Autonomía a PEMEX

Luis Rubio

En una era caracterizada por el conflicto y el encono, es encomiable que en un tema parezca haber consenso. Lo que no está claro es que el consenso en torno a la idea de concederle autonomía a la empresa petrolera paraestatal reconozca la enormidad del reto que semejante objetivo entraña. La pregunta clave es si se trata de hacer de PEMEX una empresa moderna, eficiente y competitiva que efectivamente se convierta en una fuente de crecimiento y desarrollo para el país o si, muy a la mexicana, se trata de otro mito más cocinado con saliva y sin la menor probabilidad de mejorar el desempeño de la empresa o de la economía del país.

La noción de darle autonomía a PEMEX goza de un amplio apoyo por razones evidentes, algunas más legítimas que otras. La razón evidente es que la inversión que la empresa requiere para poder mantener y ampliar la producción de crudo ha estado sensiblemente por debajo de lo necesario y esto se muestra en la caída sistemática de las reservas probadas, lo que, según los expertos, implica que el país cuenta con aproximadamente una década de producción a los niveles actuales. Puesto en otros términos, a menos que se eleve sensiblemente la inversión en exploración y explotación de petróleo (como aparentemente ya se está haciendo), el país corre el riesgo de enfrentar escasez y, en un momento dado, la necesidad de importar petróleo de otras latitudes. Para un país que, supuestamente, cuenta con inmensos recursos de petróleo y gas, esta situación es no sólo absurda, sino vergonzosa. Dada la situación y el riesgo, hay muy buenas razones para criticar la falta de inversión.

Pero la falta de inversión no es gratuita: es un resultado directo de dos circunstancias muy específicas, ambas características típicas de nuestra realidad política y económica. Por un lado se encuentra la empresa petrolera y su propensión a mal invertir sus recursos, razón por la cual en la década de los ochenta perdió de facto su autonomía financiera. Por el otro lado se encuentra un gobierno privado de recursos, un poder legislativo indispuesto a llevar a cabo una reforma fiscal y una sed interminable por elevar el gasto público, todo ello produciendo una combinación letal que lleva a que se empleen los recursos petroleros para fines distintos a los de mantener la producción petrolera (inversión y mantenimiento). Es decir, son los recursos petroleros los que han hecho posible que funcione el gobierno y se financie un gasto público, en ocasiones desbordado, todo ello a costa del desarrollo de la propia industria.

En este contexto, el ánimo de conferirle autonomía a la empresa responsable de la explotación, producción y distribución del petróleo suena absolutamente lógico. A final de cuentas, como cualquier empresa, de no invertir y reinvertir de manera constante, sus instalaciones se deterioran (como ilustran los accidentes recientes) y no se desarrollan nuevos campos, lo que representa una apuesta implícita a que los pozos actuales serán eternos. La necesidad de inversión es obvia y la escasez de recursos destinados a estos propósitos constituye un riesgo cada vez más elevado.

 

El tema sobre el manejo de los recursos financieros de la empresa tiene dos caras. En la mitología construida en los últimos años, que ha adquirido carácter de consenso político, la empresa petrolera ha sido explotada y abusada por fuerzas malignas surgidas esencialmente de la Secretaría de Hacienda que, en este tenor, no tiene mayor propósito que el de empobrecer, de hecho hambrear, a la paraestatal para dirigir los recursos a sus propios proyectos. La realidad es, por supuesto, más compleja. Por lo que toca a la Secretaría de Hacienda, los fondos que recauda de la empresa petrolera han servido para financiar el presupuesto federal y, sobre todo, los programas que crecientemente se deciden a nivel estatal, aunque en los últimos años los fondos destinados a inversión en PEMEX se han elevado en más de 300% cada año. En todo caso, en la realidad política actual, no se puede culpar a Hacienda de los destinos que se le den a recursos, sobre cuya disposición el congreso tiene hoy cada vez más autoridad.

Pero el tema de verdadero interés y digno de atención es la situación del propio PEMEX, pues allí reside la razón por la cual la empresa perdió su autonomía hace más de veinte años. PEMEX, todos lo sabemos, no es una empresa; se trata, parafraseando a Octavio Paz, de un ogro burocrático. La empresa petrolera es todo menos una empresa. Para comenzar, su administración tiene relativamente poca autoridad sobre el funcionamiento de la entidad. El verdadero dueño no es el pueblo de México o incluso el gobierno, sino el sindicato, cuyas prácticas determinan la forma en que opera la empresa. En la práctica, la administración y el sindicato negocian la forma como se va a administrar la empresa, para su propio beneficio. Es esta lógica la que llevó a que en los ochenta se decidiera transferir la autoridad de inversión al gobierno federal.

Cuando la empresa contaba con autoridad plena sobre su régimen de inversión (o sea, gozaba de autonomía financiera) y el país requería mayor inversión en exploración y explotación de petróleo, la empresa invertía en plantas petroquímicas. Como si se tratara del sueño de un ingeniero, los responsables de la empresa avanzaban sus propios proyectos, con frecuencia a costa de inversión básica. Su lógica, burocrática hasta la médula, era muy sencilla: el consejo de administración (es decir, el gobierno federal) no podría negarle a la empresa fondos para invertir en exploración y explotación de petróleo, pues eso habría entrañado la destrucción de la empresa en el largo plazo. Por ello, en lugar de preguntar, mejor actuaban, lo que con frecuencia implicaba (sobre todo en los setenta y tempranos ochenta) inversiones millonarias en proyectos sobre los cuales la empresa no gozaba de un monopolio constitucional, pero que eran atractivos por su potencial de visibilidad, corrupción o ambos.

PEMEX perdió su autonomía de gestión financiera por la combinación de dos factores: un apetito insaciable por el gasto público federal y el uso abusivo de los recursos derivados del petróleo por parte de la propia empresa. Es decir, dado el pésimo desempeño que mostraban las cuentas de gasto e inversión de PEMEX (una mezcla patética de corrupción e ineficiencia, ambas galopantes), el gobierno federal, que en los ochenta enfrentaba una fenomenal crisis financiera luego del libertinaje fiscal de los años setenta, optó por controlar el gasto y la inversión de la empresa. El resultado fue un menor desperdicio de los fondos petroleros, pero no un mejor desempeño de la empresa. Además, la decisión tuvo la consecuencia de distraer los recursos que eran necesarios para el desarrollo de la industria hacia proyectos, con frecuencia menos relevantes, de gasto público corriente.

México ha cambiado mucho en estos últimos veinte años y sería posible argumentar, aunque quizá con menor convicción de la que expresan quienes abogan por la autonomía de la empresa, que ya es tiempo de hacer un replanteamiento de todo el esquema. Nadie puede dudar sobre la impostergable necesidad de incrementar la inversión para el desarrollo de la industria. Lo que no es obvio es que la empresa y su administración se encuentren en mejores condiciones para garantizar un desempeño profesional de la empresa, o sea, que estos veinte años hayan servido para profesionalizar la administración, erradicar la corrupción y eliminar la ineficiencia. Sería digno de un cuento de hadas que, súbitamente, la fuente de corrupción más grande del país hubiera adoptado estándares suizos de administración, eficiencia y desempeño. Pero eso es exactamente lo que el poder legislativo pareciera creer al pretender concederle a la empresa, sin mayor procesamiento, autonomía en sus decisiones financieras.

El propósito, sin embargo, reclama especiales cuidados. Aunque todo indica que el plan es bastante simple (quitarle el control a Hacienda para trasferírselo a la empresa), las implicaciones son enormes. Antes de actuar, los políticos deberían meditar sobre al menos cuatro temas: a) cómo se va a manejar la deuda de la empresa; b) cómo se va a garantizar el abasto; c) qué se va a hacer con las utilidades que genere la empresa; y, lo más crítico, d) cómo se va a gobernar la empresa ahora que goce de autonomía. Cada una de estas preguntas entraña un mar de consecuencias.

El tema de la deuda es fundamental. A la fecha, a pesar de su ineficiencia, corrupción y desempeño, la empresa ha gozado de amplio acceso a los mercados financieros (y a tasas muy bajas) gracias a la garantía implícita del gobierno federal. Sin embargo, la autonomía supondría que la empresa haría suya la deuda y se haría responsable de su servicio. Esto cambiaría de súbito la lógica de su administración (y, sin duda, el costo de su financiamiento).

El tema del abasto es central pues, presumiblemente, una empresa autónoma no tiene más objetivo que su propio desarrollo. Sin embargo, tratándose de un monopolio, el abasto es clave. Lo mismo se puede decir de las utilidades que genere la empresa, suponiendo que las va a generar: a qué se van a destinar, quién va a juzgar si fueron bajas o altas, qué proyectos u objetivos van a ser beneficiados (¿la seguridad social, los programas de pobreza, inversión en infraestructura?).

Pero el tema medular reside en la forma de gobierno de la empresa. En ausencia de un régimen de propiedad que garantice el interés de los dueños sobre el desempeño de su inversión, PEMEX requeriría un sistema de gobierno interno que asegurara el interés de su accionariado (presumiblemente el pueblo de México). Algunas preguntas específicas sugieren la complejidad del tema: quién es el dueño; cómo se asegura que la empresa no acabe siendo secuestrada por su burocracia y sindicato; quién decide, y cómo, qué proveedores son impolutos y cuales corruptos. Si de por sí la empresa es un mar de corrupción e ineficiencia, con una autonomía sin gobierno estos vicios  se multiplicarían.

La autonomía de PEMEX es un objetivo deseable. Pero más vale que los legisladores mediten bien sobre la forma que ésta adquiera antes de crear un verdadero caos del que, como es costumbre, nadie se haría responsable.

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El mundo al revés

Luis Rubio

Una nueva normalidad sobrecoge al país: la de la violencia contra la población y la de la irresponsabilidad de sus gobernantes. Lo que tendría que ser reprobado de entrada y sin miramientos se ha convertido en algo normal. Lo raro en nuestro entorno es la paz social, la negociación entre adversarios y la solución pacífica de conflictos; lo cotidiano son secuestros y asesinatos, discursos irresponsables, además de falaces, por parte del presidente y otros funcionarios, parálisis en la gestión pública y una ola de violencia que ha acabado por convertirse en una nueva realidad. Nos parece natural lo que debería verse como una aberración y utópico lo que debiera ser un derecho elemental de todo ciudadano. El mundo al revés.

Nuestra involuntaria capacidad de adaptación es tan asombrosa que hasta nos resulta difícil concebir un mundo normal. De hecho, es casi necesario que alguien venido de afuera nos obligue a despertar de la pesadilla cotidiana para reconocer que vivimos en la anormalidad. Habría que comenzar por describir un semblante de la normalidad para identificar las desviaciones. Peor, sólo observando el contraste entre ambas dimensiones es posible reconocer lo extremo de las reacciones que se han convertido en el pan de cada día y, quizá más relevante, las implicaciones políticas del nuevo estado de cosas.

Lo que en términos convencionales se llamaría una “vida normal”, tendría rasgos tan elementales como seguridad pública, tránsito normal de un lugar a otro, un sistema educativo que provee habilidades y conocimientos al educando, una economía en evolución (siguiendo el ciclo normal de crecimiento por años y pequeños exabruptos de vez en cuando), todo ello enmarcado por un gobierno que hace posible que el resto funcione de manera adecuada.

Si lo vemos en la forma de una familia común y corriente, los padres podrían salir de su casa e ir a su lugar de empleo o actividad en un tiempo razonable, los niños irían a la escuela a sabiendas de que habría exámenes y otras medidas relevantes de evaluación y la policía velaría por nuestra seguridad. Los padres no tendrían que estarse mordiendo las uñas el sábado en la noche por temor de que un hijo sea asaltado o secuestrado, los niños verían el futuro con un sentido de oportunidad y al trabajo como un reto. Los adultos de la familia irían a votar cada tres años, momento en el cual tendrían la oportunidad de premiar o castigar el desempeño gubernamental y contarían todo el tiempo con mecanismos para hacer valer sus derechos, reclamar el mal desempeño del gobierno y acceso a toda la información necesaria para hacer un juicio informado.

