Pasado vs. Futuro

Luis Rubio

El México de hoy fue construido para una época que ya no existe y, mucho más importante, que ya no es compatible con la realidad presente. Aunque todos los mexicanos reconocemos esto como una realidad, como sociedad no hemos sido capaces de actuar. La creciente conflictividad de nuestro sistema político, la violencia que aqueja a buena parte del país, la criminalidad y la incapacidad para lograr tasas elevadas de crecimiento sostenido, son indicadores claros de un país que no ha logrado aceptar su realidad y actuar en consecuencia. Resulta irónico saber –esa es la buena noticia- que las oportunidades y el potencial hacia el futuro son enormes; la mala noticia es que nos estamos quedando sin opciones. Nuestra disposición para transformar el estado de las cosas no aparece por ningún lado.

El México postrevolucionario fue construido para un mundo distinto al de hoy. En principio, cada país constituía entonces un espacio en sí mismo, en buena medida aislado del resto del planeta. Aunque nadie podía mantenerse al margen en el sentido estricto de la palabra, todos los reflectores se concentraban hacia el interior. El gobierno definía sus estrategias y elaboraba sus programas de desarrollo. Algunos lo hacían bien, otros mal, pero cada uno actuaba sin tomar demasiado en cuenta al otro. Ciertamente, existían límites a lo que cada país podía hacer. Por ejemplo, el sistema monetario internacional de la posguerra estaba caracterizado por una gran rigidez, sobre todo porque se trataba de una estructura apuntalada en tipos de cambio fijos, donde cualquier alteración en la política fiscal o monetaria forzaba a una devaluación inmediata. Pero más allá de esas fronteras, cada país velaba por su propio destino.

El mundo de hoy es de fronteras porosas, competencia inmisericorde, integración económica e interdependencia creciente en todos los campos. El mundo se ha tornado “plano”, afirma Thomas Friedman en su más reciente libro: es decir, las viejas fronteras y, en especial, los viejos mecanismos de protección han desaparecido. Hoy en día, un hindú empleado en Bangalore puede sacar del mercado no sólo a un trabajador de la industria de la confección en Puebla o en Haití, sino que también puede desplazar a un radiólogo del hospital más famoso de Londres o al contador de un banco neoyorquino. El mundo se está integrado y ese proceso genera realidades nuevas que simplemente no existían hace dos o tres décadas.

Toda realidad cambiante exige ajustes y nuevas definiciones. Cuando un fabricante de zapatos advierte que sus clientes no gustan ya de los zapatos de charol que ha vendido por años, tiene dos opciones: puede ampliar y diversificar su mercado o comenzar a producir otro tipo de zapatos que goce del gusto del consumidor; o puede también pretender que el mundo permanecerá inamovible, lo que tarde o temprano lo llevará a la quiebra. La decisión es suya.

Una gran porción de los mexicanos ha respondido en masa ante nuestra patética realidad. Unos han emigrado y otros se han estancado. Los que han emigrado, entre ellos millones de pobres, han tenido la posibilidad de evadir la realidad nacional y crear una dependencia de muchas regiones del país con sus remesas. Pero no sólo emigran los pobres. Hay un número creciente de mexicanos que ocupan espacios prominentes en la academia norteamericana, canadiense y europea, así como en las empresas más avanzadas de tecnología de punta en lugares como el Valle del Silicio y otros similares.

A diferencia de India, que ha logrado atraer a técnicos y científicos hindúes de regreso a su país, además de haber creado un espacio excepcional para el desarrollo de millones de sus nacionales a través de servicios de alto valor agregado en su propio lugar de nacimiento, nosotros nos conformamos con expulsar a todos los que aquí no consiguen empleo. Claro que todo mundo, en un acto de contrición políticamente correcto, se suma al reclamo de que sean los estadounidenses quienes abandonen sus propios intereses y resuelvan el problema de los mexicanos residentes allá, pero nadie hace nada por modificar las condiciones internas a fin de parar la ignominia que representa abandonar familia y país. Nuestras prioridades están totalmente invertidas: el problema está aquí, dentro del país.

Mientras la economía mexicana más o menos crecía, la emigración resolvió parcialmente el problema, al menos por un buen rato. Pero en la medida en que nuestra actividad económica sufre la competencia inmisericorde de productores de bienes y servicios de lugares cada vez más recónditos, la capacidad de crecimiento de nuestra economía disminuye. Las economías del sudeste asiático, China e India, por citar los casos más obvios, no crecen porque paguen bajos salarios, sino porque sus gobiernos se dedican a crear condiciones para atraer la inversión y ofrecer oportunidades de crecimiento en forma consciente y sistemática. Por más que nosotros estemos concentrados (perdidos de hecho) en el proceso de sucesión presidencial, lo relevante es nuestra capacidad de generar condiciones para el crecimiento futuro y quien sea que llegue a la presidencia tendrá que lidiar con ese factor medular, no con las grillas baratas de todos los días en el congreso, en las conferencias mañaneras o en las intrigas de Los Pinos.

El país fue construido para una realidad incompatible con el mundo de hoy. Esta situación es visible en todas las esquinas del país. Los sindicatos, por ejemplo, fueron diseñados no para proteger a los trabajadores como claman sus corruptos líderes, sino para controlar a sus agremiados. Las empresas paraestatales no fueron concebidas para competir en la economía, sino para controlar recursos naturales, generar empleo y satisfacer las necesidades financieras de políticos y candidatos (Pemexgate dixit). El sindicato de maestros fue organizado para manipular elecciones, sojuzgar al profesorado y enriquecer a caciques capaces de articular reveladoras y mordaces frases (como esa de que “la moral es un árbol que da moras o vale para una pura chingada”), pero no para educar a la niñez mexicana o prepararla para enfrentar un mundo cruel y competitivo. En una palabra, el país, y todas sus estructuras e instituciones, se construyeron para un mundo que ya murió.

Independientemente de la visión y objetivos que conformaron nuestra realidad posrevolucionaria, nuestras estructuras e instituciones se crearon para un mundo que dejó de existir. Todo eso era posible en el contexto de una economía cerrada, de un mundo caracterizado por virtuales estancos económicos. Pero el mundo de hoy, como ilustran mejor que nadie nuestros propios compatriotas en Estados Unidos, exige capacidades distintas. Nuestra desidia ha sido tan grande, que aun si aceptamos la inevitabilidad de la emigración, ni siquiera hemos tenido la capacidad de formar mejor a esos mismos migrantes (como brillantemente ha hecho el gobierno filipino) a fin de que puedan ser más productivos en la economía americana y eso se traduzca en mayores remesas. Ni eso hemos podido hacer bien.

