Objetivos y medios

Luis Rubio

Los mexicanos compartimos el objetivo de reactivar la economía, alcanzar tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico y hacer de ello una plataforma para el desarrollo integral del país y de la población. Como ilustra la Convención Nacional Hacendaria, la definición del objetivo nunca ha sido difícil ni particularmente controvertida; donde los mexicanos parecemos ser incapaces de entendernos es en los medios necesarios para alcanzar dichos propósitos, que parecen ser tan claros como transparentes. Arabia Saudita es un país que, en estos términos, puede servir de contraste a nuestra situación, por lo que vale la pena apreciar las semejanzas, así como las diferencias.

En un estudio reciente, un analista europeo clasificó a los participantes en el debate sobre el futuro de Arabia Saudita en tres grupos: aquellos con un interés creado en el futuro, los escépticos y los fatalistas. Cada uno de ellos se integra, de acuerdo a esta nomenclatura, tanto por ciudadanos sauditas como por actores extranjeros. Los primeros, aquellos que tienen un interés creado en el futuro del país, incluyen a buena parte de la familia real, así como a innumerables participantes y beneficiarios de una estructura económica peculiar, en la que el gobierno tiene compromisos que mantener y transferencias multimillonarias que realizar a una gran porción de la población saudita. De igual forma, participan en este grupo las legiones de ejecutivos de empresas petroleras y de servicios adjuntos que tienen una larga y fructífera relación con la industria local, así como varias cámaras bilaterales de comercio y de centros de estudios financiados por intereses sauditas o por otras naciones con intereses en esa nación.

El grupo de los escépticos incluye sobre todo a estudiosos y analistas tanto sauditas como occidentales, que reconocen la precariedad de la estabilidad tanto política como económica de un reino fincado en el poder del dinero petrolero, pero que no ofrece a una población creciente mayores oportunidades de desarrollo en la vida. Cuando en los setenta el país era una potencia económica, la familia real saudita construyó un estado de bienestar para prácticamente toda la población, a la vez que la familia real y sus socios se dedicaron a despilfarrar el dinero en toda clase de gastos opulentos y malas inversiones. La familia real nunca contó con la posibilidad de que el ingreso petrolero pudiera disminuir o que el crecimiento brutal de la población llegara a poner en entredicho la estabilidad económica del reino. Además, todo esto ha coincidido con el crecimiento de una fuerte disidencia religiosa al interior del reino cuya manifestación más evidente fueron los atentados terroristas contra Estados Unidos. Los escépticos observan el deterioro, analizan la capacidad del gobierno saudita de corregir el rumbo, afianzar la estabilidad económica del país y controlar a su disidencia religiosa, concluyendo, como su nombre lo indica, con dudas severas sobre la viabilidad de largo plazo del statu quo.

El grupo de los fatalistas se integra por la disidencia interna y los críticos del gobierno saudita, sobre todo por el lado conservador extremo en Europa y Estados Unidos. Los fatalistas culpan al reino de la familia Saud de la corrupción imperante en el país, atribuyen el terrorismo a los excesos y arbitrariedades de la familia real y demandan cambios radicales. Unos piden la constitución de una nación islamista en tanto que otros exigen el derrocamiento de la familia real en conjunción con una acción bélica que permita tomar control físico de los pozos petroleros. Aunque este grupo incluye a los pesimistas de ambos lados del espectro, es evidente que, en contraste con los dos grupos anteriores, los intereses de ambos son absolutamente divergentes.

Una visión, así sea superficial, de la naturaleza del debate en aquella nación árabe permite evidenciar un contraste radical con lo que ocurre en nuestro país actualmente. La dispersión de visiones, lecturas y posturas en Arabia Saudita es pasmosa. Una misma nación alberga actores que quieren preservar el statu quo y otros que lo quieren destruir; grupos que quieren el crecimiento económico y otros que lo rechazan y condenan; sectores que buscan encontrar salidas a los problemas existentes junto a otros que tratan de aprovechar los oportunidades para minarlo. Se trata, en una palabra, de un polvorín.

En México hay personas y grupos con posturas por demás contrastantes sobre cómo debería ser el país en el futuro y las acciones que deberían emprenderse para lograrlo. Lo mismo existen guerrillas que rechazan todo lo existente que nostálgicos por el pasado, pero en temas como en mencionado al inicio, el del crecimiento económico, es raro el mexicano que rechace la noción de que la economía tiene que reencontrar su camino y que el crecimiento es una de las mejores herramientas para enfrentar los problemas estructurales y de fondo que enfrenta el país en el sentido más amplio. Es decir, en franco contraste con Arabia Saudita, en México existe un consenso sobre el objetivo más elemental.

La gran pregunta es cómo alcanzar ese objetivo. La respuesta es más complicada de lo aparente pues, como hemos podido apreciar en los últimos años (o décadas), la manera en que se articula el objetivo determina, en muchas ocasiones, el contenido de las políticas gubernamentales resultantes. Es decir, no basta con querer el crecimiento económico para asegurarlo. Es necesario precisar la naturaleza del crecimiento que se busca alcanzar.

Los dilemas que enfrenta México para adoptar las medidas que serían necesarias para retornar a la senda del crecimiento no son exclusivas del país ni particularmente novedosas. Para reactivar el crecimiento, el país tiene que definir, una vez más, si quiere estar cerca o lejos del resto del mundo; si desea seguir los pasos de las sociedades ricas o imitar los de otras naciones pobres. Estas disyuntivas no son pura retórica: quizá el primer país que enfrentó dilemas como éstos fue el Japón del Meiji, en la segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces, una infinidad de sociedades ha vuelto al mismo problema.

A finales de los setenta, China comenzó a cuestionarse la conveniencia de seguir en una sociedad comunista que perseguía la igualdad como objetivo, pero a cambio de mantener a su población en la pobreza o abrirse, atraer inversión del exterior y transformarse por medio del crecimiento económico, aunque eso implicara el abandono del objetivo de la igualdad. Cuando China finalmente optó por el camino que hoy conocemos y que ha resultado tan exitoso, el entonces secretario general del partido comunista expresó de una manera muy simpática la orientación de las decisiones tomadas: en lugar de abrazar una postura ideológica en torno a decisiones clave como el de la propiedad privada (y, en muchos casos, extranjera) de los bienes de producción y de la infraestructura, Teng Siao-ping afirmó que lo importante no es si el gato es blanco o negro, sino si caza ratones.

Rusia, un poco como nosotros, se ha pasado quince años debatiendo consigo misma sobre la naturaleza de sociedad y de país que quiere construir en su etapa post-soviética. Por algún tiempo, optó por una apertura amplia, misma que vino acompañada por mucho desorden y abuso por parte de burócratas y vivales, para más tarde, en los últimos años y meses, comenzar a retornar, al menos aparentemente, hacia un esquema semiautoritario de gobierno, todo ello sin la definición cabal de la naturaleza del proyecto económico que pretendía avanzar. A la luz de estos contrastes, no es casualidad que la economía china crezca como la espuma, en tanto que la rusa siga experimentando vaivenes permanentes.

Aunque exista un acuerdo general sobre lo que se busca, la ausencia de acuerdo sobre los medios necesarios para alcanzarlo nos mantiene en la parálisis que hoy parece la norma. Los desacuerdos comienzan con lo más elemental: no existe un reconocimiento amplio sobre la necesidad de inversión para poder generar crecimiento, situación que se complica por el hecho de que, en esta era de globalidad, la inversión que mueve al mundo y hace posible el crecimiento de las economías ya no tiene una localización geográfica exclusiva. De esta manera, en tanto que China se dedica de manera consciente y sistemática a atraer la inversión del resto del mundo, nosotros persistimos en el rezago. Los chinos construyen infraestructura, obligan a que sus mercados sean competitivos, han desarrollado mecanismos para la resolución de disputas en temas como contratos y así sucesivamente. En lugar de pelearse por la nacionalidad del inversionista o la propiedad de los servicios públicos, o rasgarse las vestiduras cada vez que se debate una nueva iniciativa gubernamental, los chinos no pierden de vista el objetivo fundamental: construir una economía sólida y poderosa que permita el enriquecimiento del país y la población.

Lo que para los chinos ha resultado evidente, para nosotros sigue siendo un enigma. La suma de interminables (pero irrelevantes) disputas entre grupos que buscan ciegamente el poder, ha conducido al país al letargo, no porque carezcamos de recursos o capacidades para lograr el crecimiento, sino porque los diversos intereses políticos se consumen en sus propios objetivos de corto plazo y ninguno muestra la menor capacidad para ver más allá. La debacle de la sesión del congreso en diciembre pasado habla por sí misma.

Demasiadas agendas encontradas

 

La Convención Nacional Hacendaria fue concebida como un medio para encontrar soluciones a los desajustes que el fin de la era presidencialista le había heredado al federalismo mexicano. Hoy, a unos días de su inauguración, lo que domina son los protagonismos de los precandidatos. La pregunta es dónde quedan los temas que de verdad importan, como la rendición de cuentas y la cercanía entre el gobernante y el gobernado. La palabra más gastada en la CNH fue democracia. La pregunta es dónde quedó.

 

Fox y la lucha por el futuro

Luis Rubio

El país se encuentra en medio de una encrucijada. Muchas fuerzas políticas tiran hacia el pasado, en tanto que otras intentan empujar hacia el futuro. Ambas posturas se sustentan en argumentos sensibles y legítimos, pero las dos no pueden estar en lo cierto. El país debe encontrar la manera de resolver este dilema o, de lo contrario, la parálisis de los últimos tiempos acabará siendo la norma o, peor, el principio de un nuevo vendaval. Más importante, no se trata de dos opciones igualmente deseables o viables. México necesita transformarse para poder crecer y resolver sus problemas y eso sólo lo puede lograr una agenda modernizadora seria que, sin incurrir en los problemas y errores de la última década, sedimente la base de un nuevo país para todos los mexicanos.

El problema no es difícil de definir: el país hoy se consume en una disputa fundamental sobre el futuro. En ocasiones, la disputa adquiere tonos altisonantes, como cuando se organiza una pretendida megamarcha, en tanto que otras veces se trata de escarceos en el seno del congreso o en los medios de comunicación. Los temas en disputa van cambiando y las líneas de contraposición no siempre son claras, pero no cabe la menor duda que el país está reviviendo el tipo de confrontación política e ideológica que le caracterizó al principio de los ochenta, pero cuyo referente se remonta a la historia moderna del país: a final de cuentas, por ejemplo, todo el siglo XIX transcurrió en torno a una permanente disputa sobre el futuro.

Por un lado se encuentran quienes pretenden avanzar una agenda de modernización que acerque a México al mundo desarrollado, transforme las estructuras políticas y, por esa vía, reduzca la desigualdad, elimine la pobreza y consolide las bases para la construcción de un país próspero. El mejor ejemplo de que esto es posible, argumentarían sus promotores, es España, que en las últimas décadas ha evolucionado hasta convertirse en una de las naciones punteras en Europa en términos tanto políticos como sociales, además de registrar avances notables en el terreno económico. Otras naciones como los tigres asiáticos, Chile y, más recientemente, varias de las naciones del antiguo bloque soviético que están en proceso de integración a la Unión Europea, demuestran que esta vía no sólo es posible, sino altamente factible, pero siempre y cuando se adopten las políticas que son necesarias para que el tránsito sea exitoso. La clave se encuentra precisamente en la adopción de una estrategia integral de transformación y no de un conjunto de medidas aisladas que, como hemos podido observar en los años pasados, entrañan el enorme riesgo de nunca cuajar y, por lo tanto, de no alcanzar los objetivos que se proponen.

