El nuevo dilema del crecimiento

Luis Rubio

Hay una pregunta fundamental que no ha merecido una respuesta convincente para quienes nos preocupa el tema del crecimiento económico: ¿por qué no crece la economía? o, en otros términos, ¿por qué crecía la economía en los sesenta y ahora somos incapaces de hacerlo? La respuesta técnica no es terriblemente difícil de articular y muchos economistas serios se han ocupado en ello más de una vez. Sin embargo el hecho tangible está ahí: la economía no crece de manera sistemática, aun con todos esos estudios técnicos de por medio. Mi experiencia de los últimos veinte años me lleva a pensar que mientras el concepto y la perspectiva sobre lo que hace posible el crecimiento no cambien, éste seguirá siendo errático, lo que no impedirá que los economistas sigan discutiendo el tema per secula seculorum.

La primera pregunta relevante, y tema de no poca controversia, es qué es lo que permitía a la economía crecer de manera sostenida y por periodos prolongados en las décadas de los cincuenta y sesenta. La respuesta llana es que existía una colaboración implícita entre el gobierno y los empresarios, que esencialmente consistía en una división del trabajo: el gobierno creaba condiciones propicias para el crecimiento, en particular a través de inversión en infraestructura, y el sector privado realizaba inversiones productivas en fábricas, servicios y demás, todo ello asociado con la inversión que el gobierno había realizado previamente. Así, por citar el ejemplo más ambicioso, el gobierno creó la infraestructura para impulsar a Cancún como centro turístico, lo cual atrajo la inversión del sector privado en hoteles, restaurantes, vivienda, condominios, etcétera. Lo mismo ocurrió cuando el gobierno decidió concentrar sus esfuerzos en electrificar estados o regiones completas, pues se abrieron ingentes oportunidades para el desarrollo industrial en estados como el de México y Puebla. El esquema era relativamente sencillo y los incentivos directos. Pero la historia no paraba ahí.

La clave, o uno de los factores fundamentales, por la que se explica el éxito del proyecto de industrialización del país en los cincuenta y sesenta, descansó en la existencia de ese pacto implícito al que se hizo referencia líneas arriba. Ese acuerdo tácito se traducía en una división de funciones entre los dos sectores, pero tenía anclas mucho más profundas y trascendentes. Detrás de la división de funciones se encontraba un arreglo institucional, un conjunto de reglas que eran trasparentes para todos los participantes. Esas reglas no sólo implicaban que el gobierno se autolimitaba en su alcance y en el tipo de políticas que podía instrumentar, sino que demarcaba su ámbito de influencia de una manera nítida y transparente. Lo anterior suponía, por ejemplo, que no expropiaría de manera berrinchuda ni se crearían condiciones (tales como controles absurdos de precios) que aniquilaran a las empresas. Al mismo tiempo, le obligaba a mantener un entorno macroeconómico estable, conducente a una planeación empresarial de mediano plazo.

Acorde con la época y características del mundo en su momento, el pacto implícito exigía al gobierno proteger al sector industrial de la competencia externa, en algunos casos con subsidios y estructuras de precios compatibles con la rentabilidad esperada de la inversión privada. Se trataba de un esquema que satisfacía los objetivos del gobierno y el sector privado, a la vez que generaba resultados benéficos para el país en general. También era un esquema que respondía a un momento de la historia del mundo y no era sostenible de manera permanente.

La era del crecimiento económico basado en ese tipo de arreglos implícitos, alta rentabilidad y reglas del juego claras y transparentes, se colapsó en los setenta porque cada una de sus premisas comenzó a hacer agua. En principio, el gobierno desconoció dicho acuerdo y alteró las reglas del juego. No había transcurrido mucho tiempo después de comenzado el sexenio de 1970-1976 cuando el entorno macroeconómico se alteró y, con ello, se inauguró la era de inestabilidad que, bien a bien (y confiadamente), no concluyó sino hasta mediados de los noventa. A su vez, el arribo de la inflación a la economía mexicana vino acompañado de controles de precios y la expropiación implícita de negocios que resultaron insostenibles bajo el nuevo esquema. Es decir, al cambiar las reglas del juego, el gobierno no sólo abrió un nuevo capítulo de la historia económica y política del país, sino que sentó las bases para una época de desconfianza sin precedentes entre los factores de la producción, misma que, como podemos apreciar en estos días, todavía no llega a su fin.

Pero los gobiernos de esa época no sólo destruyeron el pacto implícito, sino que construyeron una estructura de gasto público que alteró dramáticamente los equilibrios que habían permitido a la economía crecer sin inflación. Aquellos gobiernos crearon nuevos programas de gasto público, ampliaron el tamaño de la burocracia y otorgaron concesiones extraordinariamente onerosas para el erario (y, por lo tanto, para la economía en general) a los principales sindicatos del país (cuyo costo se puede apreciar en temas actuales como las pensiones de los trabajadores del IMSS y en regímenes de privilegio para los miembros de sindicatos como el del SUTERM, PEMEX, por citar sólo los más obvios). El creciente gasto público se financió en parte con inflación y en parte con endeudamiento externo, creando obligaciones de gasto permanente que no contribuyen en lo más mínimo al crecimiento de la economía. Es decir, mientras que en los cincuenta y sesenta la mayor parte del gasto público se destinó a la promoción del crecimiento económico, en la actualidad se destina a mantener el gasto corriente, a pagar el servicio de la deuda acumulada y financiar las obligaciones contraídas en los setenta con la burocracia y los sindicatos. Aun si fuera posible o deseable, el gobierno ya no tiene márgenes para invertir como lo hizo en los cincuenta y sesenta.

Junto a los cambios experimentados en el interior del país, el mundo comenzó a cambiar de manera acelerada en los setenta y ochenta. En esa época comenzó a cobrar forma lo que hoy conocemos como globalización, que alteró las reglas del juego económico en todo el mundo. Hoy ninguna economía crece desvinculada del resto: el comercio exterior se ha convertido en un factor medular del crecimiento económico. Al mismo tiempo, la competencia por inversión, desarrollo tecnológico y comercio, se ha convertido en el motor más dinámico de crecimiento económico que el mundo haya conocido en su historia. Y el impacto de todo esto sobre la economía mexicana es muy obvio: ya no son funcionales los mecanismos que la hicieron crecer hace cuarenta o cincuenta años y no existen condiciones políticas para que crezca de manera permanente. En otras palabras, la atonía que caracteriza a la economía mexicana es producto de circunstancias reales y no sólo de un momento económico difícil o, incluso, de falta de reformas en tal o cual sector.

El tema clave es cómo recrear el pacto que establecía las reglas del juego con nitidez y que fue fundamental para lograr años de crecimiento económico elevado y sostenido. Además, la recreación de ese pacto tendría que ser coherente con las circunstancias y realidades del mundo de hoy y no con las que prevalecían entonces. En otros términos, es imposible reconstruir el pacto bajo las premisas que existían hace cuarenta años, pues la realidad actual no guarda relación alguna con la de aquella era, además de que hay un sinnúmero de factores que limitan (pero al mismo tiempo dan forma a) las características de un nuevo acuerdo potencial, como son los múltiples tratados de libre comercio que el país ha firmado.

Además, la recreación del pacto no puede darse sobre bases que eran posibles en el pasado, no sólo porque hay nuevos factores que intervienen en el proceso, sino sobre todo porque nadie en la actualidad aceptaría un pacto implícito. Tal aceptación implicaría que todo mundo ignorara de manera voluntaria lo ocurrido lo bueno y lo malo- a lo largo de los últimos cuarenta años. En un mundo crecientemente integrado en el que un inversionista, mexicano o extranjero, tiene múltiples opciones para invertir, los pactos implícitos son irrelevantes. Lo que cuenta es lo que dicen las leyes y la disposición gubernamental de hacerlas cumplir, así como de su propia disposición a sujetarse tanto a las leyes como a las resoluciones de los tribunales. Es en este sentido que la indisposición del gobierno del Distrito Federal a acatar las resoluciones judiciales tiene consecuencias gravísimas, toda vez que indica no sólo falta de respeto a reglas no escritas, sino también a las que sí lo están. La única manera de consolidar un pacto en esta era de nuestra historia es por medio de un marco legal fuerte y respetado por todas las partes.

En otras palabras, es cada vez más indispensable que exista un régimen legal confiable, además de adecuado para que el crecimiento económico sea posible. El crecimiento depende enteramente de la inversión privada y ésta sólo se da en la medida en que los empresarios encuentran condiciones propicias para planear a largo plazo. En un mundo caracterizado por una aguda y acusada competencia internacional en el que los inversionistas tienen múltiples opciones de inversión y en el que la localización geográfica es cada vez menos importante para el éxito de la misma, el marco institucional y legal es el factor individual más importante del éxito económico. No es casual que los países que cuentan con reglas claras y no sujetas a cambios arbitrarios sean también los que acaparan la inversión, independientemente de que los costos de operación en sus países no sean siempre los mejores. Los ejemplos de Singapur, Inglaterra y Estados Unidos son paradigmáticos. Si queremos recuperar la capacidad de crecimiento económico, tenemos que crear un nuevo pacto político y éste sólo es posible a través de un marco legal a prueba de abuso y que se hace cumplir. Esto ciertamente no se construye de la noche a la mañana, pero mientras no comencemos a desarrollarlo, jamás llegaremos ahí.

 

El legislativo y Fuenteovejuna

Luis Rubio

Cuenta el chiste que los países latinoamericanos son geométricos porque tiene problemas angulares que se discuten en mesas redondas por un montón de gente cuadrada. El congreso mexicano actual ha dado a últimas fechas muestras fehacientes del sentido de esta broma, nada alejada de la realidad. El país necesita que sus líderes políticos tomen decisiones serias y de manera responsable, pero lo único que los ciudadanos observamos es una reticencia a actuar y, peor, una acusada disposición a impedir y obstaculizar. Junto a este comportamiento, destaca la añoranza por un pasado que jamás resolvió los problemas del país. Tanto la acción como la inacción de los legisladores tienen costos reales que ellos pretenden ignorar. Es evidente que ni el país ni la ciudadanía comparten ese dudoso privilegio.

En las últimas tres legislaturas, de 1997 a la fecha, los legisladores han tenido dos actitudes. Por una parte, han sido incapaces de avanzar la agenda pública en temas, sobre todo económicos, que para el país es urgente resolver. Por la otra, los representantes populares con frecuencia han bloqueado medidas del ejecutivo que harían la vida mucho más fácil para la población. A la pregunta ¿quién mató el desarrollo?, la respuesta, parafraseando a un Lope de Vega, quien habría respondido sin chistar Fuenteovejuna señor, sería todos los legisladores, nuestra moderna encarnación de Fuenteovejuna.

El hecho es que muchos de nuestros legisladores han asumido como misión proteger el pasado antes que sentar las bases de nuestro futuro. Prefieren resarcir privilegios a sindicatos que modernizar la industria donde éstos operan, prorrogan procesos de negociación sin que ello redunde en beneficio alguno para la población o la economía. Es decir, no sólo congelan la agenda y evaden temas cruciales, así sean controvertidos, sino que velan por intereses creados que sólo retrasan, e incluso impiden, el crecimiento de la economía.

La postergación de decisiones prioritarias no es un asunto menor. Cada vez que algún miembro del Congreso logra manipular al conjunto para bloquear una acción decidida por el ejecutivo, el país pierde. Los ejemplos se multiplican y la ciudadanía paga los costos tanto de los actos como de la pasividad del poder legislativo. De esta manera, aunque muchas acciones del poder legislativo, sobre todo a través de los llamados puntos de acuerdo tienen una lógica política impecable para los involucrados, el costo para el país y para la economía siempre se ignora. El estancamiento que vivimos no es producto de la casualidad: se debe, cada vez en mayor medida, al proceder legislativo.

