Luis Rubio
No ha pasado ni una década desde el fin de la era del presidencialismo exacerbado y ya todo mundo parece nostálgico y decidido a recrear lo perdido, pero ahora por otros medios. Unos denostan el gobierno dividido que nos rige, en tanto que otros evocan la figura del mandamás, pero ahora en la forma de un primer ministro o coordinador del gabinete. Quienes proponen estas fórmulas, están (correctamente) preocupados por la parálisis que caracteriza a nuestro poder legislativo y por la incapacidad de plantear, y sacar adelante, una agenda de desarrollo para el país. Aunque pudiera parecer contra intuitivo, quisiera plantear que la solución a nuestro problema político-legislativo reside no en la recreación de una presidencia fuerte o de unidad, sino en la construcción de mecanismos institucionales que hagan funcional al gobierno dividido.
Comencemos por la definición del problema. El sistema político mexicano no fue diseñado para la competencia electoral; más bien fue concebido en la etapa post revolucionaria como un mecanismo para procurar la estabilidad política. Si uno se sitúa en la década de los veinte del siglo pasado, los problemas principales eran la violencia política, la ausencia de mecanismos para la toma de decisiones y la falta de un sentido de dirección para el país en general. Los revolucionarios que triunfaron en la gesta militar y que lograron la pacificación del país, no contaban con mecanismos políticos institucionales para organizar la lucha por el poder, lo que les llevaba a matarse en las calles. El sistema político ideado por Plutarco Elías Calles buscaba, como objetivo primordial, la institucionalización del poder político. Un nuevo partido, el abuelo del PRI, incorporaría en su seno a todos los grupos políticamente relevantes de la época a fin de asegurar que la competencia por el poder fuese pacífica y debidamente controlada. Años más tarde, en la era cardenista, el partido agregaría a su objetivo de estabilidad el del control político sobre la población a través de los llamados sectores (campesino, sindical, popular y militar). El vértice de todo el sistema era el presidente de la República, cuyos poderes eran vastos precisamente porque contaba con el partido como mecanismo para hacer cumplir sus prioridades.
Entre 1968 y 2000, el viejo presidencialismo se fue erosionando hasta que, con el triunfo del PAN, se desmoronó. La gran pregunta es si la parálisis posterior a la alternancia se debe a la ausencia de los viejos mecanismos de control o a la imposibilidad del actual gobierno de crear un espacio de interacción política que permita formar coaliciones susceptibles de avanzar una agenda legislativa. La pregunta no es ociosa y la respuesta que se le dé entraña definiciones fundamentales sobre cuál es el mal que hay que corregir.
Quienes proponen la creación de un mecanismo intermedio de decisión en el poder legislativo un primer ministro o equivalente- están preocupados primordialmente por la ausencia de mecanismos automáticos de generación de mayorías. Suponen que, a través de la elección de un jefe de gobierno en el Congreso podrán eliminar las consecuencias negativas de un sistema político como el actual, caracterizado por al menos tres partidos grandes en el poder legislativo sin que ninguno tenga mayoría absoluta. Es decir, el móvil de su respuesta tiene que ver con la inviabilidad del viejo sistema presidencialista.
Otra manera de entender el problema es observar lo que ocurrió del 2 de julio de 2000, cuando Vicente Fox derrotó al PRI, al 1° de diciembre en que asumió el poder, así como a lo largo de los primeros meses del gobierno actual. A partir de esta observación es al menos posible elaborar una hipótesis: la gestión del triunfador no estuvo a la altura de las circunstancias y eso provocó la parálisis actual. De ser correcta esta conjetura, nos enfrentaríamos al riesgo de proponer soluciones a un problema inexistente donde el remedio sería peor que la enfermedad. Veamos.
Todos sabemos que nada se hizo para preparar el terreno a un escenario político posterior a la derrota del PRI en una contienda presidencial. Podemos especular todo lo que queramos al respecto, pero el hecho tangible es que nunca se preparó un mecanismo de substitución al viejo sistema presidencial. Entre los miedos de los priístas a enviar una señal que sugiriera la posibilidad de su derrota y su disposición a entregar el poder en caso de perder en las urnas, y la total falta de responsabilidad de las administraciones que fomentaron el cambio económico siempre y cuando eso no implicara un cambio político (como si ambos fueran autónomos), los gobiernos anteriores al 2000 prefirieron el camino fácil de no decidir, confiando en lo mejor. A pesar de ello, tampoco es posible minimizar las circunstancias del momento; a final de cuentas, algunos de los sectores duros del PRI habían dejado claro que no estaban dispuestos a perder el poder por ningún motivo: en palabras de Fidel Velázquez, citando de memoria, llegamos al poder por las armas y sólo con las armas nos lo van a quitar. Sea como fuere, el hecho es que el país entró a la era de la alternancia sin instrumentos.
