Luis Rubio
Hugo Chávez se ha tornado en un personaje central de la política mexicana. Más allá de los reportajes de prensa y los artículos de opinión en torno a su abrumador triunfo en el referéndum revocatorio en agosto pasado, el nombre de Chávez recorre los círculos de poder y la discusión intelectual, política y empresarial en México. Un poco como la célebre frase de Marx al inicio del Manifiesto del Partido Comunista, un fantasma recorre México, porque la estrategia política de Andrés Manuel López Obrador en su búsqueda por la presidencia de la República, se asemeja en muchos puntos al método de confrontación y ridiculización que Chávez empleó con tanto éxito en Venezuela.
Hasta la fecha, la asociación de Chávez con López Obrador sugiere tan sólo una preocupación: que más allá del estilo y discurso, el jefe del DF pudiera adoptar los modos dictatoriales y el populismo del sudamericano. Esta preocupación revela con nitidez la naturaleza de nuestro sistema político actual. El verdadero problema político de México no reside en que López Obrador o cualquier otro candidato a la presidencia pudieran ejercer poderes dictatoriales, sino que las instituciones políticas no son lo suficientemente sólidas como para limitar el abuso del poder por parte de cualquier presidente. Parafraseando a Karl Popper, no importa quién sea el gobernante, sino evitar que éste pueda abusar de su poder. El desarrollo institucional debería ser la preocupación central del presidente de la República quien, como personaje medular de la extraviada transición política, todavía tiene la oportunidad de emplear su capital político en lo único neurálgico: la construcción y consolidación de la democracia mexicana.
La preocupación sobre el futuro del país que, como fantasma, está presente en todos los ámbitos de discusión, decisión y pensamiento en el país y fuera de él, no debería sorprendernos. A final de cuentas, los bandazos políticos han sido la característica central de la política mexicana desde los años veinte del siglo pasado. Aunque la creación del PRI logró que los bandazos tuvieran un límite temporal, éstos persistieron a lo largo de su reino. El riesgo es que nuestro sistema político siga caracterizándose todavía hoy como una monarquía sexenal no hereditaria, según expresión de Cosío Villegas, y siga siendo real la posibilidad del ejercicio dictatorial y arbitrario de las facultades presidenciales.
Algunos presidentes priístas emplearon sus enormes poderes con sabiduría y parsimonia, otros con arrogancia, descuido y arbitrariedad. Algunos emplearon el poder para destruir, otros para construir. Unos más sentaron las bases de una nueva era, otros destruyeron todo lo que existía antes de su llegada. Más de uno se comportó como Luis XIV, importándole un comino lo que ocurriera después de su mandato. Cada quien puede escoger a su héroe o villano favorito, pero dos cosas son destacables: una, en la política mexicana no hay acuerdo sobre quiénes fueron héroes y quiénes villanos, hecho que muestra la profundidad del conflicto actual en la sociedad mexicana. Dos, los poderes de la presidencia, al menos la presidencia histórica, eran tan vastos que hacían imposible el desarrollo del país en el largo plazo. El tema relevante es si esos poderes de facto siguen siendo igualmente amplios.
No cabe la menor duda que algunos de los cambios en las últimas dos décadas han acotado el poder de la presidencia y al menos sentaron los pininos de lo que eventualmente podría ser un sistema político funcional, con pesos y contrapesos efectivos. La impotencia de la administración del presidente Fox frente al congreso, sugiere que existen esos pesos y contrapesos, pero en ocasiones es imposible distinguir entre la falta de pericia política del individuo y la vigencia de mecanismos debidamente institucionalizados.
El drama que distinguió la redacción, dictaminación y aprobación de la ley de pensiones del IMSS sugiere que esos contrapesos son mucho menos sólidos de lo aparente: sin duda hubo un liderazgo más efectivo del proceso de negociación entre el ejecutivo y el legislativo, lo que debería aplaudirse, pero la celeridad, improvisación y falta de cuidado de la iniciativa misma, muestra que la antigua arrogancia que se le atribuía a los tecnócratas ahora reside en el legislativo. Ni hablar del espectáculo del pasado primero de septiembre. Hay algún avance, pero mucho menor de lo aparente.
Más al punto, las preocupaciones en torno a un posible gobierno de López Obrador se centran en el férreo control que ha ejercido sobre la Asamblea Legislativa del DF, la forma berrinchuda en que ha publicado presupuestos y legislaciones aprobados de manera indistinta por el legislativo local y, sobre todo, su propensión a hacer caso omiso de la ley, del poder judicial y de toda estructura o institución de la que depende la convivencia pacífica en el país. Pero lo que está mal no es el personaje del momento, sino el hecho de que alguien, quien sea, pueda ejercer el poder sin contrapesos.
