Luis Rubio
La mayoría de los mexicanos percibe que el modelo económico está agotado y que es tiempo de cambiarlo. El hecho de que la economía mexicana haya comenzado a crecer de nuevo este año no ha cambiado esa percepción. Si algo, lo contrario está ocurriendo: hay una sensación generalizada de que el modelo de desarrollo económico que se adoptó hace dos décadas ha beneficiado sólo a unos cuantos. Más allá de las posturas retóricas que dominan el debate público, lo cierto es que el problema económico de México reside en que el modelo económico no ha sido incluyente y ha dejado afuera a una gran parte de la población. La respuesta correcta a este problema no es la de abandonar el modelo en un sentido genérico, sino crear formas que permitan a toda la población subirse al carro de la globalización y gozar de sus beneficios de una manera mucho más efectiva y acelerada.
El problema no es exclusivamente mexicano. Hace poco, los votantes hindúes rechazaron en las urnas al gobierno que les había dado diez años de crecimientos superiores al 6% en promedio, cifra sin precedentes en aquel país. Las reformas que se iniciaron al inicio de los ochenta en esa nación asiática y que fueron calando poco a poco, llevaron a una verdadera revolución tecnológica e industrial que ha transformado a vastas regiones de India. India no sólo compite con China en varios sectores manufactureros, sino que ha desarrollado servicios de alto valor agregado (sobre todo software) que han alterado patrones de vida, la percepción de oportunidades y creado una nueva plataforma para el desarrollo de ese país. Esta revolución ha creado empleos bien pagados para más de cien millones de hindúes (o sea, el equivalente al total de la población mexicana), que han pasado a formar parte del mundo moderno. Desde cualquier perspectiva, las reformas económicas de ese país han sido un éxito contundente y, sin embargo, el partido que las promovió perdió las elecciones.
El caso de India no es muy distinto al nuestro, aunque sus manifestaciones sean distintas. Encuestas de salida el día de la elección mostraron un patrón muy claro con dos vertientes: por un lado, regiones y segmentos de la población beneficiados con las reformas votaron abrumadoramente a favor del partido y gobierno que las enarboló; el triunfo de la oposición (el partido del Congreso) se debió esencialmente al resentimiento de quienes no han percibido beneficio alguno. Por otro lado, y esto es lo interesante, el mensaje que arrojan esas encuestas no es “olvidémonos de las reformas y busquemos un nuevo camino”, sino “yo también quiero ser parte de esa economía exitosa”. Este mensaje fue tan claro y contundente que la líder del partido ganador, Sonia Gandhi, decidió no postularse a sí misma como primer ministro (lo que dictaba la tradición y costumbre), sino que nombró como primer ministro nada más y nada menos que a Manmohan Singh, el ministro de finanzas que, hace quince años, diseñó las reformas que insertaron a la India en el marco de la globalización. Para apreciar la relevancia de este nombramiento se podría decir que es como si Andrés Manuel López Obrador nombrara al dúo Aspe-Serra para conducir la economía a partir del 2006, pero con el mandato de extender los beneficios a toda la población.
La situación de la economía política de México en la actualidad no es muy distinta a la de India. Ambas naciones han transitado por dos décadas de cambios significativos con resultados muy encomiables, aunque no generalizados. En ambos casos, una parte importante de la población ha visto su vida transformarse para bien y ha encontrado nuevas oportunidades de desarrollo personal y familiar. Pero igualmente evidente es el hecho de que, en ambas naciones, millones de personas se han quedado al margen de los beneficios y no han tenido acceso, ni los medios, habilidades o capacidades, para razonablemente aspirar a insertarse en los circuitos económicos ganadores. Tanto India como México, dos naciones complejas, milenarias, llenas de historia y tradición, han experimentado una fractura en sus sociedades debido a los cambios económicos. En ambos casos, una porción amplia de la población no sólo se ha quedado rezagada, sino que se percibe como perdedora, castigada, literalmente desahuciada.
La gran pregunta sobre la política económica mexicana es si ésta debe cambiar de rumbo. No es necesario más que ver la televisión o revisar cualquier diario para percibir el conjunto de monólogos, frecuentemente viscerales, que sostienen posturas dogmáticas al respecto. Unos claman por mantener el rumbo a cualquier precio porque sólo así se garantiza el acceso al Nirvana, en tanto que otros culpan al “modelo” (el neoliberalismo, la globalización, el capitalismo) de todos los males terrenales, si no es que también los infernales. La realidad, todos lo sabemos, tiene tres componentes muy claros: primero, no hay hacia donde retornar, porque el pasado no era tan benigno como suelen afirman quienes critican el viraje de política económica de las últimas décadas; segundo, la globalización es una realidad que no podemos evitar ni negar y sobre la cual, en todo caso, hay que aprender a aprovechar, como lo han hecho con éxito tantas otras naciones del mundo; y, no menos importante, el “modelo económico” que tanto se aprecia y desprecia no está funcionando para lograr esa inserción exitosa e incluyente hacia la globalización. En suma, no hay que abandonar el modelo de desarrollo, sino reconocer sus limitaciones y proceder a corregirlas, así como profundizar sus fortalezas para que efectivamente cumpla su cometido.
