¿Otro 94?

Luis Rubio

El signo de los tiempos parece ser de encono, conflicto y polarización, pero también de capacidad de operación política en los partidos. Las muestras de lo anterior son ostensibles en todos los ámbitos. Frente a la creciente tensión que caracteriza a la política mexicana, los partidos responden con aplomo, unidad interna y capacidad de articulación de posturas y grupos. Esto sugiere que no todo está perdido en el camino de la próxima sucesión. Pero una golondrina no hace verano: la última vez que vivimos un clima de hostilidad, conflicto y polarización, las consecuencias fueron un sistema político ensangrentado, un proceso electoral saturado de riesgos y una total desatención de los problemas reales, de fondo, del país. No es tiempo para rasgarse las vestiduras, ni mucho menos para reclamar triunfos que, en un escenario más amplio, bien pueden terminar siendo pírricos.

Si uno quiere ver el vaso medio vacío, la evidencia es infinita. Basta ver los diarios cualquier día para apreciar un entorno político que se desvalija a causa de una agresiva disputa por el poder en la que todo se vale. Las disputas tienen lugar en varios planos: entre los partidos y entre los precandidatos dentro de los partidos; entre los gobernadores y el gobierno federal; entre el jefe del gobierno del Distrito Federal y los banqueros. Por si todo lo anterior fuese insuficiente, y contra toda lógica y tradición, entre el presidente y el titular del gobierno capitalino. El encono se ha vuelto el signo distintivo de la política mexicana y, en este contexto, es difícil imaginar un futuro mediato en el que las aguas pudiesen volver a su cauce sin enormes disrupciones.

Y, sin embargo, la historia sexenal ofrece una perspectiva un tanto distinta. El viejo chiste lo dice todo: no hay mal que dure seis años. La costumbre ha sido que los tiempos buenos y los malos se asocian, por igual, con la dinámica sexenal. Un buen gobierno baja las tensiones, establece cimientos para el desarrollo y crea un entorno para poder prosperar; un mal gobierno se dedica a la confrontación y al saqueo, destruyendo las pocas cosas que parecían permanentes mientras mina la confianza y el sentido de continuidad. La historia sexenal, desde que se inventó en la década de los treinta del siglo pasado, refleja un patrón de comportamiento muy mexicano que se remite, según los cuentos de Fray Bernardino de Sahagún, a la espera de un salvador que resuelva todos los problemas sin que nadie tenga que trabajar o molestarse demasiado. El problema de esperar a un redentor es que las soluciones fáciles no existen.

En adición a la historia sexenal, a partir del 2000 la política mexicana tomó un giro que no sólo ha incrementado el nivel de complejidad, sino que hace tanto más difíciles las soluciones mágicas. Aunque el país dista mucho de contar con una democracia consolidada, ya tenemos muchas formas democráticas, pero la mayoría de ellas es disfuncional. Por ejemplo, como ilustra el poder legislativo, tenemos pesos, pero no contrapesos: el presidente ya no se sale con la suya, pero el congreso no tiene capacidad de funcionar. Lo anterior sin duda constituye un avance respecto a la capacidad de imposición autoritaria del pasado, pero no representa una solución a los problemas de un país que no acaba por consolidar las bases para su desarrollo de largo plazo.

Si a este escenario se le agrega la extraordinaria conflictividad asociada con el ejercicio del poder, es fácil concluir que, a menos que algún futuro gobernante pretenda regresar las manecillas del reloj (al estilo Putin) para reinstalar un sistema semi-autoritario de cualquier signo ideológico, el potencial de avance será relativamente limitado. No hay duda que una mejor conducción del gobierno (difícil imaginar que pudiera ser peor) se traduciría en acciones concretas, quizá algunos arreglos legislativos y una relativa mejoría económica. Pero tampoco hay duda de que la descentralización del poder y la mayor libertad estructural que caracteriza a los diversos actores (políticos y no políticos) en el entorno nacional constituyen frenos efectivos (contrapesos, de hecho) a la capacidad de acción e imposición de cualquier gobierno. En este sentido, la conclusión inevitable sería que el futuro es poco promisorio.

Pero siempre hay otra perspectiva. El devenir de los últimos días permite apreciar una dinámica distinta para el futuro mediato del país. Si quiere uno ver el vaso medio lleno, es suficiente con ver la forma en que los partidos políticos han conducido sus propios procesos internos para apreciar una capacidad de operación que parecía ya extinta en el país. El PRI y el PAN sostuvieron asambleas internas, el primero para reformar sus estatutos y el segundo para renovar su liderazgo. Por su parte, el PRD está inmerso en un proceso de relevo de su dirigencia que concluirá las próximas semanas. Los tres partidos han logrado montar una escenografía literalmente espectacular.

A contracorriente de las múltiples Casandras y los agoreros del desastre, el PRI emergió de su asamblea con muestras de unidad que hace tiempo no se veían. Independientemente de las diferencias que existan entre los aspirantes a la candidatura presidencial dentro del PRI (diferencias que son naturales cuando sólo puede haber un ganador), los priístas evidenciaron su capacidad de articulación, eliminaron muchas de las camisas de fuerza que absurdamente se habían autoimpuesto y, sobre todo, reiteraron la máxima histórica del PRI: el poder es lo que los une y, en este momento, la prioridad es recuperarlo. Todavía más impactante, sobre todo cuando se compara con otras transiciones políticas recientes, es que el PRI no sólo no se haya desmantelado, sino que ha logrado al menos suficiente renovación como para mantenerse en pie y, potencialmente, recobrar la presidencia. Para cualquiera que haya observado las transiciones del este de Europa, para no hablar de España o Portugal, ninguno de estos resultados era obvio al iniciar el actual gobierno.

El resultado del proceso de renovación del liderazgo del PAN fue menos complejo que el de la asamblea del PRI, pero su resultado no menos impactante. El PAN siempre ha sido un partido más institucional, menos rijoso y más atemperado que sus dos contrapartes, pero el espectáculo público que han ofrecido sus precandidatos a la presidencia, en poco se distinguía de la de aquéllos. El proceso de renovación de la presidencia del partido había dado varias vueltas, en parte como reflejo de los intereses de los precandidatos a la presidencia pero, en el fondo, como fiel imagen de la verdadera línea de ruptura entre los panistas: por un lado, aquellos que quieren retornar al viejo nicho de una oposición cómoda en la que nadie se ensucia las manos con el ejercicio cotidiano del poder y con las responsabilidades que todo eso entraña (y que se expresa en un profundo rechazo a Fox con la consecuente sensación de que les robó la candidatura en el 2000). Por el otro, aquellos que ya han vivido y comenzado a apreciar el ejercicio del poder y las responsabilidades públicas, que han aprendido y comienzan a entender lo que todo ello implica y quieren mantenerlo a cualquier precio. El PAN emergió fortalecido el fin de semana pasado porque logró consolidar una línea de pragmatismo al ganar quienes tienen vocación real de poder, sin la cual su oportunidad de mantener el gobierno hubiese sido mínima.

Aunque el PRD no ha concluido su proceso de sucesión interna, las piezas se han acomodado de una manera tal que parece haber pocas dudas de que logrará por segunda vez en su historia (luego del momento de su constitución en que nadie disputó el liderazgo del ingeniero Cárdenas) un relevo sin conflicto ni confrontación. La unidad perredista sigue una dinámica muy distinta a la de los otros partidos, esencialmente porque surge de la combinación de dos factores: por un lado, la presencia de un candidato fuerte y con enorme prestigio en el partido; y, por el otro, la sensación de acoso de que ha sido objeto ese candidato a partir del tema del desafuero. Ambos factores han creado un ambiente de inusitada unidad interna, todo lo cual se ha traducido en un proceso casi lineal de sucesión en la presidencia del partido.

Desafortunadamente, la capacidad de operación al interior de los partidos influye poco en la perversa y destructiva dinámica del sistema político en su conjunto. Al contrario: la fortaleza interna de los partidos amenaza con hacer tanto más caótico y conflictivo el proceso de sucesión presidencial. Cuando los intereses de cada precandidato o del partido se convierten en absolutos, los intereses del país y de la ciudadanía pasan a un nivel inferior. En un escenario de esa naturaleza, lo que parecería lógico y natural para satisfacer los objetivos de un candidato o de un partido, puede ser absolutamente contradictorio con las necesidades del país o de la ciudadanía en su conjunto.

Este punto es crucial para apreciar los riesgos que enfrentará el país en los próximos meses. En el entorno de absoluta incivilidad que caracteriza al país en la actualidad, donde la ilegalidad es la norma, si cada candidato (o precandidato) y cada partido actúan de acuerdo a lo que parece maximizar sus propios intereses, no es nada difícil que se acabe recreando un entorno de conflicto y confrontación como el que llevó a los trágicos sucesos de 1994. Aquel momento no surgió de un vacío, sino de una lucha descarnada por el poder, en buena medida inspirada, cuando no encauzada, por actores surgidos desde el interior del propio aparato gubernamental. Cada actor en aquel momento se abocó a un solo objetivo: maximizar su posibilidad de acceder al poder, sin que mediaran consideraciones legales o morales de ningún tipo.

No es difícil explicar la lógica de cada candidato en un proceso como el actual. Lo que cada uno de ellos hace tiene una explicación que parece incluso razonable. Sin embargo, la combinación de estas lógicas puede acabar destruyendo la incipiente democracia mexicana. De ese tamaño es lo que se juega en el proceso de sucesión que estamos viviendo. Quizá sea tiempo de que el presidente contemple una efectiva, pero sobre todo desinteresada, conducción y operación del proceso en los próximos 15 meses, para bien suyo y del país.

 

El elector y los candidatos

Luis Rubio

¿Sabe el elector promedio lo que quiere? La respuesta a esta interrogante refleja, en buena medida, la visión que cada cual tiene de la política mexicana en la actualidad. A juzgar por las estrategias mediáticas de los partidos y precandidatos, la respuesta a esta pregunta varía según el partido, en primer lugar, y el aspirante a una candidatura, en una segunda y distante instancia. Pero independientemente de cómo cada candidato responda a la pregunta y desarrolle su estrategia en consecuencia, una cosa que parece cierta es que la mayoría de los contendientes parte de la premisa de que el elector es tonto, ignorante e incapaz de discernir. El 2006 será un buen momento para poner a prueba esta percepción.

Una pregunta clave de la política mexicana se reduce a dos planteamientos muy obvios: primero, ¿hizo diferencia la elección del 2000 en el sentido de liberar al electorado de la vieja política de manipulación (por parte de cualquier político) o nada cambió en el panorama electoral, excepto que algunos ciudadanos se sientan más libres de cambiar de partido? Segundo, ¿es correcta la percepción de los partidos y candidatos en el sentido de que el elector es manipulable y no ha crecido (para muchos, nunca crecerá) como actor crítico de la política nacional? Vale la pena ver los dos lados de la moneda.

La estrategia del PRI ha sido, fiel a su historia, ignorar al elector. Lo que importa son los candidatos y sus conflictos; el votante está ahí para legitimar lo que las cúpulas partidistas ya decidieron de antemano. De esta manera, lo importante en el resultado de la elección de Guerrero no fue el hartazgo de la población, asediada por un caudal de malos gobiernos, a lo que se sumaba la oferta de un candidato que había sido efectivo y exitoso en el puerto de Acapulco, sino los abusos electorales del PRD. De igual forma, en la nominación del candidato para el Estado de México, lo relevante eran las pugnas cupulares más que la nominación de un candidato que pudiera ganarse la confianza de los electores. En una palabra, el elector no existe en los planes del PRI.