A pesar de esta triste y grave realidad, todo en la vida pública mexicana está concentrado en la sucesión presidencial. Unos atentos al hueso que podría tocarles en el próximo gobierno, otros en hacer posible su triunfo electoral (ambos lógicos), nadie parece reconocer el hecho de que si el país fuese una empresa estaría a punto de quebrar: sus clientes migran en masa, sus activos pierden valor y no se han hecho inversiones para resolver una cosa o la otra. Aunque el símil de una empresa parezca grotesco a muchos, el ejemplo sirve para ilustrar el enorme dilema que enfrenta el país: el pasado no sólo no garantiza el futuro, sino que se ha convertido en un fardo.

Lo esencial no radica en abandonar nuestra esencia, sino en transformar nuestro presente. Los sindicatos, las empresas paraestatales y el tipo de regulaciones que fueron emblemáticos en el país a lo largo de muchas décadas durante el siglo pasado, son incompatibles con nuestras necesidades actuales y con el enorme potencial desaprovechado que tiene el país. De nada sirve pretender ignorar la realidad o simular que ésta no existe. El hecho tangible es que la educación en el país no es adecuada para los desafíos que enfrenta la población todos los días, las empresas paraestatales no contribuyen a agregar valor a la economía o a elevar su productividad y una buena parte del marco regulatorio no hace sino impedir la creación de nuevas empresas, empleos u oportunidades de desarrollo.

Los políticos de hoy, al igual que los líderes sindicales y funcionarios respectivos, no son culpables de esta situación, pero sí son responsables de su perpetuación. Todos los mexicanos, con la salvedad de un puñado de políticos empeñados en negar la realidad, sabemos que empresas como PEMEX, CFE y Luz y Fuerza son propiedad de sus sindicatos y no del gobierno ni mucho menos de la ciudadanía. Independientemente sobre cuál sea la estructura de propiedad de dichas instituciones en el futuro (sobre lo que debiera haber un debate honesto y legítimo), de nada sirve pretender que esas entidades no constituyen un problema que debe ser enfrentado.

El país tiene que definir cómo va a lidiar con su futuro. Una forma sería enfrentar cada dilema, entidad, institución y regulación en lo individual, como en buena forma se ha hecho a lo largo de la última década. Ese método asegura, sin embargo, que cada discusión se convierta en una afrenta a la soberanía del país, lo que garantiza que nada cambie. Basta observar las absurdas e interminables batallas que han tenido lugar en temas como el fiscal, el energético y otros más. El fracaso de esa manera de proceder se ha traducido en más emigración, menos crecimiento y más conflicto político. La alternativa consistiría en plantear el dilema del país como un todo, debatir las implicaciones de nuestro estancamiento y subordinar cada uno de esos temas a una discusión más general. Puesto en contexto, capaz que es posible construir un futuro distinto al pasado.

Los ciudadanos podríamos forzar a los candidatos para que nos expliquen cómo van a construir ese futuro en lugar de seguir perdiendo el tiempo con sus desafueros y otros juegos de escondidillas.

 

Contra la pared

Luis Rubio

Albert Einstein decía que es una estupidez hacer lo mismo dos veces y esperar que el resultado sea diferente; nosotros solemos cometer ese error. Como tantos otros países en los últimos años, México se ha detenido en su proceso de desarrollo. Parte del problema radica en la falta de demanda para nuestras exportaciones o en la debilidad del mercado interno, es decir, en la inexistencia de lo que comúnmente se llaman «motores de crecimiento». Las exportaciones dependen de que existan mercados externos dinámicos y crecientes, así como de productos y servicios competitivos por nuestro lado. Los motores internos del crecimiento tienen que ver esencialmente con inversiones realizadas dentro del país, entre las que sobresalen aquellas relacionadas con infraestructura (carreteras, presas, plantas eléctricas, etcétera.) Muchas cosas se podrían hacer, a nivel gubernamental, para contribuir a elevar la competitividad de los productos y servicios mexicanos y para crear oportunidades de inversión que, a su vez, se traduzcan en fuentes de demanda. Sin embargo, hay un factor que no se puede desestimar y que también ha sido insuficiente en los últimos años: el empresariado. Sin empresarios pujantes no es posible el desarrollo.

Empecemos por el principio. El empresario, como cualquier mexicano, es, o puede ser, tan capaz como el mejor del mundo. Un emigrante tras otro, con frecuencia los más humildes de los ciudadanos, han probado su capacidad de desarrollo en el mercado más duro y competido del mundo. Lo mismo es cierto para muchos empresarios a quienes les resulta más fácil ser exitosos fuera que dentro del país. Es decir, no hay razón alguna para suponer que los empresarios mexicanos son menos competentes y capaces que cualquier otro.

Pero nuestra realidad cotidiana no siempre confirma esa apreciación. El embate que han sufrido muchas empresas en el país por el ingreso de productos importados, sugiere que muchos de nuestros empresarios son menos competentes de lo deseable o necesario. En lugar de adaptarse a las cambiantes circunstancias del mercado, muchos empresarios reproducen ad infinitum los esquemas vigentes desde hace décadas, olvidándose que el consumidor tiene la última palabra en una economía abierta con algún grado de competencia, sobre todo en el sector de bienes de consumo. Fuera de muchas (miles) y muy notables excepciones, muchos empresarios han tenido más dificultades y menos capacidad de adaptación que sus contrapartes en otros países.

Parte de la diferencia estriba en los problemas y obstáculos que los empresarios mexicanos enfrentan y que los ponen en desventaja frente a sus congéneres en otras regiones. Estos factores, sobre los que se ha hablado y discutido hasta el cansancio y en los que prácticamente no ha habido avance alguno, tienen que ver con la pésima calidad de los servicios públicos, los precios y tarifas del sector público y el costo excesivo asociado al cumplimiento de obligaciones fiscales. De igual forma, otra parte no menos significativa de esta problemática se debe a la escasez de inversión privada. Ésta típicamente responde a grandes iniciativas de inversión en infraestructura, con frecuencia impulsadas o promovidas por el gobierno y que aquí brillan por su ausencia, en parte por la parálisis legislativa que padecemos. La evidencia de diversos países asiáticos y sudamericanos sugiere que cuando hay proyectos grades de inversión en infraestructura, la inversión privada crece de manera desproporcionadamente superior. Pero el problema va más lejos.

Todavía más al punto, el problema no reside exclusivamente en la incapacidad fiscal del gobierno para sacar adelante esos proyectos. Hay una lógica natural -que nada tiene de ideológica- para que sea el inversionista particular el que corra los riesgos de una inversión y asuma la responsabilidad de surtir el bien o servicio que se establece en un contrato. Es un hecho indisputable que las plantas eléctricas que han construido y operado empresas privadas en el país, son más eficientes y producen fluido eléctrico de menor costo en comparación con la CFE. Al adoptar una postura ideológica y dogmática, nuestros políticos y legisladores le están cancelando, de manera gratuita, oportunidades de desarrollo al país.