No se trata aquí de describir al gobierno suizo. Un gobierno como ése se concibe a sí mismo al servicio de la ciudadanía y sabe que puede ser removido en cualquier momento. Tampoco se requiere imaginar servicios de calidad suiza, donde las escuelas son, pues, del primer mundo; las carreteras cuentan con señalización y diversos mecanismos de asistencia y protección que aquí son un mero sueño; los aeropuertos funcionan y son suficientes para la demanda y la policía no ceja en hacer cumplir la ley, trátese de quien se trate. Tampoco se trata de demandar un poder judicial plenamente independiente, con probada capacidad de investigación, que se ve a sí mismo como autónomo y con capacidad de decidir por encima de intereses económicos, políticos o gubernamentales.

Se trata, simple y llanamente, de describir lo que cualquier ciudadano de un país “normal” debe ver como natural. Es decir, un entorno en el que el gobierno, por pobre que sea, está al servicio de la ciudadanía y asume la responsabilidad de mantener servicios públicos de primera calidad para asegurar, al menos, la integridad física y patrimonial de la población. Con todos sus problemas y limitaciones, comenzando por la naturaleza dura y, en buena medida, inaccesible del gobierno, los mexicanos mayores de cuarenta o cincuenta años seguramente recuerdan la época en la que se podía caminar en las calles, en que el tráfico, aun cuando pesado, no era impenetrable y en que los servicios públicos contribuían al crecimiento económico. El México de los sesenta no era perfecto, pero se caracterizaba al menos por un semblante de normalidad; si bien el sistema político no era autoritario (valdría la pena observar la naturaleza de esos gobiernos en Hungría, Argentina o Corea), de democrático nada tenía.

En el curso de los setenta, esa normalidad se vino al suelo. En los setenta se inauguraron las crisis financieras y los sucesivos gobiernos que las causaron culparon siempre a terceros de la debacle (los gringos, los empresarios, los vendepatrias, los sacadólares, etcétera). Las cacerías de brujas se desataron y su consecuencia fue la de inaugurar la lucha de clases como fenómeno político en el país. Las intenciones pudieron haber sido buenas, pero a la realidad eso no pareció importarle. Los ochenta fueron años de pagar las cuentas de la lujuria setentera con recesión e inflación. La oprobiosa combinación de “destrucción en los setenta” y “depresión de los ochenta” sembró las semillas de la criminalidad, el desmantelamiento del gobierno y la desaparición de todo vestigio de la anterior normalidad.

Los años de reforma fueron también intentos de restauración y, en esa mala mezcla, acabamos en las contradicciones que hoy son nuestra segunda naturaleza. Las reformas económicas se proponían construir los cimientos de una economía moderna y de una sociedad desarrollada. Desafortunadamente, las reformas vinieron acompañadas de un factor limitante que acabó por minarlas e impedir que muchas de ellas arribaran al destino prometido. Porque aunque yo estoy convencido de la honorabilidad de los objetivos planteados en la mayor parte de las reformas y privatizaciones, no cabe duda que había un objetivo adicional, aunque implícito (en adición, por supuesto, a todas las corruptelas que pudo haber habido), que trascendía los objetivos económicos, y ese objetivo se cifraba en salvar la permanencia del régimen priísta.

Las reformas y los reformadores podían avanzar sus proyectos siempre y cuando no se alterara el statu quo en términos políticos. Esto implicaba, por ejemplo, que no se podían generar entidades de regulación autónoma, factor indispensable para una economía moderna donde la certidumbre y la no politización de la vida económica son clave. Al mismo tiempo, aquellos gobiernos optaron, con toda alevosía y ventaja, por no constituir mecanismos de pesos y contrapesos, necesarios en cualquier sociedad moderna, con el objeto de no limitar las facultades efectivas del presidente ni dar la impresión de que el gobierno se preparaba para una transición democrática eventual.

El punto de todo esto es que el país pasó de una situación de normalidad, en su sentido más convencional, a una nueva realidad de violencia, criminalidad e irresponsabilidad gubernamental esencialmente porque nadie previó o creó mecanismos de protección para lidiar con las consecuencias políticas y sociales de largo plazo de las crisis económicas y de las reformas estructurales. Es obvio que no se trabajó en esa dirección porque ello hubiera implicado una redefinición política a la que ningún gobierno de antaño estuvo ni remotamente dispuesto. El gobierno actual ha exacerbado el problema porque nunca entendió la problemática del país que recibía ni tuvo la capacidad, ni la humildad, para trascender sus prejuicios en aras de aprovechar la excepcional oportunidad que creó la elección del 2000.

La realidad actual, todos la conocemos, es detestable. La violencia del narcotráfico se ha tornado en algo cotidiano, al grado en que lo mejor que nuestras autoridades nos pueden dispensar como explicación (porque pedir acción constituye una exageración) es que “el Chapo es muy inteligente”. Por su parte, el presidente municipal de ciudad Juárez nos dice que “en todo el mundo hay asesinatos, por lo que no hay que preocuparse”. Por si lo anterior no fuera suficiente, el presidente nos recrimina que no dejemos de “refritear” los asesinatos de dos niñas en aquella localidad fronteriza. Ahora resulta que la incompetencia gubernamental es culpa de los ciudadanos. Hasta Díaz Ordaz, ese presidente tan vapuleado por sus formas duras, se habría sonrojado ante el despotismo de nuestros gobernantes actuales.

A menos que aceptemos el colapso total de la mexicana como sociedad organizada (al estilo de Somalia), no cabe la menor duda de que México está llegando al límite por lo que toca a la violencia, criminalidad e incompetencia gubernamental. Max Weber, el sociólogo alemán que afirmaba que el Estado es aquel que cuenta con el monopolio de la violencia, estaría a un tris de afirmar que los narcotraficantes, secuestradores y criminales comunes y corrientes son ya el Estado mexicano. A eso hemos llegado.

Lo paradójico de la sociedad mexicana es que si bien critica las fallas de la transición en su dimensión política, ha sido tan tolerante del deterioro social y criminal que ya percibe a esa realidad como normal. Es necesario reconocer que parte del problema de la parálisis de todos los gobiernos del país en el tema de la criminalidad reside en el hecho de que existe una diferencia no sólo conceptual y legal, sino práctica entre el llamado fuero común (responsabilidad de cada estado y municipio) y el fuero federal (responsabilidad del gobierno federal) y ambos chocan a diario. Luego de quince años de un crecimiento sistemático y sin parangón en la criminalidad, como que ya es hora de que alguien plantee la necesidad de modificar o eliminar esa diferencia por improcedente. Otra enorme falla del gobierno del cambio que acabó por empeorar el entorno en lugar de transformarlo.

La tolerancia que se ha convertido en normalidad tiene consecuencias políticas. La normalidad al revés le confiere enorme latitud al gobernante, pues éste ya ni siquiera se siente responsable del acontecer cotidiano ni encuentra razón alguna para responder ante el reclamo popular. Lo mismo se puede decir de los precandidatos a la presidencia que viven en un mundo caracterizado por la frivolidad y el desprecio de la realidad ciudadana. Como todo es al revés, no hay necesidad de resolver problema alguno. Todo está bien y lo poco que no, se resuelve con sólo elegir a tal o cual individuo. En este año electoral, la ciudadanía debería exigir más, mucho más.

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El TLC y la desigualdad social

Luis Rubio

Mucho se discute acerca del evidente problema de la desigualdad social. Tratándose de un problema ancestral que no ha sido atacado de manera definitiva, es irónico que muchos señalen al tratado de libre comercio de la región norteamericana como su causa. El TLC constituye un instrumento que puede servir para apalancar el desarrollo del país, pero no es, nunca fue concebido para ser, una estrategia integral de desarrollo. Es posible que al país le falte justamente eso: una estrategia integral de desarrollo que se apuntale en los dos instrumentos clave más exitosos de los últimos tiempos –Oportunidades y el TLC- pero que vaya mucho más allá: que se proponga no sólo crear oportunidades, sino sesgar todas las políticas públicas a fin de avanzar decididamente hacia un desarrollo general que incluya a toda la población. El reporte de la Comisión Independiente sobre el Futuro de Norteamérica ofrece una perspectiva útil en esa dirección.

Vayamos por partes. La desigualdad es un hecho ostensible. Basta con observar el panorama nacional para identificar vastos contrastes de pobreza y riqueza, acceso y aislamiento. Aunque sin duda se trata de un problema ancestral, eso no lo justifica ni excusa su persistencia. De hecho, su existencia es el testimonio más convincente sobre los insuficientes, y muchas veces infructuosos, esfuerzos por impulsar el desarrollo del país, incluso de aquellos que fructificaron en tasas de crecimiento elevadas por largos periodos.

Lo peor de todo es que la brecha de la desigualdad se está ampliando. Por décadas, quizá siglos, esa brecha era persistente, pero no necesariamente se agudizaba. La pobreza convivía con la riqueza de una manera que siempre debió ser intolerable, pero no por ello era menos real. Pero esa brecha se ha agudizado no por el TLC, sino por los cambios estructurales que viene sufriendo la economía del mundo, incluida por supuesto la nuestra. En la medida en que se eliminan barreras al comercio y a la provisión de servicios (en parte por cambios en las regulaciones, pero sobre todo por el avance de la tecnología), la competencia en la producción de bienes tradicionales se torna inmisericorde.

La desigualdad se ha agudizado precisamente porque lo que se ha vuelto más rentable en esta nueva era del desarrollo económico es aquello vinculado ya no con el uso de la fuerza muscular, sino con la capacidad cerebral. Si un chino, un haitiano o un mexicano pueden llevar a cabo exactamente el mismo proceso industrial pero a diferentes costos, es porque la capacidad de competir en ese nivel se reduce a dos factores: la productividad y el salario. La productividad depende de la tecnología que se emplee y del valor agregado que le imprima cada empresa y trabajador. Si para fines de ejemplo suponemos que la tecnología empleada es la misma, el salario va a determinar quién se queda en el mercado y quién es desplazado.

Si llevamos este argumento un paso más adelante, hacia los servicios, las diferencias se tornan mucho más patentes, abriendo un sinfín de oportunidades. El esfuerzo que ha emprendido India por insertarse en la globalización a través de servicios más que de procesos industriales es particularmente relevante. En los servicios de valor agregado (aquellos que requieren de la creatividad y capacidad cerebral del trabajador más que de su mano de obra), lo que cuenta no es la capacidad de la persona para coser mil botones por minuto o jalar una palanca de determinada manera cada cierto tiempo, sino su habilidad para resolver problemas, incorporar nuevas ideas. En su versión más primitiva, como pueden ser los centros de atención telefónica que han hecho famosa a la ciudad de Bangalore, las personas tienen que atacar problemas relativamente simples, como preguntas sobre cuentas bancarias o formas de resolver un problema en la operación de una computadora o un sistema de sonido. En la medida en que se avanza en la escala de la complejidad, esos servicios involucran la preparación de declaraciones fiscales, lectura de análisis clínicos o radiográficos, diseño y desarrollo de software, etc.

En la era del conocimiento, la desigualdad se profundiza porque lo que cuenta son las capacidades intrínsecas de las personas, las cuales dependen en buena medida de dos fuentes: las que cada quien desarrolla en su casa y ambiente de  nacimiento y las que le provee el sistema educativo y de salud. Algunas de esas diferencias son en cierta forma inevitables: un niño urbano y uno rural pueden nacer con los mismos atributos y en familias idénticas, pero el medio urbano constituye una fuente de estímulo mucho más poderosa que el rural. Pero otras diferencias son producto no del medio, sino de las políticas públicas: el conocimiento, la salud y el desarrollo de habilidades son factores que se desprenden directamente del sistema escolar y hospitalario (y de salud en general). El hecho de que las brechas se estén ampliando es un testimonio brutal de que ni uno ni el otro están funcionando en el país. En India, país infinitamente más complejo que el nuestro, ha habido avances notables en el sistema educativo y ese es el factor que explica su éxito, así sea todavía pequeño para un país tan enorme.

