Luis Rubio
México lleva décadas experimentando una integración silenciosa, pero segura, con la economía norteamericana. El cruce de mexicanos, legales e ilegales, al territorio norteamericano, es una circunstancia cotidiana que lleva décadas de funcionar. La zona fronteriza es una región casi totalmente integrada que, no hay duda, delimita, pero une más de lo que separa. El TLC fue una manera de reconocer esta realidad y darle forma legal, además de certeza jurídica al comercio bilateral y a la inversión productiva. Lo que el TLC no hizo (no podía hacer dadas las circunstancias) fue resolver el problema de la migración, ni establecer una plataforma lógica, sólida y estable para nuestra política exterior. La incongruencia resultante luego de diez años de TLC es patente: la integración económica prosigue de manera razonablemente ordenada, pero la migración se ha convertido en una fuente de tensión permanente, generando tensiones en el marco político interno. Es tiempo de reconocer la incongruencia y construir una plataforma viable y sostenible para nuestra de desarrollo.
El planteamiento inicial de política exterior del presidente Fox partía del reconocimiento de esa flagrante incongruencia: no podíamos seguir avanzando en una integración económica y comercial, sin la transformación de la política exterior en su conjunto. El planteamiento incluía una redefinición cabal de la relación bilateral, así como de la estrategia política hacia el resto del mundo. Independientemente del atractivo político que semejante redefinición pudiera guardar para distintos actores y sectores de la política nacional, las circunstancias del momento, sobre todo los ataques terroristas del año 2001, hicieron inoperante el esquema que se había diseñado en 2000. Nuestra respuesta, como siempre, fue la del bandazo: del acercamiento pasamos a la distancia, sin que ninguna respondiera a un planteamiento estratégico ni a la brutal incongruencia entre la realidad de nuestra economía y la política exterior.
Las incongruencias e insuficiencias del proceso de integración que caracterizan a la relación bilateral son pasmosas, pero quizá no sorprendentes. No cabe la menor duda que las dos economías experimentan un proceso de integración, como sugieren no sólo las estadísticas comerciales, sino incluso el ciclo económico. Pero también es cierto que las correlaciones estadísticas, indicativas de esa mayor integración, no se han traducido en una mejor infraestructura, en un sistema educativo idóneo para los requerimientos de la economía o en la transformación de la sociedad mexicana en su conjunto. Quizá más relevante que lo anterior sea el que llevemos casi diez años inmersos en un proceso formal de integración comercial y que los cruces ilegales en la frontera sigan siendo la característica más sobresaliente de la relación. La distancia entre el propósito integrador y las lagunas y deficiencias del esquema de integración no podría ser mayor.
Como complemento del proyecto de política exterior del actual gobierno, se planteó un arreglo migratorio que no sólo resolviera la situación de millones de mexicanos que residen ilegalmente en el vecino país, sino la de los que siguen demandando acceso a ese mercado de trabajo. Pronto, el tema migratorio cobró vida propia, convirtiéndose en una espada de Damocles para ambos gobiernos. El asunto migratorio es complejo y por demás sensitivo en ambos lados de la frontera, aunque por razones muy distintas. Al plantearse el tema en público, el asunto migratorio se convirtió en uno de vida o muerte para la política mexicana, mientras que fortaleció a los grupos más recalcitrantes en Estados Unidos. Lo peor es que todavía no queda claro en qué términos tendría que plantearse el acuerdo para que pueda adquirir visos de factibilidad política.
Aunque el tema migratorio se discutió en todos los foros, no es evidente lo que el gobierno mexicano pretendía negociar. Por ejemplo, mientras que en México se hablaba de una liberalización de los flujos migratorios (o sea, de libertad de tránsito), en Estados Unidos se hablaba de un número determinado de visas de trabajo. Más significativo es que todavía hoy, a casi cuatro años de que se planteara el asunto por primera vez, no es claro si el gobierno mexicano perseguía un tratado bilateral (que impusiera condiciones a cada una de las partes) o la aprobación de una legislación interna en Estados Unidos. La diferencia es trascendental.
Para México el tema migratorio se ha planteado como uno de derechos humanos, es decir, como el derecho inalienable de cualquier individuo de transitar de un lugar a otro y emplearse donde existan oportunidades. Para los estadounidenses, el cruce de la frontera convierte a un migrante en una persona ilegal o, en términos políticamente correctos, en un indocumentado. Millones de mexicanos se encuentran en esa situación, lo que es indicativo de que las realidades económicas han impuesto su voluntad sobre el control fronterizo.