Pero todos esos obstáculos no explican la desidia y falta de competencia que caracteriza a una parte importante del empresariado nacional. Tampoco explican cómo es que florece un nuevo tipo de empresario, el informal, fuera de todo marco de acción y control gubernamental. Lo que resulta evidente es una crisis de desarrollo empresarial sobre cuyas causas hay muchas hipótesis, pero no explicaciones convincentes.

Hace cosa de trece años, en un libro intitulado Lo Hecho en México, CIDAC se propuso analizar el desempeño de las empresas luego de un lustro de apertura económica. La idea era analizar el impacto que sobre el empresariado nacional tuvo la liberalización de las importaciones: cómo se habían transformado los empresarios, qué habían hecho para sobrevivir, quiénes habían tenido mejores ideas y mecanismos para capotear el temporal e, idealmente, cómo se habían transformado en empresas competitivas y exitosas a nivel mundial. No se trataba de un ejercicio enteramente original. En los ochenta, los empresarios estadounidenses andaban de capa caída, en buena medida por el embate de las importaciones japonesas que estaban devastando sectores enteros de la economía norteamericana. Estudios similares se habían realizado en España y en otros países. Todos querían saber de dónde venía y hacia dónde iba su economía; sobre todo, querían saber si había algún chance de ser exitosos.

Nuestro estudio resultó revelador. Para comenzar, los cientos de entrevistas que realizamos permitieron dividir a las empresas en tres grandes grupos: el primero lo integraban aquellas que no habían sufrido la competencia, típicamente porque gozaban de privilegios excepcionales, generalmente de orden regulatorio o porque simplemente gozaban de circunstancias monopólicas por ley o por la naturaleza de su producto o servicio. Entre estas empresas destacaban los bancos, PEMEX, CFE, Telmex, entre otras. Aunque el impacto económico de esas empresas suele ser desproporcionado sobre el desempeño de las otras, las excluimos del estudio porque nuestro propósito era entender el impacto de la competencia sobre las empresas. El segundo grupo lo integraron las empresas que sufrieron la competencia de inmediato y de manera violenta, es decir, aquellas que no tenían la menor posibilidad de sobrevivir sin llevar a cabo cambios significativos en su forma de operar. El mejor ejemplo de este tipo fueron los fabricantes de aparatos y enseres domésticos, cuya importación y visibilidad fue inmediata: refrigeradores, hornos de microondas, radios, etcétera. Finalmente, el tercer grupo lo integraron las empresas cuya actividad o tipo de producto las colocaba en una posición de competencia menos directa respecto a las importaciones: los fabricantes de lápices y zapatos, muebles y comida, los talleres de servicio, etcétera.

Cinco años después de la apertura, es decir, en 1991, las empresas se habían diferenciado de manera notable. Irónicamente, a las que mejor les había ido, y les sigue yendo, fue a aquellas que no tuvieron más remedio que actuar. Un fabricante de refrigeradores comenzó a exportarlos con una tecnología de los años cuarenta o cincuenta (para enfrentar los más modernos de lo moderno hecho en Japón, EUA y Europa) hacia los mercados de mexicanos en Estados Unidos, con el fin de generar fondos para poder transformar su planta y poder competir exitosamente; otros buscaron aliados tecnológicos y construyeron nuevas empresas que crecieron hasta convertirse en virtuales multinacionales. Por supuesto que muchas otras fueron incapaces de competir y acabaron cerrando sus puertas, pero las que sobrevivieron y las nuevas se convirtieron en la base de un sector fuerte y competitivo que sigue siendo la base del desarrollo de la economía del país y la fuente de muchas de sus exportaciones.

A las empresas que no enfrentaron la competencia de manera directa típicamente les fue mucho menos bien. En lugar de verse desplazados por el último grito de la moda en audio, empresarios que fabricaban para el mercado nacional en pequeña escala comenzaron a ver sus ventas deteriorase sin que jamás entendieran por qué. Un fabricante de auto partes ni siquiera se había percatado de que sus productos, piezas para carburadores, eran irrelevantes con el cambio tecnológico. Es decir, aunque fabricaba buenos componentes, ya no existía mercado para ellos porque los autos nuevos de entonces ya no empleaban carburadores. Otro expresó molestia ante la pregunta de en qué estaba invirtiendo: airoso y enojado dijo que su abuelo había invertido mucho dinero en la fábrica, que su padre había vivido de ella y que él no encontraba razón alguna para invertir ni un centavo.

Para ser exitoso, el empresario requiere de un terreno propicio para poder competir, es decir, condiciones similares a las de sus competidores en términos de costos, reglamentos, burocracia, etcétera. La realidad actual no refleja ese tipo de condiciones: muchos precios y tarifas de bienes y servicios públicos son exorbitantes cuando se les compara con los de otros países, y eso sin incluir los costos asociados con la burocracia y la inseguridad pública. Todo esto explica la elevada propensión a la informalidad, evidencia pura de la pésima estructura institucional que caracteriza a nuestra economía. La solución a la mayoría de estos problemas no depende del poder legislativo ni de actores externos sino del propio ejecutivo, que podría abocarse a hacer competitivo el espacio de desarrollo empresarial. Se requiere desmantelar la vieja forma de controlar a la economía y no un programa para hacer mas changarros no competitivos.

Afortunadamente contamos con empresarios excepcionales, comparables con los mejores del mundo. Pero algo hay en nuestro proceso socioeconómico que impide que florezcan nuevos y avezados empresarios. Algo hace que sólo unos cuantos prosperen y generen riqueza. Dado el panorama, lo que no necesitamos son impedimentos como los que nos recetan cotidianamente nuestros diestros políticos. Sin empresarios no hay futuro; es imperativo crear las condiciones para hacer posible el surgimiento y desarrollo de muchos más.

 

China, Rusia y México

Luis Rubio

China está de moda en el mundo. Algunos ven el éxito de esa nación con envidia, en tanto que otros lo perciben como una amenaza indomable. Prácticamente no hay publicación europea, estadounidense, latinoamericana o mexicana que no discuta algún ángulo del éxito chino, incluyendo sus dificultades. Más allá de su éxito exportador, una de las comparaciones más interesantes es la que muchos estudiosos entablan entre Rusia y China. Por qué, se preguntan, China ha sido tan exitosa y Rusia tan desafortunada. Las lecciones de este debate son por demás relevantes para nuestro propio proceso de reforma económica y explican mucho del malestar que se percibe, en ambos lados de la disputa, sobre los cambios de las últimas décadas.