En todo esto, ¿qué tiene que ver el TLC con la desigualdad? La respuesta directa y exacta es que el TLC no tiene nada que ver. En su esencia, el TLC fue concebido como un instrumento para facilitar los flujos de inversión extranjera y eliminar barreras al comercio entre los tres países de Norteamérica. Si uno observa la forma en que ha crecido la inversión extranjera y el comercio, es evidente que esos objetivos se han logrado con creces. Pero así como son innegables los beneficios del TLC, una buena parte de la población no se siente satisfecha con su situación particular. La verdad, simple y llana, es que el TLC es un mero instrumento de política pública y no constituye una estrategia de desarrollo; aunque ha logrado sus objetivos de manera espectacular y sobrada, al país le sigue haciendo falta una estrategia integral de desarrollo. No hay vuelta de hoja.

Los números le dan la razón a la población que se siente insatisfecha. Según las Cuentas Nacionales que produce el INEGI, mientras que la región norte del país creció en un 53% entre 1994 y 2004, la región sur creció en sólo 16% y la del centro en 22%. Estas cifras nos dicen al menos tres cosas: primero, que los beneficios del crecimiento (y del TLC) se han distribuido de una manera muy desigual; segundo, dado que el TLC es de aplicación general en todo el territorio, resulta evidente que existen enormes problemas en el sur del país y que éstos le han salido carísimos a toda la población que ahí reside; y tercero, que hay muchas oportunidades, pero que no hemos sido capaces de aprovecharlas. La mejor evidencia de lo anterior es que una infinidad de personas y empresas han logrado un enorme éxito en el norte del país. ¿Qué no podría lograrse de haber mejores condiciones para que toda la población del país tuviera acceso?

Aunque se pueden identificar muchas diferencias entre el sur y el norte del país, una por demás significativa es la de la infraestructura. No cabe la menor duda de que el sur del país está mucho más desconectado del resto del mundo que el norte. Si bien nuestra infraestructura de por sí deja mucho que desear, las diferencias regionales son enormes. Y esas diferencias entrañan graves consecuencias para el desarrollo de la población en cada localidad. La falta de infraestructura favorece la existencia de cacicazgos y les confiere un enorme poder a los gobiernos local y estatal, a la vez que el aislamiento relativo crea inmensas oportunidades para la corrupción. No menos importante, esas carencias se traducen en gobernadores abusivos, inseguridad pública y, sobre todo, una impotencia ciudadana para forzar cambios a su realidad social y económica. El punto es que las diferencias en infraestructura favorecen (de hecho, promueven) el rezago en que vive una buena parte del país.

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En días pasados se publicó el reporte final de la Comisión Independiente sobre el futuro de Norteamérica (http://www.cfr.org/publication.php?id=8102). La Comisión integró a un conjunto de estudiosos de la región, a expertos en comercio e inversión, a ex funcionarios públicos, políticos y académicos de los tres países. El objetivo de la comisión era producir un reporte que propusiera una ruta a seguir en la relación entre los tres países. En lo que toca a México, el punto de partida fue el reconocimiento tanto en Canadá como en Estados Unidos de que el país no está creciendo al ritmo necesario y no está atacando exitosamente el problema de pobreza para que, en un plazo razonable (por ejemplo, dos décadas), el producto per cápita de los mexicanos comience a acercarse al de sus dos socios comerciales.

Si bien el debate dentro de la comisión incluyó un sinnúmero de temas, grandes y pequeños, que aquejan a alguno de los tres países en asuntos tan diversos como el comercio y la inversión, la educación y la tasa de crecimiento económico, el funcionamiento de las fronteras y la seguridad integral de la región, las preocupaciones centrales eran las de asegurar que la relación entre los tres países sirviera de palanca para avanzar hacia la prosperidad en un entorno de seguridad física. Desde luego, cada miembro de la comisión llegó con preocupaciones distintas. Las preocupaciones de los canadienses no son iguales a las nuestras y ninguna de éstas es absolutamente convergente con las de los estadounidenses. Pero lo interesante del proceso fue que se pudo ir construyendo una propuesta satisfactoria para todos los integrantes y, al mismo tiempo, clara y convincente como visión para el futuro.

En su esencia, la visión de futuro que presenta la comisión entraña la necesidad de que los mexicanos nos definamos. Aunque en la práctica la abrumadora mayoría de los mexicanos ha optado por mirar hacia el norte, las élites intelectual y política han estado claramente indispuestas a definirse. La visión que la comisión ofrece es una de transformación integral de México, incluyendo la posibilidad de enormes fondos destinados a la inversión en infraestructura, siempre y cuando nosotros articulemos una estrategia de desarrollo inteligente y adecuada para emplear bien esos recursos y convertirlos en el factor transformador que nos ha hecho tanta falta.

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Recuerdos encontrados del populismo

Luis Rubio

El populismo desata pasiones. Pero todas esas pasiones provienen de recuerdos encontrados sobre su naturaleza, dinámica y resultados. A unos, el populismo les recuerda años de gloria: tasas elevadas de crecimiento, tipo de cambio barato, acceso a bienes de consumo del primer mundo y oportunidades de desarrollo personal (viajes, importaciones, coche nuevo, etc.). Para otros, esas imágenes son un mero espejismo: lo que ven y evocan no son los años de lujuria, sino el pago de los platos rotos durante los años siguientes, es decir, el ajuste fiscal, la devaluación, la crisis económica, la caída en el poder adquisitivo. A decir verdad, el populismo representa ambas vertientes: los años de bondad y los años de pagar los platos rotos. Lo peculiar es lo selectivo de nuestra memoria; lo que nada tiene de peculiar son las derivaciones políticas de esos recuerdos.

Es fácil entender el choque de perspectivas. Como reza el dicho, cada quien habla como le fue en la feria. Igual con el populismo. El populismo tiene dos caras que polarizan la memoria y ésta a la sociedad. Los dos rostros son igualmente reales, pero con un cúmulo de historias personales diferentes. Es como ir a un gran restaurante, comer una suculenta y deliciosa comida y luego pagar una cuenta inverosímil. Unos se acuerdan de la cena, otros de la cuenta. Pero las dos cosas ocurrieron, una después de la otra. Más al punto, una fue causa de la otra.

Pero la memoria respecto del populismo es selectiva porque suma estructuralmente dos narrativas sociales contrastantes. Usualmente, el populismo entraña un proceso dual en el que primero todo mundo va de fiesta (la cena) y luego todos tienen que pagar los costos (la cuenta), aunque ese costo lo cargan de una manera desproporcionada los más pobres. Para quienes nunca habían tenido la oportunidad de ir al mejor restaurante, y quizá no sólo eso, sino a ese restaurante en Paris, por ejemplo, el populismo trae recuerdos únicos, inenarrables e incomparables. Para las clases medias urbanas mexicanas, los setenta evocan una época de luz y esperanza: el recuerdo de oportunidades que no se han repetido y que animan pasiones encendidas, todas ellas producto de realidades vivas: tasas elevadas de crecimiento económico, bajo índice de desempleo y un tipo de cambio real bajo que permitía comprar toda clase de importaciones.

Pero la segunda modalidad es la ingente cuenta que siempre sigue a la buena cena y que es indistinguible de la cena misma, excepto cuando uno decide, de manera conveniente, olvidarse de la relación causal. En la memoria colectiva del mexicano, las crisis cambiarias no tienen nada que ver con los años de aparente prosperidad, aunque esa disociación sea enteramente artificial. Los años duros de los ochenta, periodo al que con frecuencia se califica como la década perdida, se explican no por la naturaleza del gobierno o gobernante en turno, sino por las enormes cuentas del pasado que se pagaron en ese entonces y que se siguen pagando en la forma de deuda pública inclusive hasta nuestros días.

A menos de que uno sea un apostador capaz de sacarle jugo a las crisis, ningún ser racional escogería un periodo de crisis o contracción económica en reemplazo a uno de bonanza económica. El problema es que ambos vienen de la mano. Los ochenta no se explican sin los setenta. Pero el imaginario colectivo tiene otra perspectiva: prefiere separar este par de décadas y abstraer lo que le gustó, aislarlo de lo desagradable e idealizar lo que en su memoria resultó benéfico. Un recuerdo así, debidamente higienizado, se torna en un poderoso imán político, pero no en un esquema viable de gobierno. Pero también aquí es fácil separar una cosa de la otra. Argentina, quizá el parangón de las crisis sufridas en la segunda mitad del siglo XX, ha vuelto al populismo, encarnado en figura del presidente Kirshner, porque es tanto más fácil lograr un periodo de bonanza efímero que uno de crecimiento sostenido.

En algún momento de los ochenta, periodo en que la economía mexicana experimentó un severo ajuste (caída en las tasas de crecimiento, desempleo, volatilidad en el tipo de cambio, etcétera), alguien pintó una barda que decía, cito de memoria: queremos promesas, no más realidades. Esa pinta es sintomática: evidentemente nadie en su sano juicio puede preferir la severidad de un periodo de contracción económica sobre la era de lujuria. Pero esa misma frase evoca otra cosa, que es el pan de cada día de las pasiones políticas: la gente quiere promesas, no sólo realidades. Las duras consecuencias de un ajuste contrastan con las ilimitadas expectativas a que se presta un periodo populista. Pero ambas están íntimamente relacionadas.

En cierta forma, el populismo vive de pedirle prestado al futuro, en tanto que las crisis ocurren cuando el futuro nos alcanza y resulta inminente e impostergable pagar la cuenta. Las sociedades bien organizadas que dedican todos sus esfuerzos y recursos a la construcción de una plataforma de crecimiento saludable y sostenido no tienen esos ciclos: aunque en todas partes se cuecen habas, el crecimiento experimentado por las economías del sudeste asiático, por citar un ejemplo evidente, fue sostenido porque no recurrieron a prácticas excesivas de gasto o a una presencia destructiva del gobierno en la actividad productiva, ambas las características más prototípicas del populismo. Incluso cuando algunas de las prácticas gubernamentales llevaron a una crisis (como ocurrió con Tailandia en 1998), ésta fue pasajera en buena medida porque la lujuria no había sido parte de un proyecto político, sino de los excesos que se asocian con errores, confianza excesiva, etc.

Pero quizá la historia más relevante, por extrema, es la de Alemania, país que experimentó un periodo de lujuria tras el fin de la primera guerra mundial. Aunque no exactamente inspirado por un gobierno populista (sino por la naturaleza y consecuencias de los tratados de Versalles, que le impusieron una deuda impagable a la Alemania derrotada), la lujuria de la década de los veinte llevó al fascismo de los treinta. Aunque no hay un factor determinante que explique el tránsito de una época a la otra, el fascismo acabó siendo popular, al menos en un principio, porque ofrecía una solución a la crítica situación de desempleo y lujuria (peculiar combinación) de los años anteriores.

De igual forma, el enorme éxito de la economía chilena en la actualidad es inseparable de los años del gobierno dictatorial de Pinochet, así como éste fue una respuesta al gobierno populista de Salvador Allende. Allende, un personaje por demás atractivo en un sentido político, generó expectativas imposibles de ser satisfechas, polarizó a su sociedad, elevó el gasto público, generó tasas elevadas de crecimiento y modificó toda la estructura de regulación y acción gubernamental, todo lo cual llevó al país a un colapso monumental. La fiesta presidida por Allende acabó gestando una crisis no sólo económica, sino sobre todo política y social cuya respuesta acabó siendo Pinochet. Aunque uno envidie y admire los impresionantes logros del Chile de hoy, es imposible separarlos de sus causas inmediatas y mediatas.