La postura contraria es menos coherente, pero su mensaje es igual, si no es que más poderoso. Para comenzar, mientras que los modernizadores tienden a ver hacia delante, sus detractores suelen ser introspectivos. En lugar de abogar por una política alternativa, quienes se oponen a la agenda modernizadora tienden a ver hacia la historia y hacia adentro, para rechazar aquella agenda a partir de argumentos nacionalistas. Además, muchos de quienes enarbolan esta visión prefieren mantener una distancia respecto al resto del mundo, sobre todo de Estados Unidos, y tienen como referente seguro a la Revolución Mexicana y su legado de presencia estatal en el control de algunas de las variables clave de la economía, como mecanismo diseñado para garantizar la consecución de los objetivos de la propia gesta revolucionaria. En muchos casos, los defensores de esta visión tienden a proteger los intereses de los sindicatos de las empresas y entidades que se atribuyen al legado revolucionario, como si se tratara de personas con derechos superiores a los del resto de los mexicanos. De lo que no hay duda es que los campeones de las posturas nacionalistas y retrospectivas, calificados a menudo de progresistas, constituyen una porción significativa de la población que, por diversas razones, teme a los cambios que propone la agenda modernizadora o duda de su viabilidad.

Más allá de las preferencias personales por una u otra postura, no cabe duda que ambas, con los calificativos o asegunes que cada quien quiera asignarles, son legítimas y representativas de vastos sectores de la población. Más importante, aunque en algunos periodos una de las corrientes ha prevalecido sobre la otra, también ha habido muchas etapas de impasse que sólo han agudizado el conflicto y detenido el crecimiento de la economía del país.

Si bien la reyerta es vieja, hay un factor que en la actualidad cambia radicalmente sus términos. Por décadas, o quizá siglos, el país competía en buena medida consigo mismo. Cuando las cosas salían bien, los avances eran significativos, como ilustran las décadas del llamado desarrollo estabilizador. Cuando las cosas salían mal, se precipitaban las crisis y la economía retrocedía. En cada uno de esos momentos, siempre hubo un modernizador por un nacionalista populista, pero usualmente los extremos eran menos exagerados que ahora. Sin embargo, en el presente no sólo se han extremado las posturas, sino que el entorno en el que se desenvuelve el país es distinto y tiene un impacto sobre el desempeño de la economía como nunca antes lo tuvo. La llamada globalización de la economía mundial implica una competencia permanente con todos los países del mundo y cada una de las decisiones que se adoptan entraña consecuencias. Cuando otros avanzan y México se queda en el mismo lugar, se da un retroceso relativo que implica le pérdida de inversiones y, por lo tanto, de empleos. La disyuntiva de mantener lo existente o avanzar hacia el futuro, adquiere una dimensión mucho más sensible hoy que en el pasado, a la vez que los costos de la parálisis se elevan.

Aunque es fácil identificar algunos exponentes particularmente visibles de cada una de estas dos visiones sobre el desarrollo futuro del país, es difícil identificar sus instituciones representativas. Los partidos políticos, por ejemplo, con frecuencia tienen grupos que se acercan más a un paradigma, en tanto que otros prefieren la alternativa, mientras que muchos más navegan de manera casuística entre uno y lo otro. Lo mismo ocurre en el congreso, en el ejecutivo y, en general, en la sociedad. La mexicana es una sociedad dividida que expresa posiciones contrastantes sobre el camino que debería tomarse hacia el futuro. Por eso es tan importante el actuar de los partidos políticos, el liderazgo que ejerce el presidente de la República y la retórica que emana tanto de los partidos como de los aspirantes a la candidatura presidencial por parte de cada uno de ellos.

Al inicio del sexenio, todo parecía indicar que el presidente Fox se convertiría en el principal protagonista de la lucha por el futuro. Durante su campaña, el entonces candidato Fox enarboló la agenda modernizadora, explicó sus virtudes y criticó la falta de alternativas en los argumentos de la oposición. Como ilustra su triunfo, en campaña no sólo convenció a la población de las virtudes de su agenda, sino que luego de su victoria en julio del 2000, buena parte de la población, incluso muchos de los que no habían votado por él, se manifestaron a favor de la iniciativa. Pero una vez que tomó la batuta, el presidente Fox abandonó la estrategia que le había dado tan buen resultado como candidato y cedió ese liderazgo a la revuelta que han organizado las fuerzas que enarbolan la agenda nacionalista y retardataria.

Ahora que el país comienza, una vez más, el largo (y excesivo) periodo de transición hacia la justa electoral del 2006, es tiempo de pensar las implicaciones de esta lucha por el futuro no sólo en el sentido estricto de las candidaturas, sino del devenir del país.

Dado que el presidente Fox prácticamente ha abandonado su participación en esa lucha por el futuro, la cancha la han tomado quienes tienen una visión contraria a la agenda modernizadora, como ilustra el proceder legislativo en los últimos tiempos. Aunque sin definirse en estos términos, muchos de los potenciales candidatos a la presidencia claramente se inclinan por una agenda de retroceso, en lugar de enarbolar la de la modernidad. El problema es que, planteado como la lucha de dos visiones, se podría pensar que se trata meramente de dos caminos hacia un futuro similar, cuando en realidad uno supone un retraimiento, un retroceso hacia un pasado que, por atractivo que pudiese parecer en la retórica, nunca lo fue, mientras que el otro implica la posibilidad de romper con las ataduras que el pasado le ha impuesto al desarrollo del país. Es decir, se trata de dos caminos contradictorios que conducen a futuros muy distintos. Aunque en ocasiones podría parecer atractiva, la agenda nacionalista no es más que un conjunto de medidas orientadas a proteger intereses particulares que impiden el desarrollo del país; la agenda modernizadora bien estructurada (y esto es clave), puede comenzar a abrir los espacios para el desarrollo del país en los años por venir. Quizá más importante, la agenda modernizadora tiene amplio espacio para darle forma; no es necesario repetir lo hecho en los últimos años para avanzarla. La innovación siempre es posible.

La pregunta crucial es qué será necesario para que la agenda modernizadora tenga alguna posibilidad de cobrar fuerza y convertirse en la agenda nacional. En la actualidad, sólo hay una persona capaz de enarbolar la agenda modernizadora, articular el discurso que soporte esa agenda y convencer a la población de su viabilidad, y ese es Vicente Fox. Todas las alternativas en el corto plazo tienen problemas diversos, en principio porque la mayoría está inmersa en la disputa por el poder en el 2006. El sexenio actual acabará mal si el país sigue paralizado o, peor, deslizándose hacia atrás. El presidente todavía puede levantar su gobierno si se asume como el estandarte de su propia oferta política cuando candidato. Todo cambiaría a partir de ese momento, comenzando por el hecho de que un candidato en pro de la modernización (sea o no de su partido) tendría una oportunidad de ganar, oportunidad que, en el momento actual, no parece real.

 

En busca del camino perdido

Luis Rubio

En medio de la vorágine democrática y descentralizadora que ha caracterizado al país a lo largo de la última década, perdimos algo fundamental: el rumbo al desarrollo que el país había encontrado tras largo tiempo de indefinición. No hay nada peor para el desarrollo de una nación que la ausencia de rumbo, porque es ahí donde se pierde la sensación de claridad sobre el futuro, se destruyen expectativas y, por encima de todo, donde hacen su agosto todos los intereses particulares, cuyos beneficios derivan del malestar del resto de la población. El país tiene que recuperar el camino del crecimiento y del desarrollo.

Lograr un consenso en torno al objetivo del desarrollo es simple y directo. Nadie puede objetar, ni con la razón ni en la práctica, la imperiosa necesidad de alcanzar tasas elevadas de crecimiento económico o de crear condiciones para que sea posible la generación de empleos y de oportunidades para el desarrollo. La claridad y sensatez del objetivo son tan obvias que nadie puede, en su sano juicio, disputarlas; las dificultades no comienzan en la definición del objetivo, sino en las decisiones concretas que deben adoptarse para hacerlo posible.

El problema no es nuevo. En realidad, el país perdió el rumbo desde finales de los sesenta y sólo lo recuperó de nuevo hacia el final de los ochenta, para volver a extraviarse una década después. La claridad meridiana de rumbo que aportaba el entonces llamado desarrollo estabilizador, se disipó cuando este modelo comenzó a enfrentar sus limitaciones y fue destruido por las desbocadas políticas en materia fiscal con que se inauguró la década de los setenta. El modelo de desarrollo que le había dado al país casi dos décadas de desarrollo estable, con tasas elevadas de crecimiento del producto, el empleo y el ingreso, había llegado a sus límites y requería ajustes y cambios significativos. Sin embargo, lo que ocurrió en los setenta no fue un ajuste o un cambio menor, sino la destrucción integral de un paradigma que había sido efectivo en las décadas anteriores.

Entre las crisis de los setenta y los ochenta, el país perdió dos décadas antes de encontrar nuevamente un sentido de dirección en materia económica. Aunque en la segunda mitad de los ochenta se hablaba de reformas en la estructura económica, la realidad es que se trataba de un nuevo modelo de desarrollo. Es decir, no se trataba de reformas aisladas e independientes unas de las otras, sino de un proceso de cambio económico que tenía por objetivo la transformación de la economía del país y la creación de nuevas bases para un desarrollo económico sostenido en el largo plazo. El Tratado de Libre Comercio (TLC) norteamericano no era sino la culminación simbólica de un proceso de reformas estructurales que, sin embargo, debía continuar para alcanzar el objetivo final.

Este último punto es crucial: el TLC acabó por convertirse en un fin en sí mismo, en lugar de constituirse en un punto de arranque para una transformación integral del país. Si bien el TLC consolidaba las reformas emprendidas en los años previos a su entrada en vigor, la economía mexicana distaba mucho de encontrarse en condiciones óptimas para competir con el resto del mundo. El TLC nos dio acceso al mercado más grande del mundo y permitió construir un marco legal e institucional tanto para la atracción de inversión productiva como para la resolución de disputas comerciales, pero no resolvió los problemas de competitividad de cada sector de la industria y región del país. Esos problemas debieron ser objeto de atención gubernamental a lo largo de la década siguiente.

El caso de Canadá es ilustrativo. Con la política ningún canadiense se quedará fuera, el gobierno federal de aquella nación creó condiciones óptimas para que cada persona, región y empresa tuviera la oportunidad de beneficiarse del TLC. El gobierno canadiense construyó mecanismos para que los empresarios se informaran de oportunidades y retos, dedicó enormes recursos al reentrenamiento de la población en edad laboral, apuntaló el sistema educativo para que éste empatara las necesidades y requerimientos del proceso productivo. En una palabra, convirtió al TLC en un instrumento para el desarrollo de su país; no esperó a que la competencia rebasara a su población, sino que anticipó las necesidades y transformó un mecanismo comercial en un medio para acelerar el crecimiento económico y el enriquecimiento de su población.

Con la crisis del 94-95, el gobierno mexicano abandonó la pretensión de hacer con el TLC lo que hicieron sus pares canadienses. Si bien se le sacó todo el jugo que era posible dadas las condiciones en que éste se instrumentó (como lo muestran las elevadas tasas de crecimiento alcanzadas entre 1997 y 2000), también se perdieron ingentes oportunidades toda vez que en el camino se perdió el sentido de dirección. El TLC se convirtió en un objetivo, en lugar de ser un medio, y se asumió que los potenciales beneficios evolucionarían por sí mismos. Los resultados de esa falta de acción y decisión los sufrimos hoy en la forma de un estancamiento económico que dura ya varios años. Si bien en este año se habrá de registrar algún crecimiento, su ritmo será menor al que hubiera sido posible de haberse continuado con las reformas requeridas. Sin el TLC, la economía seguiría en crisis; pero igual de cierto es que no se le ha sacado todo el jugo que era posible al TLC.