Con miras hacia el 2006, el PRI está inmerso en un proceso por demás conflictivo para elegir a su candidato a la presidencia. En cierta forma, la única novedad real del proceso que hoy atestiguamos es que tiene lugar a plena luz del día. Para empezar, el PRI se creó precisamente para institucionalizar el conflicto político, comenzando por la sucesión presidencial, siempre el componente más conflictivo de cualquier sistema político. La evidencia anecdótica y los escasos datos duros respecto al funcionamiento del proceso de sucesión bajo el régimen priísta de antaño, sugieren que siempre hubo retos al favorito del presidente en turno y que el proceso de nominación consistía, precisamente, en negociar las posiciones entre todos los involucrados e interesados. Lo interesante del momento actual es que, en ausencia de un jefe máximo, esa negociación es perfectamente visible y podría, en un caso extremo, pero improbable, llevar a alguna fractura. Pero a ninguno de los involucrados parece interesarle el punto de vista del elector.

Algo semejante, aunque en sentido inverso, ocurre en el PRD. Ahí la filosofía no es la de una camarilla que sabe gobernar y va a imponer su modo de entender el mundo, sino la avanzada del pueblo amorfo que ya eligió de antemano, sin que mediara un proceso electoral formal. Para los perredistas, lo relevante no es atender las necesidades del electorado, explicar un proyecto de gobierno de manera cabal y detallada, sino reprobar al gobierno en turno y plantear una serie de vaguedades que no comprometan a quien resulte candidato y potencial presidente. Lo que cuenta es la organización de las bases, la manipulación del electorado y la construcción de una mitología a la que el votante se pueda asociar. De manera semejante al PRI, los perredistas viven sus propias luchas cupulares (aunque disminuidas por el sentido de asedio que viven), pero a ninguno parece importarle el elector: su función es la de votar y aceptar el mandato del partido y no al revés.

En la medida en que avanza el proceso político interno, el PRD adquiere una relevancia inusitada, gracias al activo que representa para el partido el jefe del gobierno del DF. Andrés Manuel López Obrador no ha cejado en emplear todos los recursos a su alcance, discursivos y económicos, para avanzar su causa. Con enorme habilidad, ha convertido todo el asunto del desafuero en una plataforma de lanzamiento para su candidatura: a estas alturas, el desafuero se ha convertido en una mera excusa para promover su causa. Por su parte, Cuauhtémoc Cárdenas ha ido construyendo su alternativa de una manera inteligente y sagaz: por un lado, ofreciendo garantías de estabilidad y continuidad, presumiblemente diseñadas para contrastar con los temores que instiga el activismo de AMLO. Por el otro, ensamblando una plataforma que pudiera capitalizar el potencial desafuero de AMLO. A ninguno parecen inquietarle las preferencias del electorado.

El caso del PAN es quizá un poco menos extremo, pero no más convincente. Aunque se trata de un partido con mayor cercanía histórica a la ciudadanía, sus procesos de nominación de candidatos han sido tan cupulares como los de los demás. El gobierno actual, menos poderoso que sus predecesores, ha sido casi tan impermeable a la ciudadanía como cualquiera otro en la historia. Aunque sus precandidatos no se asumen como salvadores de la patria (en franco contraste con los otros dos partidos), su dinámica y lógica sigue siendo la que se deriva de los grupos partidistas al interior de su organización. El electorado poco tiene que ver con sus planes.

La dinámica de la elección interna del PAN sigue una lógica un tanto peculiar. Para comenzar, la vieja propensión a que el presidente elija a su sucesor está tan presente como siempre. Por otro lado, los panistas no reparan en el hecho de que el presidente será un factor en el proceso interno de nominación, incluso de manera negativa, como pudiera estar ocurriendo con su inexplicable estrategia (¿?) declarativa respecto a AMLO. Actuando como en los viejos tiempos, los panistas se consideran ajenos al gobierno y asumen que la población así los percibe. Esta situación lleva a escenas no sólo equívocas, sino risibles, toda vez que con frecuencia las peores críticas, sobre todo las más agrias que reciben el gobierno y Santiago Creel, el precandidato más prominente, vienen precisamente del PAN. Felipe Calderón, el segundo precandidato más popular, ha organizado su campaña en torno a una crítica sistemática al presidente emanado de su propio partido. Pero lo más notable es que el elector no existe en los planes del partido o de sus precandidatos: su chamba se limita a votar.

Como si el tiempo se hubiera congelado, los partidos siguen viviendo en un espacio que parecía ya superado por el 2000. Con el rompimiento del monopolio del PRI en la presidencia, el país entró en una nueva etapa de su historia. Todavía está por dilucidarse si ese rompimiento consolidará una democracia fructífera, pero de lo que no hay duda es que las relaciones de poder cambiaron. El ambiente de libertad en que se conduce la población, expresado de muchas formas, pero de manera notable en el modo en que miles de ciudadanos se expresan a través de la radio y la televisión, muestra que el cambio fue profundo. Sin embargo, la estrategia implícita que han adoptado los partidos y sus candidatos hace evidente que la mayoría de ellos no lo ve así. Mucho de lo que pase en las elecciones federales del próximo año dependerá de esta diferencia de percepciones.

La posición de los partidos es muy clara: el votante importa, pero sólo el día de la elección; todo el resto es irrelevante. Mejor que no dé lata: que deje de protestar y se percate, de acuerdo a los spots publicitarios que se han vuelto cotidianos, de las maravillas que están realizando los legisladores y el gobierno, independientemente de que resuelvan los problemas que aquejan a la ciudadanía. Según la visión de la política implícita en esos comerciales, el político cumple su cometido cuando aprueba una pieza de legislación o cuando el gobierno diseña un programa de trabajo, y no cuando se resuelve un determinado problema. O sea, se trata de la perspectiva del funcionario o político que se siente dueño, en lugar de agente del ciudadano. Para esa persona resulta irrelevante el que esos planes, leyes o programas mejoren las condiciones de la población, induzcan un acelerado crecimiento de la economía, disminuyan la inseguridad pública o incentiven el desarrollo del país. La política no es para mejorar la calidad de vida de la población sino para que el político sea dueño del balón.

Quizá la mayor interrogante de la política mexicana actual es si esta manera de proceder de los candidatos y sus partidos empata la naturaleza del electorado o si, por el contrario, los votantes tienen su propia lógica y están siendo olímpicamente ignorados por el proceder de los políticos. De ser lo primero, la mexicana seguiría siendo una democracia no sólo inmadura, sino decepcionante. En esa perspectiva, nuestro sistema político habría hecho avances estructurales significativos, aunque todavía insuficientes, pero no habría rebasado el umbral del chantaje implícito en el intercambio del voto por beneficios, del que los priístas eran unos maestros. La alternativa, la posibilidad de que los votantes no sean unos entes meramente pasivos a la espera de ser pastoreados y manipulados por los políticos, entrañaría una perspectiva ciudadana muy atractiva y potencialmente devastadora para todos aquellos candidatos y partidos que esperan que sus rituales logren, en el más puro estilo priísta, un nuevo milagro.

La evidencia indica que los políticos están apostando por la ignorancia e incapacidad, además de inmadurez, de los electores. Diversas elecciones regionales y la mayor libertad que muestra un gran número de ciudadanos sugieren que lo contrario es cierto. Las elecciones del 2006 van a ser relevantes precisamente por eso: porque ahí se podrá medir si los electores tienen claridad de objetivos y disposición a asumir los costos y las consecuencias de sus decisiones o si, por el contrario, la apuesta de los partidos prueba ser correcta: que los electores son manipulables, ignorantes y siempre expectantes de un salvador.

 

México y su política exterior

Luis Rubio

“Tiene todas las virtudes que no me gustan y ninguno de los vicios que admiro”, solía decir Winston Churchill sobre uno de sus muchos contrincantes políticos. Lo mismo se puede decir de la política exterior del país. Tratándose de una nación de tamaño y poderío medio, tendemos a esperar beneficios de superpotencia, en tanto que estamos dispuestos a aportar como si fuéramos naciones del quinto mundo. Peor, luego de décadas de prueba y error, hemos sido incapaces de definir una estrategia de política exterior que goce de una receptividad amplia en la política mexicana, sirva a los intereses del país y sea compatible con nuestra idiosincrasia y realidad económica.

La problemática es muy simple de definir, pero compleja de articular. Históricamente, la política exterior ha girado de una manera maniquea entre dos polos, como si éstos fuesen excluyentes: Estados Unidos y América Latina. Se actuaba y pretendía que la cercanía con uno entrañaba un distanciamiento con el otro, como si el origen, idioma y cultura fuesen a variar por el hecho de adoptar una posición determinada. Peor, se excluían opciones potencialmente importantes para el desarrollo del país (como pudo haber sido la construcción de un paso interoceánico a través del Istmo de Tehuantepec) por suponer que eso afectaría a otras naciones, sin jamás haberlo consultado con las partes interesadas o, incluso, sin haber analizado sus implicaciones para nuestro propio desarrollo.

Quizá lo más interesante, y patético, del proceso de articulación de una política exterior, razón también por la que no hay un amplio consenso sobre cómo debe ser, es nuestra atávica incapacidad para definir, con precisión y en blanco y negro, cuál es el interés nacional. Parte de la explicación quizá radique en que hay concepciones encontradas sobre cuál es el interés nacional y eso ha llevado, muy a la mexicana, a preferir una situación imprecisa antes que abrir un nuevo frente de contención. Esa estrategia fue muy conveniente a lo largo de muchas décadas en las que el país comerciaba poco con el exterior y la mayor parte de sus asuntos internacionales se reducía esencialmente a intercambios culturales, participación en foros multilaterales y otros temas de relativamente poca conflictividad (o, como con el caso de Cuba y la OEA, cuya conflictividad era menor y entrañaba costos irrisorios para el país, pero elevados dividendos internos). Mucho del prestigio gozado por México en el concierto internacional se derivó precisamente de una política que asumía sus principios con gran entereza, a sabiendas de que no existían costos al desplegarlos.

Pero el mundo ha evolucionado y México se encuentra ante una realidad cambiante, para la cual los viejos principios, si bien en muchos sentidos válidos, no siempre coinciden con nuestras aspiraciones o nuestras realidades. Es decir, en la medida en que el país ha desarrollado una multiplicidad de vínculos con el resto del mundo, hemos creado también redes de intereses que no siempre se ajustan, por un lado, a los principios filosóficos que se remiten a la doctrina Estrada y, por el otro, a las aspiraciones de protagonismo que no son infrecuentes en materia exterior. El mejor ejemplo de lo anterior es el de nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas durante 2002 y 2003, uno de los periodos más conflictivos de los últimos tiempos, que obligó al país a definirse en temas por demás controvertidos con los enormes riesgos –internos y externos- que eso suponía. El punto no es que sea deseable o indeseable, por sí mismo, participar en el Consejo de Seguridad, sino que para participar hay que tener definiciones precisas sobre cuál es nuestro interés nacional. Al no tener claridad en ese punto, como probó ese ejercicio, la propensión suicida es enorme: puros costos, ningún beneficio.

En alguna época se habló de zonas de influencia para la política exterior mexicana. Algunos de sus proponentes, los más realistas, hablaban de Centroamérica y el Caribe; otros, más ambiciosos, hablaban del hemisferio en su conjunto. Brasil, país con ambiciones de potencia y una definición precisa de su interés nacional, hizo sentir pronto su peso, obligándonos a una retracción no muy discreta. A pesar de que la tensión con Brasil es constante, nuestro dilema parece inalterado: hacia abajo o hacia arriba. Sugerente de la realidad geopolítica, por más que el país guarda relaciones de amistad con numerosos países clave del cono sur, ninguno se atreve a entablar relaciones más allá de lo  mínimo con nosotros: esas relaciones van tan lejos como Brasil se los permite y el desencuentro actual con relación a una posible expansión del Consejo de Seguridad es otra expresión de la misma realidad.