Todo lo cual nos regresa al tema neurálgico: los países serios no dan bandazos en su política económica. Pero tampoco viven suponiendo que la virgen de Guadalupe, o la que corresponda a cada localidad, resolverá los problemas existentes y creará condiciones para el crecimiento económico. Nuestra permanente propensión a imitar a los países pobres y fracasados, debiera alertarnos sobre los resultados que pueden preverse de esa forma de actuar. Las economías atractivas del mundo no son las que tienen ascensos súbitos, sino las que logran un desempeño elevado y sostenido por largos periodos. Ese desempeño no se explica por cambios súbitos en la estrategia de desarrollo, sino por la existencia de una plataforma de políticas públicas, gasto gubernamental y regulación que hace posible el éxito.

Cuando se hacen ricas, las sociedades comienzan a modificar su forma de ser. Por ejemplo, en las últimas décadas, franceses y alemanes han dedicado una porción cada vez más elevada de su PIB a beneficios sociales, vacaciones, pensiones y demás. Todo ello ha impuesto severos costos que se reflejan en menores tasas de crecimiento. Pero se trata de sociedades que ya son ricas y que, para bien o para mal, han decidido esa forma de ser y vivir. Por más que pudiera ser deseable el nivel de vida de esos europeos, nuestra realidad no nos permite, al menos en este momento, aspirar a ello.

Quizá el mejor parámetro de comparación para nuestra realidad no sean las economías ricas de Europa o los llamados tigres asiáticos, cuya estrategia de desarrollo no puede reproducirse en el mundo de hoy (en parte, al menos, por la presencia de los dos gigantes asiáticos, China e India), sino las naciones liberadas del yugo soviético. Los experimentos en materia de regulación, propiedad, competencia e impuestos de países como Polonia, la República Checa y los países bálticos (Lituania, Estonia y Letonia), son ejemplos de cómo es posible revitalizar a una economía y sentar las bases para un crecimiento elevado y sostenido en un periodo relativamente breve. Como nosotros con el TLC, todos esos casos exitosos en Europa del este cuentan con el fuerte imán que representa la Unión Europea. A diferencia nuestra, dichos países poseen una plataforma de políticas públicas orientada al crecimiento, misma que instrumentaron en el curso de unos cuantos años y que hoy las colocan entre las naciones de mayor tasa de crecimiento del mundo. Todo lo que han hecho esos países es perfectamente reproducible.

El momento de confrontación política que vivimos debería ser una extraordinaria oportunidad para discutir el tema del crecimiento. Una posibilidad para nuestro futuro puede ser el retorno a la lujuria de los setenta, con todo y los costos que inevitablemente le acompañarían. Otra, mucho más atractiva, consistiría en dar el paso que nos hace falta para convertir a la economía mexicana en un nuevo tigre por su crecimiento y distribución de beneficios. Ambos escenarios son factibles, pero sólo si se antepone la razón sobre las pasiones.

 

Dictadura de los partidos

Luis Rubio

El rechazo del Senado a la iniciativa de reelección legislativa en el periodo de sesiones recién concluido revela una acusada preferencia de los partidos por mantener el control político (en demérito del que debieran ejercer los ciudadanos), pero también una profunda ignorancia sobre la función que en una sociedad democrática tiene la reelección. También sugiere un desprecio por la forma de gobierno estadounidense. En retrospectiva, la combinación de estos factores hacía imposible la alteración de ese pilar de la política mexicana posrevolucionaria.

La democracia mexicana es peculiar. En lugar de girar en torno al ciudadano y votante, gira en torno a los partidos políticos. Son los partidos quienes comandan el control de la toma de decisiones en los órganos legislativos y, por lo tanto, quienes determinan la política nacional, el funcionamiento de la economía y el alcance de nuestro desarrollo. En otras palabras, en lugar de que el potencial de desarrollo del país se fundamente en la capacidad de la población para desarrollarse a su máxima capacidad no importa si se trata de campesinos, empresarios, obreros o profesionales, nuestro desarrollo tiene un techo fincado por un sistema de organización política que privilegia los intereses de los partidos sobre los de la ciudadanía. Y ese techo es verdaderamente bajo.

La reforma electoral de 1996 consagró a los tres partidos políticos mayoritarios como los propietarios de la democracia mexicana. En la elaboración de esa reforma se incorporaron temas como el financiamiento de los partidos, la sobre-representación de sus contingentes y la eliminación de la competencia por parte de los partidos de menor tamaño (o nuevos partidos en el futuro), cuyo potencial de crecimiento fue prudentemente coartado. Con el financiamiento garantizado y la competencia limitada, los tres partidos aseguraron el control de los procesos electorales, el de las cámaras legislativas y, en consecuencia, el de la toma de decisiones nacionales. Por si lo anterior no fuera suficiente, al reafirmar y, de hecho, consolidar, ese híbrido que conforma nuestro poder legislativo, en el que conviven legisladores por elección directa y por representación proporcional, los partidos garantizaron que ningún esfuerzo ciudadano pudiera mermar su capacidad de imposición. También, recientemente, se limitó la competencia para los partidos chicos.

La reelección de legisladores choca de frente con esta realidad. En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercar a los legisladores con los votantes. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las peticiones o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto.

En todos los sistemas políticos, como en toda organización humana, los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente van a actuar bajo su propio criterio y éste, como en nuestro caso, estará fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende la carrera política del legislador. Así como antes, en la época presidencialista, los legisladores priístas respondían al presidente, de quien dependía su fortuna, hoy responden al partido. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía. No hay nada esotérico en este asunto.

Siempre fue evidente que los partidos se opondrían a la reelección. Su lógica es la del dueño: asegurar que sus agentes, en este caso los legisladores, cumplan con su cometido tal y como lo define el partido. Aceptar la reelección habría entrañado un cambio radical. Pero más allá del evidente interés partidista que determinó la decisión de los legisladores en este tema, en la discusión que precedió al voto del Senado con el cual se derrotó la iniciativa, dominó la ignorancia, en buena medida porque el punto de referencia que se empleó en la discusión pública fue el sistema de reelección estadounidense.

La reelección es una institución central del sistema electoral norteamericano. Los senadores son electos por seis años y los diputados por periodos de dos. Si uno observa los patrones de retención del puesto, resulta evidente que un porcentaje enorme de los legisladores permanece en su puesto, en ocasiones por cuatro y hasta cinco décadas. En la pasada elección de noviembre, por ejemplo, la mayoría de los diputados y prácticamente todos los senadores que compitieron fueron reelectos. De las 435 curules en la cámara baja, en 356 el diputado contaba con una ventaja superior al 20%, aun antes de comenzar la campaña, respecto a su contrincante. Sólo 14 de los 100 senadores enfrentan contiendas competitivas y de los 37 que se disputaron el pasado noviembre, 35 mantuvieron su asiento. Todo esto lleva a la conclusión evidente de que el sistema electoral estadounidense no está diseñado para generar una gran alternancia de legisladores. Pero de ahí no se puede concluir que los legisladores guarden distancia de sus votantes. Al contrario.

El sistema electoral estadounidense premia la cercanía entre el legislador y el votante, al grado en que con frecuencia se observan distorsiones ridículas, como los enormes gastos e inversiones que ocurren de vez en cuando y que no representan beneficio alguno en términos de crecimiento económico o productividad, pero que satisfacen a grupos clave de votantes. Es decir, así como nuestro sistema electoral privilegia los errores, intereses y torpezas de los líderes de los partidos, el sistema norteamericano privilegia los caprichos de los votantes. La diferencia reside en que nuestro sistema parte del principio filosófico de que el dueño es el partido, en tanto que el de allá parte de la premisa de que el dueño es el ciudadano.

En los últimos años he tenido la oportunidad de experimentar esta diferencia de manera directa. Hace poco más de una década se constituyó un grupo de académicos estadounidenses deseosos de entablar un diálogo e intercambios académicos, literarios, científicos y artísticos con sus pares cubanos. En el diseño del proyecto se invitó a una canadiense y a mí, ambos con el objeto de contribuir a evitar asperezas entre los dos contingentes. La experiencia ha sido excepcional en dos sentidos: por un lado, porque nos ha dado la oportunidad de conocer las sensibilidades y susceptibilidades particulares de ambos grupos. Pero quizá lo más interesante de ese aprendizaje ha sido la cantidad de prejuicios que unos tienen con respecto a los otros y la enorme voluntad de allanar las diferencias para trabajar en conjunto.

Pero la experiencia ha sido igualmente valiosa en otro sentido. Cuando este grupo se integró, Estados Unidos estaba experimentando uno de sus procesos recurrentes de embate contra la isla. Al inicio de los noventa, el tema era la legislación Helms-Burton, promovida por el conocido senador del estado de Carolina del Norte, cuyo objetivo genérico era penalizar a inversionistas no estadounidenses que invertían en activos que pudieran haber sido propiedad de empresas norteamericanas expropiadas por el gobierno cubano. El senador Helms, viejo conocido como un recalcitrante crítico de México e inflexible detractor del gobierno cubano, había construido su carrera legislativa como un duro e irreconciliable enemigo de Castro.

Para el buen funcionamiento de esta comisión cubano-americana se requerían fondos, mismos que fueron provistos por diversas fundaciones; sin embargo, de acuerdo a la ley que gobernaba el embargo a Cuba, cualquier gasto de esos fondos que se desembolsara en la isla o para ciudadanos cubanos requería un permiso expreso por parte de la oficina de embargo del Departamento del Tesoro de ese país. Es decir, cualquier gasto relacionado con un viaje de la comisión a Cuba o para que el contingente cubano viajara a EUA, requería de un permiso expreso por parte del gobierno estadounidense, incluso cuando los fondos respectivos provinieran de otras instancias del mismo gobierno (tal sería el caso de la National Science Foundation, el CONACYT estadounidense). La obtención de esa licencia con frecuencia tomaba de seis a ocho meses y varias veces motivó la cancelación de proyectos, viajes o envíos de libros y materiales. El tortuguismo burocrático, en no poca medida motivado por el pavor de los funcionarios de esa oficina a ser fustigados por parte del comité del senador Helms, era impresionante.

Luego de dos o tres años de frustrante burocratismo, uno de los miembros del grupo norteamericano propuso transferir el domicilio legal de la comisión de la universidad de Princeton a su institución, la universidad de North Carolina. El cambio fue meramente formal, pero las implicaciones fueron dramáticas. En lugar de que la comisión enfrentara el hostigamiento indirecto del senador Helms por su anticastrismo, la comisión súbitamente se convirtió en un asunto de atención al votante. A partir de ese momento, cada vez que la comisión requería una licencia, en lugar de que su secretariado se peleara con la oficina del embargo, bastaba una llamada a la oficina del senador Helms para que en 24 horas se expidiera la licencia.

El senador Helms, como todos los legisladores de su país, tenía una impresionante oficina de atención a los votantes. Cualquier ciudadano de su distrito o estado podía llamar a su oficina para solicitar ayuda con algún trámite, apoyo para una beca o solución a algún problema. El senador podía estar personalmente cerca o lejos de sus votantes en términos políticos o ideológicos, pero la atención a los problemas que los aquejaban era inigualable. Todo eso por la reelección. Porque la reelección hacía del ciudadano el centro de la atención del legislador.

La posibilidad de que eso ocurra en México fue derrotada en el Senado de la República.

 

Coctel Molotov

Luis Rubio

La decisión presidencial de terminar con el conflicto que su propia administración inició contra Andrés Manuel López Obrador siguió una lógica impecable: el conflicto, que hacía tiempo había rebasado al gobierno, comenzaba a desbordarse, lo que entrañaba un serio riesgo a la estabilidad política y económica del país. Por desgracia, la solución encontrada por el presidente no resuelve el problema de fondo y representa un incentivo más, por si éstos faltaran, para el abandono total, hasta de la pretensión de un Estado de derecho. El riesgo es por ello monumental.