Se habla mucho de las reformas que el poder legislativo ha bloqueado, impedido o derrotado. Cada una de ellas tiene un costo. Empecinados en proteger el pasado, algunos legisladores han hecho caso omiso de la necesidad de desarrollar nuevos motores para el crecimiento de la economía, como podría ser una reforma eléctrica seria y una forma más realista de favorecer la explotación de los recursos de gas con que el país cuenta y no ha sido capaz de aprovechar. Para los nostálgicos nacionalistas parece más conveniente envolverse en la bandera nacional para exorcizar cualquier oportunidad de captar inversión privada, no obstante que reformas en este tenor permitirían liberar recursos para temas mucho más lógicos para el gobierno, como podrían ser la educación, el combate a la pobreza y la infraestructura física del país. Aún peor, algunos legisladores han lanzado una andanada judicial para destruir las pocas oportunidades que ya existen en estos sectores. Si lo que quieren es paralizar al país, sus acciones lo están logrando a plenitud.

Pero el tema relevante no es sólo que los legisladores obstaculicen iniciativas dignas de ser votadas en casos como el fiscal y el eléctrico, sino que ponen trabas a decisiones que, en estricto sentido, no les competen. Algunos ejemplos resultan por demás reveladores.

Hace años se planteó la necesidad de vender las dos aerolíneas nacionales. Cuando el ejecutivo decidió actuar en esa materia, las empresas valían cerca de mil millones de dólares, dinero que habría servido para reducir la tan mentada deuda del Fobaproa, entidad que se convirtió en propietaria de las aerolíneas con la crisis bancaria. En ese momento, su venta se habría traducido en un sensible ingreso para el erario y, por lo tanto, en una disminución de la onerosa deuda. Es decir, quienes pagamos impuestos y, por lo tanto, tenemos que cubrir los costos de la deuda del Fobaproa, nos hubiéramos beneficiado significativamente de aquella venta. Pero no fue así. El congreso no permitió que se realizara la venta gracias a las gestiones que en ese momento realizaron los sindicatos de las aerolíneas. Con un punto de acuerdo votado en la Cámara, se bloqueó la venta de las aerolíneas para que el sindicato, y no los usuarios o la economía, saliera ganando. Hoy en día las aerolíneas no valen nada. Así pues, le debemos a nuestros órganos de representación una pérdida de mil millones de dólares solamente por concepto de las aerolíneas.

La disputa sobre las pensiones del IMSS no es muy distinta. El gobierno lleva tres años negociando una modificación del contrato colectivo con el sindicato de la institución, cambio que no afectaría en nada a los trabajadores en funciones o a sus pensionados. Es decir, la propuesta de la administración del IMSS consiste en que se establezca un nuevo régimen laboral para todos los nuevos empleados de la institución, sin menoscabo de los derechos previamente adquiridos por quienes ya se encuentran ahí. En el curso de estos años se ha discutido todo lo relevante en torno a las pensiones y, finalmente, se llegó a definir una fecha para completar un acuerdo: octubre de 2003. Llegado el plazo, el sindicato, que obviamente no tiene ni el menor interés por llegar a un nuevo esquema, solicitó una prórroga para el mes de marzo pasado con la excusa de que estaban en proceso de lograr un consenso interno. Llegó marzo y, ¡oh sorpresa!, el sindicato logró que, a través de otro famoso punto de acuerdo, el Congreso bloqueara una vez más la negociación. Al igual que con las aerolíneas, la prórroga tiene un costo, pero sólo es la friolera de cuatro mil millones de pesos al mes, así que nadie debe preocuparse mucho. El Congreso mostró, una vez más, que sus compromisos están con los intereses más reaccionarios de la sociedad mexicana y no con la ciudadanía, el crecimiento de la economía o el futuro del país.

En el caso de la electricidad, con excepción de algunos legisladores en lo individual, el congreso ha sido incapaz de emitir una postura que sea congruente con la necesidades de energía del país, los cambios estructurales que ha sufrido esa industria gracias a los avances tecnológicos y la oportunidad que este sector representa para reactivar la economía interna, sobre todo de la industria que se ha rezagado y que no ha encontrado vías de salida fáciles a través de las exportaciones. En lugar de discutir los méritos de las diversas iniciativas que existen en el Congreso, los legisladores han optado por la parálisis. En lugar de analizar las diversas opciones y procurar alguna que pudiera contribuir al desarrollo del país, los legisladores han optado, en la práctica, por la protección de los dos sindicatos respectivos (uno de los cuales es quizá el más costoso del mundo) y por impedir que el erario pueda asignar, a través del proceso presupuestal, más fondos a actividades que urgentemente lo requieren. El costo de la inacción se mide en miles de millones de pesos, inversiones que no se realizan y oportunidades que se pierden. Todo para que algunos legisladores vivan tranquilos con su conciencia histórica, en lugar de trabajar para lo que cobran y fueron elegidos: la construcción del futuro del país.

Algo semejante ocurre con la reforma laboral. A diferencia de las otras iniciativas que ha propuesto el ejecutivo, independientemente de si son buenas o malas, la que se ha presentado en el terreno laboral es por demás modesta, pero a diferencia de las otras, cuenta con el apoyo de los principales sindicatos. A pesar de ello, duerme el sueño de los justos. No vaya a ser que le haga algún bien al país.

Cada vez que se difiere una decisión o que se impide tomar otra, el país paga y muy caro. La manera en que funciona el poder legislativo en la actualidad conlleva a que todo se paralice, en buena medida por el prurito de un supuesto y famoso costo político que se busca evadir. La realidad, como ilustran estos ejemplos, es que el costo es altísimo tanto por actuar de la manera en que lo hacen nuestros dilectos legisladores, como por no actuar. Aunque el argumento del costo político es por definición atractivo para quitarse la responsabilidad de encima, es interesante hacer notar que la mayor parte de los legisladores que apelan a este argumento fueron electos por representación proporcional, es decir, le deben su chamba al partido y no a la ciudadanía. Típicamente, los diputados o senadores más duros y militantes llegaron ahí no por votos, sino por designio divino.

Tampoco es casualidad que el descrédito, otrora exclusividad de los priístas, ahora se extienda al conjunto de la clase política. La gran pregunta es cuándo se cambiará la estructura institucional para que el país deje de estar a merced de legisladores que no le deben nada a nadie, excepto a sus partidos y grupos de presión tradicionales, como los sindicatos aquí mencionados. La distancia entre los legisladores y la ciudadanía difícilmente podría ser mayor. Para ellos, su trabajo nada tiene que ver con los representados, excepto, por supuesto, para pagar las cuentas de lo que ellos no hacen o hacen mal.

Y ¿quién es el culpable de todo esto? El comendador diría que nadie, que todos a una, porque si la ciudadanía se descuida, capaz que acaba siendo ella la culpable de que los legisladores se esfuercen tanto para no lograr nada relevante.

 

China invierte la ecuación

Luis Rubio

Las quejas contra China siguen y parecen imparables: China está robando nuestros empleos, nos está arrebatando nuestro principal mercado de exportación e invade nuestro territorio con mercancías que ingresan al país fuera de los canales legales, o sea, como contrabando. Cualquiera que sea la causa de estos males, no cabe la menor duda de que el impacto del espectacular crecimiento de la economía china en los últimos años ha sido fenomenal, para México y el resto del mundo. Tan extraordinario, que ahora la mitad del mundo está aterrada ante la posibilidad de que la economía china súbitamente se dé de frente contra la pared e incurra en una de la crisis que nos han hecho famosos a  los mexicanos en el resto del mundo.

El problema es que China se ha convertido en uno de los motores más importantes de la economía mundial. Regiones enteras del mundo crecen gracias al impulso que, a través de importaciones o exportaciones, generan los orientales. Algunos países, como Brasil, pero sobre todo Argentina, han logrado tasas nada despreciables de crecimiento en los últimos años gracias a sus exportaciones de materias primas, acero y otras mercancías para la aparentemente insaciable maquinaria económica china.

Por su parte, las naciones del sudeste asiático otrora aterradas del impacto que el crecimiento chino tendría sobre sus economías, esencialmente porque temían –como en México- que los productores chinos los desplazarían en sus mercados de exportación, encontraron formas de complementariedad con los chinos, elevando el valor agregado de sus propios productos e impulsando un creciente comercio con el gigante asiático. La economía japonesa, sumida en un letargo producto de su irresuelta crisis bancaria y de la deflación asociada a ésta, ha logrado subirse a la cresta de la ola china de una manera que podría acabar siendo prodigiosa para Japón y el mundo entero.

Puesto en otros términos, por mucho que la economía china se haya convertido en un fuerte competidor para la industria manufacturera del mundo, la mayor parte de los países alrededor de la Tierra ha logrado convertir a la economía de ese país en un motor para su propio crecimiento. Ahora todas esas naciones están extraordinariamente preocupadas por una eventual crisis en aquella economía, producto de los excesos en los que han incurrido en los últimos años. El efecto transcendería las fronteras del país asiático y podría, incluso, sumir al mundo o, al menos, a regiones enteras, en una profunda recesión.

El problema comienza por dos factores muy explicables. Uno es la lógica política que yace detrás de la estrategia del crecimiento económico de China en las décadas posteriores a la represión con que se lapidó el movimiento estudiantil de Tiananmen y el otro es el efecto político que el rápido crecimiento ha traído aparejado. Ambos factores se retroalimentan y crean serias dudas sobre la capacidad, aunque no necesariamente sobre la disposición, del gobierno chino de actuar de manera apropiada para controlar la economía a tiempo y evitar una catástrofe de alcance internacional.

La economía china ya llevaba cerca de quince años de transformación gradual cuando se dieron los sucesos de la famosa plaza de Tiananmen. Rompiendo tabúes y mitos heredados de la revolución maoísta del final de los cuarenta, los gobiernos de la década de los setenta comenzaron a transformar su economía en un intento, similar al que sobrecogió a otras naciones, incluyendo la nuestra, por modernizarla y con ello lograr tasas de crecimiento elevadas que abrieran oportunidades al desarrollo de la población, erradicaran la pobreza y, en suma, transformaran a su país.

Aunque de manera lenta en un principio, la estrategia de modernización en China fue enfrentando obstáculos de diversa naturaleza, sobre todo política. Primero estuvieron los puristas (en la forma de la “pandilla de los cuatro”, que incluía a la viuda de Mao) que, como los nuestros, preferían la dignidad de la pobreza y el subdesarrollo a las oportunidades de crecimiento que siempre acompañan a la modernización. Luego de vencer a los dogmáticos, el gobierno reformista se enfrentó a los grupos que demandaban cambios políticos y no sólo económicos. Envalentonados por los cambios que tenían lugar en la URSS de Gorvachov, cientos de estudiantes chinos salieron a las calles para demandar cambios políticos.

A pesar de las dificultades, el gobierno chino no cejó en su objetivo y convirtió el reto de la democratización en un incentivo para acelerar el paso en las reformas económicas. El resultado de ese esfuerzo lo podemos ver hoy en la forma de una economía pujante que absorbe una porción extraordinaria de los fondos de inversión existentes en el mundo; engulle una cantidad infinita de materias primas y, sobre todo, ha logrado convertirse en un competidor formidable en un sinnúmero de frentes, sobre todo el manufacturero. Pero el ímpetu del crecimiento chino no fue gratuito. Para lograrlo, el gobierno hizo un pacto implícito con la población: permitiría el desarrollo empresarial a cambio de marginar a la población de los temas políticos. El “pacto” ha tenido un éxito sin precedente, como lo demuestra el extraordinario crecimiento de su economía.