Hoy nos encontramos nuevamente ante una tesitura crítica. Todo mundo quiere que la economía recupere el crecimiento, pero nadie esta dispuesto a cambiar el statu quo para alcanzarlo. Unos se oponen porque no quieren perder privilegios, mientras que otros se apegan a nociones ideológicas caducas que no hacen sino preservar la pobreza relativa del país. La oposición a cualquier reforma es enteramente explicable y lógica (pues, a final de cuentas, cualquier reforma afectará siempre intereses), no así la falta de una estrategia de desarrollo integral por parte del gobierno. La dinámica política del gobierno actual (y de su predecesor) se ha caracterizado más por la ausencia de una estrategia de desarrollo que por la claridad del rumbo a seguir. De hecho, los opositores a las reformas han tenido mucho más claridad de objetivos que el propio gobierno al proponerlas.

Y ese es el meollo del asunto: en lugar de una estrategia de desarrollo, la dinámica política ha llevado a que se discutan planteamientos de reforma (en lo energético o en lo fiscal, en lo laboral o en las telecomunicaciones) que no siempre son coherentes entre sí, ni son animados por una misma concepción del desarrollo. En otras palabras, el problema del país no reside en la ausencia de tal o cual reforma, sino en la inexistencia de un claro sentido de dirección. A falta de ese sentido de dirección, las iniciativas de reforma resultan ser superficiales y con frecuencia inoperantes.

Cuando se discute cada reforma en lo individual, sin un marco estratégico de referencia, las batallas en torno a cada iniciativa se tornan campales y violentas en un sentido político. Cuando hay un sentido claro de dirección general, las reformas individuales adquieren un dinamismo tal que arrollan a la oposición interesada. El fracaso de las iniciativas de reforma recientes es una expresión de esa ausencia de rumbo y no al revés.

Por algunos años, la cercanía con los mercados le confirió a nuestra economía una ventaja competitiva excepcional. México no sólo contaba con acceso privilegiado al mercado estadounidense, sino que la proximidad, en conjunto con el TLC, convertía al país en una plaza de enorme atractivo para la localización de nuevas plantas industriales. Sin embargo, esas ventajas se fueron erosionando a la par que otras naciones elevaron su productividad de tal manera que nos dejaron atrás. Nosotros, dormidos en nuestros laureles, dejamos que naciones como China nos desplazaran en los mercados de exportación. Aunque se le quieren atribuir condiciones mitológicas al éxito chino, lo cierto es que México se rezagó en todos los órdenes: desde el educativo hasta el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de obstáculos burocráticos. Mientras que los chinos remueven impedimentos para la creación de empresas nuevas, en México hacemos cada vez más oneroso el privilegio de contribuir al crecimiento de la economía. El éxito chino en nuestros mercados de exportación se explica al menos en parte por nuestra incapacidad para resolver problemas elementales en materia de infraestructura que ellos han sabido manejar con mayor sabiduría.

El éxito de la economía mexicana está severamente determinado por el entorno internacional en que vivimos. Cuando México lanzó la iniciativa de negociar un TLC norteamericano, el país llevaba la delantera en el proceso de desarrollo. Diez años después, ese espíritu de avance se ha extinguido y ya no resulta claro cuál es el objetivo que se persigue. Desde el terreno de lo abstracto, es obvio que se busca el crecimiento, pero una vez que se intenta aterrizar ese objetivo, lo que encontramos es encono y parálisis. China no permitió la inversión privada en electricidad porque soslayara el tema de la soberanía. Justamente porque reconoció que la soberanía se fortalece con una economía más fuerte y pujante es que emprendió reformas en el sector. La reforma eléctrica en China fue un medio para el fin buscado y no un objetivo imposible como se discute en México en la actualidad.

Las oportunidades para el desarrollo económico del país son enormes, pero no van a darse por sí mismas. Se requiere de una concepción clara de lo que se persigue y de una gran habilidad para aterrizarla. Hoy no tenemos la claridad de miras ni la disposición de las fuerzas políticas para hacerla posible. El gran problema es que la competencia a nivel internacional crece cada minuto. China sigue reformando sus estructuras, Malasia eleva la calidad de su educación e India penetra los mercados de servicios de información. México podría estar en todos esos mercados, pero parece seguir esperando algún milagro sobrenatural.

 

Lo que viene

Luis Rubio

El comienzo de este año es también el inicio del proceso electoral del 2006. A diferencia de los procesos sucesorios del pasado, incluido el del 2000, esta será la primera vez en que un proceso electoral tendrá lugar después de la muerte del viejo presidencialismo mexicano. Las implicaciones de este cambio son trascendentales, como ya hemos podido observar en el comportamiento de los políticos en los últimos meses. La pregunta es si esta nueva etapa vendrá acompañada de una mejor oportunidad de desarrollo para el país.

Las sucesiones de antaño eran procesos complejos y prolongados, pero extraordinariamente controlados. En la era priísta, cada uno de los presidentes se preocupaba por arreglar el proceso de sucesión prácticamente desde el inicio de su sexenio. Entre las reglas de oro del juego de la sucesión, el presidente decidía y los aspirantes tenían que ser miembros del gabinete o, como se les denominaba coloquialmente, tenían que ser cardenales. La carrera comenzaba con una relativa igualdad entre los aspirantes y, aunque todos los presidentes, como cualquier otro ser humano, tenían preferencias naturales desde el arranque, no todas las designaciones acabaron como el presidente las tenía contempladas al inicio. El curso del sexenio fortalecía a algunos y deterioraba las posibilidades de otros; algunos acababan teniendo que ser reemplazados porque resultaban insostenibles; otros acabaron siendo producto de una transacción explícita o implícita entre grupos de poder que operaban en torno al presidente. Lo que no cambió ni un ápice hasta el 2000, fue la conducción, organización y control que el presidente tenía del proceso.

La presidencia actual ya no goza de los poderes del viejo presidencialismo posrevolucionario, y el presidente Fox no ha mostrado ni la menor propensión a conducir un proceso de esta naturaleza. Este hecho constituye un hito político para el sistema político mexicano. El proceso sucesorio en el que ya estamos inmersos, tiene características singulares dada nuestra historia. Hoy la característica principal del sistema político reside en la fragmentación, en lugar de la centralización, y en la aparición de nuevos actores, jugadores que nunca antes habían tenido capacidad de participar en estos procesos. De particular importancia son los gobernadores, políticos que en muchos casos han heredado las características del viejo sistema centralista, pero a nivel de su propia circunscripción geográfica. Algo similar ocurre con los líderes de los partidos políticos, antiguos enclenques de la política que ahora han adquirido una relevancia fundamental.

Pero el cambio principal no reside en la multiplicación de actores y en que ya no exista un conductor privilegiado, sino en que no existen reglas, formales o informales, para el desarrollo del proceso. Aunque en el pasado cada presidente trataba de organizar su sucesión para lograr determinados objetivos personales o nacionales, su principal función era la de asegurar que este proceso llegara a buen puerto. Desde esta perspectiva, los antiguos presidentes eran conductores y fuente de disciplina para el proceso político. Hoy no existe un conductor, ni reglas del juego, ni disciplina, ni capacidad para exigir al menos respeto para la ciudadanía y los demás contendientes. Estamos viviendo una era de competencia ciega por el poder donde lo único que parece importar es el triunfo. Todo el resto, incluido el devenir del país, ha pasado a ser secundario.

Si todo sale bien, llegaremos al 2006 para asistir a una contienda debidamente organizada por el IFE, junto con la Suprema Corte y el Tribunal Electoral, las únicas instituciones serias y relevantes con que cuenta la nueva era de la política mexicana. Si llegamos sin contratiempos a ese momento, la probabilidad de éxito es elevada, como han probado los comicios federales del 2000 y del 2003, así como prácticamente todos los equivalentes a nivel estatal y municipal en los últimos años. El verdadero problema es cómo resolver el paso anterior, el proceso en el que cada partido decidirá quién será su candidato presidencial.

Cada uno de los partidos cuenta con un proceso de nominación, pero la mayoría enfrenta agrias discusiones internas sobre la mecánica que deberá guiarlo. Aunque todos los partidos experimentan complejidades propias, las del PRI son excepcionalmente grandes. A final de cuentas, el PRI es el único partido que enfrenta una situación inédita y sus aspirantes, que se multiplican como los panes, pero a mayor velocidad, parecen percibir ésta como la única oportunidad de su vida. Aunque existe el precedente de una elección primaria para la nominación de su candidato, aquella ocurrió todavía en la era priísta y en un proceso en el que sin duda intervino la mano del entonces presidente Ernesto Zedillo.

Las cosas quizá sean menos complejas dentro del PAN, pero ese partido también tiene que decidir si la nominación será responsabilidad de su asamblea o si abrirá el proceso a toda su membresía. La diferencia es absoluta, ya que los potenciales contendientes cambiarían de naturaleza: mientras que en una contienda cerrada el triunfador sería un panista de abolengo, un proceso abierto le abriría la puerta a personajes no tradicionales del partido. El PRD, por su parte, no cuenta con un proceso de nominación formalizado y su reto no es menos grande dada la competencia entre su fundador, y hasta ahora candidato permanente, con el perredista más popular del país.

Aunque las nominaciones formales tendrán lugar hasta el 2006, los procesos de disputa política ya están en marcha. Los diferendos y conflictos que se evidenciaron en el proceso legislativo pasado tenían un obvio referente en la disputa por el poder, particularmente dentro del PRI, y todo el actuar público de los aspirantes se inscribió en esa lógica. La lógica del proceso ha sido tan poco institucional y tan destructiva que no ha habido decisión relevante que no se haya contaminado con la lucha por la candidatura. Esto ha provocado que los procesos legislativos se caractericen por un sesgo permanente que, en la mayoría de los casos, ha impedido que se avancen los intereses del país cuando cualquiera de los contendientes percibe que su interés particular puede verse comprometido en el proceso. Puesto en otros términos, no es casualidad que la economía del país se encuentre estancada, pues ello refleja la incapacidad e indisposición de los precandidatos para anteponer los intereses del país a los propios.

La disputa política se complica por dos razones adicionales, que serán manifiestas a lo largo del año que ahora comienza. La primera es que en este año se disputarán diez gubernaturas; como los gobernadores son piezas centrales en la movilización (y manipulación) del voto en los procesos internos de nominación de los candidatos, cada uno de los aspirantes a la candidatura presidencial hará todo lo posible (y más) para intentar sesgar cada uno de los procesos de nominación de candidatos a gobernador a favor de sus cuates o aliados políticos. No es imposible que la sangre que corrió en el congreso a finales del año pasado, sea juego de niños comparado a lo que viene en algunos estados.

Otro factor que complica los procesos políticos es el desorden que caracteriza al país en general. El presidente ha estado ausente de la política nacional y, cuando se presenta, muestra una preocupante tendencia a referirse a un país que ningún mexicano reconoce. El optimismo de su retórica choca con la violencia del lenguaje del resto de los políticos y las preocupaciones crecientes del ciudadano común y corriente. En lugar de asumir el costo político por las reformas que su propio gobierno ha presentado, el presidente ha dejado que los partidos de oposición (incluido el suyo que, con la mayor de las frecuencias, actúa como de oposición) paguen los costos o, más comúnmente, evadan los temas por no estar dispuestos a asumir las consecuencias. Con lo anterior, el presidente ha hecho posible el crecimiento de movimientos de oposición sobre todo por su indisposición a hacer lo que hizo con excelencia durante su campaña, es decir, identificarse con las preocupaciones más fundamentales de la población.

