¿Cómo gobernarnos?

Luis Rubio

Muestra palpable de la confusión que embarga nuestra realidad política es el desacuerdo imperante sobre las causas de la disfuncionalidad de nuestro sistema de gobierno. Las propuestas de solución son tan amplias y diversas que evidencian la perplejidad de actores y observadores de la política nacional, así como el relativismo en el que hemos caído. Lo que es claro es que nuestro sistema de gobierno es ineficaz y disfuncional; ese tiene que ser el punto de partida para la solución.

Hay toda clase de propuestas de solución para la problemática política actual. Lo paradójico es que no exista un consenso sobre la naturaleza del problema que enfrentamos. De esta manera, lo más frecuente es encontrar soluciones que definen el problema y no al revés.

La gama de propuestas de solución es extraordinaria y abarca un enorme espectro de posibilidades, algunas más aterrizadas que otras. A grandes rasgos, las propuestas fluctúan desde la adopción de un sistema semiparlamentario hasta el fortalecimiento del ejecutivo. En este rango, algunos quieren reformar la estructura del poder ejecutivo, otros quieren que éste comparta el poder. Otros más se orientan hacia la reorganización del poder legislativo, sin modificar al ejecutivo. Las propuestas más atractivas se centran en una reconcepción de los incentivos que motivan a los políticos y dan forma a las estructuras institucionales. Con todo, en la prisa por ofrecer soluciones creativas, poco se ha discutido sobre las peculiaridades y la naturaleza misma- del problema.

Algunas de las propuestas surgen por el afán de imitar sistemas políticos eficientes. Pero la imitación cobra muchas formas: unos quieren hacer tabla rasa de lo que existe e imponer un sistema totalmente nuevo que reemplace lo existente, en tanto que otros proponen llevar a cabo adaptaciones relativamente pequeñas que modifiquen la manera de funcionar de las instituciones y sus participantes.

La idea más popular, sobre todo entre quienes propugnan por un cambio radical, es la de adoptar alguna variante del sistema francés de gobierno. Como en otros países que en algún momento enfrentaron severos problemas de disfuncionalidad gubernamental, a Francia le llevó años de prueba y error construir el sistema semiparlamentario que hoy tiene. Ese sistema tiene características únicas, como la presencia de una presidencia fuerte y la figura ejecutiva de un primer ministro que es elegido por el congreso de manera independiente al presidente.

Desde que se construyó la llamada Quinta República, en Francia prácticamente siempre ha coincidido un presidente y un primer ministro del mismo partido, fórmula en la que el presidente ejerce vastos poderes y una clara primacía sobre el parlamento y su primer ministro. En las pocas ocasiones en que el gobierno ha estado en manos de un partido distinto al del presidente, como ocurrió bajo el gobierno de Mitterand y de Chirac (la llamada cohabitación), las tensiones fueron permanentes y los avances pequeños.

Independientemente de su aplicabilidad en México, la fortaleza del sistema francés, y su atractivo para quienes lo piensan como una alternativa, es doble: por un lado, permite separar al jefe de Estado del jefe de gobierno, aunque a la vez permite que, de facto, sea el mismo cuando ambos son del mismo partido. El atractivo para el sistema político mexicano es obvio, pues permite mantener las virtudes de un sistema con capacidad de decisión (como ocurrió en la época priísta), pero a la vez acotarlas a través de un legislativo que, efectivamente, puede demarcar al presidente y, en un momento dado, estar controlado por un partido distinto al de éste. Es decir, la gran virtud del sistema es que le confiere autoridad y flexibilidad al sistema de gobierno. Sobre todo, permite la existencia de mecanismos que impiden caer en una situación de crisis cuando un presidente no es idóneo para asumir sus responsabilidades o cuando, de cambiar las circunstancias, la población pierde confianza en su gobierno.

La otra razón por la cual el sistema francés es atractivo se explica por la combinación de un periodo fijo para la presidencia (y, por lo tanto, la certidumbre que de ello emana), con la flexibilidad de un sistema parlamentario cuya composición puede cambiar en cualquier momento y reflejar, así, la siempre cambiante correlación de fuerzas políticas en una sociedad. Es decir, mientras que el periodo presidencial tiene una duración predeterminada, el periodo legislativo depende de la capacidad y habilidad que detente el gobierno (en manos del primer ministro, miembro del parlamento) para sostener la coalición que le confiere su mandato. En teoría, un gobierno puede durar lo mismo unos días o semanas que el periodo íntegro del mandato legislativo. En un sistema electoral que no limita de modo alguno la creación de partidos políticos, la estabilidad del gobierno depende de la capacidad para mantener y nutrir a la coalición.