Las comparaciones entre Rusia y China surgen de su historia común. Ambas naciones, a lo largo de buena parte del siglo XX, se constituyeron en las dos potencias comunistas del mundo. La URSS no sólo enarboló el estandarte comunista, sino que, en su calidad de superpotencia militar y nuclear, se convirtió en la más aguda e importante fuente de promoción política e ideológica del comunismo en el mundo. En contraste, China fue una potencia más reservada en cuanto a la ostentación de su credo político, menos preocupada por su influencia en el resto del mundo que por su consolidación interna.

Más allá de los contrastes ideológicos y de visión en sus relaciones con el mundo, las diferencias internas y de estrategia de desarrollo entre la Unión Soviética y China fueron abismales. Mientras que la primera se abocó a la industrialización forzada a partir de grandes plantas concentradas en los sectores considerados básicos para el desarrollo de acuerdo al dogma comunista (como el acero), China preservó su naturaleza fragmentada, sostuvo una agricultura pobre y, aunque fue igualmente severa con la población en términos de pureza ideológica, respetó formas de producción y hasta de propiedad que los soviéticos jamás toleraron. Esas diferencias han cobrado una enorme importancia en la actualidad.

Por lo que toca a México y Rusia, existen muchos estudios serios que establecen paralelos significativos entre sus dos revoluciones; para ambas 1917 es fecha de referencia obligada. Aunque la dinámica histórica de las dos naciones no tiene prácticamente ninguna semejanza, es interesante notar que muchas de las instituciones políticas y económicas que surgieron de ambas revoluciones siguieron patrones similares de desarrollo. Ambas naciones, por ejemplo, desarrollaron partidos únicos con fuertes dotes corporativistas que rápidamente se convirtieron en un monopolio de acceso al poder. De igual forma, ambas naciones se caracterizaron por liderazgos fuertes y todopoderosos. Aunque en México, a diferencia de la URSS, se preservó la propiedad privada, sus formas y características ciertamente no eran dignas descendientes de los postulados de Adam Smith. Más bien, muchas de las restricciones al uso o acceso del capital privado, las reservas estatales en diversos sectores económicos y el énfasis en sectores básicos (que aquí se llamaron estratégicos) parecían inspirados en una visión socialista del mundo. Es evidente que las diferencias entre la antigua URSS y el México postrevolucionario son muchas y muy significativas, pero no hay por qué despreciar algunas semejanzas por demás interesantes. De hecho, quizá el devenir de la nueva Rusia pueda servir para comprender mejor algunos de los dilemas y malestares que hoy dominan el discurso público y, sobre todo, las preocupaciones de mexicanos en todos los ordenes.

Rusia, China y México intentaron, más o menos simultáneamente, transformarse y modernizarse a lo largo de las últimas dos décadas. Hacia la mitad de los ochenta, China comenzó su gran despertar luego de décadas de hibernación, México inició la apertura económica y Rusia mostró los estertores de inoperancia e inviabilidad de su modelo de desarrollo. Cada una de las tres naciones enfrentó sus dificultades y limitaciones de manera distinta. México gozaba de la enorme ventaja de contar con instituciones económicas que, si bien no siempre plenamente funcionales, eran parte inherente a su estructura. Por ejemplo, los precios en México podían estar distorsionados en muchos casos, como podrían ser los de energéticos o los agrícolas, pero el sistema de precios reflejaba una estructura de costos y un valor de intercambio. Para China y Rusia, los precios reflejaban prioridades políticas antes que circunstancias económicas; por eso cuando enfrentaron el tema, éste se constituyó en una revolución en sí misma. Para los rusos, la vivienda, los alimentos y la educación no tenían más que un precio simbólico. En la realidad, los precios se expresaban de otras formas, sobre todo a través de la escasez.

El hecho es que las tres naciones se encontraron con que sus estructuras económicas eran disfuncionales y no satisfacían la demanda de empleo ni las aspiraciones de progreso y desarrollo de la población. Cada nación respondió a sus retos de acuerdo a su estructura política y a la visión de sus respectivos liderazgos, pero sin dejar de tomar en cuenta las realidades estructurales de cada país. De esta forma, mientras que China podía darse el lujo de liberar a su fuerza de trabajo campesina sin perder el control político, Gorbachov se encontró con que cualquier movimiento en la economía entrañaba una transformación de sus estructuras políticas. Para poder transformar su economía, los rusos tuvieron que liberalizar recursos que monopolizaba el gobierno soviético y para ello fue inevitable desmantelarlo. En China, Deng Xiaoping fue capaz de darle la vuelta al partido y a los intereses ahí incrustados porque el gobierno chino no controlaba ni se beneficiaba de esos recursos humanos. El punto es que, a pesar de la naturaleza comunista de ambos gobiernos, las circunstancias estructurales de cada uno les empujaron por sentidos distintos.

En México, las reformas comenzaron a contracorriente en buena medida porque la población prefería por instinto la lujuria de los setenta a la austeridad de los ochenta. Evidentemente nadie en su sano juicio optaría por lo segundo, pero el problema era que, en los ochenta, el gobierno se había quedado sin alternativa. La mayor parte del crecimiento experimentado en la década anterior fue producto del súbito crecimiento de los precios del petróleo y de la deuda externa, que se adquirió amparada en la expectativa de que esos precios se mantendrían elevados y que continuarían creciendo. Al desplomarse los precios del petróleo al inicio de los ochenta, la situación cambió y, en lugar de recursos ilimitados (que, motivaron al presidente en turno a pronunciar su famosa frase: administremos la abundancia), debimos enfrentar una situación más cruda y real: pagar la deuda y ponernos a trabajar. Los ochenta fueron años de transformación no sólo económica, sino sobre todo de conciencia. El país tenía que renunciar a la falsa idea que el gobierno pregonó de que el petróleo permitiría una abundancia ilimitada y enfrentar la problemática del verdadero desarrollo, ese que se construye con el trabajo, el ahorro y la inversión. Aunque las características de nuestro proceso de modernización en los últimos años han sido distintas a las de China y Rusia, el contraste muestra tanto las limitaciones de cada una de las tres naciones como las oportunidades perdidas.

En cierta forma, China es un caso aparte por el hecho de que hasta los ochenta seguía siendo una nación esencialmente campesina. Su estructura económica era bastante rudimentaria y su sistema político poco dependiente de los campesinos; bajo un liderazgo visionario, su transformación fue extraordinaria y relativamente fácil en términos políticos. La mejor evidencia de lo anterior es que el Partido Comunista sigue a cargo.