Sin embargo, el gobierno chino sabe bien que el pacto funciona sólo en la medida en que la economía arroje resultados como los de años recientes. Es decir, la población ha aceptado el intercambio económico-político en gran medida porque los beneficios han sido enormes. Aunque evidentemente no toda la población se ha favorecido de la misma manera –una de las persistentes críticas consiste en que la población de las costas, algo así como el norte mexicano, ha experimentado un boom, en tanto que la población del interior, lo que equivaldría a nuestro sur, se ha rezagado-, la realidad es que el país en su totalidad experimenta una transformación sin parangón en la historia de la humanidad.

Sin embargo, la solidez del esquema político chino es incierta, toda vez que todo parece depender del crecimiento económico. Es interesante notar que, en esto último, el gobierno chino ha actuado casi exactamente del modo opuesto al mexicano. Enfrentado a una situación de riesgo de inestabilidad política, el gobierno chino reaccionó rompiendo con todos los mitos, tabúes y fuentes de oposición. En franco contraste con los últimos dos gobiernos mexicanos, que se paralizaron ante la menor evidencia de oposición, el chino muestra una absoluta obsesión por el crecimiento. Lo que importa, parece decir con sus actos, es el crecimiento y todo lo que lo obstaculice –personas, intereses, leyes, mitos, tradiciones o relaciones externas- tiene que ceder. Los resultados económicos hablan por sí mismos.

Pero el acelerado crecimiento de la economía china ha traído sus propias consecuencias. Primero que nada, el crecimiento desordenado tiende a generar problemas obvios, pero no siempre anticipables. Por ejemplo, dado que hay dinero, o que parece haberlo pues la economía crece con rapidez, lo fácil es proyectar ambos factores hacia el futuro y suponer que no hay límites en el horizonte. Nada más erróneo. Algo semejante ocurrió en México en la segunda mitad de los setenta, cuando se supuso que el precio del petróleo subiría sin cesar. En ese contexto, se han construido cientos de rascacielos que ahora están vacíos, trenes que no llevan a ninguna parte, puentes en zonas rurales que no requieren mastodontes de concreto ni los pueden hacer rentables, etcétera. En segundo lugar, el acelerado crecimiento permitió que sobrevivieran muchas empresas paraestatales, a pesar de que no producen bienes que la gente quiere ni son competitivos frente a las importaciones. Los bancos chinos han asignado la mayor parte de su crédito precisamente a esas empresas, lo que anuncia ingentes riesgos a la estabilidad financiera si el ritmo de crecimiento se desacelera (pues haría impagables esos créditos). Si lo anterior nos suena conocido es porque tiene referentes: la crisis de 1995 en México fue tremendamente profunda, aunque sólo nos afectó a nosotros porque la economía mexicana no domina a la región. En contraste, una crisis similar en China amenazaría a vastas regiones y afectaría el crecimiento de toda la economía mundial. La pregunta ahora es si el gobierno chino tendrá la capacidad para atenuar y controlar los excesos de su economía sin provocar una crisis de esas magnitudes.

En las últimas tres semanas el gobierno chino ha hecho varios anuncios significativos. Primero, emitió una orden de restricción de crédito, orientada a frenar su crecimiento y, con ello, evitar que se sigan construyendo elefantes blancos por todos lados. Por otro lado, han enviado señales muy claras de que el consumo de materias primas de importación disminuirá en la medida en que se reduzca la tasa de crecimiento. Ambos anuncios han provocado una gran incertidumbre en todo el mundo: algunos porque temen una caída de los precios de sus materias primas, en tanto que otros comienzan a imaginar la película completa que un mal manejo podría provocar para la economía mundial. Un editorial en el New York Times de hace unos días, por ejemplo, argumentaba que todo el mundo debería rezar para que los chinos sepan lo que tienen que hacer y la habilidad para lograrlo.

De que el gobierno chino tiene claridad de rumbo nadie lo duda. Los funcionarios y políticos saben bien que no tienen más opción que la de frenar el crecimiento de la economía lo suficiente como para parar los excesos, pero no tanto como para provocar una recesión mundial o una crisis política interna. La gran pregunta es si el gobierno sigue contando con la capacidad política para imponer sus medidas de austeridad. Como en otros países del mundo, el acelerado crecimiento de la economía provocó una rápida descentralización del poder político, lo que ha fortalecido a los poderes locales, no todos los cuales van a seguir las disposiciones emanadas de Beijing. La pregunta para nosotros es si tendremos la habilidad, ahora sí, de aprovechar la situación venidera, sea exitoso o no el gobierno de aquel país.

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¿Será posible despertar en otro lugar?

Luis Rubio

La disputa con Cuba ya aburre. Para todo el que quiera verlo, es obvio que el gobierno cubano tiene solo un objetivo, su sobrevivencia, lo que le permite gran claridad de propósito. Tampoco está a discusión lo evidente: que sus funcionarios de primera línea son por demás experimentados, eficaces y efectivos, sobre todo cuando está de por medio la dignidad de su caduca revolución. El gobierno mexicano, por su parte, vive en la confusión. En ausencia de un proyecto político claro de gobierno da patadas de ahogado. Incluso cuando tiene plena razón y legitimidad, no parece poder articular una estrategia integral para emprender una acción de legítima defensa. Pero toda la habilidad y competencia de los cubanos está orientada al control de una población que se empobrece cada día más, en lugar de servir a su desarrollo. Por desastroso que sea nuestro sistema político actual y no obstante la incompetencia de nuestro gobierno, simplemente no hay punto de comparación. Lo nuestro es resultado de la falta de habilidad y disposición, respectivamente, de los poderes públicos; lo de allá es un esquema diseñado para preservar una entelequia que aniquila la libertad de sus ciudadanos.

La disputa y la parálisis que vive el país exasperan porque no llevan a ningún lado. Mientras que los mexicanos tenemos hambre de progreso, la realidad cotidiana va a contracorriente de nuestros deseos y necesidades más elementales. Por más que en Cuba haya logros importantes en educación y salud, la pobreza es persistente y la parálisis sistémica, pero lo de Cuba nos invita a ver todo lo que no estamos haciendo. Lo fácil es burlarse del ejecutivo, pero eso no resuelve los problemas que aquejan al país ni los desafíos que debemos enfrentar.

Los problemas de México son estructurales, razón por la cual se requiere de estadistas, en todos los ámbitos. Hace ya ocho años que el país vio la conformación de la última estructura institucional que nos enfilaba hacia el siglo XXI. Con la consolidación del IFE y del TRIFE como entidades autónomas, México daba un paso decisivo hacia la modernización política con la posibilidad de evolucionar hacia formas más representativas y legítimas de gobierno. Era un momento en el que los políticos parecían dispuestos a pensar en algo distinto. Ciertamente, cada uno de los partidos defendió su terreno y aceptó un esquema que maximizara sus intereses. Pero, al menos en ese momento, los políticos tenían una actitud positiva y estaban decididos a salir airosos de las sucesivas crisis electorales que nos antecedían. Basta ver cualquier periódico de los últimos años para constatar que nada de eso es real en la actualidad. Ya no hay grandeza entre nuestros políticos para el diseño y desarrollo de instituciones que, como el IFE, TRIFE y la Suprema Corte, constituyen hitos y muestras fehacientes- de su disposición a construir y no sólo expoliar.

Por eso los mexicanos tenemos hambre de despertar y ser sorprendidos con la noticia de que los políticos súbitamente han decidido que no es posible seguir por donde vamos, que es necesario adoptar alternativas responsables, creativas e imaginativas y no más negativas a todo. ¿No sería maravilloso que personajes como el Senador Bartlett propusieran la transformación y liberalización del sector energético luego de reconocer que el status actual no hace sino empobrecer al país e impedir que se dispare el crecimiento económico? ¿No sería extraordinariamente atractivo que Roberto Madrazo creara un marco de competencia legítima y equitativa para la nominación del candidato de su partido a la presidencia? ¿No contribuiría sensiblemente a la consolidación de un proceso político estable, además de a su propia causa, el que Andrés Manuel López Obrador explicara qué pasó con todos los dineros que recibieron sus colaboradores cercanos y concediera autonomía a la entidad responsable de la transparencia en el DF? ¿Y que Bernardo Batiz aplicara la ley de manera equitativa?

¿No será ya tiempo para que los líderes del PRI en el congreso dejen de impedir el avance de una reforma electoral seria e integral, que considere temas cruciales como el de la reelección de legisladores, pero en un ámbito de mayor competencia y con la garantía de una rendición de cuentas ante los votantes, es decir, sin recurrir a la representación proporcional, así implique una nueva redistritación, para que el asunto no afecte la proporcionalidad en el órgano legislativo? ¿O que algún perredista organizara una manifestación masiva a favor de la expansión de los servicios que presta el IMSS y contra los privilegios de una minoría aristocrática de sindicalistas de la institución? ¿O que el PRI organizara un referéndum para exigir la mejoría del servicio eléctrico que se presta en el valle de México, de los peores del mundo, y terminara así con el abuso que representa el SME?

Sería maravilloso que los políticos se despertaran luego de esa cruda que ha producido la democracia disfuncional que ellos mismos alientan y agudizan y comenzaran a pensar un poco menos en el pasado y un poco más en el futuro del país. Y que la política nacional comenzara a ser menos viciosa y más orientada a resolver dificultades que a acentuarlas, si no es que a crearlas. Por encima de todos, ¿no sería extraordinario que se creara un entorno propicio para que se pudieran discutir y debatir los temas y problemas que aquejan al país de una manera seria y analítica, más allá de lo visceral o de la ceguera partidista e ideológica? ¿Y que los medios de comunicación abandonaran sus columnas de chismes y trascendidos políticos para dedicarse a la información, el análisis y la opinión, y no a la opinión y agendas particulares disfrazadas de análisis e información?

Todavía más relevante, ¿no sería digno y excepcional que los propios líderes y miembros de los principales sindicatos de empresas y entidades públicas, como el IMSS, la CFE, PEMEX y Luz y Fuerza del Centro, reconocieran que sus condiciones contractuales son insostenibles en un país pobre, que constituyen impedimentos al desarrollo y obstaculizan el progreso del resto de la población? ¿Y que los abogados acordaran reglas de ética profesional y el diseño de un mecanismo de evaluación y sanción para evitar conflictos de interés (los flagrantes y los otros)?

Muchos no estarán de acuerdo con algunas de las críticas expresadas en estas líneas, pero nadie puede objetar el que estamos paralizados por la mezquindad de unos cuantos. Todo mundo parece decidido a ver para sí y a preferir el pasado sobre el futuro. Además de inaceptable, esa receta asegura la pobreza y la postración. El país requiere de un debate inteligente y analítico sobre temas clave para el desarrollo, en todos los órdenes; sin embargo, lo que recibimos son pleitos, terquedad y una increíble arrogancia por parte de quienes tienen la responsabilidad de actuar en distintos frentes y desde distintas perspectivas.

Obviamente, el país enfrenta muchos problemas estructurales no atribuibles a quienes tienen la posibilidad (y, en buena medida, la responsabilidad) de resolverlos. Los líderes sindicales de hoy no son responsables de la existencia de contratos leoninos, producto de otra era política (en una interpretación benigna de la historia), cuando no de la extorsión y la corrupción (en una lectura más cercana a la realidad, al menos en algunos casos), pero sí son corresponsales de la grave situación que viven muchas de las empresas paraestatales, así como de ignorar las necesidades del país en este momento de su historia. Presionar para que sus agremiados cuenten con mayores prerrogativas a través de instrumentos inaceptables de presión (como podrían ser el suministro de petróleo, luz eléctrica o servicios médicos) debería ser intolerable para todos los mexicanos y también censurado.

