Países ricos y pobres

Luis Rubio

Pocos temas son tan polémicos como el del desarrollo económico de un país. No lo es, en cambio, reconocer que unos países son ricos y otros pobres. Algunos, muy pocos, han encontrado el camino a la riqueza; otros, la mayoría, persisten en afianzar y profundizar su pobreza. Parecería elemental que para lograr el desarrollo, todo lo que tiene que hacer una nación pobre es imitar a las ricas. Sin embargo, más de cien años de experimentos de esta naturaleza revelan que, por obvio que parezca, éste no es un camino evidente. Al menos una razón crucial para explicarlo es que los países pobres tienden a caracterizarse por su incapacidad para separar los mitos de las realidades. Y en la medida en que ambos se mezclan, el resultado es, porque no podría ser de otra manera, más subdesarrollo. México no es excepción en este proceso.

Todo mundo puede distinguir con nitidez a los países pobres de los países ricos. Aunque diferentes en sus características específicas, todas las naciones ricas comparten muchas semejanzas, mientras que las pobres son todas diferentes. Cada una de las naciones europeas tiene una trayectoria que la diferencia de las otras; muchas de ellas cuentan con una historia todavía más larga de conflictos, guerras e invasiones entre sí. Y, sin embargo, más allá de sus diferencias de lenguaje y tradición, preferencias y formas de gobierno, sus semejanzas en términos de calidad de vida y de desarrollo cultural y político son enormes. Los países pobres, por su parte, sólo tienen diferencias que mostrar: cada uno puede explicar con precisión por qué sigue siendo pobre, quién es culpable de ello y, sobre todo, por qué es imposible romper con los círculos viciosos de la pobreza. En Tanzania la explicación es drásticamente distinta a la de Brasil y ésta incompatible con la de los paquistanos, pero todos ellos son países pobres que no parecen tener la habilidad para romper con los fardos que los paralizan. El dicho lo dice todo: como México no hay dos. Es un poco como decía León Tolstoy de las familias felices: a diferencia de las infelices, donde cada cual tiene una historia que contar, las familias felices son todas, a pesar de sus diferencias, muy similares.

Mientras que hay un conjunto de naciones ricas, incluyendo a un pequeño grupo de naciones subdesarrolladas que avanza con celeridad en la misma dirección, hay otro, mucho mayor, que se mantiene en la pobreza. Cada una de las naciones ricas tiene características propias que responden a su historia. De esta manera, Francia cuenta con un sector paraestatal amplio (aunque declinante), en tanto que en Estados Unidos se rechaza de entrada la noción de que el gobierno juegue un papel directo en la actividad económica. En Alemania el gobierno dispensa subsidios de manera masiva (por ejemplo hacia la antigua Alemania oriental), en tanto que en el Reino Unido se favorecen los mecanismos de mercado para resolver problemas de inequidad regional. Las diferencias son evidentes, pero las semejanzas son patentes.

En el ámbito económico, por ejemplo, todas las naciones ricas, y todas las que aspiran a ser ricas y están haciendo algo al respecto, presentan algunos factores que son constantes y prácticamente indistinguibles. Para comenzar, las empresas son el centro de atención de la economía. No hay ningún país rico que ignore la trascendencia de las empresas para la creación de riqueza, la creación de empleos y, por lo tanto, para su desarrollo económico. La centralidad de las empresas no es un asunto de preferencia: existe un reconocimiento de que, más allá de las diferencias particulares entre cada país, como las mencionadas en el párrafo anterior, las empresas son la principal fuente de dinamismo de una sociedad. Esto contrasta fuertemente con las nociones imperantes en una nación pobre tras otra en el sentido de que es el gobierno el responsable de producir, distribuir, regular y controlar a las empresas privadas. Este mito comenzó a desecharse en los ochenta en México, pero comienza a restablecerse en las mentes de un creciente número de políticos en la actualidad.

La centralidad de las empresas es un concepto amplio que abarca un tratamiento fiscal competitivo, un sistema de regulaciones que permita crearlas y operarlas, además de morir cuando eso sea la respuesta idónea a las condiciones del mercado, y un sistema legal que hace posible el intercambio, la inversión y, en general, el funcionamiento de las empresas. Es decir, un entorno en el que las empresas gozan de una legitimidad amplia y la mayoría de los jóvenes piensan en emplearse en una de ellas o crear una nueva. Esto contrasta con nuestra realidad, en que la población, en parte gracias a la retórica asociada a la lucha de clases y en parte a abusos que se perciben por parte de algunos empresarios, tiende a ver al empresario con recelo. Muchos mexicanos son empresarios y actúan como tales, pero no osan llamarse así porque temen ser identificados con un concepto que se asocia a la maldad y el abuso.