En su famoso texto del Federalista número 51, James Madison argumentaba que las instituciones y los contrapesos son necesarios para evitar las veleidades de los individuos. Según Madison, si los hombres fuesen ángeles, no se requeriría un gobierno, y si los ángeles fueran a gobernar, no serían necesarios controles internos o externos sobre el gobierno. Pero como los hombres no son ángeles, decía Madison, requieren de mecanismos institucionales que limiten su poder y lo sometan a un proceso de revisión y contrapeso, precisamente para que nadie pueda abusar de la ciudadanía. El planteamiento de Madison forma parte de la columna vertebral de la concepción liberal de la sociedad según la cual la democracia se funda en el pluralismo, la discusión pública y abierta de las ideas, el respeto del contrincante, la igualdad de acceso, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y los pesos y contrapesos.
Hugo Chávez ha trastocado la esencia de la democracia liberal. En lugar de pluralismo, igualdad de acceso y respeto al contrincante, ha optado por la confrontación, el vasallaje partidista y el clientelismo; ha concentrado el poder en su persona y ha minado todo vestigio de institucionalidad en su gobierno. Cuando se expresan temores de la posibilidad de que alguien de la escuela de Chávez pudiera llegar al poder, lo que realmente se teme es que nuestras estructuras políticas no estén a la altura de las circunstancias, que los límites al abuso no sean tan sólidos como muchos creen y que la división de poderes, tan invocada como freno al presidente Fox, en realidad refleje sus propias incapacidades más que la solidez del sistema de instituciones vigente. La pregunta es qué se puede y debe hacer al respecto.
Sin duda, la situación política mexicana es muy distinta a la venezolana, pero muchas de las circunstancias específicas no son del todo diferentes, al menos en concepto. Hugo Chávez ha abusado del poder por dos razones muy simples, ambas aplicables a México en mayor o menor medida. En primer lugar, ha logrado explotar las inmensas desigualdades que existen en su país para beneficio político propio. Sin el menor pudor, ha empleado los recursos petroleros para beneficio personal; ha utilizado todo el aparato gubernamental para atender a su base política y construir clientelas por encima de partidos, instituciones gubernamentales y organizaciones civiles; y ha creado un culto a su personalidad por parte de la población pobre, mayoritaria allá como lo es aquí. Lo peor de todo es que, a pesar de su retórica, no sólo no ha creado programas efectivos de combate a la pobreza, sino que la ha alentado para consolidarse en el poder. Chávez abusa del poder sin pudor alguno y no existe nada que se lo pueda impedir. Eso es lo que no debemos permitir en México.
Chávez explotó la pobreza de su país en beneficio propio. Este es el tema de fondo: la posibilidad de que un demagogo pudiera, como en Venezuela, hacer florecer los instintos revanchistas de la población pobre y culpar de todos los males al resto de la sociedad. El problema no reside en que esa manipulación (o liderazgo, según se prefiera) sea posible, sino que exista una población pobre tan grande y resentida.
Aunque cualquiera que me haya hecho el favor de leer esta columna sabe bien que tengo una acentuada preferencia por las soluciones de mercado a los problemas económicos del país, estoy convencido de que se requiere una nueva agenda y estrategia para enfrentar el problema de la pobreza en el país. Esa agenda debería incluir elementos como los siguientes: reformas de fondo que rompan con los feudos que mantienen a los pobres en un círculo vicioso en el que todo, desde la educación hasta las remesas, para no hablar de subsidios indirectos, contribuye a arraigar un sistema ancestral de dominación; otorgar títulos de propiedad de la tierra a fin de que cada familia campesina tome control de su patrimonio; crear un mecanismo de otorgamiento de créditos a microempresas con garantía gubernamental, pero bajo el riesgo del operador bancario (mercado que se fortalecería con la titulación de la tierra); profundizar el combate a la evasión fiscal; eliminar las regulaciones que hacen florecer a la economía informal (en lugar de ampliarla a través de absurdos programas como el de changarros); y transformar la educación básica para convertirla en un instrumento de creación de capital humano y liberación personal, en lugar de la dependencia que hoy preservan. En suma, urge un programa que haga posible la movilidad social para que, en una generación, se rompa el círculo vicioso de la pobreza. Cuando los pobres perciban que hay un futuro dentro del statu quo lo harán suyo y ningún demagogo podrá hacer diferencia alguna.
El país tiene futuro no en la medida en que se impida la competencia política por medios que, aunque presumiblemente legales, no dejan de ser frívolos en un país en el que la legalidad deja mucho que desear. Lo que el país necesita es avanzar su transición política para completarla, consolidar la democracia, crear un Estado de derecho, reducir drásticamente la pobreza y, con ello, sentar las bases de una sociedad democrática y moderna. Esa es la manera en que se evitan las dictaduras. Todo el resto es mera demagogia.