Los mexicanos experimentan los miedos naturales de una era de cambios incontenibles, quizá semejantes a los que en su momento vivieron quienes experimentaron la Revolución Industrial en el siglo XIX. La incertidumbre y el cambio, pero sobre todo la ausencia de referentes y de un liderazgo sólido y confortante, han convertido las oportunidades en desesperanza y las expectativas de un futuro mejor en añoranzas por un pasado inexistente. La ausencia de un liderazgo honesto y preclaro como el que caracterizó al candidato Vicente Fox, ha permitido que los viejos depredadores del sistema político y del gobierno capitalicen esos miedos y conviertan la fuente natural de apoyo al desarrollo del país, la población en su conjunto, en una fuente de obstáculos, miedos y contrarreformas. A menos de que esto cambie pronto, en la medida en que avance el sexenio y se agudicen los conflictos vinculados con la sucesión, esos miedos seguramente tenderán a acrecentarse y, con ello, la parálisis legislativa.

El país vive una etapa de extraordinaria debilidad institucional. A esto se ha venido a agregar la volatilidad social y la disposición de diversos políticos a aprovechar ambas circunstancias para lanzar un frente de oposición o, al menos, de contención, a los cambios y ajustes que requiere el país para retornar a la senda del crecimiento económico. La complejidad de los procesos de sucesión presidencial no hará sino agudizar esa oposición y, por lo tanto, a hacer más difícil la recuperación de la economía. Los políticos están preocupados por lo que los anima, la búsqueda del poder; esa dedicación es no sólo lógica, sino legítima. Pero no puede tener lugar a costa del desarrollo del país o, peor, en contra de su progreso. En la medida en que una cosa choque con la otra, como ha venido ocurriendo en los años pasados y amenaza con continuar este año, se habrá demostrado que tenemos elecciones limpias, pero para el desarrollo y la civilización nos falta un buen rato.

 

Un nuevo paradigma político

Luis Rubio

México no puede confundirse con una democracia en la actualidad. A pesar de que se han venido adoptando algunas de las formas de la democracia, sobre todo en el plano electoral, subsiste un sinnúmero de prácticas políticas que se acercan más a esquemas autoritarios y oligárquicos que a los democráticos. Lo anterior no pretende negar los enormes avances que el país ha logrado a lo largo de los últimos años, pero sí ponerlos en perspectiva. Los avances son enormes, pero los retos hacia adelante son tan grandes, tanto más complejos que los ya superados, que es imposible pretender que se ha arribado al puerto anhelado. En nuestras circunstancias, tan importante es arribar a un nuevo estadio de desarrollo político, como avanzar en esa dirección. La experiencia de los últimos años, sobre todo a partir de 1997  en que, por primera vez, el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y el gobierno ha tenido que coexistir con un congreso cada vez más fragmentado, es poco promisoria. Los consensos han sido pocos y los avances todavía menores. Lo peor es que se sigue pretendiendo un consenso sobre objetivos, cuando lo único posible, y deseable, es un acuerdo sobre los medios, los procedimientos, para avanzar hacia adelante.

La complejidad de los procesos de cambio político es enorme, y también inevitable. Una vez que una nación decide transformarse para avanzar hacia la democracia, todas sus  estructuras comienzan a experimentar diversos grados de convulsión. El paso de un sistema en el que existen mecanismos verticales de control hacia uno en el que el ciudadano es el principio y fin de los procesos de decisión, entraña no sólo la conformación de un sistema electoral transparente y creíble, sino también de toda una gama de instituciones que lo hagan viable: desde una prensa moderna, analítica y crítica hasta un sistema judicial consolidado que permita dirimir conflictos dentro de un marco institucional en el que la violencia no tenga lugar. En contraste con un sistema político semiautoritario, para funcionar, la democracia exige una gran riqueza institucional, algo que pocas veces se aprecia al momento de dar el primer paso en lo que sin duda es un largo camino de desarrollo político. México dio el primer paso, el de la democracia electoral, con gran éxito. El problema ahora es cómo mantener el paso y seguir adelante.

Al inicio de los noventa, Ralph Dahrendorff, el afamado profesor germano-británico, escribió una larga carta en forma de libro en la que trataba la complejidad política que enfrentaban los países de Europa oriental. Liberadas del yugo soviético, las “nuevas” naciones confrontaban la necesidad de construir instituciones que les permitiera gobernarse, adoptar estrategias de desarrollo económico y demás. Todas ellas optaron, al menos nominalmente, por sistemas democráticos de gobierno y pronto comenzaron a encontrar las dificultades inherentes al desarrollo de mecanismos de pesos y contrapesos, el enorme reto que implica crear y desarrollar medios de comunicación honestos, analíticos y críticos que sirvieran a la ciudadanía más que a sí mismos y, sobre todo, la necesidad de construir un orden legal que definiera derechos y obligaciones, procedimientos y medios para el desarrollo político, económico y social. Luego de observar lo intrincado de los procesos de cambio que caracterizaban a esos países, la conclusión de Dahrendorff resultó premonitoria: “se requieren seis meses para instrumentar la democracia electoral, seis años para construir los pininos de una economía de mercado y sesenta años para construir una sociedad civil sobre la que se ancle y consolide la democracia”.

Es imposible saltarse etapas en temas tan fundamentales como es el de la maduración política de una sociedad. Pero ciertamente es posible dar pasos certeros que, poco a poco, vayan sedimentando la consolidación de instituciones que son la esencia de la democracia. En la actualidad, el principal reto que enfrenta la democracia mexicana reside en la inexistencia de acuerdos de fondo, de esencia, sobre los mecanismos que hacen funcionar a un sistema político competitivo. Si bien las fuentes del cambio político que ha experimentado la sociedad mexicana a lo largo de las últimas décadas han sido múltiples –desde el cambio demográfico hasta las crisis económicas, pasando por la erosión de la legitimidad del PRI, el crecimiento de otras fuerzas políticas, etcétera- el paso más importante hacia la democracia no se dio en abstracto, sino por la disposición de los gobiernos de entonces a negociar el contenido de una reforma electoral con los partidos de oposición. Es decir, aunque nadie puede disminuir la importancia de las presiones que experimentaba el viejo sistema para liberalizar la política mexicana, el consenso electoral no surgió  en el aire, sino de una negociación política con un gobierno dispuesto a avanzar en la materia, con frecuencia a regañadientes y contraviniendo las preferencias de los miembros de su propio partido.

Ahora que es imperativo avanzar en otros ámbitos de la reforma política –todos ellos vinculados a la construcción de nuevas reglas de interacción entre partidos, poderes públicos y medios de comunicación, así como a la creación de mecanismos efectivos de rendición de cuentas- el gran problema es cómo articular los consensos que permitan arribar a decisiones concretas. Una cosa era negociar con un gobierno todopoderoso, como ocurrió con la reforma electoral, y otra muy distinta es que fuerzas políticas disímbolas se pongan de acuerdo y permitan que el país avance.

Parte del problema actual reside en que los partidos políticos están enfrascados en el problema equivocado y no pueden salir de los círculos viciosos que ellos mismos han creado. La mayor parte de los políticos mexicanos tiende a ver a la política y a muchos de sus instrumentos, incluyendo a la Constitución, como fines en sí mismos. En lugar de apreciar que la política constituye un medio para tomar decisiones, los políticos con frecuencia pretenden alcanzar acuerdos fundacionales sobre objetivos. Nuestra Constitución es un ejemplo palpable de lo anterior: saturada de aspiraciones y objetivos precisos, que en ocasiones se contradicen entre sí, no establece los medios para dirimir diferencias o principios y derechos inalienables que constituyan guías de acción permanentes. En una etapa en la que lo obvio es la ausencia de acuerdos sobre objetivos, la pretensión de alcanzarlos por medio de la ley no puede más que fracasar. Lo que el país requiere son acuerdos sobre procedimientos: sobre los medios legítimos para tomar decisiones y no sobre las decisiones mismas.

La virtud de las reformas electorales de los últimos años reside en que no se acordaron objetivos: nunca se dijo que tal o cual partido tenía que ganar, ni se determinó el tipo de iniciativas o políticas que habría de emprender una vez que llegara al poder. La reforma electoral se limitó a crear los vehículos para la elección de nuestros gobernantes y punto. En tanto que un gobierno electo se apegue a la legalidad, tiene el pleno derecho de emprender las iniciativas que considere pertinentes. Lo que falta en la actualidad son acuerdos semejantes en otros ámbitos: desde la organización interna del congreso hasta los mecanismos de rendición de cuentas, el acceso a la información y las relaciones entre los poderes públicos. Los consensos no pueden ser sobre objetivos, sino sobre los medios para decidir. Ningún político puede, ni debe, anticipar las preferencias ciudadanas sobre tal o cual tema; su responsabilidad debe limitarse a crear los medios para que esa voluntad ciudadana se exprese y se refleje en las decisiones gubernamentales. Para ello es imperativo que el gobierno, entendido éste en un sentido que incluye al ejecutivo y legislativo, cuente con un sistema de toma de decisiones funcional y eficiente que garantice tanto los pesos y contrapesos debidos, como el avance en temas sustantivos. En la actualidad contamos con contrapesos pero no con decisiones eficaces y oportunas.

La democracia mexicana ha llegado a un punto de parálisis. La diversidad del país es enorme y creciente y los intereses que se expresan a lo largo y ancho del territorio son extraordinariamente contrastantes. Nada ejemplifica lo anterior de mejor manera que las campañas y disputas –algunas de ellas verdaderas batallas campales- que en la actualidad existen al interior de los propios partidos políticos. Todo esto ha hecho que la capacidad de arribar a acuerdos políticos disminuya. A su vez, la ausencia de instituciones funcionales ha creado un fenómeno sugerente: en ausencia de acuerdos sobre medios de decisión, la capacidad de chantaje de unos partidos (y grupos) sobre otros es literalmente infinita, como ilustra la inmensa capacidad que ha tenido el PRD de imponer su agenda en temas que van del Fobaproa a la reforma fiscal. Un poder legislativo mejor estructurado y más responsivo a la población jamás habría permitido que un partido con el 10% de las curules le impusiera sus preferencias a los partidos que, en conjunto, detentan más del 80% de la cámara, como ocurrió en la pasada legislatura. La democracia mexicana abandonó una ribera del Rubicón y se encuentra a la deriva a la mitad del río.

La característica central del viejo sistema político era la disciplina. Esta permitía la articulación de consensos, en ocasiones más voluntarios que en otras, sobre la agenda pública. Esos consensos han desaparecido y todo indica que no van a reaparecer en el futuro mediato. Por ello es imperativo articular consensos sobre los medios para tomar decisiones. En su nivel más básico esto no es otra cosa que el respeto a un Estado de derecho que establece las reglas de la convivencia pública. Pero para que lo anterior pueda tener asidero se requiere el consenso en por lo menos un punto: en que ésta es la mejor forma de convivencia política y  que se está dispuesto a ceñirse a sus dictados. El primer paso hacia lo anterior debe consistir en la aceptación absoluta de la legitimidad de todos los actores políticos, siempre y cuando éstos de atengan a la ley y actúen dentro de los cánones que ésta dicte. No se trata de reconstruir lo que existió, sino de substituirlo con algo que le vuelva a dar viabilidad al país. Para no acabar naufragando en el Rubicón.