Lo que es peculiar es nuestra doble manía de pretender que se trata, primero, de optar entre el norte y el sur, cuando la realidad es que tenemos intereses y necesidades en ambos flancos. Segundo, una observación somera de cualquier estadística del país con el exterior revela una cosa muy simple: independientemente de EUA, hay muchos países que son para México mucho más importantes en términos políticos, económicos, comerciales y de inversión que prácticamente cualquier nación sudamericana. Con Chile hemos establecido relaciones comerciales significativas, pero se trata de un país de dimensiones muy pequeñas. Lo increíble es que nuestra ambición internacional se obsesione con el sur, cuando hay naciones como Japón, Inglaterra, España, Alemania, Francia, Suiza, los Países Bajos y otros, incluida China, que son trascendentales.

Lo anterior por lo que toca al plano económico y a las naciones que son políticamente relevantes. Más allá de esos intereses, una de las aspiraciones permanentes de todos los partidos políticos y de gran parte de la opinión pública, es conseguir una fuerte presencia, de hecho influencia, en los organismos multilaterales. Algo de añoranza por el pasado hay en esa aspiración, pero sin duda también un intento por diversificar relaciones y contactos con países y entidades distintos que representen una alternativa a la envolvente relación bilateral con EUA. Yo me pregunto si no habría manera de construir una estrategia de política exterior anclada precisamente en estos principios. Pero es importante guardar conciencia de que el problema con este y otros planteamientos es que sólo funcionan si definimos para qué los queremos, es decir, si precisamos cuál es nuestro interés nacional, idealmente, de una manera que genere apoyos a través de las líneas partidistas.

Primero, independientemente de preferencias, todos los mexicanos sabemos que la principal relación que tiene y siempre tendrá el país es con Estados Unidos. La geografía ha creado un vínculo cada vez más estrecho, mismo que se profundiza cada vez que cruza un mexicano la frontera, para no hablar del sinnúmero de intercambios, inversiones y puntos de contacto y conflicto que son el pan de cada día en esa relación. Además, la relación es vital para la estabilidad interna y una potencialmente formidable palanca para nuestro desarrollo.

Segundo, la región centroamericana y del Caribe es una zona que ha sido objeto de atención sólo de manera esporádica, pero que constituye una oportunidad, así como fuente de problemas pero también de soluciones. Pocas dudas caben que en esos países se encuentran mercados naturales para nuestros productos, pero también entrañan no pocas y serias dificultades, comenzando por la migración ilegal, que es un problema no sólo mexicano, sino también regional. Además, cualquier relación que queramos desarrollar hacia el norte entraña acciones en la frontera sur, lo que enfatiza aún más la naturaleza estratégica de la región.

Tercero, Canadá es un país con el que tenemos un creciente intercambio comercial, pero con el que la relación política es relativamente menos avanzada. Además de compartir logros importantes con Canadá gracias al TLC norteamericano, es evidente que una mayor proximidad con esa nación podría convertirse en una fuente potencial de aprendizaje y equilibrio ante el vecino común.

Cuarto, existe un conjunto de naciones clave para el país, tanto en términos políticos como económicos, con las cuales no hay ninguna definición estratégica que trascienda lo esencialmente diplomático (con frecuencia limitado estrictamente al intercambio de embajadas y una ocasional visita recíproca) o, en algunos casos, lo comercial. En todo caso, han sido iniciativas comerciales y de inversión las que han afianzado relaciones con un enorme potencial, pero que nunca se han desarrollado. Ahí están naciones europeas como Inglaterra, Alemania, España, Portugal, Suiza, Holanda, Francia y otras con las que existen puntos de contacto, pero no una estrategia.

Quinto, en los organismos multilaterales el país tiene tradición, experiencia y un fuerte deseo de hacerse sentir, pero al no poseer una definición clara del interés nacional, incurrimos en riesgos que a veces resultan contraproducentes. ¿De qué sirve una presencia vistosa en estos organismos cuando no tenemos claridad sobre cómo participar o, cuando lo hacemos, no tenemos percepción clara del riesgo que esa participación entraña? El punto no es prestarnos de intermediarios para un conflicto como el que existe entre las dos Coreas, asunto en el que claramente no tenemos nada que hacer, sino definir para qué queremos ser prominentes en entidades como las Naciones Unidas y la FAO, pasando por el BID y la OEA. Los organismos multilaterales son instrumentos útiles o inútiles, dependiendo de nuestros objetivos. En ausencia de definición, cualquier iniciativa es por demás peligrosa.

En el corazón de cualquier definición que eventualmente llegara a adoptarse en materia exterior se encuentra el tema de siempre controvertido: la relación con Estados Unidos. Como ilustra el pantano en que se ha convertido el asunto migratorio, no es posible pretender que se puede desarrollar una relación tan profunda y estrecha como la que implicaría un eventual acuerdo migratorio sin definiciones claras por nuestra parte. La paradoja de esa relación reside en que todo el poderío norteamericano no impide que seamos nosotros los que determinemos la dinámica de la relación. La pregunta es si sabemos qué queremos de ella, y de la política exterior en su conjunto, para poder dar pasos firmes en todos los frentes.

www.cidac.org

Necesidades de la sociedad vs. lógica electoral

Luis Rubio

México se encuentra en un punto por demás delicado. Un empujón en la dirección correcta podría crear una dinámica de cambio y transformación capaz de sacar al país de su letargo y acelerar el paso del crecimiento económico, la creación de empleo y la reducción de la desigualdad. De la misma manera, un empujón en la dirección opuesta podría conllevar el efecto opuesto: una depresión económica, mayor polarización social y económica y una nueva crisis financiera. El problema es doble. Por un lado, la lógica electoral, por su misma naturaleza, lleva a la contraposición de posturas, lo que agudiza el problema y eleva el riesgo político y económico. Por el otro, en el ambiente tan enconado en que vivimos hoy en día, es prácticamente imposible discutir los temas sobre la base de sus méritos y se descalifica lo que es clave para el desarrollo de la economía, todo lo cual genera un ambiente propicio para que se creen vacunas contra las acciones que serían necesarias para sacar al país adelante.

Propiamente dicho, la situación actual no es culpa de nadie en particular. El ambiente de encono que vive el país se remonta a dos momentos muy específicos de nuestra historia reciente –los setenta y los noventa-, épocas en que la descalificación fue política de Estado. En los setenta, el gobierno dio un viraje hacia el populismo, sumiendo al país en la pobreza: el crecimiento del gasto gubernamental acabó con el sistema bancario, endeudó excesivamente al país y erosionó  la capacidad creativa del empresariado, todo lo cual arrojó la serie de crisis económicas que fueron la característica de la economía del país a partir de entonces. En los noventa se dio un viraje en sentido contrario, hacia una economía más de mercado y más cercana al entorno internacional. Este segundo viraje pretendió reactivar la actividad económica mediante la eliminación de los excesos burocráticos, la privatización de empresas y la liberalización comercial. En retrospectiva, se trató de un esfuerzo mucho más tímido de lo necesario para poder sentar las bases de un crecimiento sostenido. Los rezagos y problemas que no se atacaron entonces, acabaron configurando una estructura económica demasiado frágil para poder funcionar por sí misma. Peor, crearon vacunas en contra del tipo de reformas que hoy son necesarias y dieron nueva vida a todos los beneficiarios del viejo orden corporativista.

Pero ambos esfuerzos, el de la modernización de los noventa y el del estatismo de los setenta, constituyeron rompimientos radicales con el statu quo del momento, intentos dramáticos de construir una nueva plataforma de crecimiento económico. Quizá más relevante para la realidad actual, ambos se caracterizaron por la descalificación de la oposición, suponiendo que ello haría más expedito el cambio que se pretendía lograr. Quizá como todo movimiento revolucionario, ninguno logró su cometido de manera cabal: el primero por sus limitaciones intrínsecas (porque el gobierno no es substituto de la sociedad), y el segundo porque nunca rompió con las estructuras políticas y corporativistas existentes. Lo que sí quedó y ha perdurado es el encono y la descalificación que son la moneda de uso corriente en la política mexicana actual. La descalificación y el encono son la esencia de la antropofagia que hoy nos caracteriza y que hace virtualmente imposible consolidar nuestra incipiente democracia.

Tan grave es el problema que los mexicanos ni siquiera nos podemos poner de acuerdo en los temas que se discuten. Los debates nacionales no son debates: son monólogos dedicados a la descalificación y no  espacios para el intercambio de posturas constructivas orientadas al aprendizaje mutuo. Los políticos mexicanos no quieren aprender unos de otros, sino cancelar el derecho de su oponente a pensar diferente. La noción de que puede haber muchas verdades y no solo una, la del demagogo en turno, escapa al psique colectivo de la política mexicana. Para ilustrar baste ver igual los temas del desafuero que de la reforma eléctrica o el reporte de la CIA.

Esta situación es la que explica la polarización que caracteriza a la sociedad y que se refleja nítidamente en las campañas presidenciales que paulatinamente van cobrando forma. En lugar de atender las demandas de la población y plantear soluciones a la problemática que enfrenta el país, las campañas enarbolan posturas extremas dedicadas a cultivar al voto más confiable de cada partido, es decir, el que no cuestiona la verdad partidista, dejando a la mayoría de la población al margen de la política y de la posibilidad de influir en el proceso de toma de decisiones. Aunque ésta es la lógica de cualquier campaña en sus primeras etapas (pues en la medida en que se acerca el día de la elección todos los candidatos tienden a procurar el voto de la población en el centro político, aquélla que por definición es más moderada), la patología política mexicana actual tiene características propias que hacen dudar de esa racionalidad.

Para comenzar, la población mexicana está legítimamente confundida y la ausencia de liderazgo político ha acentuado esa condición. Años de choques de expectativas, altibajos gubernamentales y crisis económicas no han hecho sino causar esta confusión. A lo anterior se suma la incapacidad de políticos y candidatos para apreciar lo esencial: que prácticamente todas las discusiones y propuestas que pululan en el ambiente público no atienden las preocupaciones, miedos y realidades del ciudadano común y corriente.

Un ejemplo dice más que mil palabras: mucha tinta y papel se ha consumido en torno a la pretendida reforma eléctrica. Sin embargo, ninguno de los políticos que apoya o rechaza tal o cual iniciativa de ley sobre la materia ha atendido lo que en última instancia es lo relevante: cómo afectaría un cambio en el régimen eléctrico las tarifas que paga un consumidor promedio. La realidad es que la mayor parte de la población tiene miedo de que una reforma eléctrica se traduzca en una elevación de su factura bimestral, en parte porque no confía en el gobierno y en parte porque eso fue lo que pasó con la privatización telefónica. Independientemente del compromiso con el statu quo que muchos de los políticos clave en el asunto de la reforma eléctrica tan discutida puedan tener, el hecho es que ninguno de los que buscan esas reformas las ha planteado de una manera aceptable y digerible para la población en su conjunto. Lo mismo se puede decir del resto de los proyectos de reforma económica del sexenio y de los que se requieren pero  no se han planteado como tales.

La dinámica de la política mexicana actual tiende a la antropofagia en buena medida porque no atiende los temas medulares. Aunque el debate dentro de lo que el presidente Fox llamó el “círculo rojo”, es decir, quienes discuten, opinan y tienen poder de decisión en la sociedad mexicana, se ha concentrado en las reformas tanto políticas como económicas que podrían ser deseables o necesarias para consolidar una base más saludable para el desarrollo del país, muy pocos reconocen lo obvio: que sólo si se resuelven los temas que afectan a la población en la base de la pirámide será posible crear las condiciones para que se atienda otro conjunto de temas de más largo aliento, como son las reformas energética y fiscal, del Estado y laboral.