El modelo económico que se ha seguido a lo largo de las últimas dos décadas tiene un sentido estratégico claro y totalmente compatible con la realidad del mundo que nos ha tocado vivir. Pero ese modelo no ha sido incluyente ni ha ofrecido los instrumentos idóneos y necesarios para que la población se pueda subir al carro y ser parte de una economía exitosa. Independientemente de las culpas que se pudieran atribuir por estas carencias, es claro es la política económica de modernización se desarrolló de manera paralela a un sistema político totalmente incompatible con el objetivo y espíritu del modelo económico. Dos ejemplos ilustran esta afirmación: por un lado, mientras que la política económica promovía la competencia, el desarrollo individual y la elección libre del consumidor, el sistema político (estamos hablando de los ochenta) promovía controles verticales, la verdad oficial y la presencia de monopolios absolutos y anti-competitivos. Por otro lado, la política económica requería (y requiere) de flexibilidad, iniciativa individual, capacidad de reacción, pero la realidad sindical es una de privilegios corporativistas, imposición de grupos y control de la educación, factores que impiden la adaptación y el desarrollo exitoso de las personas, al tiempo que impone costos prohibitivos para el desarrollo de las empresas. Es como si se le pide a Maradona que meta goles con una pierna enyesada.
La economía mexicana no avanza porque persisten los remanentes de un sistema político corporativista que la ahoga y reduce el potencial de desarrollo a las personas y empresas que, no obstante, tienen la capacidad de darle la vuelta a los obstáculos burocráticos, económicos, institucionales y políticos que la realidad le impone. Nadie quiere ser perdedor en este mundo, pero muchos mexicanos han sido condenados a ello al no contar con las habilidades e instrumentos para poder tener la oportunidad de ser ganadores. Por más que la retórica política incite a la rebelión contra el famoso modelo económico, los miles o millones de mexicanos que se sienten marginados entienden bien que lo importante no es cambiar por cambiar, sino ser parte del equipo ganador. Y eso requiere cambios fundamentales.
Si uno se deja llevar por la retórica, los defensores de la economía popular serían los sindicatos de sectores monopólicos, como el IMSS, Pemex, el magisterio, etc., los burócratas vividores que añoran la era de los subsidios y los permisos, y los políticos que enarbolan un discurso que, por sonar bonito, llaman “progresista”. Cada uno de esos grupos privilegiados de la sociedad mexicana le impone enormes costos al mexicano común y corriente. Baste pensar en el sindicato magisterial y su control sobre aparato educativo del país para medir las consecuencias. El diseño educativo que éste representa fue concebido para mantener controlada y disciplinada a la población, no para conferirle habilidades, capacidad de adaptación y creatividad que son la esencia del éxito de una economía moderna.
De la misma forma, el sector paraestatal y sus sindicatos le imponen un costo desmesurado al desarrollo de las empresas y, por lo tanto, a la creación de empleos. Gracias a las estructuras corporativistas, sindicales y paraestatales que siguen dominado la vida político-económica del país, las empresas tienen que pagar mucho más por la energía que consumen, por la seguridad social y por los servicios que requieren que sus competidores en el resto del mundo. La burocracia que sigue controlando a buena parte de la economía mexicana, impide que se creen nuevas empresas y, por lo tanto, que el mexicano común y corriente cuente con la oportunidad de desarrollarse y ser parte de una economía pujante y exitosa.
En este contexto resulta obvio que el problema económico de México no reside en la política económica, sino en todos los factores institucionales y políticos que ahogan a la economía y al sector productivo, cerrando oportunidades de desarrollo al conjunto de la población. Es ahí donde hay que atacar y de manera decisiva. La realidad política imperante le impone costos tan elevados a la población mexicana que hace imposible el desarrollo de su potencial. Basta observar el enorme número de mexicanos exitosos en Estados Unidos para apreciar que el problema no es la política económica, sino la política a secas. Es tiempo de que un Singh mexicano encabece la política de desarrollo.