Sea como fuere, lo que en México se percibe como un derecho humano (y, por lo tanto, no sujeto a negociación), en Estados Unidos se percibe como una violación de la legalidad que tiene que ser combatido. Como todos hemos podido ver, en la práctica, los norteamericanos han buscado o avanzado soluciones parciales (legales o de facto) al problema, pero han sido reticentes a aceptar el problema en los términos en que se debate en México. De esta forma, la “cédula de identidad” que emiten los consulados mexicanos ha ganado aceptación y el número de visas de trabajo ha ido en ascenso. Pero nada de esto implica la aceptación de la libertad de tránsito.
Aunque México era la parte demandante en el asunto migratorio, muy pocos mexicanos aceptarían una negociación al respecto. El día en que un congresista norteamericano sugirió la idea de liberalizar el mercado petrolero a cambio de liberalizar el de los flujos migratorios, la mayor parte de los columnistas y políticos en el país lo rechazó de manera tajante: ¡cómo se atrevían a plantear semejante sacrilegio! A pesar de todo, el tema migratorio se ha convertido una de las prioridades nacionales, independientemente de que nunca se haya planteado, adentro del país, un esquema que reconozca la necesidad de dar algo a cambio y, hacia afuera, una plataforma de negociación que parta de la comprensión de los grupos de interés y factores reales de poder en aquel país. Y mientras eso no suceda, el gobierno seguirá a la defensiva frente al congreso, que ahora le reclama al presidente Fox lo que los norteamericanos no pueden satisfacer.
Desafortunadamente, el tema migratorio ha obscurecido otro mucho más grande, el de las incongruencias entre la realidad económica y la política gubernamental. La economía del país se encuentra estancada porque hemos perdido competitividad y porque nos rehusamos a llevar a cabo los cambios necesarios para recuperarla, es decir, por inacción nos desenganchamos de la locomotora norteamericana. Algunos de esos cambios son materia cotidiana de la política nacional, pero otros tienen que ver con los propios norteamericanos. Persiste un número enorme de obstáculos para una relación comercial y de inversión enteramente fluida y cuya resolución requeriría acciones bilaterales en temas como el aduanal, fitosanitario, tecnológico y demás. Mucho de esto es obvio para los especialistas desde que se firmó el TLC, pero otros temas han surgido como producto de la experiencia de diez años y, sobre todo, como resultado de la pérdida de competitividad. Además, la inseguridad pública, la impunidad en que opera la delincuencia y demás deficiencias de nuestro inexistente Estado de derecho, alejan todo nuevo proyecto de inversión extranjera. La competitividad del país era tanto mayor hace algunos años, que la existencia de obstáculos no restaba mucho; ahora que la competitividad es un problema grave, cada impedimento se torna enorme y con frecuencia infranqueable.
Cada uno de estos temas, desde el migratorio hasta el aduanero, tiene una dinámica propia y canales funcionales bilaterales a través de los cuales podría avanzarse; sin embargo, en la práctica, con frecuencia nos enfrascamos en arduos intercambios y nulos avances. Además, la nueva dinámica de la política norteamericana, sobre todo a partir del 11 de septiembre del 2001, hace difícil pensar en soluciones parciales. Es decir, tantas cosas cambiaron a partir de ese momento dentro de Estados Unidos, que los problemas y obstáculos se multiplican en lugar de disminuir. Lo que antes eran unos cuantos impedimentos fitosanitarios, ahora son nuevas reglas para el comercio de alimentos y productos que pudiesen ser empleados como armas o instrumentos en el contexto del terrorismo. Por más que se avance en algunos temas, el número total de asuntos crece como la espuma. Sin una visión integral, la integración de facto va a continuar, pero sin que se le saque todo el jugo y beneficios que podrían esperarse.
México tiene que hacer congruente su visión del desarrollo económico con la relación con nuestro vecino norteamericano. Muchos confían que con el relevo en la actual administración norteamericana todo cambiará, pero esta visión es por demás dudosa. Ciertamente, un presidente nuevo, en el 2004 o en el 2008, cambiaría la tónica y, concebiblemente abriría nuevos canales de comunicación; pero ningún cambio de administración o de partido en el poder significará que renuncien a las prioridades y criterios emanados de los ataques terroristas del 2001. Es decir, suponer que una administración distinta a la actual va a resolver nuestros problemas es no entenderlos a ellos ni ser capaces de comprender nuestros propias carencias internas.
Nuestra relación con Estados Unidos siempre ha combinado el pragmatismo con el rechazo histórico. En ocasiones, como sucede en la actualidad, la población es la pragmática (como lo ilustra la migración), en tanto que el sistema político juega al dogmatismo, echándole a otros nuestros propios problemas. La solución bien podría estar por otro lado: el día en que logremos conciliar la realidad interna del país con nuestra autoimagen será posible articular una política de desarrollo exitosa que sea compatible con nuestra realidad geográfica. Mientras eso no suceda, seguiremos viviendo en un mundo de permanente fantasía.