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Para atrás o para adelante

Luis Rubio

Luego de décadas de un régimen brutalmente centralizado y con frecuencia muy represivo, la población y sus políticos aprovecharon la primera oportunidad para romper las amarras y descentralizarlo todo. El fin de una era histórica fue el antecedente de cambios reactivos en todos los órdenes. Algunos ejemplos. El gasto público, antes totalmente discrecional y centralizado, fue transferido directamente a las provincias sin que mediara evaluación alguna del costo y beneficio de los proyectos en los que éste iba a ser empleado; el partido, antes una organización vertical, relajó todos los controles que antes lo caracterizaron y dejó que cada una de las organizaciones y regiones cobrara vida propia; y los gobernadores ascendieron como la nueva fuerza política del país. Después de algunos años de experimentar la descentralización política y fiscal, el resultado del ejercicio fue el caos. La economía se estancó, las reformas no avanzaron, los bancos quebraron y resurgió la inflación. El desorden era de tal magnitud que un nuevo gobierno acabó con el experimento y puso freno a la desintegración del país: se reinstauraron diversos mecanismos de control y, sin retornar al esquema represivo de antaño, se fortalecieron de nuevo los poderes del gobierno central, dando lugar a una acelerada recuperación económica y a una nueva era de estabilidad. ¿Prognosis del futuro de México? No, simplemente la historia de Rusia en la última década.

La historia rusa en el siglo XX tiene muchos paralelos con la nuestra. Ambas naciones experimentaron revoluciones tempranas en el siglo e instauraron un sistema de partido único. Aunque infinitamente menos represivo que el soviético, el sistema político mexicano fue en muchos sentidos comparable con el de aquella nación. Esos paralelos persisten en estos años de reformas y cambios.

El fin de la Unión Soviética (URSS) en 1991 vino seguido de una revolución económica que intentó abrir mercados, desarrollar un sector empresarial luego de haberlo erradicado ochenta años atrás y democratizar la toma de decisiones. Como en México, el experimento avanzó de manera espectacular en algunos ámbitos, pero sufrió una aguda crisis económica en 1998 y, particularmente, una crisis de enfoque. A la centralización se le respondió con descentralización; a la imposición desde la capital con la transferencia de poder a los gobiernos regionales; al dispendio del gobierno central con el derroche de recursos de los gobernadores regionales. Para el fin de los noventa, las estructuras institucionales que habían caracterizado a la URSS se habían evaporado, pero el país no funcionaba. La crisis de 1998 les obligó a replantear todo este esquema y comenzar a redefinir una nueva estrategia de desarrollo.

La historia es simple y directa. A mitad de los ochenta la URSS se encontraba estancada: la economía no crecía, el mundo cambiaba a pasos agigantados y la otrora potencia se comenzaba a rezagar en ámbitos clave como el de la tecnología, la industria y los servicios. Gorbachov intentó avanzar diversas reformas, pero se encontró frente a un sistema político infranqueable. Los beneficiarios del sistema se rehusaban a llevar a cabo cualquier cambio. Ante esto, Gorbachov emprendió la llamada glasnost, cuyo objetivo ulterior era   generar apoyo popular a las reformas que el país requería. Como resultado de la glasnost se abrieron los archivos históricos, se eliminaron todos los controles a la expresión y se facilitó la discusión sobre el pasado, como los crímenes stalinistas y la represión en general. La estrategia de apertura política venía acompañada de la llamada perestroika, una política de reforma económica en un principio modesta, pero crecientemente ambiciosa en sus alcances y objetivos. La idea era que la libertad política haría factible la transformación económica sin mayores exabruptos. Claramente, Gorbachov no sabía en lo que se estaba metiendo.

Como en el México de los ochenta, el objetivo de las reformas no era el trastocar el poder o desmantelar a la Unión Soviética, sino elevar la eficiencia de la economía y la legitimidad del sistema político. En contraste con la estrategia seguida por los gobiernos mexicanos de entonces, los soviéticos abrieron primero el debate político, para luego intentar la reforma económica. Sin embargo, cuando llegó el momento del cambio económico, el poder de coacción del régimen se había desvanecido y, en consecuencia, la reforma rodó por el piso. En 1991, la URSS se colapsó. Con el fin de la Unión Soviética renació una Rusia con una extensión territorial disminuida, pero con una economía cada vez más privada y parcialmente liberalizada aunque, como en México, sin una transformación de fondo del entorno institucional, legal o político, en el que habría de operar un nuevo sistema político democrático y una economía capitalista. Las decisiones se descentralizaron, el gasto público se transfirió en montos enormes a los gobiernos regionales, los gobernadores adquirieron un enorme poder y el país comenzó a desintegrarse. Los efectos fueron catastróficos: unos cuantos individuos terminaron acaparando fuentes inmensas de riqueza, la delincuencia hizo explosión, la corrupción alcanzó niveles antes inimaginables, la relación entre el parlamento y el ejecutivo dejó de funcionar y el país acabó en una severa crisis económica a fines de los noventa. El modelo de descentralización política y fiscal, aunado con la transferencia de poder real a un pequeño grupo de billonarios, acabó llevando a la antigua URSS a la bancarrota en lo político y en lo financiero.

Con su llegada al gobierno como primer ministro y luego como presidente, Vladimir Putin comenzó a reorganizar la administración e intentó imponer un nuevo orden en diversos ámbitos. Comenzó por encarcelar a algunas de las cabezas de las nuevas mafias privadas, negoció con el parlamento una modificación constitucional para establecer un nuevo equilibrio entre el gobierno federal y los provinciales y creó un nuevo mecanismo para hacer posible una relación funcional entre el ejecutivo y el parlamento. Muchos critican las acciones del nuevo presidente ruso, sobre todo porque perciben que ha retornado la arbitrariedad burocrática. No obstante, la gestión de Putin constituye un intento por recalibrar las estructuras de gobierno, tras descalabros tan radicales como no intencionados que provocaron una crisis parecida a la que vivimos nosotros en 1995. Ahora Rusia ha recuperado una semblanza de orden, la economía ha vuelto a crecer y varios de los indicadores de desarrollo económico y humano, como la expectativa de vida al nacer, han recobrado sus niveles anteriores luego de colapsarse a mediados de los noventa. Aunque la democracia rusa es al menos tan imperfecta como la nuestra, el país recupera la brújula que extravió en los tiempos de Yeltsin.

Los problemas de la Rusia de hoy evocan mucho a los nuestros. Aunque la relación entre el poder ejecutivo y el legislativo, la Duma, se estabilizó luego de años de confrontaciones, reflejando nítidamente la diversidad y pluralidad que caracteriza a la sociedad rusa, el nuevo parlamento constituye una vuelta hacia el unipartidismo; lo que muchos estimaban como la mejor garantía de que el viejo sistema totalitario no podrá reinstaurarse ha vuelto a quedar en entredicho. Recién fortalecido, el presidente Putin enfrenta ahora el que podría ser el mayor de sus desafíos: por más que logró el control del parlamento, la burocracia se ha convertido en el principal obstáculo para el buen desempeño del gobierno. Empeñada en preservar sus fueros, la burocracia rusa hace hasta lo indecible por crear incertidumbre, imponer su voluntad en la forma de subsidios discriminatorios y laudos administrativos arbitrarios, y beneficiar a sus favoritos, como ocurrió por años con los subsidios a la energía, circunstancia que favoreció la consolidación de un grupo de intermediarios que pasaron de la mediocridad a la riqueza en un plazo brevísimo. Cualquier semejanza con nuestra realidad es pura coincidencia.

En el pasado, los gobiernos rusos (y antes los soviéticos) determinaban el poder del país en función del número de misiles a su disposición. La llegada de Putin al gobierno ha introducido una saludable dosis de pragmatismo a la administración pública; al presidente actual le resulta evidente que la fuerza de un país se encuentra en la solidez de su economía y ya no en sus armamentos. Esta importante redefinición le ha permitido un gran acercamiento con los países occidentales, y muy particularmente con Estados Unidos. Incluso, ahora se encuentra negociando su ingreso a la Organización Mundial de Comercio. Aunque reconocer el hecho inexorable de tener que abandonar su status de superpotencia no debió haber sido nada fácil, lo que parece evidente es que los rusos han encontrado un nuevo equilibrio interno que promete ser funcional.

Rusia parece haber recuperado un esquema de interacción política que sin duda está lejos de ser perfecto y adolece de muchos problemas en términos de representatividad o rendición de cuentas. Sin embargo, el nuevo equilibrio no es autoritario como el del pasado, ni caótico como el de la década de los noventa. En el caso ruso, estos avances se deben a la recreación de un equilibrio entre las regiones y el gobierno central y entre el ejecutivo y el parlamento, donde el antiguo partido comunista ya no es el elemento principal de cohesión. Esto no quiere decir que la nueva realidad sea perfecta o que los ciudadanos rusos se vanaglorien de éxitos que no están a su alcance, pero sí que al menos aprovecharon la crisis económica de 1998 y el colapso del gobierno de Yeltsin para comenzar a ver hacia adelante. Tal vez sea tiempo de que nosotros comencemos, al menos, a aprender la misma lección.

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Una encrucijada más

Luis Rubio

Una vez más, el país se encuentra hoy ante una verdadera encrucijada. Domina la sensación de que nada camina, que los males se apilan y que las salidas que antes parecían seguras dejaron de serlo. Se trata, por supuesto, de una quimera. Las salidas para el país existen y son evidentes, no así la capacidad política para hacerlas nuestras y salir adelante. Urge hacer de la mexicana una economía productiva y competitiva; ninguna otra cosa nos sacará del hoyo en que nos hemos metido, en ocasiones parece que con toda alevosía. Es tiempo de dejar de discutir y pasar a las decisiones.

Esta no es, por supuesto, la primera vez que el país se encuentra ante una tesitura semejante, pero hay una diferencia fundamental con el pasado. Antes, las opciones potenciales para salir adelante eran de diversa índole; hoy las alternativas son tajantes. Antes había la posibilidad, al menos en teoría, de intentar avanzar hacia el desarrollo a través de esquemas ortodoxos como los seguidos por naciones como Suiza o Hong Kong, o bien, mediante proyectos heterodoxos como los de algunas otras naciones del sudeste asiático. Aunque por distintos caminos, ambas avenidas parecían prometedoras. Con los cambios que el mundo ha sufrido en las últimas dos décadas, el presente no ofrece más que una alternativa y la dicotomía es muy clara: o comenzamos a desarrollar las bases para que el país pueda triunfar en el mundo globalizado que nos ha tocado vivir o nos quedaremos condenados a depender de los vaivenes y altibajos de los mercados, los cambiantes gobiernos de la república y, no menos importante, los humores de nuestros políticos.

Si uno ve para atrás, impresiona repasar lo que el país ha cambiado a lo largo de las dos últimas décadas. De tener una economía cerrada y protegida, México se ha abierto y, en lo fundamental, ha logrado salir adelante frente a una cada vez más intensa competencia mundial. Aunque en ocasiones las dificultades para seguir adelante parecen inconmensurables, todo mundo reconoce que, a pesar de la complejidad, no hay punto de retorno. El pasado hace mucho que se perdió en el horizonte, pero eso no implica que el presente sea sostenible o que el futuro sea certero. Lo único certero es que se avecinan más cambios. De hecho, nos encontramos en una situación de equilibrio precario que hace pensar, lo mismo, en el gran paso adelante hacia el desarrollo que en el regreso a la pobreza e inestabilidad.

Indudablemente, el país no está hoy en condiciones adecuadas para enfrentar la creciente competencia que caracteriza al mundo y que parece incrementarse día a día. A pesar de que la economía mexicana arroja cifras positivas en diversos rubros, algunos de ellos críticos para la estabilidad, su realidad se asemeja cada vez más a aquel famoso comunicado de la Guerra Civil española en donde se anunciaba que “el avance continuó todo el día sin que se hubiera perdido territorio”. En efecto, la competencia es una lucha sin cuartel en un entorno de cambio permanentemente. Cualquiera que no se adecue con celeridad pierde terreno. Hemos llegado al punto en que nos medimos más por lo que no avanzamos.