Vale la pena recapitular los ingredientes que dan forma a este auténtico cóctel Molotov. En el conflictivo asunto del desafuero se reunieron al menos cuatro componentes. Primero, está el hecho mismo de la ilegalidad, la violación de la ley y, sobre todo, su irrelevancia, a ojo de los políticos en su actuar cotidiano. Segundo, se encuentra el absurdo precepto legal que inhabilita a cualquier político sujeto a proceso penal de participar en procesos electorales, toda vez que sus derechos políticos se cancelan aun cuando no haya sido declarado culpable. Este precepto permite que cualquier contrincante demande a un competidor, como ocurrió en esta ocasión, no por violar la ley, sino para debilitarlo o eliminarlo de la contienda (aunque aquí haya tenido el efecto contrario). El tercer ingrediente, quizá el más penoso, es el que caracterizó a este gobierno que, en sus casi cinco años, no ha podido definir una línea de acción, construir un consenso ni siquiera al interior del propio gobierno y llevarla a buen puerto. Atenco había sido sólo el más obvio y visible fracaso del proyecto gubernamental, pero hay otros, mucho peores y de enorme trascendencia en este momento, como el de su incapacidad para avanzar el Estado de derecho, quizá el proyecto más importante del sexenio. Finalmente, el cuarto componente fue el pragmatismo de todos los actores en este teatro del absurdo, donde lo importante siempre fue el cálculo político y nunca el cumplimiento de la ley, aunque todos, sin excepción, emplearon tal concepto como justificación para su proceder.

El movimiento de defensa que exitosamente había organizado el jefe del gobierno del Distrito Federal se apuntaló en todos los defectos del gobierno federal. La estrategia privilegió el contraste con el gobierno federal, enfatizando las debilidades, carencias e incapacidades de este último. Es así como se explica el contraste entre dos gobiernos, uno que hace cosas y otro que no tiene capacidad de cristalizar promesas, uno que avanza su agenda frente a otro que se queda paralizado. La estrategia es visible en todos los frentes: desde los segundos pisos hasta la relación con la prensa extranjera. El gobierno federal nunca midió sus fuerzas ni comprendió la naturaleza de reto que estaba asumiendo. El resultado está a la vista.

El movimiento organizado por el jefe del DF abrió puertas insospechadas. No sólo radicalizó el discurso del propio AMLO, sino que también evidenció los profundos rencores que existen en la sociedad mexicana en todos niveles. En un primer tiempo, antes de que se votara el desafuero, el movimiento ya mostraba su capacidad de crecimiento y amenazaba en convertir la de AMLO en una candidatura de facto, es decir, independientemente de que fuese legal. Además, mostró la cara de ese México dispuesto al conflicto para avanzar su causa. En ese momento, cuando todavía era posible parar el proceso, así fuera con una iniciativa de modificación constitucional que permitiera la preservación de los derechos políticos de cualquier ciudadano hasta que no hubiera una declaración de culpabilidad (ahora, ahogado el niño, como dice el dicho, el presidente la promueve), el gobierno y sus aliados en el PRI se envalentonaron sin jamás medir las consecuencias.

Las cosas cambiaron con el desafuero. Ya para entonces, las circunstancias eran otras: ya no se trataba de la posibilidad de cancelar los derechos políticos (factor que había nutrido el movimiento), sino la certidumbre de que eso ocurriría. Ese cambio de condiciones fue evidencia para muchos ciudadanos de que se estaba jugando sucio, de que se estaba cerrando el paso a un candidato porque no se le quería y no porque hubiera violado la ley. Independientemente de la veracidad de esa percepción, no cabe la menor duda basta leer las encuestas–, que la mayoría de la población así lo creía. El gobierno federal jamás dio razones ni convenció a nadie de la bondad de sus objetivos. Peor, dada su propia incapacidad de operación política y la consecuencia del desafuero en términos de inhabilitación para la contienda política, el gobierno iba directo al paredón.

No es difícil explicar la actuación gubernamental, aunque ésta fuese tan obtusa y tan falta de sentido político. Pero cada acción tiene consecuencias y éstas van a ser costosísimas para el futuro del país, independientemente de quien gane la contienda que se avecina.

Quizá no sea exagerado afirmar que la promesa más importante del gobierno del presidente Fox fue la de apegarse a la legalidad. Los priístas eran famosos por su respeto a las formas, pero todo mundo sabía que no existía el imperio de la ley. Cuando un presidente priísta quería algo, era suficiente con modificar la ley para que ésta se adecuara a sus necesidades y luego proceder, apegándose enteramente a las formas. Sin duda, una parte esencial de la legalidad consiste en apegarse a las formas, pero siempre y cuando el gobierno, o cualquier otro actor, no las pueda cambiar a su antojo. Cuando un gobierno tiene que cumplir la ley porque no tiene remedio, se puede decir que existe al menos la base de un Estado de derecho. Los últimos meses demuestran que no es el caso.

Desde 1997 ha habido un ligero avance hacia una menor discrecionalidad presidencial. Aunque los sucesivos congresos de oposición han identificado legalidad con bloqueo de las iniciativas presidenciales, no cabe la menor duda de que el poder judicial se ha convertido en un freno efectivo al abuso gubernamental. El caso del desafuero y todos sus vericuetos legales muestran un avance en términos de límites al ejecutivo. Pero ese freno no existe en todos los niveles (por ejemplo los estados), ni es consistente. Un gobernador de naturaleza caciquil todavía se sale con las suya cuando le da la gana. Esto es sin duda un principio, pero no más.

En este contexto, no es casual que el disparador del movimiento que en su momento se denominó neopanista fue la expropiación de los bancos en 1982 y la decisión inmediata del presidente de modificar la constitución para adecuar una decisión previamente tomada. Si algo corre en la sangre de los herederos políticos de Manuel Clouthier es la urgencia de construir un Estado de derecho. Lamentablemente, el gobierno del presidente Fox nunca logró construir esa posibilidad. Paralizado por indecisión y conflictos internos sobre cómo relacionarse con el PRI y qué hacer respecto al pasado, el gobierno desperdició la oportunidad de oro que tuvo al iniciar el sexenio tanto por la enorme legitimidad de que gozaba como por el desprestigio del PRI y los temores de sus principales integrantes.

Cinco años después, el gobierno que promovería el Estado de derecho termina con un récord atroz en este rubro. El ejecutivo no sólo cedió ante los machetes en Atenco, sino que ahora opta, otra vez, por una salida política, que no hace sino legitimar la ilegalidad como práctica cotidiana. El asunto central no son los macheteros o el jefe de gobierno del DF, sino los perversos incentivos que deja el gobierno federal como práctica de gobierno y norma de comportamiento. En cualquier sociedad, la población lee al gobierno desde el día en que toma posesión y se adecua a su forma de funcionar. Cuando un gobierno dobla las manos a la primera de cambios, la población, y todos los intereses particulares, aprenden el camino y actúan en consecuencia. Cuando un gobierno se apega estrictamente a la legalidad y cumple fehacientemente sus compromisos, la población también actúa en consecuencia. Es evidente que muchos actores clave en la sociedad mexicana le tomaron la medida a este gobierno desde su inicio. Su actuar era predecible y esa expectativa fue confirmada una vez más.

La acumulación de pruebas deja poca capacidad de maniobra al gobierno actual. Pero las consecuencias de su actuar tomarán años o lustros en curarse, y eso si los próximos gobiernos tienen claridad de la trascendencia de la legalidad como medio de interacción entre los diversos actores y participantes en una sociedad. Este punto es medular. Joseph Schumpeter, quizá el pensador más agudo sobre la democracia en el siglo XX, afirmaba que la democracia no era una cosa abstracta y teórica, sino más bien un método para la toma de decisiones en una sociedad. Según Schumpeter, la democracia consiste en un conjunto de prácticas y mecanismos que permiten que una sociedad tome decisiones con la participación activa, tanto directa como indirecta, de la sociedad. Ese método no es de derecha ni de izquierda; más bien, como todo procedimiento, permite que los ciudadanos y los partidos en contienda, al apegarse a un conjunto de reglas, generen un entorno de certidumbre para el bienestar colectivo.

Esas reglas propuestas por Schumpeter son las leyes, los procedimientos y los acuerdos que existen en la sociedad para tomar decisiones y gobernarse. En consecuencia, sin el reino de la legalidad, la democracia es imposible y nada permite distinguir a un gobierno que se dice democrático de uno dictatorial. De ahí la importancia de progresar hacia la instauración del Estado de derecho y la gravedad del interminable cúmulo de precedentes en sentido contrario que ha establecido el gobierno actual.

Nuestro futuro va a depender de la capacidad y disposición de los próximos gobiernos para asentarse en el imperio de la ley. En la medida en que el pragmatismo prevalezca, el país seguirá estancado, pues en una democracia no hay razón por la cual la gobernabilidad y la legalidad vayan en sentido contrario. En la medida en que la ley siga siendo negociable, por control del ejecutivo sobre el legislativo o por decisiones unilaterales del gobierno, el futuro seguirá sujeto a la voluntad de una persona y eso de democrático no tiene nada. Mucho menos de legal.

 

Todo a medias

Luis Rubio

Nadie duda que el país enfrenta un sinnúmero de problemas y desafíos. Así es nuestra realidad nacional y cotidiana. Ahora que concluye el periodo legislativo, vale la pena destacar nuestra imponente incapacidad para analizar y resolver los problemas que enfrentamos. No sólo mostramos resistencia para ponemos de acuerdo en la naturaleza de los problemas que nos aquejan, sino que discutimos alternativas de solución sin que exista un acuerdo, como punto de partida, sobre la definición o causa de los problemas mismos. Peor, una vez que se intenta una solución (como ha ocurrido con muchas de las iniciativas de ley en los últimos tiempos), típicamente se enfoca un aspecto del problema, lo que provoca, en el mejor de los casos, reformas a algunos componentes del problema, sin que se atienda el fenómeno en su integridad. El resultado más común, lamentablemente, no es siquiera la resolución parcial del entuerto, sino la agudización del problema general, a la vez que se crean virtuales «vacunas» contra la solución necesaria. Nuestra propensión a actuar a medias es, en buena medida, responsable de la parálisis, la inseguridad pública y la incertidumbre que agobian nuestra realidad cotidiana.

Los últimos lustros ejemplifican muy bien el tamaño de nuestras dificultades. Dos ejemplos son particularmente ilustrativos: la creciente inseguridad pública y la dinámica de las reformas económicas del final de los ochenta y principios de los noventa. Los dos ejemplos, casi opuestos en su dinámica, son reveladores de una realidad nacional compleja que claramente tiene soluciones, pero que pocas veces se avanzan. Sobre todo muestran que los avances que de hecho existen, así sean modestos, con frecuencia se topan con la imposibilidad absoluta de seguir adelante en un momento posterior.

El caso de la seguridad pública es paradigmático. Aunque nadie pone en duda la existencia misma de la criminalidad, hay dos asuntos controvertidos en torno al tema: uno sobre sus causas y otro sobre qué tanto aumenta o disminuye su incidencia. La discusión sobre las causas tiende a girar en torno a dos polos contradictorios. Unos afirman que todo en el pasado funcionaba a la perfección, que el viejo sistema político garantizaba la seguridad pública y que ha sido el desmantelamiento de aquel orden el que ha traído consigo la criminalidad. Otros afirman que son las reformas económicas, y la supuesta consecuencia de éstas en términos de desempleo, el motivo del ascenso en la criminalidad. La evidencia, casi abrumadora, indica que el gradual colapso del viejo sistema político yace en el corazón del problema de criminalidad. Al mismo tiempo, la misma evidencia muestra que las bandas de criminales, sobre todo las del crimen organizado, nada tienen que ver con la pobreza o el desempleo, lo que destruye la segunda hipótesis.