La situación rusa y mexicana es claramente distinta. Diversos estudiosos del tema han analizado la manera en que ambos países intentaron reformar sus economías y el desempeño del sistema político en cada caso. Un punto relevante de comparación sobre el particular se ilustra con otras naciones que han perseguido transformaciones similares, como las del este de Europa (Hungría, Polonia, la República Checa y demás), cuya situación no era terriblemente distinta a la soviética y, en cierta forma, a la nuestra. La evidencia sugiere que las naciones más exitosas en su proceso de transformación económica luego del fin del monopolio unipartidista, fueron aquellas que enfrentaron el problema de manera radical, comprensiva y de golpe.

Anders Aslund, un connotado estudioso sueco, afirma que, aunque la reforma radical dislocó muchos empleos y estructuras económicas, tuvo la enorme ventaja de que todos los beneficios de la reforma comenzaron a acumularse a partir de ese momento (Building Capitalism: The Transformation of the Former Soviet Bloc, Cambrige, 2001). Es decir, en lugar de enfrentar olas sucesivas de reforma, dislocación y cambio, como en Rusia, Bulgaria y Rumania, los ciudadanos polacos y húngaros experimentaron casi pura mejoría luego del primer golpe. México, como Rusia, sigue esperando el momento de la gran mejoría.

México no es China ni es Rusia y sus circunstancias son claramente distintas a cada una de estas naciones. Con China comparte una primera etapa de crecimiento en sus exportaciones, en tanto que con Rusia una estructura económica mucho más inflexible y difícil de adaptar que la China. Los chinos han logrado convertir sus vulnerabilidades en fuentes no sólo de apoyo político, sino también de desarrollo económico. El caso de los campesinos es emblemático: su primer gran triunfo consistió en convertir al campesino pobre en el puntero de su desarrollo económico. Nosotros nos empeñamos en mantener pobres a los campesinos en aras de la pureza ideológica. Por su parte, los rusos privatizaron su petróleo y todos los recursos naturales, en buena medida como reacción a décadas de monopolio gubernamental autoritario y arbitrario. Nosotros nos empeñamos en preservar un monopolio estatal en electricidad y petróleo, como si en lugar del desarrollo, el objetivo fuera la preservación del monopolio en sí. Nuestras prioridades están todas trastocadas y los políticos gozan de preservar la pobreza. ¿Será tiempo de la alternativa radical?

 

La Corte ‘versus’ la historia

Luis Rubio

Al menos un poder sí funciona. Eso puede concluirse de las recientes decisiones emanadas de la Suprema Corte de Justicia, mismas que, poco a poco, van dando forma a una nueva institucionalidad en el país. El potencial de conflicto en una sociedad a la vez tan nueva y tan vieja como la mexicana es inmenso y permanente. En un contexto así, la función de la Corte es vital no sólo para dirimir conflictos, sino también para ir construyendo los cimientos de una sociedad democrática y funcional. Dado el entorno, es impresionante no sólo la disposición de la Corte para cumplir este papel, sino también el que los políticos, a pesar de su refunfuño permanente, la estén acatando.

Ninguna sociedad nace con todos sus problemas resueltos. Hasta las sociedades más organizadas, democráticas y funcionales pasan siempre por momentos de parálisis e inmovilidad. Las sociedades evolucionan, el tiempo cambia, los problemas son distintos y nadie, por inteligente y astuto que sea, puede prever todas las contingencias por las que atravesará una organización social en el curso del tiempo. Siempre habrá nuevas definiciones por precisar o conflictos que dirimir. No es casualidad que naciones como España y Estados Unidos, países que en dos momentos distintos, con doscientos años de distancia, se abocaron a pensar en la construcción de una nueva sociedad a partir de la redacción de una constitución enteramente novedosa y creativa, se caracterizan también por el dinamismo de sus cortes constitucionales.

Una y otra cosa van de la mano. La función de las cortes supremas o constitucionales es justamente esa: interpretar el texto constitucional, determinar la compatibilidad de las leyes secundarias con dicho texto y precisar las atribuciones de los poderes públicos (como el ejecutivo y el legislativo), así como las relaciones entre la federación y los estados. Se trata de un ejercicio no sólo indispensable para el buen funcionamiento de una sociedad, sino sobre todo para el fortalecimiento gradual de las instituciones que es, en el largo plazo, la mejor garantía de éxito de un país.

El caso de México quizá sea un tanto inusual por su historia particular. Muchas de los temas en que se ha visto involucrada la Corte tienen más que ver con los vicios de nuestro viejo sistema político que con la vida cotidiana actual, pero su impacto sobre la realidad del momento es enorme. De haber sido democrático nuestro sistema político, muchas de las decisiones que hoy resultan controvertidas, quizá se hubieran resuelto en la década de los veinte o treinta del siglo pasado, pues en muchos casos se trata de obviedades constitucionales.

Quizá el ejemplo más patente, y también recurrente en los últimos tiempos, es el de la separación de poderes. Algunos temas relativos a la separación de poderes, como el del papel de la Auditoría Superior de la Federación vis a vis el ejecutivo, han resultado frecuentes en decisiones recientes de la SCJ. En controversias entre ambas instancias, la Corte ha concluido que el Auditor se ha extralimitado de sus funciones en temas particulares como el Fobaproa y los permisos eléctricos. En ambos casos, aduce la Corte, la Auditoría tiene facultades para revisar los actos del ejecutivo y puede hacer observaciones sobre lo que encuentre en su proceso de revisión, pero no puede determinar constitucionalidad (como en el caso de los permisos eléctricos, sobre los que había dado órdenes de suspensión), ni puede decidir en temas del ejecutivo (como en el caso de los créditos sobre cuya supervisión tiene responsabilidad la Comisión Nacional Bancaria). La línea de separación entre una recomendación y una orden resulta ser, en términos constitucionales, fundamental para diferenciar las atribuciones de uno y otro poder. Además, la Corte estableció el principio de anualidad constitucional (el Auditor no puede volver a revisar la cuenta pública de años previamente revisados), lo que fortalece la seguridad jurídica.

Pero los temas de separación de poderes seguirán siendo relevantes y también menos obvios. En la medida en que una sociedad evoluciona y se torna más compleja, los temas de regulación económica se vuelven más difíciles de calibrar en un sentido económico y también jurídico. Por ejemplo, un legislador con la mejor buena fe, puede introducir mecanismos de regulación en una determinada iniciativa de ley que, sin proponérselo, invada las facultades exclusivas del ejecutivo. Algo similar se puede decir de las atribuciones que el ejecutivo se dio a sí mismo en determinadas regulaciones y que exceden visiblemente sus facultades.