Luego de décadas de disputas sobre la función de las empresas y los empresarios en el desarrollo económico del país, hoy prácticamente nadie duda del papel central que juegan en el desarrollo. Más allá de las diferencias normales sobre la política económica, al empresario se le reconoce hoy como el creador de riqueza y generador de fuentes de empleo que es. De hecho, en un país como el nuestro, con la juventud de su fuerza de trabajo, hay un consenso tácito: sin empleadores no hay empleos. Sin embargo, estamos aún a la espera del siguiente paso: el de crear las condiciones para que las empresas –nuevas y viejas- prosperen y, sobre todo, para que el país experimente un rápido incremento de su productividad que es, en última instancia, el factor que determina la riqueza de un país y el ingreso de sus habitantes. Todos hablan de las empresas, pero nadie facilita su desarrollo.

Del consenso sobre la importancia del empresario en el desarrollo de empleos no se deriva un acuerdo similar sobre la urgencia de generar las condiciones para que haya más empresarios, más empresas, mejores oportunidades y, por lo tanto, más crecimiento y más empleos. El mundo de la política y los debates abandonó su desprecio por el empresario pero, como ilustran los últimos días, no ha asumido las implicaciones y necesidades de una economía moderna que funciona en un entorno no solamente competitivo, sino con un dinamismo tan intenso que el único patrón de comportamiento que admite es el del cambio mismo.

A diferencia de lo ocurrido en los países del sudeste asiático, por citar el caso más obvio, donde los esfuerzos se concentraron en optimizar las condiciones en que operan las empresas, en México el empresario tiene que competir con una mano amarrada tras las espalda y la otra distraída en burocratismos, corruptelas e insuficiencias de la infraestructura. Si bien es cierto que las empresas son la base del desarrollo económico, no todas ni las mismas empresas pueden cumplir con ese cometido: se trata de un dinamismo permanente que es precisamente lo que hace exitosa y rica a una economía. Lo imperativo es hacer posible (y fácil) que se creen, desarrollen, prosperen  y, de ser necesario, mueran las empresas. Aquí reside la base del desarrollo y la creación de riqueza.

Cualquiera que haya vivido en el mundo de la industria y los servicios en el país, conoce la historia. La creación de una empresa toma meses; los bancos ven con suspicacia a quien requiere crédito para emprender un negocio; las líneas telefónicas con frecuencia no están disponibles y su costo es mucho mayor al de sus competidores en Asia o en Estados Unidos; la energía eléctrica es cara y se caracteriza por cambios en su voltaje que afectan la maquinaria; las regulaciones en materia laboral y fiscal son complejas, contradictorias, costosas y difíciles de cumplir; los trabajadores suelen estar muy bien dispuestos y son capaces de inventar y mejorar procesos de producción, pero sus fundamentos educativos son pobres y no les ayudan a agregar valor en el proceso de producción. La agenda económica es por demás obvia, pero no así la existencia de un gobierno y poder legislativo capaces y dispuestos de llevarla hacia adelante. Aunque patético, no es casual que el precio de la mano de obra (y, al mismo tiempo, el tipo de cambio) siga siendo determinante de nuestra competitividad. Con todos estos handicaps, el empresario que sobresale en nuestro país es un verdadero héroe.

Cuando la economía mexicana se encontraba cerrada y protegida, estos temas parecían poco importantes. Claro que, aunque aparentemente intrascendentes, esas deficiencias tenían costos elevados que se podían observar en la mala calidad de los productos y servicios o directamente en su precio, pero era posible al menos sobrevivir. Con la transformación del mundo a raíz de la llamada globalización, proceso que es ineludible y no sujeto a voluntades, todo el esquema anterior se alteró. Ahora ya no es posible competir con precios altos o mala calidad. Las empresas tienen que ofrecer mejores productos y servicios y competir con sus pares en el resto del mundo. Es un giro radical que no fue creado por el gobierno y con el cual todos los mexicanos tenemos que vivir y aprender a ajustarnos.

Este ajuste, sin embargo, ha sido sumamente difícil y costoso. Muchos empresarios han encontrado maneras de competir en el exterior y defenderse con éxito de las importaciones, pero muchos más han sido incapaces de hacerlo. Algunos podrían ser muy exitosos, pero operan en un entorno tan hostil que les resulta difícil, cuando no imposible, vencer los obstáculos. El mundo de los viejos empresarios era tan sencillo que simplemente no se pueden adaptar a las nuevas realidades mundiales. Pero lo que es cierto es que no existen condiciones idóneas que favorezcan el desarrollo de empresas y empresarios en el país. Esa es la gran tarea que tenemos hacia adelante.

El país requiere cambios profundos que no están teniendo lugar. Alrededor de ellos se ha suscitado una enorme confusión que surge, precisamente, de intereses que se verían afectados por los cambios y de la ignorancia que caracteriza a muchos políticos y a la población en general sobre las condiciones que generan riqueza en una sociedad. Lo que el país requiere es un entorno conducente a la competitividad de las empresas.

Nada ni nadie puede garantizar el éxito de una empresa o de un empresario, pero en México todo parece edificado para dificultarle el camino. Se requiere, urge, crear las condiciones que hagan posible el nacimiento, desarrollo y consolidación de empresas competitivas, capaces de generar riqueza, satisfacer al consumidor nacional, exportar y crear empleos. Al mismo tiempo, es imperativo facilitar la transformación, y desaparición en su caso, de empresas que no funcionan o no pueden competir exitosamente, de una manera tal que permita aprovechar sus activos, es decir, su maquinaria, sus edificios, los conocimientos de sus empleados, etcétera. Ese es el gran reto del México de hoy y todos los mexicanos (incluidos, en primer lugar, los empresarios); un objetivo singular al que todos deberíamos sumarnos.

Parte del éxito depende exclusivamente de los propios empresarios. Son ellos quienes tienen que adoptar una estrategia, organizar sus procesos de producción, elevar su eficiencia y desarrollar nuevos mercados. Pero su capacidad de competir depende en buena medida del entorno en que operan y a ese entorno le da forma el gobierno y el legislativo. El tema clave es la productividad: todo lo que contribuye a elevarla debe ser privilegiado y todo lo que la disminuye o impide debe ser desechado. Así de fácil y así de difícil. El marco legal y regulatorio, la calidad de la educación, la existencia de mecanismos para hacer cumplir los contratos a un costo bajo, la calidad de la infraestructura y la confiabilidad de los servicios (banca, comunicaciones, energía eléctrica, etc.) son todos factores cruciales para el crecimiento de la productividad. La pregunta es si podremos organizarnos para ser una sociedad próspera y rica. La alternativa ya la conocemos.

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Cuentas pendientes

Luis Rubio

El experimento democrático mexicano tiene un gran activo y un sinnúmero de carencias. El gran activo, algo nada despreciable dada nuestra historia, reside en haber remontado la era del fraude electoral. Pero, mientras que los beneficios de la competencia electoral se pueden apreciar de manera cotidiana, las carencias de la democracia siguen siendo tan amplias y diversas que lo abarcan todo: lo económico, lo político y social. Cada uno de éstos requiere y justifica un análisis serio, así como acciones concretas por parte del gobierno y del legislativo. Un buen lugar para comenzar el análisis podría ser el conjunto de entidades creadas para suplir carencias en nuestra vida institucional, es decir, los organismos independientes o autónomos que han proliferado en los últimos años y que, en muchos casos, han inaugurado un nuevo género de vicios.

Las carencias democráticas del país son muchas y de diverso orden. El espectáculo que ofrecen los partidos y los políticos de manera cotidiana es revelador de dos características particularmente nocivas de la democracia mexicana actual: la ausencia de ciudadanos en la ecuación de la política y la inexistencia de mecanismos de rendición de cuentas. Los políticos actúan como si vivieran en un vacío político, como si la ciudadanía no existiera. Sus conflictos tienen como referente su historia y los intereses de sus líderes partidistas, pero la ciudadanía es la gran ausente.

En la perversa lógica de la política mexicana, la de antes y la de ahora, pues en esto no ha habido cambio alguno, los ciudadanos están para servir a los políticos y no a la inversa. Es evidente que los políticos ya no pueden abusar de la ciudadanía de la manera en que lo hacían en el pasado, pero la esencia de esa relación no se ha alterado. Un viejo chiste decía que la diferencia entre una dictadura y una democracia reside en un factor central: en las dictaduras los políticos se burlan de los ciudadanos, en tanto que en las democracias, son los ciudadanos los que se ríen de los políticos. En México, hace décadas, o siglos, que los ciudadanos se burlan de sus políticos, como ilustran las olas de chistes y pifias que caracterizan diversos episodios de nuestra historia. Pero la crítica implícita no repercute más allá.

Las carencias democráticas son tan patentes que basta con observar los pleitos callejeros entre políticos, por no hablar de la violencia de su lenguaje, para alertarnos sobre la posibilidad de que nuestro reciente ingreso a la vida democrática acabe naufragando por la inexistencia de políticos capaces de pensar más allá de sus intereses primarios. En lugar de desarrollar un marco institucional que permita a la sociedad ser representada, los políticos se concentran en la protección de sus fuentes de privilegios, en la destrucción de sus adversarios y en el empleo de un lenguaje tan pueril que hiere el corazón de lo que debería ser un debate serio y civilizado. Sólo para ilustrar el punto, vale la pena imaginar qué estaría pensando don Jesús Reyes Heroles quien, entre otras muchas virtudes, acuñó la frase aquella de que en política la forma es fondo, al ver a muchos distinguidos priístas compitiendo con los boleros por el mejor uso del lenguaje.

Ninguna de las carencias democráticas en el país es nueva; lo que es nuevo es la complejidad y dificultad del proceso político, ahora que han desaparecido las anclas institucionales de antaño o los mecanismos de disciplina del viejo sistema. Un sistema democrático de gobierno implica, por definición, la inexistencia de mecanismos de disciplina autoritarios, pero no la ausencia de disciplina. Se trata de dos mundos contrapuestos.

En el pasado, el presidente tomaba decisiones para después organizar procesos de negociación, usualmente dentro de su propio partido, que hacían posible su instrumentación. Esos mecanismos permitían la toma de decisiones dentro del gobierno, así como un cierto grado de participación de diversos intereses políticos en el proceso, pero ignoraban al resto de la sociedad. Un sistema democrático de gobierno implica la existencia de pesos y contrapesos, de frenos a los excesos del gobierno y de la discusión seria y meditada de los temas que exigen decisiones por parte del gobierno, pero también de mecanismos de presión sobre el poder legislativo, para que este actúe y no se paralice. El país transitó de una era caracterizada por decisiones frecuentemente unipersonales a otra en que nadie está dispuesto a decidir o a asumir responsabilidad alguna, como bien ilustra el paso al populismo en materia fiscal que dio el congreso esta semana.

En la actualidad hay al menos tres causas de parálisis, todas ellas vinculadas con una transición política incompleta, no planeada y, tanto peor, no pensada. En primer lugar, los funcionarios gubernamentales evaden tomar decisiones por temor a sanciones futuras, revanchas políticas o por el riesgo de incurrir en faltas administrativas absurdas. La reglamentación creada con el supuesto propósito de erradicar la corrupción, dieron lugar a un tipo de Frankenstein que no tenía otro objetivo que perseguir a un funcionario por razones políticas. Si pretendemos que el país cuente con un gobierno eficaz, se tendrán que eliminar esas regulaciones absurdas y perversas y substituirlas por un mecanismo moderno que haga posible el funcionamiento eficaz, además de impoluto, del gobierno.