El actual sistema político francés fue producto de varios intentos de organización y, sobre todo, de la fallida Cuarta República, creada después de la Segunda guerra mundial. Se trató de la adaptación continua de las estructuras políticas hasta dar con un diseño electoral y político que empató con las necesidades y realidades particulares de Francia. En estas circunstancias, pretender imitar al sistema francés y suponer que se duplicarían los resultados sería tan absurdo como la imitación de cualquier otra forma de gobierno. Las realidades son distintas y distintas tienen que ser las soluciones.

Derivada de la experiencia francesa, se han construido propuestas para México tan ambiciosas como la adopción de este sistema sin cambios o la adaptación de algunos componentes específicos. Entre estos últimos destaca la idea de un jefe de gabinete, que no sería otra cosa sino un primer ministro emanado del poder legislativo con una serie de funciones que hoy corresponden al presidente. Es interesante notar que la mayor parte de estas propuestas no prevé un cambio en el régimen de partidos, que en nuestro caso destaca por su extraordinaria rigidez y por constituir, de hecho, el factotum de poder en el sistema político mexicano actual, en franco contraste con la extraordinaria flexibilidad del francés, cuya riqueza reside en la virtual inexistencia de barreras a la creación de partidos.

Una reforma tan ambiciosa como supondría la adopción del sistema político francés que, por cierto, suena mucho a los repetidos (y fallidos) intentos por reproducir formas europeas o norteamericanas en el siglo XIX, enfrenta el mismo reto que otras medidas de reorganización política: la voluntad de los partidos. Por mucho que uno quiera endulzar los conceptos, es claro que la soberanía, por llamarle de alguna manera, del sistema político mexicano yace en los tres partidos políticos grandes. Mientras éstos no decidan qué están dispuestos a emprender como proyecto de reforma política, la discusión permanecerá en un plano meramente académico. Pero este factor también es indicativo de los límites de una reforma: como ilustró el voto sobre la reelección de diputados y senadores, el sistema político mexicano no goza de la flexibilidad partidista del francés y, por lo tanto, sus opciones de mejoría dependen de la magnanimidad de los partidos. Mucho más, pretender adoptar el sistema de gobierno francés sin acoger, de manera paralela, la flexibilidad y representatividad ciudadana que le confiere su sistema de partidos no sólo haría imposible el alcance de los objetivos trazados, sino que serviría para estrangular, otro poco más, a la tortuosa democracia mexicana.

En el fondo, el problema medular reside en la inexistencia de un acuerdo sobre la naturaleza del problema político en el país. Desde mi perspectiva, tres son los problemas centrales: a) un gobierno ineficaz e incapaz de organizarse y tomar decisiones; b) una total desconexión entre el poder ejecutivo y el legislativo; y c) una absoluta falta de representatividad del sistema político. Uno puede coincidir con esta definición del problema o diferir de ella, pero lo crucial es lograr un consenso sobre la naturaleza del mismo, pues de otra manera es imposible actuar en consecuencia.

Si uno acepta esta definición del problema, habría que actuar en cada uno de estos frentes. Por lo que toca al poder ejecutivo, el problema es de personas y de instituciones. El problema de personas sólo se resuelve con una nueva elección en tanto que el de instituciones requiere un diseño distinto al actual. La administración pública mexicana ha sufrido interminables cambios, muchos de ellos producto más de vísceras que de inteligencia: más por afán de fortalecer a una persona o debilitar a una institución (como ocurrió en este sexenio con Economía y SRE, por un lado, y con Gobernación, por el otro). La lógica debe residir en una efectiva rendición de cuentas, hoy impedida por leyes concebidas para el control político y no la eficacia administrativa.

La desconexión entre el poder ejecutivo y el legislativo se deriva de la ausencia de pesos y contrapesos presentes de manera simultánea. El poder legislativo ha probado su capacidad para impedir, pero no ha desarrollado una igual habilidad para cooperar y construir. La solución a este problema no radica en la creación de un sistema parlamentario, sino en la construcción de incentivos para la cooperación y la construcción de mayorías. La reelección de diputados y senadores contribuiría a este proceso, tanto como la adopción de mecanismos como la ley guillotina, que establece un periodo perentorio para la adopción o rechazo de una iniciativa enviada por el ejecutivo. Si lo que se quiere es pesos y contrapesos, hay que pensar en su desarrollo, no en una tabula rasa.

Por lo que toca a la representatividad del sistema político, el problema radica en los partidos políticos que gozan de un inmenso poder, mismo que ejercen a través de un poder legislativo que, por diseño, niega toda posibilidad de influencia o participación ciudadana, excepto en la retórica. Sugerente del problema es el hecho de que, a pesar del cambio de gobierno y, supuestamente, de sistema, poco ha cambiado el uso de la palabra democracia en la retórica política.