Lo que aqueja a la mayoría de la población son los temas de empleo y seguridad. Lo que se argumenta en el debate público tiene que ver con crecimiento de la economía y eficiencia política y económica. Evidentemente, existe una natural complementariedad entre uno y otro grupo de temas, pues sin crecimiento económico es imposible la generación de empleo y sin una mayor eficiencia en la toma de decisiones políticas y en el funcionamiento de la economía, no habrá inversión que haga posible el crecimiento. Sin embargo, estos temas resultan ser esotéricos para la mayor parte de la población que padece de falta de oportunidades para emplearse y de inseguridad en su vida cotidiana. Mientras los políticos y candidatos no atiendan estas carencias y ofrezcan soluciones en esta dimensión, la política mexicana seguirá discutiendo (y privilegiando) el pasado en lugar de plantear soluciones hacia el futuro.

Las campañas en curso se caracterizan por su enfoque hacia el pasado. Aunque hay muchos candidatos, ninguno ha esbozado un planteamiento claro y directo hacia la construcción de un futuro mejor. Algunos no lo hacen simplemente porque no tienen una visión hacia el futuro, lo que les lleva a refugiarse en un pasado que, aunque inhóspito, le ofrece una sensación de seguridad a un núcleo de votantes. Bajo la concepción de que más vale malo por conocido que bueno por conocer, buena parte de la población mexicana se ha tornado conservadora, siempre presta a rechazar cualquier iniciativa o proyecto que pudiera beneficiarla, por el riesgo (y miedo) inherente a cualquier cambio. Pero la mayor parte de quienes aspiran a la presidencia saben bien que el país no se puede refugiar en el pasado, pues más allá de la historia ahí no están las respuestas y las herramientas que puedan darle forma a un futuro mejor. La pregunta es cómo articular ese futuro.

El país requiere y exige una transformación cabal. Llámesele modernización o como se quiera, lo que el país necesita es una transformación radical de muchas de sus estructuras e instituciones, tanto en lo político como en lo económico y social. Muchas de esas estructuras no se pueden cambiar en una etapa en que el encono deslegitima cualquier cambio (como ilustran las desventuras del IFE). Pero si todos los candidatos se abocan a lo esencial, a los empleos y la seguridad, capaz que comienzan a surgir planteamientos serios y sólidos que no sólo sirvan para diferenciar a los candidatos a los ojos del electorado, sino incluso para avanzar soluciones a los problemas del país. Eso si sería una combinación insólita.

 

Pregunta

¿En qué país moderno y civilizado el gobierno, las cámaras legislativas y la Suprema Corte de Justicia producen spots informativos para justificar su actuar y proceder? ¿Será que les remuerde la conciencia por no hacer lo que debieran estar haciendo?  A final de cuentas, no es lo mismo hacer las cosas bien, como pretende su propaganda, que hacer lo que se debe hacer.

www.cidac.org

Las dos caras del poder judicial

Luis Rubio

El poder judicial en México tiene dos caras: la de un tribunal profesional, impoluto y funcional que cobra forma en la Suprema Corte de Justicia (SCJ), y la de un sistema corrupto, no profesional y disfuncional, con el que tiene que lidiar el ciudadano común y corriente todos los días, sobre todo a nivel estatal y local. Se trata de dos componentes igualmente reales de la vida pública mexicana. La ironía es que la vertiente funcional de este poder, la que ha demostrado ser un pilar institucional insustituible en esta era de conflicto e incertidumbre, está bajo el fuego irredento de políticos que no aparentemente pueden tolerar la división de poderes ni los pesos y contrapesos, esencia de cualquier sistema político democrático y moderno.

En la última década, la SCJ se ha transformado de manera integral. En el pasado constituía la cima de un poder judicial disfuncional y subdesarrollado. Pero a partir de las reformas de 1994, que modificaron de raíz su estructura y naturaleza, la Corte ha ido adquiriendo los poderes de un tribunal moderno, potencialmente capaz de cumplir la función medular de dirimir conflictos políticos. Aunque como toda institución pública está integrada por seres humanos falibles, su transformación fue integral y los resultados están a la vista en la forma de resoluciones y fallos sobre temas difíciles en los cuales ha mostrado entereza. La trascendencia de la corte no puede ser minimizada e invita a pensar que la modernidad es factible en el país, independientemente de que todavía haya camino por recorrer. Se podría afirmar que se trata de la primera institución moderna de la nueva era política del país.

En su primera década de existencia, la nueva SCJ ha logrado afianzar no sólo su relevancia, sino también su credibilidad. Quizá lo más importante es que su aparición en escena tuvo lugar casi de manera simultánea con el nacimiento de disputas políticas que antes se resolvían dentro del marco de un presidencialismo exacerbado y que ahora sólo encontraron cauce no violento a través de la Corte. Contra muchos pronósticos, la Corte rápidamente se convirtió en el punto de referencia para gobernadores que estaban en desacuerdo con el proceder del ejecutivo federal (nada nuevo, pero impensable en el pasado), pero también para el Congreso en sus diferencias con el gobierno federal y así sucesivamente. Quizá todavía más sorprendente es el hecho que las partes hubiesen acatado sus fallos sin discusión (aunque esto no esté pasando, al menos en las formas, con el reciente conflicto en torno al presupuesto). Gracias a la existencia de la Corte, el país se ha ahorrado muchos momentos de potencial violencia política.

Pero el poder judicial no comienza y termina en la SCJ. Aunque la Corte tenga mayor visibilidad por la naturaleza de las disputas con que lidia, la mayor parte de los conflictos y problemas que aquejan a la ciudadanía y que competen al poder judicial desde riñas hasta el incumplimiento de contratos- tienen lugar en los juzgados locales, no en el poder judicial federal. Y ahí los claroscuros son la norma, no la excepción. Algunos de los casos que se disputan en esos tribunales acaban llegando a la SCJ, pero la mayoría languidece en un medio que es sucio, corrupto y nunca expedito. Cuando no se dirimen en estos ámbitos y llegan a la SCJ, éstos irremediablemente llevan los vicios de origen. Tal es el caso de disputas como la del Paraje de San Juan, la del sobrino de Francisco Franco o la demanda de la señora Celia Reyes viuda de Lujano.

Todos estos casos son sugerentes de la problemática que aqueja al poder judicial del país. Los miles o cientos de miles de casos que pasan por el poder judicial usualmente inician en los tribunales locales. Con gran frecuencia, esos tribunales carecen de gente profesional, padecen una fuerte dependencia respecto a sus respectivos gobernadores o procuradores y la inexistencia de cultura jurídica, todo ello un caldo cultivo natural para que sea imposible la consecución del objetivo expreso del poder judicial: la justicia pronta y expedita. Los tribunales proceden con un tortuguismo legendario, pero su mayor defecto reside en otra parte: en el hecho de que las investigaciones en que fundamentan sus decisiones son, con la mayor de las frecuencias, inadecuadas. La ausencia de expertos y profesionales, la falta de cuidado en el manejo de las pruebas y la propensión a que las conclusiones a que se llega sean predeterminadas por desidia o por la presión de terceros constituyen una combinación explosiva.

Son los juzgados a nivel local los que típicamente establecen la base de lo que eventualmente constituye la decisión en esa instancia y en todas las demás. Es decir, en ese primer contacto se determinan los hechos sobre los cuales se juzgará el caso en lo sucesivo, igual si se termina la disputa en esa instancia o si procede por los vericuetos del sistema hasta llegar incluso a la SCJ. Lo relevante aquí es que la SCJ (o cualquier otra instancia) acaba teniendo que emitir un fallo en función de hechos que bien pueden no tener relación con la realidad ya sea por la pésima calidad de la investigación inicial (a cargo del ministerio público) o por la corrupción que haya influido en el proceso posterior.

Todo indica que ésta es la situación en casos como el del Paraje de San Juan, el de Francisco Bahamonde Franco o la señora Reyes. Los tres casos ejemplifican la propensión del poder judicial a distorsionarlo todo. En el caso del Paraje San Juan, la última resolución de la Corte sugiere que, como afirmaba el gobierno del DF, efectivamente los demandantes nunca habían demostrado propiedad del predio que diputaban, algo que, uno supondría, tuvo que haber quedado determinado desde el momento en que se inició la demanda respectiva. De esta manera, la Corte resolvió no sobre los méritos del caso, sino sobre hechos que, en un proceso judicial normal, nunca debieron haber trascendido la primera instancia.

El caso de la señora Reyes contra Atlántico, al igual que el del señor Franco contra Santander, es elocuente porque sugiere que el potencial de corrupción es enorme. Esta persona demandó a un banco argumentando que había realizado un depósito en los años ochenta que debió haberse reinvertido por un plazo indefinido a la tasa pactada, una tasa elevadísima por las inflaciones de la época. Según la demandante, el monto que el banco ahora le debe ahora es estrafalario, superior al PIB del país, por los intereses compuestos a lo largo de más de dos décadas. Asumiendo que los hechos establecidos en el caso eran válidos, el poder judicial, a lo largo de varias instancias, falló a favor de la demandante. Ahora que el caso está en manos de la SCJ, resulta evidente que el expediente está plagado de errores, potencialmente producto de corrupción. Como en muchos casos similares, todo indica que hay un sinnúmero de errores factuales en la documentación que le llegó a la SCJ, misma que se vino acumulando a lo largo de varios juicios en las diversas instancias y tribunales del poder judicial. Es posible que la documentación del depósito no hubiera estado errada como sostiene la demandante pero, más importante, también es posible que el depósito hubiera sido retirado del banco desde hace años, aunque el banco no lo pueda comprobar, en cuyo caso podría tratarse de un fraude de la señora contra el banco.

El punto de todo esto es que el potencial de corrupción en el poder judicial es virtualmente infinito en la actualidad porque en él conviven dos mundos incompatibles: el de un tribunal excepcional por su seriedad y profesionalismo (sobre todo en el contexto mexicano) y el de un sistema de (in)justicia institucionalizada, propenso a la corrupción y a la presión política. La Suprema Corte de Justicia puede acabar recibiendo casos de dudosa veracidad que impiden, en lugar de hacer posible, la justicia. Es decir, en lugar de que se le presenten casos sólidos y transparentes para que la SCJ resuelva sobre el fondo de los asuntos, con frecuencia se topa con errores, potencialmente engañosos o fraudulentos, en la información original, en los hechos mismos. De ser correcta esta situación, se confirmaría una preocupante presunción: que todo, o al menos mucho, de lo que ocurre en las instancias inferiores del poder judicial está corrompido o, en el mejor de los casos, carece de la pulcritud y profesionalismo que un país moderno requiere y que son la característica esencial de la propia Suprema Corte en la actualidad.

Todo esto lleva a dos conclusiones obvias. En primer lugar, el poder judicial no es una unidad, sino una combinación de entidades federales y locales que no tienen nada en común. En términos generales (aunque con excepciones notables) la evidencia muestra que mientras más abajo transita uno en la escala de los tribunales y juzgados locales, peor es la situación por la falta de personal profesional y por la influencia de factores externos, desde el control ejercido por autoridades locales hasta la corrupción abierta. Es decir, tenemos un poder judicial a nivel local que no cumple su función en términos de la vida cotidiana de la ciudadanía, las empresas y los contratos. La paradoja es que nadie en el mundo político ataca esa realidad, presumiblemente porque quienes podrían cambiarlo se benefician del statu quo. Para los gobernadores es muy conveniente mantener esa fuente de poder, control y corrupción. Que la justicia sea responsabilidad de otro.

La otra conclusión es que contamos con una Suprema Corte profesional y consolidada, pero que padece el ataque inmisericorde de quienes deberían someterse a sus fallos. Además, el hecho de que muchos de los juicios que le llegan a la Corte estén apuntalados en información dudosa en su origen y veracidad, revela una seria debilidad institucional en el sistema judicial del país. También revela cuan riesgosos son los intentos de varios diputados por desacreditarla, pues constituyen una afronta no sólo a la integridad de los ministros mismos, sino a una de las pocas instituciones modernas con que cuenta el país en la actualidad. Todos los que creemos en la necesidad de transformar al país para construir una democracia moderna y funcional debemos reprobar estos ilegítimos e intolerables ejercicios de intimidación.