Lo mismo va para los políticos que, sentados en su caballo, se niegan a atender las necesidades urgentes del país y la población. La economía está atrancada, pero nadie mueve un dedo para resolver los temas que la estrangulan, como el energético; la situación política está paralizada porque los tres partidos grandes impiden el cambio, cada uno por motivos particulares que, sumados, no los diferencian en nada de las prácticas monopólicas de sus congéneres en el ámbito económico. Los candidatos que ya se sienten cinchos rechazan cualquier oportunidad de competir por el siguiente escaño u contienda política. Su lógica no es en nada diferente a la de un mafioso que está ahí por la fuerza bruta de su maquinaria criminal. Si así hubieran actuado quienes signaron el Pacto de la Moncloa en España en los setenta o quienes escribieron y aprobaron la constitución norteamericana de 1787, no hubiesen producido las extraordinarias democracias y naciones que ahí se fundaron. Para cambiar al país se requerirá del tipo de grandeza que exhibieron aquellos personajes y no la pequeñez y mezquindad de quienes lo único que pueden decir es no.

El México del pasado hizo de los conflictos de interés, los privilegios y la corrupción una gran virtud. Mientras todos apoyaran al gobierno, el resto eran costos no sólo bajos y tolerables, sino un factor medular de estabilidad, y una justa retribución al fervor justicialista de la revolución. El México del futuro ya no puede aceptar ninguna de estas premisas; falaces en su momento, fueron, sin embargo, parte del carácter de un sistema que tenía el (dudoso) privilegio de vivir en un mundo aislado. El México del futuro no puede tolerar la corrupción y las corruptelas, no puede abortarse a causa de los privilegios de que gozan unos cuantos sindicatos y de la capacidad de bloqueo mostrada por algunos políticos. El progreso es imposible en un mundo donde todos están demasiado ocupados viendo hacia atrás y tratando de preservar lo que es insostenible. El México de hoy ya no es el del pasado (porque el mundo ha cambiado, nos guste o no) y no es el del futuro de hecho, no puede ser el del futuro- porque demasiados intereses del pasado siguen corrompiendo el presente y estrangulado la capacidad de progresar.

Rompemos con el pasado o en vez de sueños benignos y de la posibilidad de despertar en un mundo mejor, seguiremos sumidos en una pesadilla cíclica e interminable, producto de un mundo que se rehúsa a cambiar.

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Asunto de política interior

Luis Rubio

Las explicaciones han sido confusas y con frecuencia pobres, en tanto que las contradicciones flagrantes en contenido y apariencia. Se adoptan posturas severas para luego suavizarlas y se hacen afirmaciones contundentes que luego no se explican, dejando la impresión de que no se sabe, a ciencia cierta, por qué se actúa de la manera en que se hace, más allá de formalismos que no siempre son convincentes. La razón de tanta confusión es evidente a todas luces, pero el gobierno no ha tenido la habilidad para presentarla con todas sus letras: para México, Cuba no es un asunto de política exterior, sino uno de política interna. Visto en su justa dimensión, el conflicto reciente no es ni nuevo ni excepcional: es evidente que el gobierno cubano lleva años de intervenir en los asuntos internos del país pero sólo ahora, cuando los costos de esa intervención resultan intolerables, es que el gobierno opta por definirse al respecto. El problema es que, como demostró el canciller cubano, cuando se inicia una escalada, hay que tener tanto la capacidad como la disposición para mantener el rumbo.

Por más que muchos críticos de la decisión del gobierno mexicano de reducir el nivel de la relación diplomática con Cuba se burlen de las formas y de la incontenible verborrea del gobierno, que es inevitablemente errática, nadie puede negar lo evidente: que la relación con Cuba es distinta a la que mantenemos con casi cualquier otro país. Cuba lleva años inserta en el corazón de la política mexicana, lo que la convierte en un factor de política real que nadie puede ignorar.

El gobierno cubano lleva años cortejando con invitaciones a la isla a políticos, intelectuales, actores y periodistas en búsqueda de apoyos para la política cubana dentro del país. No hay nada de malo en esa estrategia –muchos países la han intentado, aunque con menor éxito- pero no es improbable que muchos de los involucrados hayan sido extraordinariamente inocentes respecto al objetivo y los métodos que el gobierno cubano ha empleado para avanzar sus intereses. Aunque el clima y características físicas de la isla son similares al resto del Caribe, el régimen castrista en nada se asemeja al del resto de las naciones caribeñas. Quienes han pasado por la isla han sido fotografiados y clasificados; muchos de ellos podrían ser sujetos de extorsión sin la menor dificultad. Y, como ilustran las deportaciones y revelaciones de las últimas semanas, el gobierno cubano no ha tenido más que un objetivo en todas estas acciones: avanzar su interés nacional. Ha demostrado de manera fehaciente que no hay amistades largas, sino los intereses concretos de su Estado.

El gobierno mexicano ha tenido dificultad para precisar su posición por al menos dos razones. Una, porque no se ha atrevido a decir, con todas sus letras, que se trata de un asunto de política interna. Temeroso de abrir un nuevo frente de confrontación con los partidos de oposición (que han sido, de manera abrumadora, los beneficiarios de los cortejos cubanos a lo largo del tiempo, pero también los más obvios blancos de posible extorsión), el gobierno ha evitado dar la explicación completa de sus razones. Sabedor de que existe una larga y legítima vinculación de innumerables mexicanos con la isla, el gobierno ha tratado de manejar el asunto con pinzas, aunque con mucha torpeza, tratando de resaltar un punto medular: que hay momentos en que los intereses cubanos no son iguales a los mexicanos y que muchos de quienes profesan lealtades a la isla pueden verse manipulados para avanzar esos intereses, que no necesariamente coinciden con los del gobierno o con los del país.

Otra razón por la cual el gobierno ha tenido dificultades para explicarse con claridad tiene que ver con lo que vimos hace tiempo con la famosa grabación telefónica y que volvimos a atestiguar el miércoles pasado: el gobierno cubano tiene información que está dispuesto a emplear para afectar la credibilidad del gobierno, o de personas dentro del mismo, lo que inexorablemente constituye una intromisión en los asuntos políticos internos del país. El canciller cubano dice que no se va a entrometer en los asuntos internos, pero de inmediato procede a presentar evidencia recabada de Ahumada en Cuba, todo ello sobre temas mexicanos, lo que sugiere que ni siquiera les es fácil distinguir la intromisión del discurso.

Hay quienes argumentan que ha habido mejores momentos, o más lógicos al menos, para tomar decisiones tan drásticas como la que el gobierno mexicano tomó la semana pasada. El ejemplo más utilizado es el de la grabación que  Castro hizo pública luego del “comes y te vas”. Pero también es posible argumentar que, con todo y su mal gusto y evidente propósito de desacreditar al presidente Fox, aquella grabación no fue más que una muestra del enojo del comandante frente al evidente maltrato recibido. Es decir, se trataba de un asunto de la relación diplomática y nada más. Lo que hemos visto en las últimas semanas es muy distinto: ahora ya no estamos en el terreno exclusivo de la relación bilateral, sino en una dimensión estrictamente interna.

Desde el momento en que encarceló a Ahumada, Castro se convirtió en un actor político interno donde ya no había interés cubano de por medio, sino una evidente disposición a jugar y manipular a los partidos políticos, a los precandidatos y a las relaciones entre ellos. Uno puede coincidir con los principios de la revolución cubana o rechazarlos, pero éstos nada tienen que ver con la naturaleza del actuar político de Castro en las últimas semanas.

Por más que se quiera defender al régimen cubano, la realidad es que lo que unió a las dos naciones o, mejor dicho, a los dos regímenes políticos, por muchos años, se ha evaporado y todos estos temas y conflictos no son otra cosa que las exequias de un tipo de relación que ya no tenía razón de ser ni posibilidad de sobrevivir. Los dos sistemas políticos compartieron objetivos y estrategias porque ambos tenían serios problemas de legitimidad. Cuba buscaba en México un apoyo legitimador en los foros internacionales, sobre todo frente a la andanada norteamericana en la OEA y en la ONU. México, por su parte, encontró en Cuba a un aliado para evitar que aquí se desarrollaran focos guerrilleros y para darle una fuente de oxígeno y legitimidad a la izquierda mexicana a través de diversos gestos de política exterior. Es decir, Cuba “exentaba” a México de actividades guerrilleras y le daba la oportunidad de que la izquierda mexicana tuviera un tema “suyo” que le diera razones para no confrontar al gobierno, en tanto que México le daba a Cuba legitimidad y apoyo en los foros internacionales, además de ser un canal para la entrada y salida de funcionarios cubanos, un punto de reunión para los cubanos con sus contrapartes latinoamericanas y un conducto para sus exportaciones e importaciones, con frecuencia de materiales sujetos al embargo norteamericano. Los objetivos eran distintos, pero perfectamente compatibles.

El tiempo ha erosionado ese entendido. En una primera instancia, el cambio político en México a lo largo de la última década hace cada vez más innecesario el apoyo político cubano; no es casualidad que las tensiones comenzaran desde el sexenio priísta anterior. Por otro lado, la incertidumbre respecto a la permanencia del régimen cubano, un sistema y un gobierno que es cada vez más anacrónico en el mundo, ha orillado a Castro a tomar posturas que antes resultaban tabú. No hay que olvidar que a pesar de la veda de acciones guerrilleras que tácitamente existía, es conocido que Marcos y compañía fueron entrenados en la isla. Además, en la medida en que la relación se ha deteriorado, Castro ha manipulado a sus apoyos internos con el evidente propósito de favorecer al candidato de su preferencia rumbo al 2006. Por donde uno le busque, el interés nacional de Cuba, o al menos el de su presidente, no coincide con el de los mexicanos que esperan un proceso electoral limpio y transparente.

Vuelvo al tema de fondo: Cuba se ha convertido en un asunto de política interna. Quizá hace veinte años había una coincidencia de propósitos entre los gobiernos mexicanos de entonces y el cubano de siempre. Pero tanto la coincidencia como las reglas implícitas del juego cambiaron en el curso del tiempo. Cuba se ha convertido en un actor central de la política mexicana no sólo por las coincidencias ideológicas (plenamente legítimas) de algunos políticos y partidos en México con el régimen castrista, sino por el enorme despliegue que el gobierno cubano muestra en la política nacional. Más allá de sus redes de espionaje e inteligencia, su verdadera fortaleza reside en las alianzas y lealtades que ha construido a lo largo del tiempo. Para ilustrar basta un botón: hace un año, cuando el gobierno mexicano se aprestaba a decidir sobre su voto en el foro de derechos humanos de la ONU, Castro invitó a cien legisladores mexicanos a la isla. Se trató de un flagrante y evidente desafío de un gobierno a la decisión soberana de otro, con el agravante de que utilizó a sus representantes populares como peones de negociación.

El punto de todo esto es muy simple: uno puede estar de acuerdo o no con el viraje de la política mexicana hacia Cuba o, en general, respecto al abandono de principios que se mantuvieron incólumes por décadas, como el de la no intervención en los asuntos de otros países. Pero de lo que no hay duda es que Cuba se ha vuelto un tema de política interna. Desde esta perspectiva, el gobierno del presidente Fox ha reaccionado de la única manera posible: en contra de un gobierno exterior que insiste en ponerlo contra la pared. La alternativa era convertirse en un lacayo de ese otro régimen.

Dadas las circunstancias y los cambios de la última década, es evidente que tarde o temprano acabaríamos en este lugar. Más allá de diferencias de perspectiva y preferencias políticas, ningún actor político nacional puede ignorar la verdadera naturaleza de la relación y las evidentes diferencias entre ambos sistemas de gobierno en materia de libertades ciudadanas. Y esas libertades en México dan plenamente para que cualquier persona se reúna con cualquiera otra, mexicana o cubana, y el gobierno no tiene legitimidad para reprobar esos contactos. Pero si sería deseable que todos los actores políticos reconocieran que los intereses de México no siempre coinciden con los del comandante Castro y viceversa. Lo que es evidente para él, debería serlo para todos los mexicanos también.

