Paradigma vs realidad

Luis Rubio

Todo ha cambiado, dijo alguna vez Einstein, excepto el paradigma que seguimos teniendo en la cabeza. Nuestro paradigma, al que la mayoría de los mexicanos hacemos referencia para comprender el mundo, hace mucho que dejó de empatar la realidad cotidiana. La economía no funciona de acuerdo a los vectores que la mayoría tiene en mente y nuestras formas políticas no se apegan ni al paradigma democrático que unos idealizan ni al viejo sistema que otros añoran. Muchos se aferran a una noción idílica del mundo porque desaprueban, desconocen o temen la realidad; pero lo único que cuenta es justamente dicha realidad. Los mexicanos, comenzando por el gobierno, deberíamos hacer un gran esfuerzo por desarrollar un nuevo paradigma que haga posible romper con la inercia devastadora y fatalista que en el presente parece consumirnos.

El contraste entre el paradigma mental que llevamos dentro y la realidad es patente en casi todos los ámbitos. Respecto a la economía, por ejemplo, la mayor parte de la población, y no pocos economistas, sigue pensando en una fórmula simplista: aquélla en que la oferta tiene que empatar a la demanda en un espacio territorial relativamente pequeño. Por supuesto que existen exportaciones e importaciones en ese modelo, pero éstas son uno de los muchos componentes de la actividad productiva. El consumidor es ese señor o señora que va y compra enseres en la tienda, espacio donde se llevan a cabo todas las transacciones comerciales relevantes y donde comienza y termina la relación entre comprador y productor. El gobierno está ahí para asegurar que los productores funcionen y sean exitosos, para lo cual cuenta con un pequeño arsenal de instrumentos: gasto público para hacer crecer la demanda, subsidios para estimular la inversión en algunos ámbitos o apoyar a un fabricante cuando éste se atora y, por supuesto, mecanismos de regulación y protección para asegurar que no haya competidores desleales ni importaciones que amenacen la sobrevivencia de un productor y de los empleos por él generados.

Quizá exagero cuando describo la manera en que muchos conciben a la economía del país, pero basta observar las reacciones instintivas de políticos y empresarios, de sindicatos y de la población en general ante situaciones críticas para confirmar que lo típico de muchas propuestas, respuestas o demandas, según sea el caso, están más ligadas a nuestras prenociones que a la realidad económica de todos los días. Lo mismo ocurre en el ámbito político y en otros territorios de la vida social.

A diferencia de la economía, en la política coexisten dos paradigmas totalmente contradictorios tanto entre políticos como en la población en general. Para unos, México es una nación indistinguible de otras con una tradición democrática de siglos. Su visión es la de un mundo de competencia política constante, con elecciones competidas y un sistema de regulación política mediado por instituciones como el IFE, el Tribunal Electoral o las diversas instancias judiciales que, a pesar de sus problemas, funcionan y avanza día a día. La libertad de prensa es una realidad y los medios son el instrumento a través del cual se disemina la información; la población acude a dicha información para poder tomar decisiones responsables. Importa, bajo esta perspectiva, corregir las pequeñas deficiencias que persisten, sea a través de la reelección legislativa o por medio de la modernización de los sistemas de seguridad pública pero, piensan quienes conciben así a México, somos una democracia emergente que no puede más que consolidarse.

Frente a esa visión paradigmática, existe otra perspectiva, totalmente opuesta y con el mismo arraigo en la realidad política nacional (y no sólo entre los políticos). Nuestra situación actual piensan los creyentes en este modelo– corre el riesgo de desbordarse; todo es un desorden y es imperativo recrear el viejo paradigma en el que el gobierno tenía la capacidad de establecer la agenda pública, liderar el proceso de desarrollo, encauzar las demandas de la población y asegurar que la economía prospere. Para quienes aceptan este paradigma, el viejo sistema priísta había perdido credibilidad y requería de legitimidad, razón por la cual se llevaron a cabo diversas reformas electorales y, con los procesos electorales competidos de que hoy gozamos, el problema ha desparecido. Por ello, lo imperativo es no exagerar: hay que recrear el viejo orden político dentro del marco de legitimidad hoy existente, pero reconociendo que la democracia no es apropiada para un pueblo como el mexicano, inculto y proclive a hacerse justicia por mano propia, como ilustra el recurso al linchamiento a nivel popular, ejemplo perfecto añaden– de la disfuncionalidad del poder judicial.