En segundo lugar, el poder legislativo vive una era de lujuria. Liberados del yugo presidencial, los supuestos representantes populares no hacen sino representarse a sí mismos. Ante la inexistencia de mecanismos de expresión y presión por parte del ejecutivo y de la población, los legisladores sólo tienen tiempo para sus disputas intestinas. La estructura del poder legislativo, con una mezcla de legisladores por representación directa y representación proporcional, impide la rendición de cuentas, inhibe el desarrollo de mecanismos e incentivos que sirvan para que exista disciplina en el mundo de la política y abre reductos para una parálisis permanente. En lugar de encabezar la transformación institucional del país y llevar a cabo las tareas a las que las últimas administraciones priístas se opusieron (porque temían de la posible percepción de que estaban dispuestas a perder el poder), el poder legislativo ha perdido todas las oportunidades que desde 1997 ha tenido para sentar las bases de un país moderno. Los avatares fiscales de la última semana son muestra fehaciente del primitivismo político y de la ausencia de reconocimiento de la precariedad de la economía del país.

Finalmente, en tercer lugar, la transición política ha sido por demás pedregosa y se ha acompañado de la creación de instituciones pensadas de manera táctica y para el corto plazo, pero cuya existencia plantea riesgos serios de largo plazo. En un extremo, éstas podrían convertirse, irónicamente, en un obstáculo para la consolidación democrática del país. En los últimos años del reino del PRI y en lo que va de la presente administración, se ha intentado capotear los problemas de credibilidad y legitimidad del sistema político mediante la creación de entidades autónomas e independientes. La idea era compensar la debilidad institucional que aqueja al país con la credibilidad que le pudieran aportar personas en lo individual a la cabeza de dichas entidades. Es así como se crean instituciones tan distintas como el IFE y el IPAB, las comisiones de derechos humanos y el Instituto Federal de Acceso a la Información. Con una lógica similar se reformó la Suprema Corte de Justicia y se transformó la entidad encargada de fiscalizar las cuentas públicas (la Auditoría Superior de la Federación).

Cada una de estas instituciones ha contribuido al proceso de cambio político y ha servido para mantener la estabilidad política, así como para abrir fuentes de oxigenación al viejo sistema. Muchas de estas entidades han logrado forzar al gobierno federal, así como a los estatales y municipales, a rendir cuentas sobre algunas de sus actividades. A pesar de su éxito relativo, se trata de mecanismos imperfectos para el desarrollo político de un país. Las comisiones de derechos humanos pueden hacer recomendaciones, pero no substituyen la necesidad de un sistema judicial funcional; la Suprema Corte de Justicia ha transformado la vida política en el país, pero no ha llegado al ciudadano común; el IFE se ha ganado el respeto de la sociedad, pero no ha resuelto los problemas relativos a las disputas por el poder más allá de los electorales. Se trata de entidades diseñadas para tapar agujeros en la estructura institucional. Sin el menor afán de restarles mérito, su mera existencia revela los rasgos de un sistema de gobierno deficiente y de una democracia disfuncional. Peor, dada la propensión muy nuestra de conferirle características casi mitológicas a cada nueva institución, no advertimos que muchas de estas instituciones son también fuente de problemas.

El poder judicial, por ejemplo, ha visto crecer su presupuesto en doce veces entre 1995 y 2003. Obviamente, si una de nuestras grandes carencias democráticas tiene que ver con el estado de derecho, es lógico y necesario que se eleve su presupuesto; pero ¿a quién le rinde cuentas el poder judicial por su gasto?, ¿cómo podemos saber que ese dinero, contra toda evidencia, se está empleando para el desarrollo de la legalidad en el país y no para la construcción de nuevos mausoleos físicos o políticos? Algo similar se puede decir del IPAB: si uno ve la recuperación de la cartera mala de los bancos en los últimos años y la compara con la del IPAB, los resultados son reveladores. Mientras que los cuatro bancos, tan criticados, a pesar de haber sobrevivido gracias a que hicieron bien las cosas, recuperaron el 40% de esa cartera, el IPAB sólo recuperó el 9%. ¿Quién le exige cuentas al IPAB por su desastroso desempeño?

Dadas las circunstancias, nadie podía esperar una transición de terciopelo para la democracia mexicana. Pero los mexicanos esperábamos que políticos de otra altura encabezaran el proceso de construcción de esa democracia; vaya, que pensaran en el país y en el futuro más que en ellos mismos y en el pasado. Sin un proyecto orientado a elevar la eficiencia política, desarrollar la representación ciudadana y afianzar la rendición de cuentas, el riesgo de colapso resulta ser ingente.

 

De un ciudadano a un manifestante

Luis Rubio

Memorandum

A: manifestantes consuetudinarios

De: un ciudadano

 

Estimados manifestantes:

Hace unos días ustedes tuvieron la oportunidad de marchar por las calles de la ciudad de México sin contratiempos y sin que nadie los interrumpiera. Todos los que vivimos y trabajamos en la ciudad, abandonamos nuestras tareas cotidianas para que tuvieran la ciudad entera para ustedes.

 

Todos los mexicanos cargamos con agravios de muy distinta naturaleza. Los servicios públicos son una porquería, los asaltos nos tienen atosigados y la situación económica es desastrosa. Sobran razones para el enojo y la frustración. Lo que no entiendo es por qué desaprovechan la oportunidad de contribuir de una manera positiva a que todos esos agravios se resuelvan y podamos vivir en una sociedad próspera que a todos beneficie.

La impresión que ustedes dejan cuando secuestran un camión de transporte público, pintan bardas o destruyen escaparates es que lo único que les interesa es hacer bola y armar escándalo, sin quedar claro el para qué. Todos los ciudadanos entendemos que hay momentos en que es necesario protestar, pero lo que yo oí en el radio y vi en la televisión en la noche después de la llamada “megamarcha”, es que unos cuantos políticos caducos se juntaron con los líderes de algunos sindicatos para manipularlos a ustedes y a la opinión pública en general, al pretender hacernos creer que están defendiendo los intereses del país y de los más necesitados, cuando todo lo que están haciendo es proteger sus intereses y privilegios, o bien,  perseguir un fin muy particular.

Los manifestantes que fueron entrevistados en la radio y en la televisión hablaban de muchos temas, por cierto, distintos a los que enarbolaban quienes convocaron y encabezaron la marcha. Algunos de los entrevistados manifestaban su molestia por la expropiación de unas tierras, otros mencionaban el problema de PubliXIII; otros más esbozaban las consignas zapatistas. Algunos hablaron específicamente de la privatización eléctrica, aunque desconocían los detalles. Lo que más me sorprendió fue la distancia entre lo que la mayoría de ustedes apuntaban como problemas concretos, entre sus enojos acumulados y su profunda preocupación y hasta miedo por la incertidumbre respecto al futuro, y lo que los organizadores enarbolaban: los únicos que hablaron del tema eléctrico fueron los miembros del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME).

Los miembros del SME sí sabían qué buscaban con la manifestación. Para ellos lo que está de por medio en una reforma eléctrica es fundamental, pues se trata  de la defensa de una serie de privilegios de los que ni en sueños goza el resto de trabajadores mexicanos. Ellos pueden retirarse con su sueldo completo después de tan sólo unos años de trabajo. Saben que los sueldos que ganan y las prestaciones que reciben son tan grandes que un cambio en la estructura de la industria les resultaría muy costosa. Generar electricidad más barata o que la población y la industria puedan ser más competitivas como resultado de una reforma en este sector, constituye una amenaza a sus propios intereses.

A ninguno de ellos les oí siquiera mencionar aquellas cuestiones que aquejan  a la mayoría de mexicanos y a muchos otros que lograron movilizar tras su  propia causa. Para ellos lo importante es que sus circunstancias no cambien y han logrado que políticos, sindicatos y otras organizaciones se les sumen, aun cuando ninguno de ellos se beneficie de un “no” a la reforma eléctrica. O sea, para ellos todos ustedes son bola y un buen instrumento para que no se resuelvan los problemas que a todos aquejan.

Esa es la paradoja de la manifestación. Unos cuantos manipulan a otros tantos para proteger sus intereses. A ninguno de los organizadores de la marcha les importa si tú tienes empleo o si la economía mejora o empeora. Para ellos lo importante es que sus privilegios sean preservados.

Los organizadores de la marcha tienen una agenda muy concreta: quieren demostrar que cuentan con el apoyo de muchas personas, grupos y sindicatos para ponerse al tú por tú con el gobierno. Creen que jugando a las vencidas con el gobierno y los legisladores van a poder imponer su agenda de parálisis al resto de la sociedad mexicana.

Por eso me sorprende que ustedes participen en un juego que no les beneficia y del que sólo se puede derivar más bronca. Mientras que yo tengo que encontrar la forma de sobrevivir en esta situación económica tan complicada y difícil, encontrar una chamba adicional y todavía darme tiempo de cuidar de los chavos, ustedes se la pasan de lo lindo en las calles sin siquiera entender que le engordan el caldo a otros para su beneficio personal.

La situación económica es mala porque el gobierno sigue protegiendo a burocracias y empresas a través de regulaciones y criterios diversos que crean cotos de caza para grupos e intereses particulares, incluyendo los de muchos que participaron con ustedes en la manifestación. Mientras que para ustedes la marcha constituyó una manera de protestar, de hacerse presentes y tratar de que alguien los oiga, para esos grupos fue un medio para proteger lo que ya tienen. Es decir, ustedes les están haciendo la chamba a esos otros.

Lo que el país necesita es lo contrario a lo que demandan los grupos que convocaron a la marcha la semana pasada. Ellos organización manifestaciones multitudinarias porque quieren hacernos creer que son millones de personas quienes los apoyan. Pero la verdad es que son unos cuantos los que mantienen al país paralizado. Ustedes no tienen empleos o no tienen los empleos que quisieran porque esos grupos impiden que haya inversión en el país, obligan a que se mantengan regulaciones que hacen costosa la energía eléctrica para las casas y la industria y, con todo ello, aniquilan cualquier posibilidad de que ustedes tengan empleos productivos y bien pagados y que el país se desarrolle.

Ustedes participan en las manifestaciones porque están enojados, porque tienen miedo o porque ven que no existen oportunidades para su desarrollo. Yo les digo que todo lo anterior no se revierte armando bronca, ni obstaculizando las medidas que generarían las dos cosas que pueden hacer que el país prospere; éstas son la inversión y la productividad.

La inversión es necesaria para desarrollar la infraestructura carretera y de comunicaciones, para instalar fábricas y comercios, escuelas y servicio de energía eléctrica. Todo esto cuesta dinero, requiere inversión, en ocasiones fuertes sumas de recursos que deben generar rentabilidad para hacer atractiva una mayor inversión. Lo importante es que se invierta y que esa inversión se traduzca en oportunidades de desarrollo para las personas y, por lo tanto, para el país. Si seguimos con niveles tan bajos de inversión como los actuales, la economía no podrá crecer y eso implica menos empleos y oportunidades para ti y para mí. Todos perdemos cuando ésta no se realiza.

En el caso de la reforma eléctrica, lo que el gobierno propone es que se permita a inversionistas privados invertir en la generación de energía eléctrica. Que ellos compren los terrenos, adquieran la maquinaria y generen electricidad con la tecnología más moderna. Esa tecnología es más barata que la que emplea la CFE en la actualidad, utiliza gas, en lugar de combustóleo, lo que la hace menos contaminante y más barata. En realidad, lo que está proponiendo el gobierno es sumamente modesto. No está planteando la privatización de nada ni está sugiriendo que se abra la distribución o la transmisión del fluido eléctrico a la inversión privada. Con esa nueva inversión, el costo de la energía disminuiría, pero el resto del servicio seguiría siendo exactamente el mismo, con apagones y todo lo demás.

