciales alternativas, estas instituciones políticas no tienen que ver más que hacia sí mismas, con lo que ignoran de manera sistemática los intereses, reclamos o demandas de la ciudadanía. En una palabra, todo el sistema de incentivos que existe en el sistema partidista-electoral vigente, tiende a privilegiar a las burocracias de los propios partidos, así como a hacerlos impermeables a la ciudadanía. Valiente democracia.
Por lo que toca a los partidos chicos, el régimen electoral creado por los tres partidos grandes creó otro sistema de privilegios, aunque de menor escala, que se consolidó el pasado diciembre. La creación de un partido es un proceso oneroso, complicado, costoso y difícil. El proceso de constitución y aprobación diseñado por el IFE es tan engorroso (y absurdo en buena medida) que orilla a todos aquellos que aspiran a la creación de un partido a “rentar” organizaciones políticas o sindicales para que les aporten los asistentes a las asambleas que la normatividad exige. Es decir, el sistema es tan insensato que institucionaliza la corrupción antes de que un partido siquiera tenga la oportunidad de nacer. Además, cuando un partido no logra alcanzar el umbral mínimo del 2% del voto en elecciones federales o estatales, el partido pierde su registro y desaparece. Así, la creación de un nuevo partido constituye una verdadera odisea. Pero una vez que un partido ha sido constituido, los privilegios comienzan a apilarse. Para comenzar, el nuevo partido nace con el financiamiento garantizado (mismo que las nuevas organizaciones utilizan para pagar las deudas contraídas en el proceso de su fundación) y, con ello, con una fuente infinita de protección que les permite prescindir de la ciudadanía. Si además el partido logra un “pegue” razonable con los electores, como ha sido el caso del PVEM, adquiere un enorme atractivo como aliado para los partidos grandes (como demostró Vicente Fox en 2000 y el PRI en 2003), mismos que se abocan a garantizar su permanencia, independientemente del comportamiento u honorabilidad de sus integrantes. No es casualidad que, ante la evidencia de corrupción del presidente del PVEM, el PAN guarde silencio, el PRI lo apoye hasta la muerte y el PRD, único partido que todavía no logra sumarlo como aliado, lo denuncie (probablemente confiando poder sumarlo como aliado en la próxima elección). A final de cuentas, todo queda entre cuates.
Por si lo anterior no fuese suficiente, en el mes de diciembre pasado se aprobó una nueva reglamentación para la creación de nuevos partidos políticos que hace todavía más difícil la creación de uno nuevo. ¿Quién propició la nueva reglamentación? No es difícil de adivinar: el PVEM. Tampoco es difícil adivinar quiénes votaron a su favor: el PRI y el PAN. Con este nuevo ordenamiento se aumentan los privilegios para los partidos chicos que ya están sancionados por el régimen electoral, se reduce la competencia y se consolida la distancia con respecto a la ciudadanía. En lugar de tres partidos privilegiados con derechos exclusivos ahora tenemos seis: la familia se expande a la par que se reduce el potencial de desarrollo democrático.
James Madison, uno de los redactores de El Federalista, el libro que inspiró el desarrollo del sistema político estadounidense, estableció la esencia de lo que, desde entonces ha sido una de los principios centrales de toda discusión en estas materias. En el párrafo más citado de este libro, Madison afirma que si los hombres fuesen ángeles, no se requeriría un gobierno y que si los ángeles fueran a gobernar, no se requerirían controles internos o externos sobre el gobierno. Si ampliamos el tema del gobierno a los partidos políticos, la problemática es tan vigente en el México de hoy como lo fue para Madison en el siglo XVIII. Sin pesos y contrapesos, sin límites al potencial de abuso de los partidos (y, por supuesto, del gobierno) y sin mecanismos para que sea la ciudadanía la que guarde la llave de la democracia, los abusos y corruptelas de los partidos y sus políticos van a seguir siendo el pan suyo de cada día.