Luis Rubio
El signo de los tiempos parece ser de encono, conflicto y polarización, pero también de capacidad de operación política en los partidos. Las muestras de lo anterior son ostensibles en todos los ámbitos. Frente a la creciente tensión que caracteriza a la política mexicana, los partidos responden con aplomo, unidad interna y capacidad de articulación de posturas y grupos. Esto sugiere que no todo está perdido en el camino de la próxima sucesión. Pero una golondrina no hace verano: la última vez que vivimos un clima de hostilidad, conflicto y polarización, las consecuencias fueron un sistema político ensangrentado, un proceso electoral saturado de riesgos y una total desatención de los problemas reales, de fondo, del país. No es tiempo para rasgarse las vestiduras, ni mucho menos para reclamar triunfos que, en un escenario más amplio, bien pueden terminar siendo pírricos.
Si uno quiere ver el vaso medio vacío, la evidencia es infinita. Basta ver los diarios cualquier día para apreciar un entorno político que se desvalija a causa de una agresiva disputa por el poder en la que todo se vale. Las disputas tienen lugar en varios planos: entre los partidos y entre los precandidatos dentro de los partidos; entre los gobernadores y el gobierno federal; entre el jefe del gobierno del Distrito Federal y los banqueros. Por si todo lo anterior fuese insuficiente, y contra toda lógica y tradición, entre el presidente y el titular del gobierno capitalino. El encono se ha vuelto el signo distintivo de la política mexicana y, en este contexto, es difícil imaginar un futuro mediato en el que las aguas pudiesen volver a su cauce sin enormes disrupciones.
Y, sin embargo, la historia sexenal ofrece una perspectiva un tanto distinta. El viejo chiste lo dice todo: no hay mal que dure seis años. La costumbre ha sido que los tiempos buenos y los malos se asocian, por igual, con la dinámica sexenal. Un buen gobierno baja las tensiones, establece cimientos para el desarrollo y crea un entorno para poder prosperar; un mal gobierno se dedica a la confrontación y al saqueo, destruyendo las pocas cosas que parecían permanentes mientras mina la confianza y el sentido de continuidad. La historia sexenal, desde que se inventó en la década de los treinta del siglo pasado, refleja un patrón de comportamiento muy mexicano que se remite, según los cuentos de Fray Bernardino de Sahagún, a la espera de un salvador que resuelva todos los problemas sin que nadie tenga que trabajar o molestarse demasiado. El problema de esperar a un redentor es que las soluciones fáciles no existen.
En adición a la historia sexenal, a partir del 2000 la política mexicana tomó un giro que no sólo ha incrementado el nivel de complejidad, sino que hace tanto más difíciles las soluciones mágicas. Aunque el país dista mucho de contar con una democracia consolidada, ya tenemos muchas formas democráticas, pero la mayoría de ellas es disfuncional. Por ejemplo, como ilustra el poder legislativo, tenemos pesos, pero no contrapesos: el presidente ya no se sale con la suya, pero el congreso no tiene capacidad de funcionar. Lo anterior sin duda constituye un avance respecto a la capacidad de imposición autoritaria del pasado, pero no representa una solución a los problemas de un país que no acaba por consolidar las bases para su desarrollo de largo plazo.
Si a este escenario se le agrega la extraordinaria conflictividad asociada con el ejercicio del poder, es fácil concluir que, a menos que algún futuro gobernante pretenda regresar las manecillas del reloj (al estilo Putin) para reinstalar un sistema semi-autoritario de cualquier signo ideológico, el potencial de avance será relativamente limitado. No hay duda que una mejor conducción del gobierno (difícil imaginar que pudiera ser peor) se traduciría en acciones concretas, quizá algunos arreglos legislativos y una relativa mejoría económica. Pero tampoco hay duda de que la descentralización del poder y la mayor libertad estructural que caracteriza a los diversos actores (políticos y no políticos) en el entorno nacional constituyen frenos efectivos (contrapesos, de hecho) a la capacidad de acción e imposición de cualquier gobierno. En este sentido, la conclusión inevitable sería que el futuro es poco promisorio.
Pero siempre hay otra perspectiva. El devenir de los últimos días permite apreciar una dinámica distinta para el futuro mediato del país. Si quiere uno ver el vaso medio lleno, es suficiente con ver la forma en que los partidos políticos han conducido sus propios procesos internos para apreciar una capacidad de operación que parecía ya extinta en el país. El PRI y el PAN sostuvieron asambleas internas, el primero para reformar sus estatutos y el segundo para renovar su liderazgo. Por su parte, el PRD está inmerso en un proceso de relevo de su dirigencia que concluirá las próximas semanas. Los tres partidos han logrado montar una escenografía literalmente espectacular.