Como no tienen argumentos contra estas obviedades, los organizadores de la marcha se envuelven en la bandera nacional, como si ellos fueran más mexicanos que ustedes o yo. Su verdadero argumento es “friégate tú y no me quites mis privilegios”. ¿De verdad quieres avanzar sus intereses con tu participación?

Además de la inversión, el país necesita elevar su productividad de una manera constante. La productividad no es otra cosa que producir más con menos recursos, esto es, gastar menos dinero, energía o materias primas en la elaboración de un producto. En la medida en que se eleva la productividad, la población se hace más rica y el país gana. Se crean mejores empleos, se pagan mejores salarios, se consumen más bienes y todo mundo acaba mejor. Pero para elevar la productividad es necesario que se invierta en maquinaria y equipos nuevos, que haya operadores, ingenieros y técnicos capaces de operarlas y una infraestructura moderna y competitiva. O sea, es necesario que exista un buen sistema educativo, que la infraestructura sea tan buena como la mejor del mundo y que haya empresarios dispuestos a invertir y capaces de organizar la producción.

Los organizadores de la manifestación en la que participaste no aceptan ese concepto tan elemental porque implicaría la desaparición de sus privilegios, no les importa que eso atente en contra del desarrollo de oportunidades para ti y para el resto de los mexicanos.

Diviértete en las manifestaciones, pero date cuenta que cada marcha en la que participas reduce la posibilidad de que tus condiciones mejoren o que el país progrese. ¿De verdad quieres eso?

Reglas de etiqueta de la Unión Europea

+   En temas de importancia para ti, asegúrate que todos los demás sepan exactamente y con mucha anticipación qué es lo que estás buscando.

+   Si prometes algo, cumple.

+   En reuniones, habla solo cuando el tema es de gran importancia para tu país, o si crees que tu propuesta puede formar la base para un acuerdo de consenso.

+   No cambies la política pública salvo que tengas una buena razón.

+   Siempre debes tener un plan B por si el plan A deja de ser viable.

Fuente: Seminario de la Unión Europea en Septiembre 5, The Economist, Noviembre 22, 2003

www.cidac.org

Nuestra peculiar irrealidad

Luis Rubio

Uno podría pensar que la reforma fiscal, más que una propuesta de modernización, simplificación y racionalización del sistema de recaudación de impuestos, es una fórmula para fabricar drogas psicodélicas. En lugar de una propuesta técnica para sentar las bases para la estabilidad financiera del gobierno y para el crecimiento económico del país en el largo plazo, el tema fiscal parece crear urticaria entre los políticos y genera reacciones por demás interesantes que, de no ser por su gravedad, serían risibles. En lugar de análisis y debates serios, produce reacciones alucinantes entre los legisladores. En lugar de un proyecto serio de reforma, todo lo que los legisladores han podido producir, en el mejor de los casos, es una serie de nuevos parches, que seguro usarán después para decir que el crecimiento no se logra porque otros no saben lo que hacen.

Las reacciones son de caricatura. Primero el PRI logra un acuerdo, que luego desautoriza su líder; se anuncia un nuevo impuesto y se explica que éste no impactará el consumo, mientras que otro miembro del mismo partido se deleita en afirmar que se trata de un IVA disfrazado. Es un híbrido, declara otro diputado, un híbrido que no es un régimen de exentos, tampoco de tasa cero, es una conjugación de ambas propuestas. Mientras todo eso sucede, el gobierno desautoriza su propia propuesta fiscal, justo cuando el Secretario de Hacienda está explicándola ante el pleno de la Cámara. La confusión y la irresponsabilidad en pleno.

Tres cosas quedan claras. Una, si los señores diputados no son capaces de explicar con palabras simples sus propias creaciones, es que produjeron otro mazacote que, no por creativo, deja de ser contrario a la demanda de simplificación en que toda la población coincide. Dos, también es claro que los priístas, porque suya fue la propuesta, entienden que hay un problema fiscal serio, pero no están dispuestos a tomar el toro por los cuernos. Finalmente, el gobierno vive una confusión al menos equiparable a la del PRI.

Al final del día, todo lo que los priístas lograron hacer con sus contradictorios anuncios fue mostrar su incapacidad para remontar la lógica del menor esfuerzo, además de minar su credibilidad como partido capaz de gobernar. En el tema fiscal, como en prácticamente todos los temas cruciales para el desarrollo del país, los políticos de todos los partidos ostentan su incompetencia y se regocijan cuando derrotan, en aras de una causa popular que nunca se define ni explica, las pocas salidas que tiene el país para retomar la senda del crecimiento. Cada una de las victorias recientes reclamadas por los partidos, comenzando por el PRI que, por ser el más grande también tiene la mayor responsabilidad, constituye un retroceso en la posibilidad de ganar en la lucha por el crecimiento, las exportaciones y, sobre todo, el desarrollo del mercado interno.

Vivimos un mundo de irrealidad. No sabemos hacia dónde vamos, ni siquiera hacia dónde quisiéramos encaminarnos. Hay una enorme claridad en el complejo político sobre lo que se percibe como malo y/o contrario a las causas populares, sin que nadie se pare a reflexionar si toda la mitología que impregna los monólogos políticos tiene una fuente de certidumbre y verdad. Lo mismo ocurre del lado contrario: existe un sinnúmero de verdades absolutas que se dan por obvias sin que nadie las cuestione: el déficit fiscal es fuente de crecimiento, los gringos son malos, las exenciones de impuestos reducen la pobreza, la energía es nuestra, etcétera. Nuestros mitos son infinitos.

Pero la realidad lacerante es perceptible y, con la inacción de nuestros políticos, cada vez más aguda. Mucho del crecimiento que han experimentado las exportaciones de China en los últimos años, y que han sido motor del impresionante crecimiento de su economía (los chinos no se hacen bolas al respecto), ha sido a costa de nuestras propias exportaciones. No sólo han perdido participación nuestras exportaciones en el marcado estadounidense, sino también estamos perdiendo en la competencia por el pastel de la inversión extranjera global. Según cálculos del banco de inversión Goldman Sachs, el impacto del crecimiento de China sobre la balanza de pagos mexicana en 2002 fue del equivalente al 4% del PIB. O sea, una brutalidad. México es el gran perdedor del crecimiento chino y no estamos haciendo nada al respecto.

La explicación más fácil, muy de moda en el sector industrial y entre muchos políticos, es culpar a China y solicitar nuevas restricciones al comercio, exigir subsidios y suponer que todo mejorará aunque no se emprendan los cambios internos que constituyen la única oportunidad de elevar la productividad de nuestra propia economía de una manera perdurable. Esta óptica (de por sí mediocre) es ciega al impacto del vendaval chino no sólo dentro del país, sino en todo el mundo, comenzando por nuestros mercados de exportación. Si no actuamos, las cosas sólo pueden ponerse peor.

Es en este contexto que tiene que evaluarse el devenir de las discusiones legislativas en materia de reformas económicas, en particular en los temas fiscales y energéticos. Es fácil comprender la reticencia de los legisladores a considerar temas que, de entrada, suenan disonantes. Luego de décadas de retórica nacionalista, sobre todo en materia energética, la población cree a pie juntillas ese discurso y supone que cualquier cambio al statu quo significa una virtual traición a la patria. En materia fiscal es persistente el mito de que una reducción de impuestos atenúa la pobreza (o, al contrario, que la uniformidad en las tasas de impuestos constituye una medida regresiva y, por lo tanto, antipopular). Los políticos, sobre todo los priístas, temerosos tanto de la retórica que han alimentado por décadas como de la enorme habilidad del PRD de exhibir sus contradicciones, han optado por las salidas fáciles y, peor, las han contaminado con sus propias luchas intestinas. El problema es que las salidas fáciles no resuelven los problemas del país, como ilustra el estancamiento de la economía en los últimos años.

La verdad es que ninguna de las reformas propuestas constituye una solución a los problemas que enfrenta el país. Por supuesto que se requiere una política fiscal que tenga coherencia, distorsione la actividad productiva lo menos posible y que no afecte la economía familiar más que en lo mínimo inevitable. De igual forma, son necesarios mecanismos legales e institucionales que garanticen no sólo el abasto del fluido eléctrico en las cantidades que demanda la economía, sino a un costo que le permita a las empresas mexicanas competir con sus similares en el resto del mundo. No hay duda que se requieren reformas en estos rubros, pero el problema central del país no se reduce a dos reformas particulares. Lo que el país ha perdido es su sentido de dirección. La ausencia de esa brújula es en buena medida responsable de las enormes dificultades que caracterizan al proceso legislativo, de la desazón generalizada y las pérdidas cotidianas que sufre la economía en su conjunto.

Frente a esta realidad, tenemos dos opciones. Una sería la de tratar de avanzar hacia la definición de los objetivos de desarrollo del país y, paso seguido, de las estrategias que harían posible su consecución. La alternativa, que parece ser la favorita de los políticos, es la de seguir dormidos y confiar en que los problemas del país se resolverán, como por arte de magia, de la noche a la mañana (o sea, a tiempo para el 2006).

En la etapa pospresidencialista de nuestra vida política, ya ningún individuo puede definir los objetivos y estrategias para el país e imprimirlos en el actuar cotidiano. Al mismo tiempo, la evidencia que emerge de los procesos políticos actuales es la de una estructura institucional inadecuada para promover la definición de objetivos específicos. Todo esto ha provocado que la presidencia no decida nada, que los panistas sigan actuando como un partido de oposición y que el PRI no pueda acabar de entender su papel en el nuevo contexto. Nada de eso, sin embargo, le ayuda al país a salir del atolladero.

En lo que va de este sexenio ha habido innumerables esfuerzos por avanzar una agenda de reforma política que permita crear condiciones para un mejor funcionamiento del gobierno. Sin embargo, como en los temas económicos, ni siquiera se ha logrado definir el objetivo de lo que se pretende lograr, es decir, el para qué de llevar a cabo cambios significativos en la política electoral o en la composición del congreso, en la legislación en materia presupuestal o en las atribuciones de cada uno de los poderes públicos. Cada partido quiere llevar a cabo algunos cambios, pero, más allá de objetivos tácticos de corto plazo (que parece ser el horizonte de nuestra vida política en la actualidad), no existe una definición cabal de lo que se pretende lograr.

Quizá en lugar de grandes acuerdos y decisiones sobre temas que, no por obvios dejan de ser poco apetecibles para muchos políticos formados en otro mundo, se podría comenzar por tópicos más tangibles, menos disputables como concepto y, por ello, quizá más viables en términos políticos. Obviamente, tarde o temprano, el manejo de esos temas llevaría a diferencias sobre lo específico, pero al menos permitirían partir de puntos de coincidencia en lugar de intentar crearlos cuando ya no es posible. Uno de esos temas podría ser el de la competitividad o el de la productividad. El país enfrenta la feroz competencia de los productos chinos en todos los mercados y tiene pocas armas para atraer a los inversionistas, nacionales o extranjeros. Temas como el de la competitividad podrían permitir que los políticos y los sindicatos, los empresarios y el gobierno se unan en torno a unas cuantas definiciones sobre lo urgente de la agenda nacional, para de ahí echarla a andar a través de acciones y legislaciones específicas.

Lo que ya no es posible es seguir pretendiendo que avanzamos para que, en cada vuelta, resulte que acabamos peor. Los riesgos de pretender que no va a pasar nada son incrementales e igualmente graves para todos los partidos políticos y los aspirantes a la presidencia. Mejor comenzar por temas clave, pero manejables, que seguir intentando una utopía inasequible.