 

Irak, bush y el terrorismo

Luis Rubio

Las elecciones celebradas en Irak la semana pasada marcaron un hito en la historia del Medio Oriente, tanto por ser un hecho inusual en esa región como por la presencia de tropas norteamericanas en ese país. Las elecciones constituyen el final de un proceso que comenzó con la ocupación estadounidense y que continuó con una escalada violenta, aparentemente interminable. Sugestivamente, los atentados violentos en las semanas previas a las elecciones fueron menos contra los soldados norteamericanos que contra los propios iraquíes, a quienes se pretendía disuadir de votar. Estas elecciones conjugan tres elementos: el futuro político del propio Irak; una lucha intestina, dentro del mundo musulmán, entre quienes pretenden aislarse del mundo moderno y quienes desean adecuar el Islam al mundo cambiante del siglo XXI; y el devenir de la lucha norteamericana contra el terrorismo. Aunque se trata de tres elementos distintos, sin duda unos afectan a los otros.

La ocupación norteamericana de Irak constituye uno de los hitos de la era de la posguerra pues se trata de la primera vez en que las potencias aliadas rompen filas. Aunque durante las décadas de la guerra fría hubo momentos de disidencia (es el caso de la guerra del Sinaí de 1956, cuando Inglaterra, Francia e Israel tomaron esa península y fueron forzadas a replegarse por la presión norteamericana), nunca se dio un rompimiento como el de los últimos dos años. El fin de la guerra fría cambió la dinámica entre las naciones vencedoras de la segunda guerra mundial y ahondó sus diferencias de intereses y perspectivas. Independientemente del resultado electoral en Irak, la ocupación norteamericana creó ya un vacío institucional que afecta la naturaleza misma de las Naciones Unidas, estimula la profundización de la unificación europea y deja todo el asunto del conflicto al interior del Islam -que afecta a todo Occidente- en una situación mucho más precaria de lo que hubiera sido de haber existido una alianza Europa-Estados Unidos en esta coyuntura.

El punto de mayor conflicto entre los dos lados del Atlántico reside en la diferencia de visión e interpretación sobre la naturaleza del fenómeno del terrorismo. Para las naciones europeas, que han vivido décadas de terrorismo, la respuesta norteamericana ha sido inadecuada y excesiva. Para Estados Unidos, donde el fenómeno es nuevo, al menos en su territorio, lo crucial era dar una respuesta fuerte, directa y contundente. Pero quizá la diferencia medular entre los dos bandos de la antigua alianza Atlántica resida en que la estrategia estadounidense para combatir a su nuevo enemigo, Al Qaeda, es en buena medida inconfesable.

Ese al menos es el argumento de un libro de reciente aparición: La Guerra Secreta de Estados Unidos (Americas Secret War) de George Friedman (Doubleday). Según el autor, Al Qaeda es un fenómeno esencialmente saudita y toda la estrategia en torno a la guerra de Irak tiene que ver con Al Qaeda y no con armas nucleares o directamente con la democracia en ese país. El argumento de Friedman descansa en dos elementos centrales. Primero, no obstante que muchos operativos y miembros de la red de Al Qaeda son de nacionalidades diversas, sus líderes y miembros principales son sauditas, su ideología es Wahabi y su financiamiento original provino de ciudadanos de ese país. En ese sentido, Al Qaeda es indistinguible de Arabia Saudita toda vez que su origen está profundamente enraizado en la vida e historia de ese país. Lo que es más, la aparición de Al Qaeda en la escena pública le creó un enorme problema a la familia real de ese país, pues representaba una amenaza a los delicados equilibrios internos que la sostenían en el poder.

El otro elemento que constituye la esencia del argumento de este libro sugiere que el verdadero objetivo de los ataques terroristas contra Estados Unidos de 2001 no era la nación norteamericana, sino la población islámica en su conjunto. Friedman afirma que Al Qaeda no estaba motivada por un odio hacia EUA, la cultura norteamericana o la democracia de ese país, sino que buscaba ganar credibilidad en el mundo islámico al asestar un fuerte y muy visible golpe a la potencia más prominente del mundo. Es decir, lo que Al Qaeda perseguía con esos atentados era golpear a una nación muy poderosa, además de soporte importante de muchas de las dictaduras árabes, con el objeto de que ganara credibilidad la idea de constituir una nación islámica en el Medio Oriente. En otras palabras, el propósito ulterior de Al Qaeda es construir un califato islámico en alguna de las naciones más prominentes del mundo árabe (idealmente Egipto o Arabia Saudita).

Desde un punto de vista estratégico, Al Qaeda partía de la premisa de que EUA era vulnerable porque su credibilidad en el mundo árabe era muy baja. A EUA se le percibía como un gigante con pies de barro, incapaz de lograr sus propios objetivos estratégicos en el mundo. Friedman argumenta que esa es la impresión que quedó en el mundo árabe no sólo por las fallidas incursiones estadounidenses en lugares como Somalia y Líbano, sino también en el caso de la guerra del golfo, guerra percibida como victoriosa en occidente, pero que es percibida como un factor de debilidad en ese rincón del mundo por no haber tumbado a Sadam Hussein. Desde esta perspectiva, Al Qaeda confiaba en humillar a los norteamericanos frente al mundo árabe, suponiendo que, siguiendo la lógica de atentados que habían tenido lugar en la década previa, EUA no respondería más que con una serie de ataques menores e intrascendentes.

Pero esos ataques cambiaron la percepción de los estadounidenses respecto a sí mismos y el mundo. Ello explica su disposición a modificar su perspectiva y a asumir una actitud muy distinta respecto al mundo. Sin embargo, dice Friedman, la administración Bush se vio ante la necesidad de articular una estrategia no convencional precisamente porque se encontraba ante un enemigo no tradicional. En lugar de enfrentarse a un Estado como ocurría en las guerras tradicionales, los estadounidenses se enfrentaban a un grupo no identificado con una nación específica, sin un ejército visible o un territorio particular. Como organización transnacional, Al Qaeda contaba con bases móviles en diversos lugares geográficos, pero no con un territorio que pudiera llamar propio. En este sentido, la llamada guerra contra el terrorismo lleva a una situación un tanto absurda: cada quien tiene que definir si cree que esa agrupación constituye una amenaza o no. De esa definición depende en mucho la percepción que cada quien tiene del actuar del gobierno estadounidense en la actualidad.

Desde la óptica de Friedman, la campaña de Afganistán tuvo por objeto eliminar al gobierno que le había dado un espacio y tregua a Al Qaeda, lo cual dislocaría sus operaciones, destruiría su base de funcionamiento y crearía un gobierno relativamente fuerte en un país que se había caracterizado por el desorden y el conflicto a lo largo de tres décadas. Nadie en el mundo tuvo dudas de que la campaña de Afganistán tenía una vinculación directa con Al Qaeda. Tan obvia era la relación en el imaginario colectivo y en los órganos de inteligencia de las diversas potencias del mundo, que tanto el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como la OTAN, sancionaron la acción militar estadounidense y muchas de esas naciones participaron activamente en la operación o en su financiamiento.

La campaña de Irak tuvo una dinámica muy distinta. De acuerdo al análisis estadounidense, una vez desplazada de Afganistán, el eslabón débil de Al Qaeda residía en sus mecanismos de financiamiento y apoyo. De acuerdo al texto de Friedman, el plan estadounidense consistió en buscar maneras de cerrar todas las fuentes de financiamiento y apoyo a grupos y actos terroristas, la mayor parte de los cuales provenían de Arabia Saudita, Irán, Siria y Pakistán.

El plan tuvo dos vertientes: por un lado, lograr una victoria aplastante que obligara a toda la población árabe, comenzando por sus gobiernos, a reconocer la nueva determinación estadounidense por actuar. Es decir, se trataba de recobrar la legitimidad como potencia militar. Por otro lado, la segunda vertiente consistió en generar una enorme presión sobre las naciones asociadas con el financiamiento de Al Qaeda para modificar su comportamiento. Irak, como pivote del Medio Oriente, ofrecía la oportunidad de lograr ambos objetivos de una manera simultánea: una victoria avasalladora sobre Hussein generaría un renovado respeto por la superpotencia, en tanto que la presencia de tropas estadounidenses en la región causaría preocupación en todos los afectados. El problema de esta estrategia es que era impresentable. No había manera de convencer a la opinión pública internacional, comenzando por la estadounidense, de semejantes maniobras, pues se estaría utilizando a un país para alcanzar objetivos en contra de otros.

Según Friedman, se justificó la necesidad imperiosa de atacar Irak por el tema de la supuesta existencia de armas nucleares o de destrucción masiva, primero, porque todas las potencias de verdad creían que esas armas existían en algún grado de desarrollo, y segundo, porque era un argumento fácil de explicar y presentar. A ese argumento siguió otro, el de la democratización de Irak, que reforzaba aún más el planteamiento.

El resto, como todos sabemos, es historia: la ocupación de Irak fue un éxito en términos estratégicos, pero un enorme error de cálculo político. Las guerrillas han sido por demás disruptivas y nunca se encontraron armas de destrucción masiva. Queda por determinarse si las elecciones de la semana pasada lograrán el cometido de crear los fundamentos de una sociedad democrática. Como en México, la moneda está en el aire.

Independientemente de lo que pase en Irak en términos de su gobierno, democrático o no, Friedman afirma que el gobierno de Bush acabó confundiéndose a sí mismo. En lugar de seguir sus propios lineamientos estratégicos para hacer de la guerra con Irak un instrumento para lograr una derrota de Al Qaeda, la administración norteamericana acabó confundiendo los medios y los objetivos. En lugar de presionar a las naciones vecinas, remata Friedman, el gobierno de Bush ha estado más entretenido con la democratización política de Irak y, de esta forma, olvida el punto medular de su estrategia original.

 

Todo de nada es nada

Luis Rubio

Nadie puede dejar de estar preocupado ante los acontecimientos que sobrecogen al país. Los narcos le han declarado la guerra al gobierno, guerra que podría ser sangrienta y sin cuartel. Por su parte, la lógica de la sucesión presidencial crea incentivos entre los aspirantes y sus partidos para ahondar las diferencias, exacerbar los conflictos y suponer que el caos resultante será benéfico para su causa. Lo mismo para los gobernadores, que minimizan el problema como si no fuera suyo. En adición a ello, en lugar de una estrategia clara, respuestas contundentes y actos de Estado, el gobierno responde con una caravana de patrullas en tanto que los medios festinan a los narcos y les dan una prominencia inusitada. Los políticos del viejo estilo celebran los problemas del presidente Fox. Alguien debiera recordarles que un país destruido y derrotado no resuelve ningún problema a nadie.

Decir que el control del país ha dejado de estar en manos del gobierno, parece una verdad de Perogrullo a estas alturas. Entre la falta de control y coordinación dentro del propio gobierno y la ausencia de una estrategia, ya no digo de desarrollo sino al menos de seguridad pública, el país comienza a hacer agua. Además de la falta de control, cada una de las entidades gubernamentales responsables, directa o indirectamente, de la seguridad, ha seguido una lógica distinta y contrastante con las otras, frecuentemente en abierto conflicto. Más allá de las intenciones, la evidencia demuestra que cada entidad tiene su propia agenda y objetivos. Nadie las coordina. El embate del narco ha sido tan fuerte como no anticipado. Si se acepta la definición del Estado de Max Weber como aquél que tiene el monopolio del uso de la violencia, nuestra realidad muestra  a un Estado que ha perdido su carácter de tal, al ceder el monopolio de la violencia a grupos de criminales.