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Candidatos y ciudadanos

Luis Rubio

La democracia mexicana está en problemas. Aunque hemos logrado elecciones libres, profesionalmente organizadas y prácticamente indisputadas, el objetivo fundamental de la democracia, lograr tomar decisiones con un alto grado de legitimidad, está lejos de alcanzarse. Desde su origen, la democracia mexicana fue secuestrada por los tres principales partidos políticos, que hacen de las suyas sin lograr progresos significativos para el país. Sus tentáculos no sólo controlan los órganos y procesos de decisión en el poder legislativo, sino que juegan con los partidos de menor tamaño, manipulan la legislación electoral y, sobre todo, ignoran al ciudadano, razón de ser de la democracia. El statu quo actual no garantiza más que estancamiento.

La democracia mexicana enfrenta problemas que tienen que ver con su origen inmediato, pero también con una larga tradición política de corporativismo. Por definición, el corporativismo es la antítesis del liberalismo, cuya esencia reside en la ciudadanía. El corporativismo implica la organización de la sociedad en estancos o, a la mexicana, en sectores (en nuestro caso el obrero, popular, campesino, privado, intelectual, etc.). La organización en estancos niega los derechos personales, confiere poderes especiales, fácticos, a líderes corruptos e impide la negociación de beneficios o derechos a personas, empresas o sindicatos en lo individual. Se trata de un mecanismo de control diseñado para mantener el poder desde arriba. En este sentido, la democracia liberal, que es la que se invoca de manera retórica, no se consuma en la realidad y constituye una afrenta directa al corporativismo de antaño.

La democracia hace (o debe hacer) imposible al corporativismo, toda vez que le confiere derechos directamente al individuo. A través del voto y de los derechos individuales (que nuestra constitución llama garantías), cada ciudadano adquiere la posibilidad de expresarse libremente, postularse para un puesto de elección popular y obtener protección por el posible abuso gubernamental. Bajo un régimen corporativista, al contrario, son las organizaciones las que gozan de la legitimidad de interacción con el gobierno; bajo la democracia esas facultades las adquiere el ciudadano.

Nuestro caso es peculiar, puesto que el régimen constitucional le confiere derechos a los individuos, derechos que sólo hasta ahora, y eso con todas sus limitaciones, comienzan a hacerse efectivos. Sobre ese régimen, que incluye derechos individuales, se montó toda una estructura corporativista anclada parcialmente en la Constitución (a través de artículos como el 123, referente al trabajo y sus formas de organización), pero sin que ésta fuese decididamente corporativista. Es decir, muy a la mexicana, nuestra Carta Magna integró diversas corrientes filosóficas y principios pragmáticos concretos que le dieron algo a cada uno de los grupos e intereses representados en la Asamblea Constituyente.

Por décadas, al amparo del sistema priísta, predominaron los derechos corporativos sobre los individuales. En los últimos años, la democracia ha cobrado forma y fuerza, pero sin haber desplazado del todo al corporativismo. La situación resultante es inestable porque coexisten derechos contradictorios y mecanismos procesales incompatibles (por ejemplo, tribunales especiales) que niegan, de entrada, cualquier derecho individual y la vigencia de la democracia. Pero es quizá en el régimen de partidos donde se aprecia con mayor claridad el fenómeno: en lugar de representar a los ciudadanos y hacer valer sus derechos, los partidos se han convertido en un mecanismo de promoción de intereses cupulares y grupales, así como de mediatización de la ciudadanía. En otras palabras, en lugar de ser el mecanismo a través del cual el ciudadano accede al poder o logra que éste lo represente, los partidos se han convertido en un poder intermedio que ignora y hace irrelevante a la ciudadanía.

Además de nuestro pasado corporativista y del hecho tangible de un sistema político donde los derechos ciudadanos no fueron más que un componente marginal en casi doscientos años de historia, el vuelco hacia la democracia, al menos en un plano retórico, en los últimos dos o tres lustros, no ha venido acompañado del fortalecimiento de los mecanismos y derechos de la ciudadanía. La modificación de la legislación electoral abrió cauces para la expresión de la ciudadanía a través del voto, pero prácticamente nada se ha hecho para afianzar sus derechos en términos de acceso al poder judicial (que sigue mediatizado por el poder ejecutivo tanto a nivel federal como estatal y municipal), para hacer valer el derecho a la libre expresión o para que los partidos sirvan a los ciudadanos y no al revés. En la práctica, hemos ido en sentido contrario: aunque en la retórica se le conceden beneficios a la democracia, en la práctica se ha ido afianzando el yugo de los partidos y de los poderes ejecutivos, sobre todo a nivel estatal y municipal. Para ilustrar, basta ver los conflictos de interés entre las autoridades del poder ejecutivo de Morelos en el caso de sus policías o del Distrito Federal y el ministerio público que comanda, a raíz de los escándalos por los videos. El autoritarismo del gobierno federal de antaño es ahora moneda corriente en los gobiernos locales, todo en detrimento de la ciudadanía.

En suma, la democracia que tanto cacareamos está coja y con riesgo de fracasar. En su camino se han conjuntado todos nuestros vicios: las contradictorias mezcolanzas que caracterizan a nuestro sistema legal (comenzando por la propia Constitución), legislaciones que le siguen confiriendo facultades arbitrarias al gobierno, un régimen partidista que construye entidades impenetrables totalmente impunes e inmunes a la ciudadanía y un sistema corporativista que sigue vivito y coleando, como ilustran diversos sindicatos que siguen haciendo de las suyas con sus propios agremiados y con el régimen electoral.

Pero no menos importante en el panorama de nuestro déficit democrático es que la ciudadanía misma, por más que se rehúsa a ser tratada como rebaño y que reclama sus derechos con inusitada combatividad (como ilustran, en extremo y exceso, los linchamientos de asaltantes en diversas partes del país), sigue sin ser parte de una cultura democrática. Difícil sería esperar que de nuestra historia, del comportamiento de nuestros gobernantes, de los libros de texto y de los abusos y vejaciones que sufre la población de manera cotidiana, surgiera una cultura democrática. Pero eso no hace sino magnificar el tamaño del reto que tenemos frente a nosotros.

Desde hace años observo la manera en que se comporta el mexicano común y corriente en situaciones que son afines con valores democráticos. Dos componentes medulares de la democracia, la competencia limpia y el respeto a los derechos de otros, padecen un profundo déficit en el país. Comencé a darme cuenta de ello en una fiesta infantil hace muchos años. Entonces fui testigo de un juego típico de fiestas infantiles que consistía en que los niños colocaran sus manos atrás e intentaran comerse una jícama atada en un mecate y colocada frente a ellos; como es obvio, el primero en terminar ganaba. El movimiento de las jícamas hacía el concurso aún más divertido. Aunque el juego podría ser idéntico en Inglaterra, en México o en Francia, lo que llamó mi atención fue el comportamiento de los padres, quienes en lugar de dejar que los niños compitieran en igualdad de circunstancias, hicieron hasta lo imposible por favorecer a sus vástagos. Procuraron, primero, colocarlos frente a la jícama que quedaba más baja pero, después, no faltó el padre que incluso dio un golpe al mecate cuando vio en peligro el triunfo de su hijo. Lo peor es que ninguna de estas tácticas pareció impropia al resto de los padres. Se trataba de algo natural.

Nuestra democracia está en problemas porque no estamos haciendo nada para afianzarla, avanzarla y consolidarla. Hay intentos de reversión en todas partes; ni siquiera en el terreno electoral, donde presumiblemente existe un consenso social, se están dejando las cosas bien. Los partidos controlan todos los procesos y cierran la puerta al desarrollo de la ciudadanía, mientras el gobierno duerme el sueño de los justos, suponiendo que todo mejorará por sí mismo.

Es por todo lo anterior que la candidatura ciudadana que ha lanzado Jorge Castañeda tiene una enorme trascendencia. El tiempo, y los votos, dirán si llegará a la presidencia; pero en el plazo inmediato, la existencia de una candidatura por fuera de los canales partidistas y cuyo punto de partida es precisamente el desafío del statu quo imperante, constituye una espléndida oportunidad para que se discutan los temas y contradicciones que plagan y hacen disfuncional y, a la larga, inviable nuestro sistema político.

El planteamiento de Castañeda es simple y directo: la democracia consiste en la competencia abierta entre ciudadanos, pero en nuestro país la ciudadanía no tiene derechos efectivos porque éstos han sido secuestrados por los partidos políticos. A menos de que cambiemos las reglas del juego, dice Castañeda, la democracia mexicana va a fenecer y, con ella, toda la expectativa de que el país avance hacia el desarrollo.

El desafío, como bien ejemplifica el caso de las jícamas, difícilmente podría ser mayor. Pero de lo que no hay duda es que sin un liderazgo efectivo dispuesto a construir un auténtico régimen democrático, éste nunca llegará. Nuestra inacabada modernización económica es la mejor prueba de que todo aquello emprendido a la mitad es fuente de problemas posteriores. Los partidos políticos cuentan con una situación tan privilegiada, producto del financiamiento gubernamental, que no tienen ni el menor incentivo por encabezar la transformación política que el país requiere. No es casualidad que un candidato ciudadano sea quien enarbole esta causa. Se trata de una situación urgente y necesaria. Bienvenida sea la candidatura y ojalá se transforme en una andanada que estremezca al establishment partidista, que bien se lo merece.

 

Voto y migración

Luis Rubio

El que con fuego juega, reza el refrán, acaba quemado. Tal vez en ningún otro tema de actualidad ese dicho sea más cierto que en el del voto de mexicanos residentes en el extranjero. Más allá de los argumentos, por demás sensatos, que reclaman generosidad para reconocer los derechos políticos de quienes tuvieron que salir del país para mantener a sus familias, hay una dimensión que el debate típicamente ha ignorado: el lado norteamericano del asunto.

Ensimismados en su afán por satisfacer a diversos grupos de mexicanos residentes en el extranjero, el gobierno, los legisladores y numerosos analistas, observadores y comentaristas han planteado, con afán, esquemas alternativos para hacer efectivos los derechos políticos de los mexicanos. La lógica de sus propuestas es impecable: los mexicanos, independientemente de donde residan, siguen siendo mexicanos y, por ende, sus derechos políticos no pueden ser vulnerados, el voto entre ellos. Como agravante que acentúa la urgencia de la demanda se argumenta, con no poca verdad, que la abrumadora mayoría de los mexicanos residentes en el exterior tuvieron que salir del país al no existir aquí las condiciones de subsistencia mínima. No sólo eso, estos migrantes son la fuente de cuantiosas transferencias, nada despreciables en términos macro económicos, lo que les hace merecedores de tantos o más derechos que el resto de la ciudadanía.

El argumento es impecable, pero falso. Además, es en buena medida irrelevante. Varios analistas han hecho distinciones entre nacionalidad y ciudadanía para explicar lo falaz del argumento, en tanto que otros introducen el componente de la residencia fiscal de un individuo: el voto debe ser sufragado donde uno paga impuestos pues de esa manera se adquiere un compromiso y un interés por el resultado. Más allá de los argumentos filosóficos y de principios que se han esgrimido, existe toda una gama de planteamientos prácticos que son, en buena medida, la causa por las que el legislativo no ha avanzado en la discusión de cómo hacer operativo el voto de mexicanos en el exterior que la Constitución  ya concede. Entre las dificultades prácticas que se han venido debatiendo destacan algunas obvias como el financiamiento de campañas en y desde el extranjero (donde, por definición, las leyes electorales mexicanas no tienen jurisdicción) o  la administración del proceso electoral, que comienza con la credencialización y termina con el voto depositado en la urna el día de la elección. Se añade a lo anterior la inquietud de los partidos por conocer quién se beneficiaría del voto de los mexicanos en Estados Unidos: ¿serán priístas o perredistas, panistas o independientes? Parece obvio que no es tan fácil resolver estas complejidades como se pretendía en un primer momento.