A pesar de la evidencia, sucesivos gobiernos adoptaron, por años, la premisa de que el problema de la criminalidad estaba asociado a la pobreza y al desempleo. Más recientemente, ha crecido la convicción de que el problema es de carácter institucional y el gobierno ha enviado diversas iniciativas de ley en un intento por fortalecer el marco tanto legal como institucional de las entidades responsables de velar por la seguridad. A pesar de esto, poco se ha avanzado en esta materia. Las dos cámaras legislativas han hecho gran alarde de las iniciativas aprobadas, pero hacen caso omiso de lo único relevante: el impacto de esas nuevas leyes sobre la criminalidad. A final de cuentas, las leyes son medios para lograr objetivos; dada nuestra realidad política, es explicable que los legisladores se vanaglorien de la aprobación de una iniciativa. Sin embargo, la única medida relevante de una ley radica en su incidencia sobre la realidad cotidiana, que en este caso debería reflejarse en la disminución en los índices de criminalidad.

Pero, volviendo al punto inicial, como no hay acuerdo de fondo sobre las causas del problema ni convicción sobre las soluciones idóneas, lo que ha ocurrido es que se atiendan diversos componentes del problema sin que se resuelva el conjunto. El tema de la criminalidad es paradigmático porque no se puede resolver sin un enfoque integral. Al atacar componentes sin reparar en la totalidad, el resultado se expresa en una mayor disfuncionalidad. Lo anterior es paradójico pero real: hace décadas, el sistema de seguridad pública funcionaba no porque fuese impoluto, sino porque era eficaz y esa eficacia se derivaba de los estrechos controles políticos de carácter vertical que existían en toda la sociedad mexicana. Una vez que comenzó a erosionarse esa estructura de controles, floreció la criminalidad. En ausencia de mecanismos de control y sanción, las propias policías se convirtieron en fuentes de criminalidad o en los goznes que la hacían posible.

Lo que funcionaba bajo un sistema de estrecho control, no opera en una sociedad abierta en la que el gobierno no tiene atribuciones claras, los mecanismos de contrapeso son disfuncionales (menos dedicados a generar equilibrios que a provocar venganzas políticas) y ningún componente del proceso (desde el policía hasta el juez) tiene incentivos para resolver un caso, ya sea porque las leyes de funcionarios públicos lo desalientan o porque mucho de la criminalidad surge o es solapada en esa misma estructura. Lo peor de todo es que esta disfuncionalidad genera una especie de omertá, el código de conducta de las mafias que exige la mutua protección de todos los miembros y asegura que las víctimas no denuncien el delito a menos que deseen sufrir las consecuencias.

Como vemos, las causas de la criminalidad están tan relacionadas unas con las otras que sólo un enfoque integral puede ofrecer la oportunidad de comenzar a erosionarla. A contracorriente, la suma de iniciativas parciales tiende a crear una mayor disfuncionalidad porque las áreas corruptas tienden a abrumar a las que no lo son y la poca efectividad de medidas muy vistosas presentadas con bombo y platillo, tiende a desacreditarlas. En suma, sin un enfoque integral, la criminalidad seguirá creciendo.

Algo semejante se puede decir de muchas de las reformas adoptadas en los ochenta y noventa. La mayoría de ellas, desde las privatizaciones hasta el TLC, incluyendo los profundos cambios que se experimentaron en materia de política comercial, regulación de la actividad económica y la creación de nuevas instituciones y entidades para la supervisión y regulación de la economía, seguía una lógica impecable y totalmente congruente con las necesidades de un país como el nuestro. Algunas de esas reformas fueron extraordinariamente exitosas, otras menos; algunas acabaron siendo terriblemente costosas en términos tanto financieros como sociales. Pero lo que las reformas no han logrado es una transformación radical de nuestra realidad social y económica, a pesar de que mucha de la mercadotecnia con que venían asociadas prometía precisamente eso.

Quizá la explicación a esta aparente contradicción sea muy parecida a la del problema de la criminalidad. Si bien todas, o al menos la abrumadora mayoría de las reformas que se adoptaron, seguían una lógica indisputable, las reformas no siempre fueron una respuesta idónea al problema que prometían resolver. En muchos casos hubo evidentes dificultades y contradicciones en la definición del problema. El caso de Telmex es axiomático: algunas partes del gobierno querían convertir a las comunicaciones del país en una palanca para el desarrollo, lo cual implicaba introducir competencia en el sector desde el inicio, en tanto que otros veían al monopolio telefónico como una fuente de recursos para el gobierno, lo cual implicaba posponer y limitar la competencia. Este tipo de diferencias en la forma de definir el problema permeó a muchas de las decisiones implícitas que se incorporaron en la forma y contenido de las reformas de esa era.

Por otro lado, incluso si las reformas hubiesen estado bien diseñadas, con gran frecuencia su capacidad para resolver el problema específico era limitada, en virtud de la presencia de otros fenómenos que lo afectaban. Por ejemplo, la liberalización del comercio forzó a la planta productiva a elevar sus niveles de eficiencia, mejorar la calidad de sus productos, especializarse y, sobre todo, a ver al consumidor como el corazón de la actividad económica. Sin embargo, a pesar de que la reforma en materia comercial fue exitosa y ha logrado sus objetivos específicos en términos de eficiencia y productividad, es evidente que la planta productiva mexicana no se ha transformado de manera integral y que la economía en su conjunto no se ha beneficiado en términos de acelerado crecimiento o con la generación masiva de empleos u otras oportunidades. La apertura comercial fue una reforma no sólo idónea, sino necesaria; pero para ser exitosa requería de una serie de reformas paralelas en otros ámbitos, sobre todo en servicios (banca, comunicaciones, infraestructura), pues sin ello los industriales mexicanos acabaron teniendo que competir con una mano amarrada en la espalda.

El punto de fondo es que sufrimos de una aguda propensión a ignorar la naturaleza de los problemas y a concentrarnos en debates ideológicos sobre soluciones a problemas indefinidos. Por eso todo se hace a medias y los problemas jamás se resuelven. Aunque es posible identificar tal o cual indicador de mejoría en materia de criminalidad, la inseguridad pública persiste; de la misma manera, aunque la economía mexicana es mucho más sólida que hace veinte años, es evidente que no hemos avanzado en materia de desarrollo. No hay que ser un genio para ver lo absurdo de nuestra realidad.

Peligroso el camino emprendido por TV Azteca

Acusados sus principales funcionarios por fraude por la SEC, la comisión de valores de EU (Litigation release 19022/January 4, 2005), y posteriormente por las autoridades mexicanas, por el supuesto abuso de sus accionistas minoritarios, la empresa ha lanzado un ataque burdo, pero inmisericorde, contra la SHCP, la CNBV y Banamex con el obvio propósito de desviar la atención del público. La maniobra tal vez amedrente a algunos diputados que tienen que votar la nueva Ley del Mercado de Valores, pero en nada le ayudará frente a una agencia reguladora profesional como la SEC, además de que invita a pensar en la necesidad de revisar la Ley de Radio y Televisión.

Regimen de ilegalidad

Luis Rubio

La buena noticia es que la ley y la constitución se han convertido en temas de discusión entre todos los mexicanos. La mala es que la ley esté sujeta a discusión. Esta aparente paradoja resume mucho de lo que hemos estado viviendo en estos días. El espectáculo ofrecido por abogados de mucho y poco pelo, políticos versados en la ley y legisladores experimentados, leguleyos y analistas, lo mismo serios que de dudosa reputación, es inenarrable. Todos y cada uno de ellos ofrece una perspectiva distinta que deja azorado hasta al más pintado. Por supuesto que la ley, en cualquier país, está sujeta a interpretación, pero la diversidad de enfoques, artículos contradictorios y leyes ambiguas ponen en evidencia las enormes lagunas que enfrenta el país para construir un Estado de derecho que es, a final, la justificación, al menos formal, al tema del desafuero. Todo esto también ha exhibido la fragilidad del régimen y lo absurdo (e increíble) del proceso de toma de decisiones dentro del gobierno.

Lo menos que puede decirse es que tenemos una base legal bastante peculiar. Las opiniones encontradas, las múltiples interpretaciones, las distintas versiones de uno y otro lado del debate político-legal de las últimas semanas refleja, por el lado benigno, un inusitado interés por los temas legales. Los mexicanos, acostumbrados a que la ley fuera simplemente una formalidad sujeta a cambios caprichosos por parte del gobierno, ahora vemos como se convierte en el meollo de una disputa importante y trascendente. Por décadas, si no es que por siglos, la ley era lo que el señor presidente (y sus predecesores, del tlatoani en adelante) decía que era. Si existía un vacío legal, el presidente mandaba una reforma, así fuera constitucional; si existía una contradicción, como muchas de las que ahora comienzan a surgir, la interpretación del señor presidente era infalible. El mandato divino resolvía toda contradicción y solventaba cualquier deficiencia.

En una demostración fehaciente tanto de la división de poderes como de la libertad de litigar y defender a un acusado, dos avances dramáticos dada nuestra historia, la discusión que ha cobrado forma y fuerza hace patentes todas estas incoherencias, contradicciones y lagunas. Pero también hace gala de las oportunidades que se nos presentan, por gracia de la democracia, así sea una imperfecta. Por más que todo este debate genere una evidente incertidumbre, nadie puede dejar de apreciar la belleza que representa el que todo esto aparezca a plena luz del día.

Por supuesto que nada de esto hubiera ocurrido en un Estado de derecho. La razón es simple: tan pronto se hubiera evidenciado una flagrante ausencia o contradicción, cualquiera un quejoso, una parte interesada o, simplemente, alguien con una postura o interpretación distinta- hubiera iniciado un proceso legal para que el poder judicial resolviera. Pero en un país dominado por un ejecutivo todopoderoso y con una Suprema Corte inaccesible al ciudadano común, la posibilidad de avanzar en este proceso era nula. Todo eso ha cambiado. Seguramente tomará tiempo allanar el camino, pero la necesidad de avanzar en esa dirección ya está ahí.

Pero nada de esto resuelve el problema del momento. En lo que parece un drama digno de Shakespeare, el país está sumido en una disputa que no sólo amenaza la estabilidad del país, sino que revela una realidad tan obscura e inasequible, que es imposible desarrollar fuentes de certidumbre para los interesados, así como para la población en general. Vale la pena tratar de reconstruir donde estamos para poder analizar vías de salida.

Lo que tenemos en este momento es una disputa que, para fines analíticos, se puede dividir en tres componentes: a) una pésima estructura legal; b) un gobierno incapaz de administrar un proceso político-legal; y c) un conflicto político. Cada uno de estos componentes tiene su propia dinámica, pero todos interactúan entre sí en diversos foros: desde la Suprema Corte (también dividida y litigando en las calles) hasta los cafés y los medios de comunicación, pasando por el Congreso, la Asamblea de Representantes del DF, el poder ejecutivo y el lugar en que se encuentre Andrés Manuel López Obrador en un momento dado. Todo el país parece sumido en el conflicto.

Luego de semanas de argucias legales, demandas y contra demandas, controversias constitucionales, ofertas (aparentes) de indulto y toda una caterva de argumentos por parte de abogados y analistas, muchos de ellos contradictorios, una cosa nos queda clara: que la coherencia no es la principal característica de nuestro sistema legal. Los resquicios que existen para argumentar una cosa en contra de otra son infinitos, al grado en que hasta los más avezados expertos legales han cometido pifias en sus interminables apariciones mediáticas. La buena nueva de esto es darnos cuenta de los problemas que debemos enfrentar. La mala noticia es que no parece obvio que, dada la (aparente) imposibilidad de diálogo entre los tres poderes, pueda limpiarse el frente legal a mediano o corto plazo, a fin de sedimentar la base de una nueva legalidad.