Todo esto ocurre en un entorno de extrema fragilidad institucional. Aunque el discurso revolucionario siempre privilegió la noción de que el país contaba con instituciones fuertes e inamovibles, lo cierto es que antes que instituciones, lo que teníamos era un sistema de control y disciplina muy articulado que permitía mantener el orden público y la paz social. En el momento en el que se retiró el perno que constituía el vértice de todo el sistema, el presidencialismo, se vino abajo la estructura de control y, con ello, el orden público y la paz social. En la medida en que el poder ejecutivo fue perdiendo instrumentos y facultades (mucho de ello de manera consciente y voluntaria), la sociedad adquirió nuevas libertades, pero la ausencia de una estructura institucional acorde a esa nueva realidad generó la situación de desorden y caos potencial que hoy nos ha tocado vivir.

La responsabilidad de la situación actual recae en la falta de visión de los presidentes y gobiernos que, a conciencia o no, dieron pasos e hicieron posible, un cambio en el régimen político, sin construir, en forma paralela, nuevas instituciones y formas de hacer política que fuesen compatibles con una democracia emergente. Muchos políticos observan nuestra realidad actual y usualmente de manera burlona afirman que el error estuvo en liberalizar la economía, “ceder” el control de las elecciones a instituciones como el IFE y el TRIFE y, en general, abandonar la política de control que por tantas décadas mantuvo la estabilidad. Se equivocan esos políticos y quienes coinciden con ellos. La liberalización económica y política que ha experimentado el país (insuficiente y, en muchos sentidos, incoherente) fue menos producto de una estrategia de cambio que una reacción (sin estrategia o plan) ante el estancamiento económico y el creciente conflicto político de los setenta y ochenta. La realidad es que el país ha transitado de un mundo de aislamiento y control hacia una situación de desorden porque los sectores duros de gobiernos anteriores impidieron que se desarrollara una estrategia comprensiva de cambio, además de que esos gobiernos fueron incapaces de ver más allá de sus intereses inmediatos y de las circunstancias del momento.

Sea como fuere, el país se enfrenta hoy ante una tesitura por demás grave. Instituciones débiles, discurso político radicalizado, ataques a las instituciones que sí funcionan, autoridades incompetentes y grupos no institucionales deseosos de aprovechar el río revuelto, se han combinado para crear un caldo de cultivo particularmente fértil para el conflicto político y, potencialmente, la erosión de la incipiente democracia. La fragilidad institucional se manifiesta de manera particular en la extraordinaria relevancia que han cobrado personas en lo individual dentro del aparato gubernamental y de las instituciones del Estado: lo importante en este momento de crisis son las personas, no las instituciones. De seguir los golpes ni eso funcionará.

Pero esta transición del mundo autoritario del pasado al desorden del presente ha venido saturada de paradojas. Entre los priístas está de moda emplear el término “orden“ o “desorden” para caracterizar al gobierno federal y a la situación política del país en general, sin jamás reparar en el hecho de que las libertades de que gozan son producto de esa misma realidad. El poder legislativo, un contrapeso del poder ejecutivo en el presente, se recrea en el uso de esas libertades y facultades que antes eran inconcebibles hasta en la retórica. Pero quizá la peor de las paradojas tiene menos que ver con las nuevas (y bienvenidas) libertades (producto del desmantelamiento del viejo orden más que de las acciones del gobierno actual) que con la dinámica de la sucesión presidencial.

La lucha por la sucesión que ahora comienza de manera formal entraña incentivos por demás perturbadores. En su afán por lograr la nominación y, eventualmente, la presidencia, los precandidatos (declarados o no) tienen todos los incentivos para ser absolutamente irresponsables. Festinar los errores y torpezas del gobierno en turno es algo no sólo natural en cualquier juego democrático, sino que constituye un factor esencial para la democracia, pues cumple la función de informar a la ciudadanía sobre la realidad del país a la vez que obliga a proponer opciones. La combinación de quejas, críticas y posturas desde distintos puntos de vista sirve al ciudadano para normar un criterio sobre los partidos y candidatos que tiene frente a sí. Aunque la democracia mexicana es incipiente, no hay razón para pensar que, en una situación normal, el ciudadano es incompetente para decidir con certeza y claridad de propósito.

Pero la realidad actual del país dista mucho de caer en ese supuesto. El gobierno mexicano se encuentra acosado y, fuera de unas cuantas respuestas más o menos certeras, ha sido incapaz de contener el embate del narco. En la lógica de vencidas que ha sostenido con el poder legislativo, el gobierno ha sido incapaz de avanzar su agenda y, en el contexto de la sucesión, su capacidad de acción e influencia desaparece minuto a minuto. Sin embargo, lo impactante de esto es que ninguno de los precandidatos haya cobrado conciencia de la fragilidad del momento actual. Lo de menos es que se critique al gobierno: el verdadero problema, el riesgo de fondo reside en que, de seguir por donde vamos, el país que exista al final de 2006 sea muy distinto al de hoy, es decir, un país sumido en el caos y la violencia.

El radicalismo discursivo parece ser lo de hoy. Los priístas celebran las dificultades del gobierno, suponiendo que la percepción de desorden que se asocia al gobierno del presidente Fox eleva sus bonos y probabilidad de triunfo en las próximas elecciones presidenciales. Los perredistas, sobre todo el jefe del gobierno del Distrito Federal, radicalizan su postura y emplean un discurso de polarización social y lucha de clases para avanzar su posición relativa. Todas estas posturas son razonables bajo una lógica de competencia abierta en un entorno de estabilidad política y social. Sin embargo, dadas las circunstancias del país en la actualidad, ya no es posible dar por segura la estabilidad social o política, razón por la cual las estrategias de los candidatos tienen el efecto de contribuir a minar la estabilidad y agudizar la polarización social que a nadie conviene.

La gran pregunta es si el país tiene salidas al entuerto en que se encuentra. La solución que parece preferir un creciente núcleo de políticos, muchos de ellos precandidatos y gente cercana a ellos, es la de restaurar el viejo sistema o, al menos, los mecanismos de control autoritario. Independientemente de las dificultades inherentes a la instrumentación de semejante estrategia en el entorno nacional e internacional actual, es improbable que rindiera frutos más allá de lograr un control temporal de ciertas instituciones y regiones del país. Baste ver las enormes y crecientes dificultades que enfrenta el gobierno del presidente Putin luego de instrumentar una estrategia semejante para disuadir a cualquiera. En un principio, la idea de re-centralizar el poder e introducir nuevos mecanismos de control parecía promisoria y así fue acogida por buena parte de la clase política y la población rusa; a final de cuentas, años de desorden político y económico habían creado un espacio natural para una alternativa “dura”. Pero, meses después, resulta que el gobierno ha sido incapaz de resolver los problemas fundamentales, lograr un triunfo frente a las guerrillas islámicas o atraer la inversión que será necesaria para el crecimiento económico futuro.

Lo que México necesita es una estrategia de reconstrucción política que goce del apoyo decisivo y generalizado de los precandidatos y los partidos políticos, además de la sociedad en general. El país entero enfrenta un verdadero reto a su estabilidad, situación que debería preocupar a los partidos y políticos por igual. Aunque sería deseable una reforma del Estado y otras transformaciones sectoriales (muchas de las cuales contribuirían a disminuir las tensiones políticas al elevar el ritmo de crecimiento de la economía y avanzar el Estado de derecho), lo imperativo hoy es evitar que el país se destruya en el camino y eso exige una estrategia, primero, de contención y, luego, de reconstrucción. A final de cuentas, todo de nada es nada. Y eso es cierto para todos los partidos y sus potenciales candidatos por igual.

 

www.cidac.org

 

Norteamérica, seguridad y libre comercio

Luis Rubio

La región norteamericana ha ido cobrando forma institucional a partir de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC) hace poco más de una década. A diferencia de la Unión Europea, el TLC no se planteaba ir más allá de lo que estaba escrito en el papel: una integración comercial con amplias garantías a la inversión. El objetivo era estimular el crecimiento de la economía mexicana a través de la creación de un amplio mercado regional, con todas las garantías políticas e institucionales que eso requería. Ese esquema ha avanzado de manera sistemática, pero ciertamente no ha resuelto todos los problemas del país. Además, la nueva realidad política estadounidense, que antepone la seguridad a otras consideraciones, ha creado una situación tanto de oportunidad como de complejidad para el desarrollo económico de la región en general y de la economía mexicana en lo particular. Esta realidad amenaza con dejarnos nuevamente a la deriva.

La historia es importante: el TLC fue la respuesta del gobierno mexicano a los excesos de la polarización política que ha caracterizado al país desde, por lo menos, el final de los sesenta. La idea medular consistía en crear una “isla de certidumbre” en un entorno de conflicto: certidumbre para la inversión a fin de que la economía pudiese crecer. El TLC obligaba al país a adoptar una serie de medidas que sin duda incidían en nuestra realidad política, pero no la cambiaba de manera radical. En cierta forma, el TLC permitía que la política mexicana siguiera  sus propios cauces sin afectar el desarrollo de la economía. Los últimos años han puesto en evidencia dos debilidades de esa concepción: por un lado, resultó que, para poder lograr un crecimiento elevado y estable, se requería mucho más que el TLC. El crecimiento económico en México reclama  soluciones a problemas fundamentales, como pueden ser, a nivel de ejemplo, los precios y suministro de la energía, la competitividad de los servicios (como comunicaciones y banca) y la capacidad y eficiencia de la regulación del Estado. Temas que no han sido debidamente atendidos.

La otra debilidad se deriva de los ataques terroristas contra Estados Unidos en 2001. Súbitamente, en aquel septiembre, el TLC mostró una vulnerabilidad que nadie había anticipado. A partir de ese momento, la preocupación estadounidense por la seguridad cobró una relevancia inusitada, opacando el resto de los temas. La eficiencia de los procesos productivos y la facilidad de los cruces fronterizos pasaron a un segundo plano, la idea de un acuerdo migratorio desapareció del mapa y la vecindad dejó de ser una ventaja automática para el crecimiento económico. Lo interesante es observar lo contrastante que fue la reacción canadiense y la mexicana ante el mismo fenómeno. Para los canadienses, el cierre temporal de los cruces fronterizos se convirtió en una amenaza nacional, lo que generó una serie de respuestas casi consensuales sobre cómo actuar. Para los mexicanos, las mismas circunstancias crearon una sensación de ambivalencia donde se renovaron todas las dudas previamente existentes sobre las virtudes de la vecindad y del propio TLC.

Mientras que por una década tanto Canadá como México avanzaron por una senda común, los contrastes difícilmente podrían ser mayores a partir de 2001. Ciertamente, Canadá es un país desarrollado que se precia tanto de su independencia y soberanía como de la calidad de vida de su población. Esos rasgos no han impedido que respondan a los retos que les presenta la vecindad con EUA, sobre todo en el ámbito de la seguridad. Su respuesta pragmática a los ataques terroristas fue la de proponer nuevos esquemas de integración económica que enfrentaran, de manera simultánea, tanto los retos de la integración comercial como los de la seguridad regional.

Entre las propuestas formuladas por los canadienses destacan la eliminación de las leyes nacionales en materia comercial (para acabar con las disputas sobre temas de dumping y de impuestos compensatorios), la integración de los sistemas aduanales y migratorios (para asegurar que un país no se convierta en  la puerta de acceso al otro, así como impedir que se introduzcan componentes de bombas disfrazadas de mercancías) y avanzar hacia la adopción de un arancel común con el resto del mundo. Aunque los dos países vecinos de Estados Unidos avanzábamos por una pista común hasta 2001, hoy en día los temas que los canadienses proponen, clave en términos de nuestro desarrollo económico futuro, son tan complejos y ambiciosos que difícilmente parecen digeribles dada la situación política interna.