Pero la discusión sobre quién es mexicano para fines del derecho al voto resulta en buena medida irrelevante cuando se contempla la dimensión estadounidense del asunto. Este aspecto ha sido ignorado por completo en el debate mexicano, pero no es un problema menor. Antes de entrar en materia, me gustaría pedirle al lector que medite por un instante lo que pensaríamos los mexicanos si tres millones de guatemaltecos (por no decir chinos), residentes en Chiapas, comienzan a exigir sus derechos políticos como ciudadanos guatemaltecos, demandan que las escuelas en México eduquen a sus hijos con libros de texto de su país y toman partido por sus equipos de fútbol cuando se enfrentan en la cancha la selección nacional y la guatemalteca. Obviamente se trata de una ficción, pero para los estadounidenses no hay ficción alguna en el tema.

La pregunta por demás obvia es qué opinan los estadounidenses acerca de la posibilidad de dar voto en elecciones mexicanas a los connacionales que viven en su país. Un escenario nada excesivo pinta la escena de manera integral: millones de residentes estadounidenses, muchos de ellos ciudadanos de aquel país, son movilizados, participan en actos de campaña, reciben a candidatos a la presidencia de otro país y discuten temas que no le atañen a ninguno de sus vecinos por tratarse de política interna de otra nación. Es decir, una campaña en forma, con anuncios en radio y televisión, debates públicos, actos partidistas, visitas de candidatos presidenciales de otro país en las principales ciudades, todo ello como parte de una elección que nada tiene que ver con Estados Unidos y, sin embargo, se pelea en sus calles. Se trata de un tema explosivo, mucho más allá de lo que uno pudiera imaginar a primera vista.

Para muestra de lo anterior baste un botón. Recientemente se publicó en la forma de artículo un adelanto del libro de Samuel Huntington, el conocido politólogo norteamericano, bajo el título “El Desafío Hispano”. Las primeras reacciones al artículo han sido de rechazo sin miramientos; poco faltó para que algunos lo calificaran de racista y lo lincharan en la plaza pública. Y, ciertamente, el artículo es criticable en más de un sentido, pero por cavernarias que pudieran parecer algunas de sus argumentaciones, no dejan de reflejar las percepciones de muchos estadounidenses. Si uno lee el artículo a la luz del debate sobre el voto de mexicanos en el extranjero, la visión de Huntington resulta ser menos visceral y adquiere al menos un contexto que la explica.

El planteamiento del académico es muy simple: la migración hacia Estados Unidos de personas de origen hispano, y particularmente de mexicanos, es totalmente distinta a las diásporas que desde hace siglos han llegado a nuestro vecino país. Si bien EUA es una nación de inmigrantes, señala Huntington, en la mayoría de los casos esos migrantes rompieron sus vínculos con sus lugares de origen y eso les obligó a integrarse en la sociedad norteamericana. La diversidad de idiomas que los caracterizaba les obligó a adoptar el inglés como lengua común y la necesidad de integrarse a la vida del nuevo país, les llevó a hacerlo suyo y a compartir la cultura y valores predominantes. En el curso de dos o tres generaciones, los migrantes europeos de los siglos XIX y XX se hicieron norteamericanos y nunca pretendieron mantener vínculos políticos (e incluso lingüísticos) con sus lugares de origen. El gran éxito de la política migratoria estadounidense a lo largo de casi dos siglos, según Huntington, fue la asimilación total de los inmigrantes en el gran común denominador (melting pot) estadounidense. Para Huntington la gran diferencia entre los mexicanos y los inmigrantes que les precedieron reside en que esa asimilación no se está dando.

Huntington añade que el impacto de la migración mexicana hacia Estados Unidos es brutal y que puede acabar desmantelando la estructura política de aquel país. En descargo de su argumentación, analiza las tendencias demográficas en diversas regiones de EUA, muestra cómo el español se está volviendo la lengua dominante en el sistema educativo de vastas regiones, critica el comportamiento del público asistente a partidos de fútbol en los que se abuchea el himno estadounidense cuando éste se entona, especula sobre las percepciones que sobre la ley, las instituciones y el Estado de derecho puede tener una persona cuyo estatuto es justamente la ilegalidad y, en suma, duda de la posibilidad de que esta migración, sobre todo por la enormidad de sus números y la cercanía a su país de origen, pueda o quiera llegar a asimilarse como lo hicieron los anglosajones, los irlandeses, los alemanes y los suecos en otro tiempo. Lo que Huntington más enfatiza son las enormes diferencias de la tercera y cuarta generación de hispanos en Estados Unidos con el resto de los estadounidenses en cuanto al uso del idioma, el desempeño educativo, los matrimonios mixtos y situación socioeconómica. Uno puede estar de acuerdo o no con esta visión, pero de lo que no hay duda es que su planteamiento es prácticamente indistinguible del que hacen quienes se preocupan por la pérdida de identidad en México.

Desde la perspectiva que Huntington adopta, el gran riesgo para Estado Unidos es que esa masa de hispanos nunca se asimile y, lo que es peor, termine por erosionar las instituciones norteamericanas. Aunque en algunos momentos los excesos de su visión son palpables (por ejemplo, cuando critica el deseo de una familia por cultivar en sus hijos el conocimiento de otro idioma) y tan absurdos como suponer que el número de mexicanos residentes allá reclamará, el algún momento, la devolución a México de los territorios perdidos en la guerra de 1847, otras aseveraciones de Huntington no pueden ignorarse. Su punto es que hay un problema real en la sociedad norteamericana porque una porción creciente de su población no comparte los valores de la mayoría, tiene lealtades a su país de origen y no muestra la menor intención de asimilarse al país que le ha dado oportunidades excepcionales.

Si uno analiza el debate en torno al voto de los mexicanos en Estados Unidos a la luz de los conceptos y argumentos de Huntington, el panorama se torna por demás complejo. Si ya de por sí se critica a muchos mexicanos residentes allá por sus dobles lealtades, lo único que falta es que comience a darse un espectáculo electoral de un tercer país dentro de su territorio.

Obviamente, tenemos un problema con los mexicanos residentes en el exterior porque, a final de cuentas, fue nuestra realidad, más que su voluntad, la que los expulsó del país. Además, no es un dato menor el monto de las transferencias de mexicanos residentes en el exterior hacia sus familias en el país (14 mil millones de dólares en 2003). Los números son espectaculares y se han convertido en un factor crítico para la estabilidad económica –y, sobre todo, social- del país. Pero la solución a este problema no puede ser invadir los derechos políticos del resto de los norteamericanos. No podemos ignorar el hecho de que la visión desde allá es muy distinta a la de aquí. Quizá valdría la pena pensar en la situación inversa: qué ocurriría si el 10% o 15% de la población residente en México, población que crece al doble de velocidad que el resto, comienza a demandar derechos en un tercer país. Eso es lo que hace Huntington y el panorama que pinta no es halagador allá y lo sería mucho menos acá.

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México, EU y el resto del mundo

Luis Rubio

México parece no encontrar su lugar en el mundo cambiante de hoy. Las décadas de tensión que caracterizaron al mundo bipolar luego de la segunda guerra mundial, permitieron que el país desarrollara una política exterior sui generis. Claramente anclado en la esfera de influencia norteamericana, el país no tenía muchas opciones en materia militar, pero convirtió la cercanía en un instrumento para diversificar las relaciones diplomáticas del país y confrontar, así fuera de manera simbólica, a Estados Unidos en toda clase de foros multilaterales. En los ochenta y noventa el país dio un giro parcial en su relación con Estados Unidos al privilegiar el comercio y la inversión sobre la confrontación pero, como ilustran las vicisitudes anuales en torno a Cuba, nunca llegó a afianzar una nueva estrategia de política exterior. En los últimos años hemos vuelto a experimentar cambios y nuevos intentos de definir nuestro papel en el mundo internacional, todo ello sin mayor éxito. Lo peor de todo es que ni siquiera parece haber claridad sobre la naturaleza del entorno internacional en que nos encontramos.

Cualquiera que lea los diarios del mundo sabe bien que en el planeta reina el  desorden y la confusión. El balance militar apuntalado sobre el terror de las armas nucleares dio vida a un mundo bipolar que, aunque imperfecto, le daba certidumbre a todas las naciones del orbe. A partir del inicio de la guerra fría, todas las naciones sabían bien que sus espacios de interacción estaban definidos por las áreas de influencia y confrontación entre las dos potencias, Estados Unidos y la Unión Soviética. Algunas naciones estaban alineadas con el este, otras con el oeste y otras más intentaron abrirse espacios a través de mecanismos como el de las naciones “no alineadas”.

México gozó de una situación excepcional en todo ese periodo. Aunque nuestra localización geográfica difícilmente daba espacio para experimentar alianzas con otros bloques, la creatividad de muchos gobiernos mexicanos fue aleccionadora. A final de cuentas, la cercanía geográfica también entrañó oportunidades que fueron explotadas a lo largo del tiempo. A diferencia de naciones más distantes, como las centroamericanas, por poner un ejemplo, la proximidad permitía libertades que la distancia hacía imposibles. Mientras que la reacción estadounidense a la Cuba castrista ilustra un extremo clásico en la era de la guerra fría, para México, aquella fue una oportunidad para mostrar distancia e independencia.

En este sentido, la política exterior mexicana mantuvo ciertos principios fundamentales, la mayor parte de ellos expresados desde los treinta en la  Doctrina Estrada, a la vez que nunca ignoró la realidad objetiva de la vecindad. Por ejemplo, México nunca se incorporó a grupos como el de las  naciones no alineadas ni participó en organizaciones como la OPEP, a las que se oponían los norteamericanos. De esta manera, aunque con frecuencia radical en el lenguaje y actitudes, la política exterior mexicana fue (casi) siempre una mezcla pragmática de confrontación retórica pero de realismo en la relación con Estados Unidos. Esta combinación de vectores ofrecía una altísima rentabilidad política interna (porque satisfacía a sectores críticos de la sociedad, sobre todo en el flanco izquierdo), a la vez que evitaba confrontaciones estériles en los puntos neurálgicos de la geografía. Por supuesto que a los norteamericanos no les satisfacía la postura mexicana, pero igual aprendieron a convivir con esa realidad.

La crisis económica de 1982 obligó a replantear toda la estrategia de desarrollo del país. Lógicamente, el primer cambio tuvo lugar en el ámbito económico (de hecho, en el fiscal y financiero), pero después le llegó su tiempo a los temas comerciales, de inversión e, implícitamente, a la política exterior. Una vez replanteado el papel del comercio exterior como componente del desarrollo económico, el gobierno se encontró con que la estrategia de confrontación retórica con Washington resultaba contraproducente. En cambio, un acercamiento con aquella nación podría ofrecer oportunidades de inversión que, debidamente apalancadas, serían susceptibles de transformarse en componentes vitales del desarrollo del país.

La negociación e instrumentación del TLC constituyó el momento álgido de esa redefinición, aunque los años subsecuentes han demostrado que el desarrollo económico demanda mucho trabajo hacia el interior del país (como la modernización de diversos sectores, la introducción de reformas y la transformación del gobierno en un ente promotor, todo ello para hacer más competitivo al país) y que no basta evitar la confrontación retórica para convertir a la geografía en un detonador del desarrollo. De esta manera, aunque el país nunca dio un giro completo hacia una mayor cercanía con Washington más allá de lo comercial, las añoranzas por un pasado de distancia y confrontación nunca desaparecieron.