¿Excesivo? Tal vez. Pero cada quien debe preguntarse cuándo fue la última vez que llegó al borde de la incredulidad con el desorden que se ha vuelto una de las características medulares de la realidad política, económica y gubernamental del país. Independientemente de lo exagerado de estas descripciones, la mayoría de los mexicanos vivimos un momento preñado de irrealidad. Nuestra visión igual en lo económico que en lo político- sigue firmemente anclada en paradigmas que tal vez tuvieron relevancia y fueron compatibles con la realidad en algún momento en el pasado, pero ahora resultan inoperantes. Al menos a nivel hipotético, es posible afirmar que mientras no rompamos con esos paradigmas que ya no sirven como representación de la realidad, estaremos años luz de entender lo que existe e imposibilitados para construir nuevos marcos de referencia que nos permitan actuar y transformarnos para ser exitosos, tanto en la economía como en la democracia.

La realidad actual poco tiene que ver con los paradigmas aquí descritos. En lo que toca a la economía, vivimos en un mundo que poco, muy poco, se parece a las realidades de los cincuenta o sesenta que son, en muchos sentidos, el marco de referencia de la visión paradigmática prevaleciente. Para comenzar, ningún país se puede abstraer de un entorno global que lo mismo crea oportunidades inusitadas que limita muchas de nuestras formas tradicionales de producir. La tecnología ha transformado las comunicaciones y esto ha hecho posible la existencia de un mercado financiero global, lo que implica que, para ser exitosos, todos los países y empresas tienen que apegarse a un conjunto de reglas de transparencia y comportamiento que son la gasolina de la actividad económica en la actualidad.

Además, la globalización de la producción ha trastocado todos los arquetipos del pasado: por ejemplo, lo común hoy en día ya no es que se fabriquen productos completos (como coches, computadoras o radios) en una sola fábrica, sino que se produzcan millones de partes y componentes en los lugares más recónditos, para luego ser ensamblados como producto final. Este proceso reduce costos y eleva la calidad. De la misma manera, las utilidades que tienden a crecer ya no están asociadas a la fabricación de productos o a la actividad agrícola tradicional, sino más bien a los servicios asociados a estos procesos: la logística, la administración de marcas, servicios integrales de producción y transporte, etcétera. Ninguna economía se puede abstraer de lo que ocurre en el resto del mundo, pero igualmente cierto es el hecho de que sólo pueden ser exitosas aquellas que aceptan estas condiciones como la esencia de un nuevo paradigma.

Aunque afortunadamente existe un sinnúmero de empresas mexicanas que opera con el nuevo paradigma y han logrado crecer y desarrollarse de una manera prodigiosa en los últimos años, la realidad mexicana también es una de informalidad e incoherencia. La economía informal parecería ser algo parecido a la migración de mexicanos a Estados Unidos: una salida quizá no del todo atractiva, pero aceptable dada la ausencia de alternativas. Sin embargo, el otro lado de la moneda es que mientras crece la informalidad, también crece el incentivo a no resolver ninguno de los problemas estructurales que enfrenta el país desde la seguridad pública hasta la educación, el sistema de justicia y el rezago energético-, pues nada de eso beneficia directamente a quienes participan en ese sector de la economía. Es decir, el crecimiento de la economía informal tiende a afianzar todos nuestros vicios, a la vez que impide que éstos puedan ser corregidos: impide, en otras palabras, que se adopte un nuevo paradigma lo que, irónicamente, tiene el efecto de profundizar la desigualdad del ingreso, hacer permanente la pobreza e impedir que se logren tasas de crecimiento económico elevadas. Este es un asunto de enorme trascendencia.

Algo semejante ocurre en el ámbito político. El mexicano ya no es el sistema presidencialista y autoritario de la era de los treinta, pero tampoco es una democracia consolidada que avanza paso a paso sin el menor riesgo de fracasar. Es evidente que existe un enorme desorden, así como el riesgo creciente de un colapso político. Cada quien puede tener una visión distinta sobre qué es lo posible y deseable para la conformación de un sistema político moderno en el país, pero es indudable que nuestra realidad no es la de un país exitoso o una democracia infalible. Al igual que en la economía, lo imperativo es romper con los paradigmas obsoletos para avanzar hacia un sistema político moderno, capaz de dirimir las disputas sin violencia, dar cauce al desarrollo de sistemas y procesos de regulación y competencia que no sólo logren legitimidad, sino también eficacia.

El sistema político real, el actual, es disfuncional para la mayoría de la población, pero persiste por una razón muy simple: porque beneficia a toda clase de intereses corporativistas del pasado que no fueron arrasados por los cambios políticos y democráticos de los últimos lustros. Esos intereses corren enormes riesgos si cambiáramos el paradigma, pues chocan con el interés del resto de la población de crear un mundo, tanto político como económico, que le permita vivir, crecer, desarrollarse y producir en paz y en un entorno de certidumbre. Esos son los dos Méxicos que hoy se enfrentan: el que no acaba de morir y al que no dejan nacer.