A contracorriente de las múltiples Casandras y los agoreros del desastre, el PRI emergió de su asamblea con muestras de unidad que hace tiempo no se veían. Independientemente de las diferencias que existan entre los aspirantes a la candidatura presidencial dentro del PRI (diferencias que son naturales cuando sólo puede haber un ganador), los priístas evidenciaron su capacidad de articulación, eliminaron muchas de las camisas de fuerza que absurdamente se habían autoimpuesto y, sobre todo, reiteraron la máxima histórica del PRI: el poder es lo que los une y, en este momento, la prioridad es recuperarlo. Todavía más impactante, sobre todo cuando se compara con otras transiciones políticas recientes, es que el PRI no sólo no se haya desmantelado, sino que ha logrado al menos suficiente renovación como para mantenerse en pie y, potencialmente, recobrar la presidencia. Para cualquiera que haya observado las transiciones del este de Europa, para no hablar de España o Portugal, ninguno de estos resultados era obvio al iniciar el actual gobierno.
El resultado del proceso de renovación del liderazgo del PAN fue menos complejo que el de la asamblea del PRI, pero su resultado no menos impactante. El PAN siempre ha sido un partido más institucional, menos rijoso y más atemperado que sus dos contrapartes, pero el espectáculo público que han ofrecido sus precandidatos a la presidencia, en poco se distinguía de la de aquéllos. El proceso de renovación de la presidencia del partido había dado varias vueltas, en parte como reflejo de los intereses de los precandidatos a la presidencia pero, en el fondo, como fiel imagen de la verdadera línea de ruptura entre los panistas: por un lado, aquellos que quieren retornar al viejo nicho de una oposición cómoda en la que nadie se ensucia las manos con el ejercicio cotidiano del poder y con las responsabilidades que todo eso entraña (y que se expresa en un profundo rechazo a Fox con la consecuente sensación de que les robó la candidatura en el 2000). Por el otro, aquellos que ya han vivido y comenzado a apreciar el ejercicio del poder y las responsabilidades públicas, que han aprendido y comienzan a entender lo que todo ello implica y quieren mantenerlo a cualquier precio. El PAN emergió fortalecido el fin de semana pasado porque logró consolidar una línea de pragmatismo al ganar quienes tienen vocación real de poder, sin la cual su oportunidad de mantener el gobierno hubiese sido mínima.
Aunque el PRD no ha concluido su proceso de sucesión interna, las piezas se han acomodado de una manera tal que parece haber pocas dudas de que logrará por segunda vez en su historia (luego del momento de su constitución en que nadie disputó el liderazgo del ingeniero Cárdenas) un relevo sin conflicto ni confrontación. La unidad perredista sigue una dinámica muy distinta a la de los otros partidos, esencialmente porque surge de la combinación de dos factores: por un lado, la presencia de un candidato fuerte y con enorme prestigio en el partido; y, por el otro, la sensación de acoso de que ha sido objeto ese candidato a partir del tema del desafuero. Ambos factores han creado un ambiente de inusitada unidad interna, todo lo cual se ha traducido en un proceso casi lineal de sucesión en la presidencia del partido.
Desafortunadamente, la capacidad de operación al interior de los partidos influye poco en la perversa y destructiva dinámica del sistema político en su conjunto. Al contrario: la fortaleza interna de los partidos amenaza con hacer tanto más caótico y conflictivo el proceso de sucesión presidencial. Cuando los intereses de cada precandidato o del partido se convierten en absolutos, los intereses del país y de la ciudadanía pasan a un nivel inferior. En un escenario de esa naturaleza, lo que parecería lógico y natural para satisfacer los objetivos de un candidato o de un partido, puede ser absolutamente contradictorio con las necesidades del país o de la ciudadanía en su conjunto.
Este punto es crucial para apreciar los riesgos que enfrentará el país en los próximos meses. En el entorno de absoluta incivilidad que caracteriza al país en la actualidad, donde la ilegalidad es la norma, si cada candidato (o precandidato) y cada partido actúan de acuerdo a lo que parece maximizar sus propios intereses, no es nada difícil que se acabe recreando un entorno de conflicto y confrontación como el que llevó a los trágicos sucesos de 1994. Aquel momento no surgió de un vacío, sino de una lucha descarnada por el poder, en buena medida inspirada, cuando no encauzada, por actores surgidos desde el interior del propio aparato gubernamental. Cada actor en aquel momento se abocó a un solo objetivo: maximizar su posibilidad de acceder al poder, sin que mediaran consideraciones legales o morales de ningún tipo.
No es difícil explicar la lógica de cada candidato en un proceso como el actual. Lo que cada uno de ellos hace tiene una explicación que parece incluso razonable. Sin embargo, la combinación de estas lógicas puede acabar destruyendo la incipiente democracia mexicana. De ese tamaño es lo que se juega en el proceso de sucesión que estamos viviendo. Quizá sea tiempo de que el presidente contemple una efectiva, pero sobre todo desinteresada, conducción y operación del proceso en los próximos 15 meses, para bien suyo y del país.