La responsabilidad del cambio político recayó, lo quisiera o no, sobre la espalda de Vicente Fox. El día del triunfo, el día del no nos falles, el país contaba con toda la herencia del viejo sistema político y sólo dos instituciones transformadas e idóneas para la nueva realidad política: el IFE/TRIFE y la Suprema Corte. Todo el resto permanecía casi inamovible, mucho más parecido a la realidad de los años veinte y treinta del siglo pasado que a las necesidades de un país moderno y con cien millones de habitantes a cuestas, muchos de ellos en condiciones sociales y económicas intolerables. Lo urgente en ese momento era negociar un pacto que permitiera la adopción de una ambiciosa agenda de reforma política y económica que, congruente con ese momento excepcional, transformara al país de una vez por todas.
Aunque el equipo de transición del entonces presidente electo intentó negociar un acuerdo de esa naturaleza con el PRD, sus principales preocupaciones se centraron en frivolidades como las de los head hunters, viajes a Sudamérica, Canadá y Estados Unidos, visitas que enviaban señales muy específicas, pero que también evidenciaban una profunda ignorancia del entorno interno o de los límites de lo posible en el exterior. En lugar de concentrarse en la tarea interna, donde el reto era, como hoy sabemos, mayúsculo, el presidente electo desperdició la oportunidad de su historia.
La oportunidad era única no porque existieran los mecanismos idóneos para enfrentar la nueva realidad, sino porque el contexto, la coyuntura, difícilmente podía ser más propicia. En aquel momento, los priístas, el partido más numeroso tanto en el Congreso como en el Senado, se encontraban a la defensiva. Algunos de sus miembros, los más recalcitrantes, se les veía de verdad temerosos. Pensaban que el nuevo gobierno, a la vieja usanza priísta, atacaría a su partido, giraría órdenes de aprehensión al por mayor y, así, entronizaría al nuevo presidente a costa de ellos. Tan inseguros se encontraban que veían el fin acercarse. Ese era el momento de fincar los cimientos del nuevo sistema político. Tras el rechazo del PRD para construir un acuerdo de largo alcance, el gobierno de Fox tuvo en sus manos la oportunidad de llegar a un acuerdo con el PRI para crear lo que ahora se busca hacer por otros medios: una coalición gobernante. En ese momento, lo conveniente era pintar una raya respecto al pasado, jugando con la posibilidad de pintarla más tarde o más temprano, según se comportaran los priístas.
A pesar de los problemas estructurales que sin duda enfrenta el país, mucha de las soluciones que se proponen son, con frecuencia, un tanto forzadas. Pretenden reparar el daño causado por la falta de astucia y visión en el momento crucial. Las soluciones que se proponen tienden a orientarse hacia la reconstrucción del viejo presidencialismo en lugar de a hacer funcional un sistema de alternancia de poderes que es lo que, insistentemente y en una elección tras otra, los electores demuestran preferir. En vez de escuchar ese llamado, los políticos invocan el viejo presidencialismo pero ahora sin presidente.
Mejor sería visualizar las ventajas de la división de poderes. Un gobierno donde el presidente y el congreso son de partidos distintos entraña ventajas que no se han aprovechado, comenzando por la más elemental: un gobierno dividido con mecanismos apropiados obliga a los participantes a negociar entre sí para definir una agenda común. Es decir, orienta a los partidos hacia el centro. Cuando el presidente y la mayoría del congreso son del mismo partido, como en la era del PRI, la oposición tiende a polarizarse. Desde el 2000 padecemos la recreación absurda de esa polarización, tanto por la manera de operar del presidente como por la falta de unos cuantos mecanismos, simples pero efectivos, para facilitar la cooperación entre las facciones partidistas. En presencia de esos mecanismos, el partido que se rehúsa a cooperar queda marginado; lo contrario a lo que ocurre hoy, donde todo premia la polarización. Un gobierno unificado produce lo que hoy tenemos: un sistema político disfuncional que genera polarización y enojo entre los políticos y los votantes. Ninguna de las soluciones propuestas resuelve este problema porque ignoran que era el poder de imposición del viejo presidencialismo, y no su legitimidad o poder de convencimiento de la oposición, el que hacía que las cosas funcionaran.
El verdadero problema es que estamos atorados y ninguna idea, por brillante que sea, va a resolver ese problema. Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño, escribe algo digno de pensarse para poner en contexto nuestra parálisis actual: El mejor final en un conflicto no es alcanzar la victoria total. La guerra de El Salvador no terminó porque derrumbaron el Muro de Berlín, ni porque EUA quitó la ayuda al ejército salvadoreño; terminó porque después de veinte años y 80,000 muertos, los que combatíamos en ambos lados nos dimos cuenta de que, aunque el país era pequeño, todos cabíamos en él. México es mucho más grande que la pequeña nación centroamericana. En el 2000 hubo la oportunidad pero se desperdició. Urge recrearla.