El caso español es ilustrativo en esta materia. Aunque su problema no era de incompatibilidades y contradicciones caprichosas como el nuestro, los españoles enfrentaron un problema conceptualmente similar a la muerte de Francisco Franco. La legalidad que había construido Franco no era compatible con una democracia; sin embargo, el dilema para los nuevos demócratas era cómo hacer la transición legal. Luego de muchas discusiones, se decidió dar continuidad al sistema legal y las leyes emanadas de la era franquista a fin de que no hubiera un quebranto en el Estado de derecho, pero procediendo a partir de esa plataforma hacia una nueva estructura legal. Un par de años más tarde, España inauguró una nueva, y ejemplar, constitución, a partir de la cual no sólo se creó una nueva legalidad democrática, sino que sentó las bases para la consolidación de su democracia y pujante economía. Aunque las dinámicas sean distintas, hay obvias razones para pensar que ese precedente es directamente aplicable a nuestra circunstancia actual.

Si la legalidad es un problema, la conducción del proceso político y legal, desde el inicio del gobierno, pero particularmente con el desafuero, ha sido atroz. El gobierno del presidente Fox desperdició en el primer año de su gobierno una oportunidad de oro para negociar un pacto de legalidad, justo cuando el PRI se encontraba desgarrado y el PRD dispuesto a hablar de opciones. Luego se enfiló hacia el tema del desafuero sin claridad de objetivos, con diferencias flagrantes de enfoque dentro de su administración y sin haber meditado las posibles consecuencias de su actuar. Todas esas deficiencias se han tornado dramáticas en la actualidad.

Es por demás evidente que el las diferencias dentro del gobierno se han ahondado. Estas diferencias no sólo son explícitas sino públicas; las contradicciones flagrantes y la búsqueda de salidas vergonzosa por sus formas y por sus contenidos. Todavía peor, lo patético reside en que todo lo que ahora se comienza a replantear era previsible y fue analizado ad hominem por innumerables analistas y políticos. Una administración que ya de por sí no se había distinguido por su consistencia, perseverancia o capacidad de negociación, se embarca ahora en un proceso por demás complejo, saturado de agujeros y riesgos. Aunque en un sentido hipotético era entendible la lógica del desafuero, nadie pudo tener la certeza de que éste sería un camino fácil, seguro o confiable.

Por si lo anterior no fuera suficiente, el tema del desafuero no es un hecho aislado que pueda ser discutido en abstracto, sino el síntoma de una aguda disputa política que tiene dividido al país. Parte del conflicto se deriva plena y llanamente de proyectos políticos encontrados que nadie ha intentado conciliar, aunque no deja de ser patético que, en un mundo globalizado en que no hay opciones reales (como ilustra Brasil), se siga discutiendo el qué hacer en lugar de debatir cómo hacerlo. Pero lo fundamental del conflicto reside en la indisposición de las partes a buscar puntos de encuentro. Aguerridos y absolutamente convencidos de su verdad y de su estrategia, tanto el presidente como el (¿ex?) jefe de gobierno se enfrascaron en un proceso que ambos estaban seguros convenía a sus objetivos, pero que sólo uno tuvo la habilidad de explotar en su beneficio. Lo que el gobierno no ha entendido es que su peor escenario es el conflicto y eso es lo que su proceder está engendrando.

El desafuero y la situación política actual han dividido al país, pero las motivaciones de quienes lo han apoyado o quienes se han opuesto, no son las mismas. Aunque parece haber pocas dudas de que hubo una violación de la ley, mucho del apoyo al desafuero trasciende esas consideraciones. De particular relevancia son los cálculos del PRI, cuya lógica, fuera de desacreditar al gobierno, no es evidente ni, valga la redundancia, muy lógica. Lo mismo se puede decir de quienes han rechazado el desafuero de manera tajante: sus motivaciones tienen que ver con un proyecto político, lo que no implica que todos estén cegados ante la posibilidad de que, efectivamente, pudieran existir violaciones a la ley. De ganar su candidato, igual podrían acabar padeciendo las consecuencias de ignorar la importancia de la legalidad.

Quizá las motivaciones más complejas en todo este proceso sean las del propio presidente Fox. Preocupado por la legalidad, ha avanzado un planteamiento ambicioso y, al menos en la retórica, convincente. A pesar de lo anterior, esa retórica no es compatible con el actuar del propio presidente Fox y su gobierno a lo largo de estos años, lo que abre un flanco evidentemente vulnerable. Pero tampoco parece haber mayor duda que el presidente, fiel a su naturaleza, entró en este proceso de buena fe, convencido de que la población (y las encuestas de opinión pública) le darían la razón. Los titubeos de los últimos días parecen sugerir que las encuestas no han sido buena guía para su desempeño en esta materia y que la falta de comprensión de lo esencial de la política puede acabar revirtiendo todo el proceso en su contra. Aunque en términos políticos lo peor que podría hacer es dar marcha atrás (y repetir el numerito de Atenco), seguir adelante podría implicar un conflicto incontenible. El poder no es lo suyo, pero el país no puede vivir de los vaivenes de las encuestas o los humores de cada mañana.

 

El peor de los mundos

Luis Rubio

Las reformas estructurales a la economía mexicana comenzaron en los ochenta y prácticamente desaparecieron a mitad de los noventa. Aunque sustanciales, dichas reformas fueron insuficientes para transformar a la economía mexicana en su integridad. De hecho, aunque presuntamente las reformas tenían el propósito de convertir a la mexicana en una economía de mercado, muchas de éstas tuvieron el perverso efecto de fortalecer el corporativismo tradicional. Lo cierto es que la transformación de la economía se quedó trunca y, para cuando llegó la crisis del 94, los intereses que se habían visto afectados tomaron la iniciativa de recobrar sus posiciones. En consecuencia, el país se encuentra hoy en el peor de los mundos: ya no es una economía controlada por el gobierno, pero ciertamente tampoco es una economía de mercado. Lo peor de todo es que el equilibrio inestable en que hemos terminado es un mundo ideal para los viejos intereses corporativistas políticos, sindicales y empresariales- pues les permite depredar de la población en su conjunto, todo ello de una manera legítima.

El problema de cualquier reforma estructural es que afecta mucho a unos pocos y beneficia poco a muchos. La lógica de cualquier reforma estructural es, por definición, la de transformar un determinado mercado, empresa o regulación, con el objeto de propiciar una mayor competencia, menores obstáculos al acceso de nuevos productores o proveedores de servicios y mejorar el bienestar del consumidor. Aunque cada reforma represente pocos beneficios para muchos, la acumulación de esos beneficios y, sobre todo, la eliminación de obstáculos, se traduce en una enorme mejoría en el curso del tiempo.

El problema en México es doble. Por un lado, como consecuencia de reformas que se dejaron a medias, la acumulación de beneficios ha sido mucho menor a la esperada. Sirva un ejemplo para ilustrar lo anterior. El crecimiento que la economía mexicana registró en la segunda mitad de los noventa se debió en gran medida a la inversión que se materializó al inicio de la década, en anticipación a que se instrumentaran más reformas. Al no darse esa segunda etapa de reformas, la inversión en nueva planta productiva se estancó, lo que ha redundado en menores tasas de crecimiento en estos últimos años. Junto con lo anterior, se erigieron nuevas barreras a la competencia (pero ahora no arancelarias, como el padrón de importadores) y se preservaron ingentes cotos de poder, sobre todo para los sindicatos de entidades gubernamentales. En lugar de que estos privilegios sean denunciados como ilegítimos e inaceptables, tanto por los políticos como por la población en general, la sociedad mexicana ha dado un vuelco tal que parece no sólo condonar su existencia, sino que otorga una mayor legitimidad a esos privilegiados que a quienes trabajan para vivir.

Por otro lado, la crisis del 94 tuvo el perverso resultado de fortalecer a quienes se habían visto perjudicados por las reformas o, más precisamente, a quienes se oponían a ellas desde un principio. La falta de destreza política del gobierno de Zedillo llevó a que los ataques a su predecesor se convirtieran también en ataques al proyecto de reforma económica, logrando con ello que ambos acabaran siendo percibidos como ilegítimos por igual. En este sentido, las reformas económicas no sólo se detuvieron a partir de 1994, sino que su oposición comenzó a crecer, hasta convertirse en el bloque que hoy lo paraliza todo en el congreso.

El punto es que el país está atorado por el choque entre reformas inconclusas e insuficientes y los intereses corporativos dedicados a hacerlas imposibles. En este contexto, no es casualidad que las reformas gocen de poca credibilidad y de que tanto el gobierno como los partidos y empresarios sean vistos como beneficiarios de un orden político y económico de carácter corporativista que tiene atorado al país.

Con todo, las condiciones actuales son insostenibles. Peor, todos los referentes históricos son inadecuados. En la retórica política se discuten dos fechas críticas como si fueran mágicas: 1970 y 1982. Algunos atacan, correctamente, la desastrosa estrategia de política económica de los sexenios de 1970 a 1982. Otros enaltecen los logros alcanzados antes de 1970. La verdad es que ambos están errados. Nadie puede dudar que la economía mexicana acabó virtualmente en bancarrota en 1982 no sólo por lo obvio (los desequilibrios fiscales y el excesivo endeudamiento externo), sino también por las onerosas regulaciones que se instrumentaron y que tuvieron el efecto de destruir y/o expropiar empresas, eliminar toda flexibilidad, impedir la inversión privada y, en una palabra, obstaculizar el desarrollo del país, además de posponer su reencauzamiento por décadas. Pero tampoco es posible ignorar que la economía mexicana ya enfrentaba círculos viciosos antes de 1970, pues todo el esquema industrial del desarrollo estabilizador había alcanzado sus límites. Lamentablemente, en lugar de proceder a una liberalización comercial gradual a partir de ese momento, que era la prescripción apropiada, los dos gobiernos posteriores a 1970 hicieron exactamente lo contrario, iniciando el círculo vicioso de crisis que duró décadas.

En lugar de comenzar un proceso gradual y perfectamente administrable de reformas a partir de 1970, el país entró en el reino de los intereses particulares y en el afianzamiento del corporativismo. Por ejemplo, la mayor parte de los contratos laborales que hoy paralizan al país se consolidaron en esos años. Los poderes fuertemente encumbrados que se instalaron a partir de ese momento siguen depredando y expoliando, todo ello en detrimento de la población en general y del desarrollo económico en particular. Esos mismos poderes, principal fuente de oposición a las reformas de los ochenta y noventa, reencontraron su espacio a partir de 1994 y se han venido afianzando una vez más. Por supuesto, es lógico que los beneficiaros del viejo orden, ahora reagrupados y con amplia representación legislativa, traten de recobrar lo perdido, pero igual de lógico debería ser el desarrollo de una fuente de oposición a ese mundo de privilegios. A final de cuentas, esa es la lógica de la democracia.

Si uno se pone en los zapatos del mexicano promedio, es lógico que su instinto sea el de rechazar las reformas. A final de cuentas, luego de casi dos décadas de intentos fallidos, es poco razonable esperar que una persona a la que se le ha prometido el cielo y las estrellas acepte que un poco más de lo mismo va a resolver sus problemas por arte de magia. En este tenor, es más lógico que la abrumadora mayoría de la población perciba a las reformas como la causa de sus males que a la infranqueable estructura corporativista como la beneficiaria de su pobreza. Por más retórica que se emplee, no hay manera de darle la vuelta a la sabiduría popular que lleva siglos formándose.

Esta situación lleva a una conclusión evidente: aunque hay mucho que el gobierno, el congreso y los políticos podrían y deberían hacer para poder encauzar el desarrollo del país, la situación política hace cualquier avance sumamente difícil. Peor, la división casi en tercios que caracteriza a la política electoral a nivel federal introduce un elemento de permanente incertidumbre y tiende a generar gobiernos de minoría que, aunque fuesen más diestros que el actual, siempre encontrarían grandes obstáculos para romper con las estructuras corporativas que han acabado por atorarlo todo.