Los países hoy ricos no siempre lo fueron. En los siglos XVIII y XIX, algunas naciones comenzaron a crear un entorno favorable para el desarrollo de sus economías, en tanto que otros tendieron a preservar sistemas económicos y políticos feudales o semifeudales. En términos generales, los países que comenzaron a propiciar el desarrollo de una economía dinámica y ahora son ricos, crearon un régimen fiscal tan benéfico para las empresas, que casi ninguna pagaba mayor cosa en impuestos; tampoco impusieron obstáculos a la creación y desarrollo de las empresas y todas, sin excepción, desarrollaron sistemas legales que conferían una amplia protección a la propiedad. La receta de su éxito no es esotérica ni difícil de duplicar; lo difícil es aceptar las premisas sobre las cuales se construyó toda esa riqueza.

Los países que hoy van camino al desarrollo, como ilustran varias naciones asiáticas, Chile e Irlanda, ha logrado romper con su pasado de pobreza porque han adoptado patrones similares a los que dieron lugar a la riqueza de las naciones que hoy son desarrolladas. Esas naciones han imitado las condiciones que hicieron ricos a sus predecesores en las épocas anteriores. Es decir, aunque todos ellos quisieran contar con los niveles de vida, así como los servicios e instituciones sociales similares a las de Suecia, Alemania o Francia de hoy, gran parte de su éxito se debe a que comprendieron que esos beneficios en realidad privilegios- son consecuencia de la creación de riqueza y no un factor que acompaña al proceso de progreso y enriquecimiento.

Los países que hace cien años se hicieron ricos no contaban con instituciones sociales como las que hoy ilustran la calidad de la civilización en diversos países desarrollados alrededor del mundo. Más bien al revés: se hicieron ricos porque sus empresarios no enfrentaron impedimentos y obstáculos diversos. En lugar de que los políticos de entonces vieran a las empresas como una vaca a ser ordeñada cada vez que las cuentas fiscales no cuadraban, como suele ocurrir al final de cada año en nuestro país, existía un sentido de dirección que jamás les llevaba a cuestionar la legitimidad de las empresas o su centralidad para el desarrollo.

La depresión que parece ser característica permanente de lo que hasta hace tres lustros fue la Alemania oriental lo que se ha dado por llamar el mezzogiorno alemán- es sugerente del problema. Aunque la Alemania occidental ha invertido una fortuna (y más) en la modernización de la infraestructura de la antigua Alemania oriental, parte del paquete incluyó la imposición de todas las normas e instituciones económicas y sociales que los alemanes occidentales habían desarrollado. En lugar de que todo esto se convirtiera en una fuente interminable de riqueza, toda la inflexibilidad de la economía de Alemania occidental fue transferida a la antigua zona de influencia soviética, con lo que se impidió el desarrollo de un nuevo empresariado. Las instituciones de Alemania occidental que incluyen el sistema fiscal, los mecanismos para la determinación de los salarios mínimos y todo un sistema de reglamentación para la operación de la economía (como horarios, pensiones y demás)- podrían ser lógicas y sostenibles en una economía rica, desarrollada y exitosa, pero constituyeron un fardo infranqueable para la nueva región que se incorporó al país. La lección alemana es imponente.

Mientras otras naciones se hacen ricas, nosotros nos empeñamos en preservar los factores que causan y hacen perdurar la pobreza. No sólo parece haber un emergente consenso político respecto a la necesidad de abandonar los pocos mecanismos de mercado que ya funcionan en la economía mexicana, sino que se doblan las campanas por retornar a la era de los setenta en que el gobierno decidía todo a costa de la estabilidad política, el crecimiento de la economía y la oportunidad de progreso que para los sesenta ya comenzaba a caracterizar a la población del país. En sus manifestaciones aparentemente más benignas, el ímpetu hacia el subdesarrollo se manifiesta en la adopción y defensa de regímenes de seguridad social, sindicalismo, propiedad paraestatal y control de recursos naturales que no sólo no son compatibles con el desarrollo económico, sino que asfixian a la economía y sociedad mexicanas. El punto de todo esto es que existe la oportunidad de imitar a los ricos para ser ricos. Pero lo opuesto es igualmente obvio: mientras sigamos copiando a los pobres seguiremos siendo pobres.

Casinos

Es una mala idea autorizar la instalación de casinos en México. La razón no es moral sino económica: los costos que los casinos le imponen a la sociedad son brutales, en tanto que los beneficios se limitan a sus dueños. Además de desplazar empleos y negocios previamente existentes, los casinos exigen una estructura policíaca y de supervisión que en México simplemente no existe. En ausencia de semejante estructura, los casinos abrirían la puerta a una nueva ola de criminalidad. Nadie tiene derecho de decidir cómo otros deben divertirse pero, por nuestra realidad objetiva, los casinos no se pueden evaluar como una fuente de diversión sino como una nueva fuente de incontenible criminalidad.