La nueva situación exige un debate serio y maduro en el país, como esos que se nos dan de manera tan natural, sobre el tema específico de la región norteamericana, el TLC y la seguridad del país y de la región. Estos temas están íntimamente vinculados y, si los encaramos de frente, podrían transformarse en una ventaja competitiva para el desarrollo económico del país. De la misma forma, si los ignoramos o abandonamos, la principal virtud del TLC (el haber aislado a la inversión y al comercio de las disputas políticas), podría acabar en un descalabro mayúsculo. Por eso vale la pena ir por pasos.

Algunos ven la construcción de instituciones para la región norteamericana, comenzando por el TLC, como nuestro boleto al desarrollo en un sentido integral: crecimiento económico, modernización política, transformación social. O sea, como España. Otros han tenido una visión más modesta y limitada, concibiendo a la región como una palanca para lograr un crecimiento económico elevado por medio de la atracción de inversión productiva y el desarrollo de una planta de exportación. Otros más, quizá con un buen dejo de fatalismo y desgano por transformar al país, han concebido a la región como un gran mercado de trabajo para resolver el desempleo que aquí simplemente no encuentra salida. Mientras que la integración comercial avanza y el mercado de trabajo, así sea por la vía ilegal, se desarrolla, las tasas de crecimiento siguen siendo patéticas.

Estas tres visiones no son incompatibles entre sí, pero entrañan dinámicas y consecuencias muy distintas. Para comenzar, aunque las tres conciben a la vecindad como un factor esencial para la solución de nuestros problemas, cada una entraña un nivel distinto de compromiso interno con las soluciones. Específicamente, mientras que una visión de integración económica cabal, como la que proponen, casi de manera unánime, los canadienses, requiere de cambios sensibles en las estructuras económicas, políticas y de seguridad de cada país, la integración comercial entraña esencialmente lo que ya tenemos, independientemente de que cambios estructurales internos pudieran rendir mucho mayores frutos de los que hasta hoy han sido asequibles. Por otro lado, para quienes la migración de mexicanos hacia Estados Unidos constituye una solución a nuestros problemas, piensan erróneamente que el problema no es nuestro, sino de los estadounidenses, quienes son los que deben ajustarse a nuestras debilidades mediante la legalización de los migrantes indocumentados.

Las tres perspectivas nos hablan de distintos niveles de confianza y desconfianza tanto en nosotros mismos, y nuestra capacidad de encarar nuestros problemas, como en la vecindad norteamericana como palanca para el desarrollo. De igual forma, reflejan distintas maneras de pensar respecto a la posición de México en el continente y en el mundo, comenzando por la seguridad o inseguridad de tomar el destino en nuestras manos, sobre todo en cuanto a las fuerzas que nos jalan y rechazan en ambos lados del hemisferio. La sensación de indecisión que se presenta frente a un compromiso de mayor integración hacia el norte es absolutamente lógica y explicable, pues refleja, al menos en parte, conflictos de pertenencia y lealtad que no necesariamente son irreconciliables, pero que, en ausencia de una claridad de rumbo, se tornan contradictorios.

Para muchos mexicanos, la oportunidad de un empleo determina la prioridad de sus decisiones; para otros, el origen histórico y la identidad cultural es el factor determinante y conlleva una orientación inexorable hacia el sur. Algunos otros conciben nuestra realidad geográfica como un punto de quiebre que entraña la necesidad imperiosa de optar entre el norte y el sur. Una visión alternativa, más en línea con las percepciones de la abrumadora mayoría de la población (http://www.consejomexicano.org/download.php?id=965785,185,2) y con el pragmatismo que caracteriza a lo que sí funciona en la economía mexicana, sostiene que no hay contradicción alguna. México es claramente parte de Norteamérica y puede y debe explotar el potencial que eso entraña, lo cual no excluye toda la cercanía, igualmente posible y deseable, con Sudamérica. España es parte integral de la Unión Europea, donde ejerce un liderazgo cada vez mayor, lo cual no ha limitado su extraordinario, e impactante, despliegue en toda América Latina. La percepción de contradicción está en nuestra mente, no en la realidad.

Todo lo anterior sugiere que el país tiene que lograr ciertas definiciones en estas materias. Para EUA el tema de la seguridad se ha tornado en central y tiene profundas consecuencias para México, obligándonos a adoptar definiciones específicas sobre la relación con EUA y Norteamérica, y sobre el futuro de la integración económica. Dada la lógica de la seguridad, el éxito en la economía dependerá en buena medida de que convirtamos este tema en nuestra propia prioridad, pues sólo en esa medida se puede convertir en una ventaja comparativa. Es decir, sólo si lo hacemos porque lo vemos como parte de nuestro interés, obtendremos los resultados esperados. Y sólo de esa manera será posible contemplar en el curso de las próximas décadas, un esquema de cruce libre de personas, bienes y servicios en toda la región, tal y como ocurre en Europa. Pero nada de esto es gratuito: si queremos ventajas tipo europeo, tenemos que llevar a cabo una transformación interna, en lo económico y en lo político, de la misma dimensión.

www.cidac.org

A la mexicana

Luis Rubio

Los mexicanos tenemos una acusada propensión a dejar todo a medias. Se hacen planteamientos grandilocuentes, pero no se llevan a término; se promete la redención, pero no se crean las condiciones para alcanzarla. En una palabra, se promete el Nirvana, pero se nos deja colgados de la brocha en San Juan de Letrán. Lo peor de todo es que, con frecuencia, los políticos mexicanos leen correctamente las demandas y expectativas de la población, pero sus respuestas acaban siendo tan modestas, limitadas y llenas de prejuicios que terminan por no satisfacer a nadie. Nadie asume responsabilidad alguna. En suma, oscilamos entre ciclos de exhuberancia y de depresión que ya son parte inherente de nuestro ser. Esa manera de proceder nunca ha sido muy productiva, pero es insostenible en el contexto del mundo en que vivimos en la actualidad.

Por donde uno le busque, nuestra vocación legendaria parece ser la de “cortar esquinas”, es decir, la de prometer soluciones pero no crear condiciones para   que éstas puedan prosperar. Las últimas dos décadas ofrecen muchos ejemplos que sirven para ilustrar el fenómeno: se adoptan regulaciones, leyes, privatizaciones o cualquier otra medida, pero nunca se ataca de frente el problema que en el discurso se propone resolver. Se nos dice que tal o cual legislación es la más avanzada del mundo, pero nuestros dilectos legisladores se olvidan que el avance se mide no por la norma jurídica, sino por los resultados. La legislación es sólo un instrumento para el desarrollo de una sociedad; si la legislación es no más que un factor aislado en el entorno social, frecuentemente incongruente con el resto del marco normativo, su impacto seguramente será distinto del anticipado.

El problema de fondo es que en las últimas décadas no se ha mostrado la menor capacidad para tomar al toro por los cuernos. Aunque la mayoría de los políticos reconoce las transformaciones mundiales y entiende perfectamente que México debe adecuarse a las nuevas realidades, su naturaleza y escuela les impide responder. Cuando el agua comienza a llegar a la nariz, reaccionan con algún paliativo que está lejos de resolver el problema, pero que compra tiempo, o al menos eso creen: a veces no hacen sino abrir la llave del agua. De esta manera, en lugar de emprender un proceso de transformación cabal, acabamos con un conjunto de medidas dispersas, incoherentes y frecuentemente contradictorias que sólo posponen el conflicto. El tiempo para los políticos mexicanos no existe porque siempre habrá alguien más que tenga que lidiar con los problemas.

Esta forma de ser nos coloca en el corazón de las soluciones mágicas. En lugar de estrategias integrales, se emprenden acciones milagrosas que van a salvar al país de la noche a la mañana. Las medidas específicas son de la más diversa índole, pero todas acaban siendo iguales, como ilustran dos ejemplos obvios: las privatizaciones de los noventa, nos decían, transformarían a la economía mexicana y crearían una nueva clase empresarial, en tanto que la reforma electoral consolidaría la democracia mexicana. ¿De verdad uno puede creer que la transferencia de un monopolio público a uno privado resolvería los problemas de la comunicación, generaría una nueva clase empresarial y favorecería el desarrollo de la economía mexicana? De la misma forma, ¿alguien puede creer que la adopción de reglas electorales por sí misma crearía una democracia?

Escogí estos dos ejemplos de entre muchos por una razón muy clara: se trata de dos casos extraordinariamente exitosos, ambos trascendentales para la economía y política mexicanas que, sin embargo, se quedaron muy cortos en relación a los objetivos explícitamente planteados. Nadie puede dudar que la calidad de los servicios de telefonía y comunicación en el país sean radicalmente superiores a los que existían al inicio de los noventa. Asimismo, nadie pone en duda el extraordinario logro que constituyó la reforma electoral de 1996 con la que se consolidó el IFE y el Tribunal Electoral pero, como hemos podido atestiguar en estos últimos años de conflicto político, eso no representa necesariamente la consolidación de una democracia.  Se trata de dos ejemplos relevantes precisamente porque son exitosos, pero su éxito es menor al que pudo o debió haber sido.

En buena medida, ambos ejemplos ilustran nuestra afición a dejar las cosas a medias. La economía mexicana requería (y requiere) de las privatizaciones como un medio para elevar la productividad general de la actividad económica y para no distraer recursos gubernamentales que son clave en temas como los de la educación o la pobreza. Por desgracia, las privatizaciones tuvieron lugar en un vacío institucional en el que no se desarrolló una estructura de regulación moderna ni se pensó en el consumidor como eje del diseño del proceso. De esta manera, los resultados, aunque muy buenos en muchos de los casos en términos de la transformación de la empresa privatizada en sí misma, fueron mucho menos favorables para la economía en su conjunto. Algo similar se puede decir de las entidades clave para la administración de los procesos electorales: se logró una transformación absoluta de esos procesos y se creó un ambiente real y efectivo de competencia entre los partidos, confiriéndole legitimidad a los procesos y credibilidad a los resultados. Todo lo anterior constituyó un logro fenomenal a la luz de la historia anterior, pero eso no obsta para que se analicen las carencias y limitaciones de esas mismas entidades y de la democracia en general.

Por el lado de la democracia, esa propensión a dejar las cosas a medias nos internó en un proceso de cambio político fundamental, sin que las instituciones responsables de administrar el poder en la sociedad mexicana se transformaran, comenzando por el ejecutivo y el legislativo y la relación entre ambos. Por el lado de las entidades electorales, la falta de previsión y la urgencia inherente a todo lo que se legisla al vapor, condujeron a la creación de dos entidades llenas de vicios e incentivos encontrados para su funcionamiento, además de a la constitución de consejos cuyos miembros cambian el mismo día, dejando en el camino un vacío institucional por demás riesgoso. Si alguien duda de la afirmación anterior, valdría la pena que considere el hecho de que todos los magistrados del Tribunal de lo Contencioso Electoral concluirán su encomienda en el mes de septiembre de 2006, apenas dos meses después de que tengan lugar quizá los comicios más complejos y potencialmente disputados de la historia del país.

El problema de hacer todo a medias es que nunca se logran los objetivos buscados, se eleva el costo de la actividad económica y se nutre el fatalismo permanente de la población. La falta de previsión sobre las consecuencias de las acciones que se emprenden, tarde o temprano rebota en formas que nadie imaginó (incluyendo, como ejemplo obvio, la economía informal). Pero el mayor de los costos es que el país no avanza porque esa propensión a dejar todo a medias refleja una indisposición a afrontar los problemas y transformar al país de una vez por todas.

Muchas de las políticas y estrategias de desarrollo que se adoptaron en los ochenta y noventa forzaron al país y a cada uno de sus componentes, sobre todo en el ámbito de la economía, a enfocar sus baterías hacia la productividad, las exportaciones y la competencia. Sin embargo, la falta de seguimiento de las grandes medidas, la ausencia de una estrategia cabal de desarrollo y de la construcción de las instituciones y medidas complementarias para hacer exitoso el proceso, no sólo dejó desamparado al sector productivo sino que hizo sumamente difícil y costosa su transformación. En lugar de que la economía se ajustara en el curso de una década, llevamos veinte años saturados de dificultades, quiebras y problemas, de los que apenas ahora comienza a haber una aparente resolución favorable.