Nuestro dilema es grave porque no parece haber muchas opciones. Ciertamente, un liderazgo efectivo que construyera un andamiaje de apoyos podría comenzar a romper los estancos que hoy hacen imposible la prosperidad. Sin embargo, es igual de cierto que la mayor parte de los intereses que deberían ser sumados para poder desarrollar una estrategia de esa naturaleza tienen un interés creado en que nada cambie. Si bien es posible articular alianzas que incluyan a algunos de esos grupos para neutralizar el poder de otros, eso requeriría de una enorme destreza. Pero el resultado podría ser espectacular. Baste recordar el enorme apoyo popular que logró el entonces presidente Salinas cuando actuó de manera decidida contra la Quina, cabeza del grupo corporativo más evidente y brutal de la política mexicana en ese momento.

Más allá de la estrategia política que decida, o pueda, emplear el próximo gobierno, el problema del desarrollo del país es el tema fundamental de hoy y nada, incluyendo la discusión sobre el desafuero y anexas, va a cambiar ese hecho medular. Nada se está haciendo para romper con los obstáculos al desarrollo ni para hacer posible la construcción de un país moderno a través de los tres temas centrales para lograrlo: el Estado de derecho y la eficacia de la gestión gubernamental (incluyendo la seguridad pública), la infraestructura y la educación. Lo patético es que el gobierno actual ni siquiera ha logrado incidir sobre los dos últimos que, presumiblemente, requerían menos astucia política y más sentido de dirección y oportunidad.

La respuesta a nuestro dilema sobre el futuro del desarrollo no se encuentra atrás, ni en un pasado idílico, sino en romper con los impedimentos que hoy obstaculizan la construcción de un país moderno, de un capitalismo en el que toda la población tenga oportunidad de prosperar (como ilustran los paisanos que, dejando todo en el país, se van a Estados Unidos y que, en miles de casos, triunfan siendo prósperos empresarios). Es necesario mirar hacia adelante, pues lo que va a cambiar al país no son los malos ejemplos históricos del pasado, sino la eliminación del interminable número de obstáculos a la creación y desarrollo de empresas, que es el vehículo más eficiente que haya desarrollado la humanidad para avanzar su prosperidad. En esto no hay soluciones mágicas, pero tampoco son soluciones imposibles o impensables. En México todo parece estar diseñado para que lo que funciona en otras partes no sea posible aquí. Nuestro país, como todos, es único; pero lo que funciona en otras latitudes funcionará aquí, si existe la capacidad de adoptarlo. Ya es tiempo de comenzar a romper los dilemas en lugar de dedicarnos a preservarlos.

 

El genio de la lámpara mágica

Luis Rubio

La realidad política nacional ha cambiado de una manera dramática a lo largo de los últimos años y de los últimos días. Por un lado está la apertura y democratización política del país en general y, por el otro, el desafuero del jefe de gobierno del DF. Ambos procesos han dejado su huella en la realidad nacional y son irreversibles. En términos metafóricos, es como si alguien se hubiera dedicado a frotar la lámpara del cuento de Aladino por mucho tiempo, hasta que se salió el genio todopoderoso. Una vez afuera, la realidad es otra y el genio ya no puede regresar a su alojamiento anterior. La pregunta ahora es cómo lidiar con las consecuencias.

Los cambios han sido de dos órdenes: los que han sido producto de años de apertura y cambio; y los que ha generado, y todavía podría generar, la serie de decisiones que culminaron con el desafuero. Ambos deben entenderse en su dimensión correcta.

La realidad política lleva años transformándose como resultado de estímulos propios y planeados. La sucesión de crisis económicas de los setenta a los noventa, dio paso a una sociedad cada vez más crítica y menos tolerante de los errores gubernamentales. Las iniciativas de reforma económica de los ochenta y noventa crearon nuevos espacios de organización y participación política, a la vez que alteraron el marco de referencia de la vida pública en el país. Las reformas electorales hicieron posible que todas esas presiones y tendencias se conjuntaran para arrojar la democratización gradual, pero real, de la vida política nacional.

El sistema político abierto y competitivo de la actualidad contrasta con las formas autoritarias y mecanismos de control del pasado. En su vertiente positiva y más atractiva, la población es hoy libre, se siente libre y actúa con libertad. Basta escuchar la apertura con que se expresan ciudadanos comunes y corrientes en entrevistas de radio y televisión para atestiguar el surgimiento de una sociedad que ya no se somete al gobierno o al reino de los políticos con facilidad. Ciertamente, sigue habiendo espacios premodernos en la política mexicana tanto por los controles que retienen algunos caciques y gobernadores, como por la manipulación a que muchos políticos todavía dedican tiempos interminables. También es cierto, y preocupante, que no se haya creado una sociedad civil pujante, sino una sociedad de demandantes de beneficios, que no reconoce responsabilidades y que evidencia una fuerte propensión a la  bronca. Sin embargo, a pesar de las deficiencias que todavía manifiesta el sistema político –y que son las que ahogan y mantienen paralizado al país, como ilustra la ausencia de reformas clave- nadie puede dudar que la vida política nacional guarda poca semejanza con el viejo sistema político, sobre todo por lo que toca a la población. Este es el punto crucial: los mexicanos han cambiado de una manera impresionante y ya no admiten los abusos a que por décadas estuvieron sometidos.

Son pocos los políticos que comprenden el cambio que ha sobrecogido a la sociedad mexicana. Muchos, los más tradicionales, siguen viviendo en su mundo, pretendiendo que Fox y su gobierno son una excepción a la regla y que todo retornará a la normalidad al terminar este sexenio. Es decir, suponen que es posible regresar al genio a su lámpara. Algunos otros, más realistas, reconocen que la competencia política ha llegado para quedarse y que el mundo idílico del pasado priísta (bajo la batuta de cualquier partido) ya no existe ni existirá. Muchos concluyen que la problemática actual se reduce a la falta de conducción política del actual gobierno y otros más culpan a la democracia de los males que aquejan al país. Casi ninguno reconoce que el cambio profundo trasciende al ejecutivo, al congreso y a las instituciones públicas y yace, en su manifestación más preclara y trascendente, en la sociedad, en la receptividad que ésta le confiere a posturas, ideas y opiniones diversas y en la capacidad crítica que ha desarrollado. El México de hoy poco se parece al del pasado y casi nadie comprende que esa nueva realidad no se puede entender o atender con reformas centradas en el mundito político, sino con una reconcepción radical de la ciudadanía como el corazón de la vida política nacional.

El desempate entre el mundo de los políticos –el del presidente, los partidos, los líderes de las cámaras y buena parte del establishment en general- y la realidad de la población es patente. Quizá su manifestación más impactante se puede apreciar en el largo proceso de desafuero que culminó en los últimos días. Aunque hay buenos argumentos, al menos en un plano conceptual, a favor del desafuero de un funcionario que no sólo ignoró una decisión judicial, sino que mostró un repetido desprecio por las formas legales y el reino de la ley, el proceso que llevó a las decisiones de los últimos días parece haber sido concebido en un planeta distinto al de la mayoría de la población. Para comenzar, excepción hecha de los usualmente débiles argumentos que presentaron miembros de la PGR sobre todo en los días previos a la reunión de la Comisión Instructora, el gobierno realmente nunca intentó siquiera explicar, y mucho menos convencer a la población de los méritos de su acción. En un proceso flagrantemente arrogante, el gobierno inició un proceso y nunca reparó sobre las posibles consecuencias políticas de largo plazo del mismo.

En este sentido, la política mexicana acaba de dar una vuelta hacia lo desconocido. Hay quienes justifican el proceso de desafuero de Andrés Manuel López Obrador y quienes lo fustigan, pero muy pocos de los actores clave en este proceso han reparado en las consecuencias de proceder de esta manera. Quienes apoyan la medida confían en que las aguas retornarán a su cauce en un futuro cercano. Quienes se oponen y se sienten traicionados por lo que perciben como una medida injusta y arbitraria, afirman que el mundo está a punto de colapsarse. Lo irónico de todo esto es que la mayoría de la población -obviamente incluyendo a uno y otro bando de esta controvertida acción- percibe que la culpa de todo esto es la democracia mexicana: unos porque ha excedido sus atribuciones y otros porque ha abierto las puertas al caos.

Como bien explicaron varios diputados en estos días, el desafuero no constituye, por sí mismo, una declaración de culpabilidad. Sin embargo, esa sutileza escapa la comprensión e interés de la mayoría de la población, cuyo instinto, para bien o para mal, le dice que se trata de un abuso. Ya de por sí el mexicano se inclina tradicionalmente a favor del débil y desprotegido, como ilustra el apoyo implícito a Irak cuando la invasión estadounidense, o las manifestaciones de solidaridad con Cuba. La habilidad del jefe de gobierno del DF para presentarse como la víctima de un proceso autoritario ha sido una hábil y astuta maniobra que construye sobre esa característica. En una palabra, visto en un plano abstracto, el jefe del gobierno tuvo una extraordinaria habilidad para definir el tema en sus términos y para deslegitimar la acción gubernamental tiempo antes de que ésta hubiera tenido lugar.

Pero las consecuencias de los procesos políticos que hoy vivimos no tienen nada de abstracto. La suma de un agudo proceso de cambio político de largo plazo y del desafuero, y lo que eso entrañe en términos de legitimidad para el sistema y las instituciones en su conjunto, constituyen realidades nuevas con las que hay que lidiar. El cálculo político que animó la decisión de avanzar hacia el desafuero, si es que hubo cálculo alguno, se centró en el objetivo (inhabilitar al jefe del gobierno de la ciudad para la contienda electoral), sin jamás reparar en las posibles consecuencias de semejante acción.  Los políticos que con enorme aplomo apostaron al desafuero partían del supuesto de que la mexicana sigue siendo una sociedad resignada, aplacada y dispuesta a tolerar cualquier acción. La pregunta hoy, cuya respuesta puede acabar determinando la estabilidad de largo plazo del país, es precisamente si esa apreciación es correcta. La evidencia parece decir exactamente lo contrario.

Lo que tenemos hoy es una sociedad cada vez más crítica y demandante; una clase política que se quedó varada en el espacio (y en una realidad política, institucional y estructural de los setenta); y un proceso político lleno de incertidumbre, desatado por el desafuero y por la falta de comprensión del momento en que vivimos, que igual puede llevarnos a un nuevo plano democrático que a una destrucción sistemática de las pocas instituciones que aún quedan en el país. Es posible, al menos en concepto, que la sociedad acabe mostrando una mayor capacidad de ajuste y adaptación a la cambiante realidad que sus gobernantes y que, por ende, utilice los pocos instrumentos con que cuenta de una manera inteligente para darle una salida pacífica e institucional a la deteriorada situación política en que nos encontramos.

Pero igualmente posible es que la sociedad pruebe ser menos madura, en un sentido democrático, de lo que un reto de esta magnitud requeriría, o que sus instrumentos (como el voto o la crítica) sean simplemente demasiado débiles para hacer la diferencia. A final de cuentas, los políticos han sido mucho más diestros para ignorar y evadir el reto de darle forma y cauce a una sociedad democrática a través de la trasformación y reforma de las instituciones políticas (desde la reelección hasta la constitución de un gobierno eficaz), que para correr extraordinarios riesgos a la estabilidad como los que entraña el desafuero para un sistema gobierno tan débil e incompetente como el que hoy existe.

El desafuero puede constituir una respuesta honesta y legal a la forma de actuar de un determinado funcionario. Lo que no es obvio es que haya sido una respuesta inteligente y, sobre todo, sabia, ante una realidad política tan frágil como la que hoy vivimos. El genio ya no está en la lámpara y tal vez nadie pueda pararlo ya. El gobierno, y el Congreso, se han jugado el todo por el todo. Independientemente de los méritos del desafuero, éste ha modificado la realidad política del país. Ahora falta lidiar con las consecuencias.

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