La Corte se ha dedicado a precisar atribuciones y marcar diferencias en un contexto particularmente difícil. Baste recordar que a lo largo de décadas de predominancia del ejecutivo sobre todas las decisiones que tuvieron lugar en el país, el poder legislativo aprobó un sinnúmero de leyes con frecuencia contradictorias con la propia constitución, cuando no con otras leyes reglamentarias, arrojando así un mar de confusión para abogados y ciudadanos por igual. Cuando la palabra presidencial era equivalente a la Palabra del Señor, la interpretación relevante era la suya. En una era de división de poderes y de mayor libertad ciudadana, no siempre resulta evidente si el criterio aplicable es el de la época de los veinte o los ochenta. En el caso del presupuesto, por ejemplo, la Corte no se limitó a la interpretación que se había convertido en dogma para los abogados por décadas, sino que se remitió al texto constitucional original, con lo que modificó toda una manera de proceder político.

Recientemente se ha acusado a la Corte de haberse politizado. Según algunos críticos del único poder público que parece entender su función en esta era de desconcierto, la Corte ha tomado decisiones para servir al ejecutivo. De esta forma, lo que antes se hubiera explicado como producto de la valentía de los ministros de la Corte por estar dispuestos a remar a contra corriente, ahora se interpreta como sumisión. La verdad es que, si uno analiza las decisiones emitidas por ese tribunal en los últimos tiempos, sus veredictos registran variaciones pero a la vez consistencia, no con alguna de las partes en disputa, sino con una línea de interpretación.

El dilema de todas las Cortes constitucionales es el mismo: tienen dos o más actores en disputa, todos ellos (al menos en nuestro caso) son actores políticos con fuerte propensión a usar el micrófono para tratar de avanzar su causa. Frente a un escenario como ese, no hay manera en que todas las partes acaben satisfechas. La función medular de la Corte es la de dirimir conflictos entre los otros poderes, función que puede ser estrictamente jurídica, pero que inevitablemente será interpretada como política porque alguno de los actores saldrá afectado del resultado. Habiendo dicho lo anterior, hay ocasiones en que la Corte tiene que tomar una postura política no porque apoye a un partido o actor determinado, sino porque el tema sobre el que resuelve tiene consecuencias amplias y profundas para la sociedad. Lo irónico de quienes critican la politización de la Corte es que ésta más bien ha evitado tomar posturas políticas al decidirse en casi todos los casos polémicos sobre la forma, y no el fondo, de los asuntos. Llegará el día en que aborde el fondo de un tema de verdad controvertido y entonces sabremos qué tan política es dicha institución.

Quizá valdría la pena imaginarnos al México de hoy sin una SCJ como la que tenemos. La SCJ opera entre dos factores: la vida real y la letra de la ley. La vida real es de conflicto, disputa interminable por el poder, enorme desigualdad social y grandes desacuerdos intelectuales y filosóficos sobre la dirección del desarrollo. Por su parte, nuestra normatividad, comenzando por la propia Constitución, es contradictoria, omisa en un gran número de temas y rica en discrecionalidad burocrática. Mientras que la Constitución fue producto de un acuerdo entre numerosos grupos revolucionarios, la mayor parte de la legislación secundaria reflejó las posturas y preferencias de una sucesión de presidentes todopoderosos, cada uno con ideas distintas de sus predecesores. En una palabra, tenemos un entorno político propicio para el conflicto y la violencia y un entorno jurídico contradictorio en el que cada quien puede encontrar justificación para su postura particular. Si no existiera la Corte que hoy tenemos es posible que estuviéramos al borde de un conflicto civil.

Quizá sea excesiva esta afirmación, pero hay que recordar la manera en que los legisladores reaccionaron cuando la Corte aceptó la controversia del ejecutivo en materia del presupuesto, o la propia reacción del presidente cuando el presupuesto de 2005 fue votado por el congreso en diciembre pasado. Si bien no es posible derivar consecuencias violentas de dichas actitudes y la retórica inflamante, no me cabe la menor duda que la existencia de la Corte ha permitido que opere una instancia crítica para la resolución de conflictos, sin cuya existencia los problemas de gobernabilidad tan cacareados serían reales. Con todos sus problemas, y quizá por ellos, sin la Suprema Corte que tenemos, el país no gozaría de la relativa paz que existe. Cualquier observador de otras latitudes en nuestro continente podría confirmar esto de inmediato.

A la fecha, la Corte ha decidido los temas controvertidos fundamentalmente sobre la forma de los asuntos. Algunos quisiéramos ver una incursión eventual en temas de fondo, pues quizá esos permitan arraigar definiciones precisas del curso que debe orientar al país. Sin embargo, con sus decisiones sobre la forma, como las relativas a la Auditoría Superior, se han evitado conflagraciones en temas como el del Fobaproa, al que se le ha sacado todo el jugo político posible. Sin la Corte, es posible que el país todavía tuviera bancos en crisis.

La Corte ha tenido una presencia mucho más pública de lo que es común en el mundo. Sus debates se han realizado en presencia de los medios, lo que con frecuencia genera hasta quinielas sobre su votación posterior. Quizá la Corte pudiera fortalecer su credibilidad y presencia ganadas al calibrar mejor su presencia pública, abogar por su relevancia más con el texto de sus sentencias que con transcripciones de debates que, por tan públicos, reflejan la falibilidad humana que no siempre va acorde con la necesidad de una augusta y sobria institución.

 

Disparándole al pie

Luis Rubio

¿Dónde es más caro el terreno agrícola, cerca de la carretera o lejos de ella? En una situación típica, el precio por metro de un terreno es mayor cuando está cerca de una vía pública importante y menos conforme se aleja de ella. Pero en el mundo de la migración ilegal no todo es como parece y la lógica convencional con frecuencia no aplica en estos casos. Aunque no hay duda que los norteamericanos son ignorantes o hipócritas en cuanto al tema migratorio, nuestro establishment político es, a todas luces, suicida. La arrogancia de nuestros políticos es tan grande que les impide usar ya no la inteligencia, sino incluso el sentido común.

Bajo los códigos de lo políticamente correcto, nuestros migrantes sufren y son vejados por las autoridades norteamericanas de todos niveles, se les niega acceso a servicios públicos y no cuentan con los derechos civiles más elementales como el de votar en nuestras elecciones. Todo eso es cierto, pero  me permito afirmar que no es ese el problema relevante. Dadas las circunstancias –es decir, la permanente incapacidad del gobierno para crear condiciones apropiadas que contribuyan al crecimiento de la economía y el empleo-, el hecho de que millones de mexicanos cuenten con oportunidades de empleo en Estados Unidos parece ser un regalo literalmente caído del cielo. Todavía más: a pesar de las condiciones inhóspitas para los migrantes (que con frecuencias son mucho peores del lado mexicano que del estadounidense), el sistema funciona razonablemente bien.