La década en que México se acercó con Estados Unidos fue también el periodo en que se comenzó a resquebrajar todo el mundo de la posguerra. La cercanía entre las naciones europeas y Estados Unidos que se había consolidado en 1945 con la derrota del régimen nazi (y que dio origen a la noción de “oeste” como una visión del mundo, un concepto político, económico militar e ideológico) sufrió un primer embate con el colapso de la URSS en 1991. Aunque tanto Estados Unidos como Europa mantuvieron la apariencia de una identidad común, la realidad es que cada cual comenzó a enfilar sus baterías en una dirección distinta. Los europeos disminuyeron con rapidez su gasto militar y se apresuraron a ampliar la cobertura de su mercado común hacia el este, para incorporar a las naciones del antiguo bloque soviético y, eventualmente, a la propia Rusia. Por su parte, los estadounidenses pretendieron que a partir de la derrota soviética todo funcionaría de manera perfecta, de acuerdo al “nuevo orden internacional” que había anunciado el primer presidente Bush. Nadie en ese momento anticipaba que en lugar de la consolidación de la democracia liberal, el mundo pronto confrontaría temas como el del terrorismo, el narcotráfico, el crimen organizado y movimientos migratorios a gran escala.

Los ataques terroristas de septiembre del 2001 modificaron, nuevamente, la lógica internacional. A partir de ese momento, Estados Unidos abandonó la postura relativamente pasiva que mantuvo a lo largo de los noventa y comenzó la etapa que hoy lo caracteriza en el Medio Oriente en general, pero sobre todo en Afganistán e Irak. A diferencia de las décadas previas, 1991 para los europeos y 2001 para los estadounidenses se convirtieron en los nuevos puntos de referencia. En otras palabras, las tensiones que caracterizan a las relaciones a través del Atlántico no son producto de la casualidad, sino de cambios fundamentales en la lógica e intereses de cada uno de los dos lados. La nueva realidad internacional no es sólo compleja e inestable, sino propicia para malos entendidos y abusos entre las naciones.

El gobierno de George W. Bush ha empleado la fuerza militar como mecanismo casi exclusivo de contención del terrorismo. En contraste con los europeos, que por diversas razones, incluyendo tanto la historia como su deteriorada capacidad militar, prefieren la interacción diplomática a la confrontación bélica, el gobierno norteamericano ha organizado redes de nuevas relaciones político-militares (sobre todo en naciones que antes formaban parte de la URSS), ha ocupado dos países y ejerce presión sobre innumerables otros. Independientemente de si este camino eventualmente conduce a la derrota definitiva de Al Qaeda, no cabe la menor duda que la multiplicidad de naciones fallidas y la potencial proliferación de armas nucleares y similares en manos de grupos terroristas constituyen amenazas serias a la estabilidad mundial.

En todo esto, México ocupa un lugar nada fácil en el escenario internacional. Aunque en los últimos años ha tratado de revitalizar el activismo de hace décadas (pero sin un componente anti norteamericano tan acusado), lo cierto es que esa lógica no cuadra con la  política estadounidense actual ni con los intereses económicos del país: lo que era válido, o potencialmente válido, a lo largo de los noventa, dejó de serlo después del 2001. De esta manera, aunque el país ciertamente puede y debe ampliar su abanico de relaciones con el resto del mundo, no puede ignorar el hecho de que nuestra realidad geográfica hoy, a diferencia de las décadas previas, es parte inherente de la lógica de seguridad norteamericana. El gobierno actual ha reconocido esta realidad a plenitud y ha procurado con éxito la vía de la seguridad como mecanismo de acercamiento a Washington. Pero esta cercanía, finalmente parcial, no resuelve el problema de fondo.

Muchos europeos confían en que el presidente norteamericano actual perderá las elecciones de este año, lo que, suponen, restauraría la tradicional cercanía entre las antiguas naciones del oeste una vez más. Sin embargo, prácticamente todo lo que emana de Washington y de los aspirantes a la presidencia norteamericana permite pensar que el retorno al multilateralismo no es algo probable. Estados Unidos tiene una larga historia de aislacionismo y todo indica que así responderá ante una situación de caos que les resultara incontenible o inmanejable.

Para nosotros, estos cambios de señales y circunstancias generan enormes dificultades. En principio, nada va a cambiar nuestra cercanía geográfica ni la importancia que cada una de las dos naciones tiene para la otra. Intentar recrear una estrategia de distanciamiento es no sólo absurdo, sino imposible. Por otro lado, la noción de que podemos lanzar iniciativas multilaterales, ignorar a los norteamericanos en la ONU y reactivar una estrategia de confrontación retórica sería no sólo contraproducente, sino potencialmente costosísimo. No hay necesidad de estar de acuerdo con un determinado gobierno estadounidense para avanzar nuestros propios intereses. Pero arriesgar nuestros intereses por no estar de acuerdo con una administración pasajera es no sólo torpe sino por demás infantil.

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Mercados, financiamiento y globalización

Luis Rubio

México vive en una peculiar paradoja: quienes más se quejan y critican al llamado “modelo económico” son sus mayores beneficiarios, en tanto que quienes obtendrían innumerables ventajas con la implantación de una verdadera economía de mercado la ven con recelo. Peor, quienes pretenden hablar por los pobres repudian cualquier noción de economía de mercado, a pesar de ser precisamente los pobres quienes más han perdido con una economía controlada, regulada y protectora de monopolios, intereses especiales y empresas paraestatales. Los mercados y su funcionamiento son uno de los temas más criticados, pero menos comprendidos, de la economía. Es tiempo de comenzar a discutir sus méritos en serio.

El funcionamiento eficiente de los mercados, tanto comerciales como financieros, imprime siempre dinamismo a cualquier economía, lo que asegura no sólo el bienestar de la población, sino su mejoría constante. Lo que típicamente limita el desarrollo de los mercados no son sus deficiencias intrínsecas, como argumentaba Marx, sino el poder político de quienes se benefician de que éstos no operen de manera eficiente. Según Raghuram Rajan y Luigi Zingales, en un nuevo y fascinante libro titulado Salvando al capitalismo de los capitalistas (Saving Capitalism from the Capitalists), los opositores a la buena marcha de los mercados son los favorecidos por el orden establecido (típicamente caracterizado por barreras a la entrada y exigua competencia) que desean mantener sus privilegios y los perdedores del proceso. Dado que ninguno de los dos grupos encuentra satisfacción en los mercados, tienen como propensión natural activar sus tentáculos políticos para avanzar sus intereses, lograr protección e introducir obstáculos al desarrollo de la competencia. Entre estos grupos pueden citarse sindicatos, grandes empresas, terratenientes, etc. Las centrales obreras y campesinas, por hablar de dos ejemplos obvios, viven obstaculizando el funcionamiento de los mercados y, con ello, impiden la disminución de la pobreza en el país. Así de grande es lo que está en juego.

Cuando un político se encuentra ante la presión de un industrial que reclama protección y/o de un sindicato que exige acción gubernamental para atenuar los efectos de la competencia, su reacción natural es la de operar en beneficio de ambos grupos. Tanto mejor, pensará el político, si se beneficia a grupos clave para la credibilidad del gobierno o con miras a anticipar apoyos para la siguiente elección. Visto de esta manera, la lógica del gobernante es impecable. Pero si uno analiza los costos de semejante proceder, las ventajas resultan ser menos impresionantes.

Las economías funcionan en ciclos que dependen de la inversión en  tecnología.  Las empresas, grandes y pequeñas, invierten en anticipación al crecimiento de la economía, con lo que le dan forma al ciclo ascendente. Algunas empresas invierten mejor que otras, desarrollan una mejor tecnología o encuentran maneras más eficientes de producir; así son más competitivas. Otras empresas, menos eficientes en su trabajo, son incapaces de competir y desarrollarse, lo que les conduce al fracaso. Ese es el ciclo natural de la vida económica de cualquier nación. Una economía es sana cuando ésta facilita la transición de las empresas (es decir, permite que surjan muchas nuevas y facilita la muerte de las que no pueden sobrevivir) a fin de que se agregue el mayor valor posible en el conjunto y, con ello, se cree riqueza y empleos. En palabras del famoso economista germano americano, Joseph Schumpeter, la destrucción es la contraparte natural y necesaria de la creación; en el caso de las empresas, el nacimiento de nuevos y pujantes competidores es la contraparte de la desaparición de los menos competentes.

Más allá del estancamiento del último par de años, la economía mundial ha experimentado algunas de las décadas más prósperas de su historia. Esto se ha debido en no poca medida a que los mercados han funcionado libremente. Pero, como apuntan Rajan y Zingales, los autores del libro citado, el funcionamiento de los mercados depende, en última instancia, de decisiones políticas. Si los políticos se empeñan en regular el funcionamiento de los mercados, no harán otra cosa que favorecer a unos en contra de otros, es decir, introducir un elemento discriminatorio en el proceso. Y, típicamente, quienes más se benefician del actuar de los políticos no son los pobres, sino los que tienen mayor capacidad de presión política. El argumento  medular del libro es que el desarrollo de los mercados no es la meta final y culminante del desarrollo económico, sino el factor que lo hace posible.

El caso del microcrédito es paradigmático. Como ha mostrado Gabriel Zaid una  y otra vez, la rentabilidad de muchas microempresas por unidad de inversión es infinitamente superior a la de empresas grandes: esa es la razón por la cual muchas de ellas pueden pagar las brutales tasas de interés que cobran los intermediarios financieros informales. Si se crearan condiciones para que intermediarios formales se vieran incentivados y participaran en esos mercados, la capacidad creativa de las microempresas se multiplicaría, toda vez que podrían dedicar muchos más fondos a la inversión que al pago de elevadas tasas de interés. En cualquier caso, los mercados informales funcionan sin una estructura institucional significativa porque son relativamente simples. Cuando el tema deja de ser la fabricación de artesanías o el lavado de coches (actividades típicamente informales) y se contemplan actividades de una economía moderna, todo cambia. Los mercados informales dependen de la cercanía entre el comprador y el vendedor o, en este caso, entre el acreedor y el acreditado. Esa Fcondición no existe en una economía capitalista moderna.

Las economías modernas y grandes, donde las relaciones son por definición impersonales, requieren de instituciones públicas para su buen funcionamiento. Por ejemplo, mientras que un prestamista informal tiene sus propios mecanismos para hacer cumplir el pago de los créditos, mecanismos no siempre muy amables, las instituciones financieras requieren de estructuras formales, debidamente constituidas para hacer cumplir los contratos, como es el poder judicial. La característica medular de un mercado eficiente es que no distingue entre personas: en el mercado todos son iguales, lo que reduce o elimina el poder de entidades políticas, las ventajas derivadas de factores no económicos como el compadrazgo o la herencia. Inevitablemente, un mercado obliga a todos a competir como iguales, lo que hace que esos intereses los teman y hagan todo lo posible por desarticularlos.

En países pobres o relativamente pobres como el nuestro, el funcionamiento de los mercados tiende a ser deficiente. Esto ocurre porque hay intereses que se benefician de esta situación y tienen el poder para mantenerla: el poderoso típicamente no está dispuesto a enfrentar rivales y a que los mercados funcionen de manera competitiva, pues eso afecta su propia situación. Este es un punto central del debate respecto a los mercados: a pesar de la retórica, los mercados benefician más a los menos poderosos y son anatema para muchos miembros del establishment .

Una de las razones por las cuales era tan importante la liberalización comercial en el país era precisamente esta: los inversionistas del exterior y las importaciones se tornan en una fuente de competencia que se rige por las reglas del mercado internacional, lo que tiende a desarticular poderosos intereses nacionales opuestos a cualquier cambio. Por ejemplo, más allá de los temas monopólicos actuales, sin su privatización, Telmex habría seguido siendo un impedimento al desarrollo por la pésima calidad del servicio que ofrecía con anterioridad, de la misma manera en que hoy entidades como Pemex, CFE y Luz y Fuerza se han convertido en impedimentos al desarrollo de nuevas y más eficientes fuentes de energía.