En el fondo de esta situación se encuentran dos explicaciones. Una tiene que ver con la naturaleza histórica de la tradición política mexicana que premiaba el inmovilismo a la vez que castigaba la iniciativa individual, sobre todo la de los políticos. Adaptando una de las frases más reveladoras del viejo sistema, aquella de que el que se mueve no sale en la fotografía, se podría decir que ningún político mexicano se atrevió a moverse para no cometer un error político, lo que los hizo renuentes a asumir responsabilidad alguna, característica que ciertamente no es privativa de los políticos. Aunque el entorno político ha cambiado, esa tradición sigue firme, como podemos atestiguar cotidianamente en el poder legislativo: aunque muchos legisladores saben que lo que están haciendo es riesgoso, inadecuado o insuficiente, su lógica política les lleva a seguir avanzando porque así son las reglas del sistema.

La otra explicación de esta situación es que no existe consenso alguno sobre el camino a seguir y eso ha llevado a que cada tema que se discute dé lugar a una disputa sobre el conjunto. De esta manera, incluso discusiones relativamente menores sobre temas de procedimiento adquieren dimensiones titánicas porque reflejan disputas y enconos de primera magnitud. Esa misma lógica lleva a que sea imposible discutir con seriedad los méritos de las famosas reformas que el país requiere en temas como el fiscal y energético, pues concentran toda la controversia que generalmente no tiene que ver con esos temas en particular, sino con la dirección general del país.

El problema de todo esto es que el país no es una isla. Vivimos un tiempo de grandes transformaciones históricas que determinan los límites de nuestro actuar, a la vez que establecen los trade offs que definen las oportunidades. Mientras sigamos rechazando los cambios que la realidad requiere o adoptando medidas incompletas muy a la mexicana, acabaremos desperdiciando oportunidades pero, sobre todo, condenando al país a la pobreza y al estancamiento. Basta observar la velocidad del cambio que caracteriza a nuestros competidores en Asia para alarmar a cualquiera. El país requiere definiciones concretas en temas centrales para nuestro desarrollo, pero sobre todo demanda una visión de conjunto que permita encarar el futuro de frente. La modernidad y los países que son modernos no van a cambiar para que nosotros seamos modernos; más bien, es el país el que debe crear las condiciones para ser moderno.

www.cidac.org

En sus marcas…

Luis Rubio

No hay peor lucha que la que no se hace, reza el dicho popular, y muchos políticos mexicanos lo han convertido en acto de fe. A partir de ahora comienza la carrera por la presidencia de la república, que arranca con los procesos de nominación interna de cada uno de los partidos. Aspirantes hay muchos, cada uno con sus activos y pasivos. Pero hay dos grandes incógnitas que hacen valioso el proceso e incierto el resultado, ambos componentes esenciales de la democracia.

La esencia del llamado juego democrático (aunque a veces parezca batalla) reside en que existe incertidumbre sobre el resultado, es decir, no es obvio quién resultará ganador de una contienda electoral. Aunque hay muchas diferencias con el sistema político priísta, lo que distingue el pasado del presente es justamente eso, nadie está seguro de quién ganará el primer domingo de julio de 2006. Ese hecho contrasta con el viejo sistema político. En aquella era, la elección importante no ocurría en las urnas, sino en el momento en que el presidente nominaba, a través del dedazo, a su sucesor. Haber trascendido esos tiempos y esas formas constituye una muestra fehaciente de la transformación fundamental en la realidad política mexicana, misma que se puede resumir en una frase: el presidente ya no puede decidir su sucesión y, por lo tanto, muchas otras cosas más.

La complejidad política del momento las luchas en el congreso, la falta de reformas estructurales, los pleitos entre los poderes- ha mostrado una cara poco amable y, con frecuencia, poco encomiable de la democracia. Se trata, a final de cuentas, de un proceso lento donde es más importante desaprender (los viejos modos y las viejas costumbres) que aprender. Y quienes deben hacerlo son los actores clave de este drama que no son sólo los precandidatos, sino toda la red de actores que participa, de manera directa o indirecta, en el proceso. Así, el espacio clave de la política incluye a los políticos y sus partidos, a los medios y a la burocracia, a los sindicatos que influyen en política y a los organismos públicos y privados con presencia permanente y sistemática en la política nacional. El ajuste a la democracia es un imperativo para todo el sistema político y eso requiere aprender nuevas formas, reconocer cuáles de éstas son hijas del viejo autoritarismo y, por lo tanto, inaceptables en la nueva realidad.

Aunque es bien sabido el viejo dicho atribuido a Kruschev, a la sazón secretario general del partido comunista de la URSS, quien decía que no le gustaba la democracia porque no sabía de antemano cuál sería el resultado de una elección, no toda la incertidumbre que vive el país en la actualidad es tan saludable. Más allá de las elecciones mismas, existen dos fuentes de incertidumbre, una positiva y otra negativa, que son clave para seguir el proceso que, de manera formal, se iniciará en estos meses. La primera, la positiva, tiene que ver con la forma y circunstancias en que concluirá su mandato la actual administración. La segunda, la negativa, se refiere a la potencial propensión de algunos candidatos a asumir, en caso de resultar victoriosos, formas duras de gobierno, ignorando o desconociendo la incipiente institucionalización que caracteriza al sistema político actual.

Los expertos electorales estadounidenses atribuyen la victoria electoral de Ronald Reagan sobre Jimmy Carter en 1982 a una pregunta que el primero lanzó en un debate televisado. Reagan articuló en un solo planteamiento todos los elementos que requerían los votantes indecisos para definirse. La pregunta fue tan simple como ¿está usted mejor ahora de lo que estaba hace cuatro años? Una mayoría de los votantes indecisos decidió que la respuesta a esa pregunta era no, lo que inclinó la balanza a favor de Reagan. En términos generales, las encuestas en el país no han hecho un planteamiento de esa naturaleza, por lo que es imposible determinar cómo piensa la población, máxime si todavía no hay candidatos formales a la presidencia. Pero quizá lo importante, y una fuente esencial de incertidumbre, es que no es obvio cómo irán a pensar los votantes mexicanos en 2006 o, puesto en otros términos, cómo responderían a una interrogante similar a la que llevó a Reagan a la victoria.

Lo que las encuestas sí dicen es que el presidente Fox es popular, pero como persona más que como gobernante. Sin embargo, lo que cuenta para una elección no es lo que la gente piense con dos años de antelación, sino al momento de votar. Si uno observa la evolución de la economía, es potencialmente significativo el hecho de que, aunque todavía modesto, ya nos encontramos en el segundo año de crecimiento económico. Más importante aún es el número de empresas que comienza, súbitamente, a transformarse y a mostrar resultados no sólo favorables sino, en muchos casos, espectaculares. De seguir esta tendencia, el entorno político nacional podría cambiar radicalmente de aquí a julio de 2006.

Lo anterior no es despreciable. Aunque las empresas han sufrido el embate de casi veinte años de competencia de las importaciones (a partir de que éstas comenzaron a liberalizarse en 1985) y muchas de ellas simplemente no pudieron sobrevivir, hay creciente evidencia de que la mezcla de aprendizaje, cambio generacional y tecnología está transformando a vastos grupos de empresas, regiones y sectores económicos. Aunque hay mucho grito sobre la situación que impera en el campo, es ahí quizá donde mayor y más trascendente ha sido la transformación. La actividad agropecuaria no sólo se ha revolucionado, sino que ha comenzado a despegar de una manera patente y notoria. Por supuesto que unas cuantas palomas no hacen verano, pero los indicios de una transformación económica seria bien podría estar comenzando a ser visibles.

Lo anterior no pretende sugerir que el gobierno actual sea responsable de estos éxitos o, incluso, que puedan ser capitalizados electoralmente por el gobierno o su partido. Pero, de confirmarse la tendencia, nadie puede albergar la menor duda de que cambiaría radicalmente el entorno en el cual se estaría dando la contienda electoral. En política electoral, cuentan más las percepciones del momento que la historia que yace detrás. En ese sentido, los factores que forjen esas percepciones serán mucho más importantes en los próximos dos años que todo el conjunto de debates y disputas que se reflejan cotidianamente en los medios. Y no cabe la menor duda de que la economía real es mucho más importante como factor forjador de percepciones que lo que los diputados, el ejecutivo o la Corte hagan con el presupuesto (por mencionar solo un ejemplo).

Más allá del mundito de los políticos, una recuperación de la economía, así sea gradual e incipiente, se convertiría en un hecho político indisputable y sus consecuencias serían amplias y poderosas. En primer lugar, se confirmaría que la estabilidad macroeconómica que se ha logrado y mantenido desde 1995 es una condición sine qua non para el crecimiento económico. No sólo eso: se haría evidente que no basta la estabilidad de las finanzas públicas, sino que se requieren años de consistencia en ese frente para convencer a los actores políticos de que la economía no es un juego de pelota que se puede patear al gusto del portero en turno. Si sólo se aprendiera esa lección, el país habría dado un paso hacia el desarrollo, entendiendo este término en un plano superior, más trascendente al meramente económico.

En segundo lugar, una recuperación económica desde la base, es decir, desde los agricultores y empresarios medianos y pequeños tendría el efecto de alterar toda la mitología que se ha construido a lo largo de los últimos lustros en torno a la liberalización comercial, al impacto del TLC sobre la economía popular y, en general, el famoso modelo económico. Aunque lenta, una recuperación así demostraría las virtudes no sólo del viraje en la política económica de los ochenta y noventa, sino también el potencial de desarrollo que tiene el país. Demostraría que el empresario mexicano, desde el más pequeño, es tan competente y capaz para producir y competir como los chinos o franceses. Al mismo tiempo, también evidenciaría la incompetencia de un gobierno tras otro para acelerar el proceso de ajuste y el enorme fracaso de la política gubernamental de los últimos lustros para crear condiciones propicias para la transformación de la economía mexicana. De consumarse la recuperación aquí apuntada, este hecho debería ser suficiente para moderar cualquier expectativa de que el gobierno puede transformar al país y se desacreditarían las soluciones radicales, en lo político y en lo económico, que son tema atractivo para las mesas de café, pero peligroso para el desarrollo del país.

En política la historia no se escribe sino hasta que se escribe y los próximos dos años serán sin duda largos y conflictivos. Por mucho que mejoren las cosas, el premio de la presidencia es tan apetecible que ese solo hecho garantiza el incentivo al conflicto permanente. Lo que vivimos con el presupuesto hace unas cuantas semanas es un mero tiro de salva en un largo proceso de disputa, enfrentamiento y, sin duda, alienación de la población. Pero así es esto de la política electoral en la que los ciudadanos son meros espectadores.

El riesgo real, la fuente de incertidumbre negativa, es la posibilidad que el enorme desajuste (desbarajuste, mejor dicho) que vive el país, tanto en lo económico como en lo político, se convierta en explicación y justificación para un revire autoritario después de 2006. No pasa día alguno sin que se escuche la palabra desorden (o falta de orden) en boca de algún político de oposición. Es evidente que la situación actual no es compatible con un progreso acelerado de largo plazo, que es lo que demanda la ciudadanía y lo que exige un entorno internacional competitivo y complejo. Pero la solución no consiste en restaurar el viejo orden, tan inoperante como autoritario, sino en modernizar las estructuras políticas del país.

Sea como fuere, la carrera ya comenzó. Siguiendo sus propias reglas, para el final de este año cada partido habrá nominado a su candidato y estarán preparando la campaña presidencial. Confiemos en que esa sea la única fuente de incertidumbre que persista para entonces.