Por supuesto que hay muchos aspectos intolerables en todo este asunto, comenzando por los centenares de muertes que se acumulan año con año y que podrían evitarse. Pero si uno compara este número con el de mexicanos que cruzan la frontera y se instalan en el país vecino, el número probablemente no es muy superior, en términos porcentuales, a las víctimas de accidentes en su camino al trabajo en otras partes del país. Por otro lado, los millones de mexicanos que cruzan la frontera y llegan a su destino cuentan con fuentes de empleo, alimentan a sus allegados y sostienen a un enorme número de familias en el país. Sin duda sería mucho mejor que toda familia mexicana pudiera mantenerse unida y sus integrantes encontraran mejores oportunidades en México, pero para ello sería necesario llevar a cabo transformaciones profundas en nuestra estructura económica y fiscal, algo que infringe toda una serie de  tabúes mentales que obnubilan a nuestros políticos.

Irónicamente, en el caso de los migrantes son dos los tipos de tabúes que predominan: los que originan su emigración y, los todavía más estúpidos, los que quizá les acabe obligando a regresar si nuestros dilectos políticos tienen éxito en sus esfuerzos por hacerlos evidentes, notorios y, por lo tanto, políticamente intolerables en el país en que ahora trabajan.

Por el lado norteamericano, la migración ilegal funciona como un mercado perfecto. Por muchos policías, vigilantes (gubernamentales y privados), muros de protección y locutores ruidosos, los flujos migratorios siguen el patrón de la demanda laboral y no el de la protección fronteriza. Independientemente de las instrucciones precisas que pueda o no recibir la border patrol, el porcentaje de migrantes que devuelve a México, en comparación con el que se queda, es irrisorio. El número de personas que consigue cruzar la línea y permanecer allá, se explica más por la demanda en el mercado de trabajo que por los mecanismos de control existentes, los desiertos inhóspitos o los muros que dividen a los dos países.

En el estado de California, por ejemplo, el precio de la tierra asciende conforme aumenta la distancia respecto a las carreteras principales, pues eso hace menos costosa la contratación y administración de mano de obra ilegal. Igual que en cualquier otro trabajo, los inspectores dedicados a expatriar a migrantes ilegales observan lo que es fácil observar (los terrenos cercanos a las carreteras) y son menos curiosos con lo que pasa kilómetros adentro. El precio de la tierra es indicativo de la realidad del mercado laboral: lo que no se ve no existe y por lo tanto funciona.

El énfasis en “resolver” el tema migratorio que ha impulsado el gobierno del presidente Fox y que ahora se ha convertido en dogma de fe de todos nuestros políticos, amenaza con alterar el delicado equilibrio que existe en el mercado laboral: equilibrio entre la demanda de empleo y la oferta de mexicanos que quiere cruzar. Más al punto, no es obvio que exista un “problema” migratorio y mucho menos del lado mexicano: si nos descuidamos, los norteamericanos pueden decidir que la migración ilegal es un problema que debe combatirse, como ya parece estar ocurriendo, en no poca medida, por nuestra torpeza al haber puesto el tema en la arena política de aquel país sin haber meditado las consecuencias.

Por supuesto, en un mundo ideal no existirían barreras a la migración, como comienza a ocurrir en Europa (aunque no entre todos los países que integran la Unión Europea) y las barreras existentes serían las mínimas requeridas por razones formales: una visa, una autoridad migratoria que revisara la documentación y nada más. Pero, por razones múltiples, la posibilidad de acercarnos a ese ideal en esta relación bilateral resulta prácticamente nula. Se trata de naciones con niveles de desarrollo y riqueza muy distintos, donde uno de ellos (México) cuenta con una economía totalmente disfuncional que cada vez es menos capaz de atraer inversión productiva y no hace nada para siquiera aprovechar sus recursos naturales más evidentes. En adición a lo anterior, es evidente que, aun en las circunstancias más benignas, sería difícil hacer compatibles dos sociedades tan distintas (en historia, sistemas legales, etc.) cuando no existe la menor voluntad para avanzar por ese terreno. Así como los diputados le exigían al presidente que “acatara” su decisión en materia presupuestal, los políticos mexicanos parecen creer que tienen posibilidad de exigir algo semejante al gobierno norteamericano en materia migratoria.

Dadas las circunstancias, el sistema de migración laboral funciona tanto para los estadounidenses como para nosotros. Los norteamericanos podrán ser hipócritas al conscientemente ignorar la existencia del tema migratorio y de cerrar los ojos frente al número de ilegales que reside en su país, pero esa amnesia colectiva (y voluntaria) es precisamente lo que ha hecho posible que nuestros connacionales tengan las oportunidades que aquí, con toda alevosía y ventaja, les niegan. Dado que el mundo ideal (eliminar barreras a la migración) parece hoy inalcanzable, la pregunta es para qué arriesgar el statu quo que tanto nos beneficia (como ilustran las remesas y su enorme impacto).

México está poniendo en riesgo tanto las oportunidades para nuestros migrantes como para sus familiares en México. Son dos las estrategias ideadas por nuestros políticos para atentar contra una situación que es favorable para muchos de nuestros compatriotas. Por un lado está la propuesta de un “tratado migratorio”; por el otro el voto de los mexicanos en el extranjero. Ambas iniciativas (la última recientemente aprobada por el congreso) tienen su lógica, máxime si se les percibe como temas mexicanos. Sin embargo, en ambos casos, el tema trasciende lo mexicano, pues su impacto principal sería en territorio norteamericano. Desde esa perspectiva más amplia y compleja, ambos temas son deseables, pero absolutamente imposibles. En sentido contrario, seguir empujando en esos frentes puede traer por consecuencia una reacción descomunal que los haga irrelevantes.

El  “tratado” migratorio suena atractivo a primera vista, pero no parece plausible con la realpolitik de los dos implicados. Los estadounidenses jamás van a firmar un tratado en esta materia con otro país y, suponiendo que esa realidad cambiara, nosotros no estamos dispuestos a satisfacer lo que ellos demandarían: controlar flujos de migrantes de terceros países, además de limitar el flujo de los nuestros. En todo lo que va de la administración Fox no se ha logrado más que alertar a todos los enemigos del tema migratorio en EU y su respuesta no se ha hecho esperar, como se puede apreciar no sólo en Arizona, sino en los noticieros nocturnos de todos los días. Por donde uno le busque, la solución al tema migratorio no vendrá de una negociación con los norteamericanos y menos de seguir haciéndole propaganda.