A pesar de la evidencia analítica e histórica de que los mercados son particularmente benéficos para quienes no tienen ventajas de entrada, los más pobres en primer lugar, la retórica política e intelectual tiende a despreciarlos. Los políticos prefieren el clientelismo que les rinde beneficios electorales, a pesar de que esa es una receta para preservar la pobreza. Veamos por qué: para que funcionen los mercados, necesitamos, primero, garantías para los derechos de propiedad, comenzando por los de los ciudadanos más pobres e indefensos. Típicamente, la oposición a que existan esas garantías proviene de quienes creen que están haciendo el bien a través del tutelaje (típicamente políticos sin bases políticas propias), o de quienes se benefician del statu quo (léase sindicatos y otros grupos de esa naturaleza, que depredan al saberse intermediarios inevitables entre el ciudadano y el gobierno). La existencia de mercados funcionales hace irrelevantes a esos intermediarios, lo que beneficiaría al ciudadano a costa del líder sindical o equivalente.

Los autores de Saving Capitalism from Capitalists analizan con detalle la razón por la cual algunos países desarrollaron instituciones sólidas y otros no, tema muy discutido en círculos académicos por siempre. Pero quizá el tema más relevante para nosotros hoy es que la democracia abre oportunidades para la creación de condiciones de respeto a los derechos de propiedad, pero no garantiza que esto ocurra. La paradoja del México actual es que la democracia no ha logrado romper muchos de los principales cotos de poder ni se han desarrollado instituciones clave para el crecimiento económico. Eso es lo que le da vida a intereses particulares, siempre listos para explotar (y fomentar) las imperfecciones políticamente inducidas de los de mercados. Nuestro reto, en este sentido, es tanto político como económico.

Candidato ciudadano

Jorge Castañeda ha destapado una gran cloaca. Ansioso de romper cotos de poder y evidenciar la corrupción de muchas de nuestras instituciones anticompetitivas, comenzando por el régimen electoral, le está haciendo un gran servicio a todos los mexicanos. Su campaña puede hacer una gran diferencia en la política mexicana.

 

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Más flexibilidad en el sistema de partidos

Luis Rubio

Justo cuando el sistema político mexicano requiere de mayor flexibilidad, todas las discusiones y decisiones que tienen lugar en la esfera pública van en sentido contrario. Los partidos que conforman nuestro espectro político enfrentan una crisis interna, algo que no es producto de la casualidad sino de la naturaleza del sistema de partidos y de la historia política del país. Lo que procedería es flexibilizar dicho sistema, pero en su lugar todas las avenidas se cierran y un proceso de cambio ordenado parece muy lejano. ¿Será otra más de nuestros tantos callejones sin salida?

Dado que por décadas el sistema político se caracterizó por la rigidez de sus estructuras, la lógica de la flexibilidad se impone como necesaria. Sin embargo,  los actores políticos que están encumbrados, viendo sólo sus intereses más inmediatos, han llevado a aberraciones como la de dificultar y hacer todavía más costosa la creación de nuevos partidos políticos. Justo lo que el sistema de partidos menos necesita. La falta de flexibilidad tiene dos consecuencias: por un lado, deja a millones de mexicanos subrepresentados, con el riesgo de que, en algún momento, puedan optar por otras vías para hacerse presentes. Por otra parte, el mayor de todos los riesgos es que el sistema partidista nunca llegue a cuajar en un sistema democrático, lo que nos dejaría abandonados a la mitad de un proceso inconcluso.

El problema es obvio: por décadas, el sistema político mexicano giró en torno a dos instituciones cuya dinámica y naturaleza ha cambiado de manera radical. El  PRI y el presidencialismo fueron las dos instituciones clave de la era postrevolucionaria y ambas se vinieron abajo el 2 de julio del 2000. Creadas de manera complementaria, el partido y el presidencialismo garantizaron el funcionamiento político del país por décadas. Uno no era explicable sin lo otro. Con la derrota del PRI en las elecciones presidenciales, se vino abajo la mancuerna que gobernó al país por todos esos años, dejando en su camino una estructura política y partidista disfuncional. Es imperativo crear condiciones para reconstituir el marco de estabilidad y de capacidad de gobierno.

El primer problema que enfrenta la estructura partidista reside en que el PRI nunca fue un partido en el sentido tradicional. El PRI se creó como una organización techo, es decir, como un paraguas al cual se incorporarían la abrumadora mayoría de las entidades, grupos, sindicatos y partidos que existían en la época. La lógica de la creación del PRI nada tenía que ver con una filosofía común, una visión compartida del mundo o del desarrollo del país o una ideología que sirviera de fundamento para el diseño de políticas públicas. Más bien, respondió a las circunstancias postrevolucionarias de desorden, violencia y ausencia de un sistema político organizado. Así, el PRI se convirtió en un mecanismo de participación política y control fuertemente ligado a la presidencia. El PRI fue un partido creado desde el poder para servir a éste.

La naturaleza del PRI determinó las características de los partidos que, en el tiempo, se fueron constituyendo para oponérsele. Prácticamente todos los partidos políticos que existen en la actualidad surgieron a partir del PRI: en oposición a éste o como desprendimientos del mismo. Es el caso del PAN, surgido como una reacción al monopolio político que representaba el PRI (entonces PRM) y del PRD, que emerge a partir del desprendimiento de la llamada “corriente democrática” en los ochenta. Otros partidos, como el PARM y el PPS, ya extintos, pero también Convergencia, el Partido Verde y el PT, tienen en su historia un vínculo con el PRI. La realidad es que, dada la omnipresencia del PRI y los rasgos del presidencialismo mexicano, lo raro sería que se hubieran creado partidos ajenos a estas circunstancias.

Ya en la realidad actual, las disfunciones de aquel sistema de partidos se han convertido en paralizantes. Las circunstancias actuales guardan relación con el pasado sólo en el sentido en que son producto de esa historia y en que han heredado las estructuras que se construyeron bajo esa otra lógica. En un sistema en el que un partido era la organización monopólica y centro del actuar político, lo lógico para todas las agrupaciones políticas, independientemente de su ideología, visión o razón de ser, era vincularse a esa organización. Por lo contrario, en un sistema político y partidista competitivo lo lógico es competir por separado o, en todo caso, procurar alianzas a partir de la independencia. En otras palabras, la lógica del sistema priísta llevaba a que se sumaran organizaciones y grupos en su seno y eso era el fundamento de su enorme fuerza; en un sistema competitivo, lo que antes era fuente de fortaleza hoy es fuente de parálisis y luchas intestinas. Aunque el PRI, por el hecho de albergar grupos disímbolos, experimentó divisiones y conflictos de manera constante, esas divisiones sólo le fueron disfuncionales en contadas ocasiones. Hoy esas diferencias son fuente de impotencia y estancamiento.

En suma, la rigidez del viejo sistema político se ha convertido en el ancla del inmovilismo actual. Lo que el país requiere es flexibilidad política a fin de que las personas y grupos que participan y actúan dentro de los partidos con los que no guardan mayores simpatías o semejanzas, puedan moverse hacia otros sin pagar un costo tan elevado que resulte prohibitivo. Es decir, el sistema político mexicano se ha tornado tan inflexible que, como pudimos apreciar en diciembre pasado, conviven posturas e intereses tan encontrados en cada uno de los partidos que resulta imposible identificarlos con precisión o que éstos funcionen de manera eficaz.

Un sistema político rígido produce conflicto, disputas y parálisis. Un sistema político que favorece, por su flexibilidad, el movimiento de personas y grupos de un partido a otro, así como la creación de nuevos partidos, es un sistema que genera dinamismo y propicia alianzas que, en un momento dado, pueden generar mayorías legislativas con relativa facilidad. El sistema político mexicano actual es heredero del presidencialismo de antaño y evidencia las rigideces que produjo esa historia y esa realidad. La rigidez e inmovilidad no son culpa de las personas que se encuentran dentro de los partidos, sino de una estructura que hace tan oneroso el movimiento que conduce a la parálisis.

Quizá lo fundamental es reconocer que a las disfuncionalidades del viejo sistema se agregaron nuevas fuentes de inflexibilidad, consagradas en la legislación respectiva: las reformas electorales de los noventa incorporaron nuevos elementos que tornaron la tradicional inflexibilidad en parálisis. El hecho de que sea el erario quien financie a los partidos y a las campañas convierte al sistema partidista en un negocio y le confiere a las franquicias de los partidos un valor económico extraordinario. Si no hubiera los dineros que hoy existen, no tendríamos fenómenos como los del Verde, la Sociedad Nacionalista y demás. Pero tampoco tendríamos la ofuscación que hoy caracteriza a partidos como el PRI y el PRD, donde existen conflictos intestinos obvios y profundas diferencias internas que, sin embargo, no se pueden resolver porque es prácticamente imposible salir del partido y seguir legítimamente en la política. Por si eso no fuera suficiente, la legislación electoral crea un distanciamiento estructural entre los partidos y la ciudadanía.

Una metáfora que puede servir para ejemplificar el problema es la siguiente: cuando una empresa resulta incapaz de hacer frente a sus obligaciones contractuales y se declara en quiebra, tiene dos opciones: una es buscar formas para llegar a un acuerdo con los acreedores a fin de que, con un poco de flexibilidad y buena disposición entre las partes, se reconstituya una base sana de operación para la empresa y se mantenga la cercanía con la clientela. La alternativa es que, con todas las partes dogmáticamente aferradas a su posición, se acabe condenando a la empresa al fracaso, sacrificando las oportunidades que ésta podía explotar, los empleos y demás. El punto es que el sistema político mexicano ha llegado a un momento de enorme riesgo donde las opciones son renovarlo o fracasar.

Hay un sinnúmero de componentes que tendrían que renovarse y corregirse para que el sistema político se modernice y adecue a las nuevas realidades del país. Sin embargo, si uno acepta que el objetivo medular de una reforma institucional, incluyendo la del sistema electoral y partidista, tiene que ser elevar su representatividad y propiciar el desarrollo de una capacidad efectiva para tomar decisiones, entonces resulta bastante evidente qué hay que hacer. La capacidad de tomar decisiones depende de la capacidad de los políticos, comenzando por los legisladores, para negociar sus posiciones respecto a un determinado tema e intercambiar apoyos en legislaciones que convienen a cada una de las partes. Esa es la forma normal de operar en las democracias modernas, misma que resulta prácticamente imposible en un país con las enormes rigideces que caracterizan al sistema político actual.

Por lo que toca al sistema de partidos, lo que el país requiere es una gran flexibilidad para que los políticos y grupos que así lo deseen puedan migrar a otras organizaciones partidistas, existentes o nuevas. Sin embargo, todo en la legislación electoral reciente ha ido en sentido contrario: cada día se hace más difícil la creación de un partido, en tanto que se premia la permanencia de los tres grandes. Lo que México requiere es exactamente lo opuesto: la legislación electoral debe facilitar la creación de todos los partidos que se quieran, limitándolos no en el momento de su formación, sino en su acceso al congreso. Es decir, si en lugar de hacer prácticamente imposible la creación de un partido esto se facilita y, a la vez, se eleva el umbral de votos necesario para tener presencia en la Cámara de Diputados (por ejemplo, que en vez de requerir el 2% actual se eleva al 5% como en Alemania), muchos políticos podrían encontrar atractiva la formación de un nuevo partido para que sean los votantes, y no las burocracias partidistas que crearon la inflexibilidad, quienes decidan sobre lo atractivo de las ideas y posturas de esa nueva entidad. Renovar o fracasar: esa es la disyuntiva.

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