El tema del voto de los mexicanos en ese país es todavía más explosivo, aunque no resulte aún evidente en Estados Unidos. El Congreso ha aprobado el voto de mexicanos que ya tengan la credencial de elector, pero muchos quieren proseguir hacia el otorgamiento de derechos plenos a esos ciudadanos. Antes de hacerlo, valdría la pena analizar dos ángulos clave: la credencialización y las campañas. Al llevarse a cabo un censo integral de los mexicanos en ese país para proceder a su credencialización, se evidenciaría que los mexicanos en ese país no son los 3 ó 4 millones que comúnmente se acepta como la cifra correcta, sino varias veces superior. De la misma forma, una campaña política activa en su territorio no haría sino llamar la atención. Estas circunstancias crearían una nueva realidad política en ese país, que obligaría a sus políticos a responder de manera decidida. Es decir, se corre el riesgo de hacer público el enorme número de mexicanos residentes allá, todo por el prurito de nuestra ciega arrogancia. El afán de matar la gallina de los huevos de oro, por lo menos para aquellos mexicanos que los políticos siempre han ignorado aquí, es inverosímil.

En vez de abogar por los intereses de esos mexicanos de la boca hacia fuera, sería mucho mejor llevar a cabo cambios estructurales de fondo en México para crear empleos productivos y, con base en ellos, negociar apoyos financieros estadounidenses para arraigar a esos mexicanos en el país. Un plan de desarrollo bien concebido, que involucrara inversiones en infraestructura de gran envergadura a la par con la liberalización real de la economía mexicana, permitiría crear empleos de manera prodigiosa en el país. Y no cabe duda de que, bajo esas circunstancias, sería posible atraer apoyos billonarios de parte del gobierno estadounidense. La alternativa, muy arrogante, sería tener que aceptar de regreso a nuestros migrantes, sin oportunidades y sin apoyos.

www.cidac.org

¿Cómo gobernarnos?

Luis Rubio

Muestra palpable de la confusión que embarga nuestra realidad política es el desacuerdo imperante sobre las causas de la disfuncionalidad de nuestro sistema de gobierno. Las propuestas de solución son tan amplias y diversas que evidencian la perplejidad de actores y observadores de la política nacional, así como el relativismo en el que hemos caído. Lo que es claro es que nuestro sistema de gobierno es ineficaz y disfuncional; ese tiene que ser el punto de partida para la solución.

Hay toda clase de propuestas de solución para la problemática política actual. Lo paradójico es que no exista un consenso sobre la naturaleza del problema que enfrentamos. De esta manera, lo más frecuente es encontrar soluciones que definen el problema y no al revés.

La gama de propuestas de solución es extraordinaria y abarca un enorme espectro de posibilidades, algunas más aterrizadas que otras. A grandes rasgos, las propuestas fluctúan desde la adopción de un sistema semiparlamentario hasta el fortalecimiento del ejecutivo. En este rango, algunos quieren reformar la estructura del poder ejecutivo, otros quieren que éste comparta el poder. Otros más se orientan hacia la reorganización del poder legislativo, sin modificar al ejecutivo. Las propuestas más atractivas se centran en una reconcepción de los incentivos que motivan a los políticos y dan forma a las estructuras institucionales. Con todo, en la prisa por ofrecer soluciones creativas, poco se ha discutido sobre las peculiaridades y la naturaleza misma- del problema.

Algunas de las propuestas surgen por el afán de imitar sistemas políticos eficientes. Pero la imitación cobra muchas formas: unos quieren hacer tabla rasa de lo que existe e imponer un sistema totalmente nuevo que reemplace lo existente, en tanto que otros proponen llevar a cabo adaptaciones relativamente pequeñas que modifiquen la manera de funcionar de las instituciones y sus participantes.

La idea más popular, sobre todo entre quienes propugnan por un cambio radical, es la de adoptar alguna variante del sistema francés de gobierno. Como en otros países que en algún momento enfrentaron severos problemas de disfuncionalidad gubernamental, a Francia le llevó años de prueba y error construir el sistema semiparlamentario que hoy tiene. Ese sistema tiene características únicas, como la presencia de una presidencia fuerte y la figura ejecutiva de un primer ministro que es elegido por el congreso de manera independiente al presidente.

Desde que se construyó la llamada Quinta República, en Francia prácticamente siempre ha coincidido un presidente y un primer ministro del mismo partido, fórmula en la que el presidente ejerce vastos poderes y una clara primacía sobre el parlamento y su primer ministro. En las pocas ocasiones en que el gobierno ha estado en manos de un partido distinto al del presidente, como ocurrió bajo el gobierno de Mitterand y de Chirac (la llamada cohabitación), las tensiones fueron permanentes y los avances pequeños.

Independientemente de su aplicabilidad en México, la fortaleza del sistema francés, y su atractivo para quienes lo piensan como una alternativa, es doble: por un lado, permite separar al jefe de Estado del jefe de gobierno, aunque a la vez permite que, de facto, sea el mismo cuando ambos son del mismo partido. El atractivo para el sistema político mexicano es obvio, pues permite mantener las virtudes de un sistema con capacidad de decisión (como ocurrió en la época priísta), pero a la vez acotarlas a través de un legislativo que, efectivamente, puede demarcar al presidente y, en un momento dado, estar controlado por un partido distinto al de éste. Es decir, la gran virtud del sistema es que le confiere autoridad y flexibilidad al sistema de gobierno. Sobre todo, permite la existencia de mecanismos que impiden caer en una situación de crisis cuando un presidente no es idóneo para asumir sus responsabilidades o cuando, de cambiar las circunstancias, la población pierde confianza en su gobierno.

La otra razón por la cual el sistema francés es atractivo se explica por la combinación de un periodo fijo para la presidencia (y, por lo tanto, la certidumbre que de ello emana), con la flexibilidad de un sistema parlamentario cuya composición puede cambiar en cualquier momento y reflejar, así, la siempre cambiante correlación de fuerzas políticas en una sociedad. Es decir, mientras que el periodo presidencial tiene una duración predeterminada, el periodo legislativo depende de la capacidad y habilidad que detente el gobierno (en manos del primer ministro, miembro del parlamento) para sostener la coalición que le confiere su mandato. En teoría, un gobierno puede durar lo mismo unos días o semanas que el periodo íntegro del mandato legislativo. En un sistema electoral que no limita de modo alguno la creación de partidos políticos, la estabilidad del gobierno depende de la capacidad para mantener y nutrir a la coalición.

El actual sistema político francés fue producto de varios intentos de organización y, sobre todo, de la fallida Cuarta República, creada después de la Segunda guerra mundial. Se trató de la adaptación continua de las estructuras políticas hasta dar con un diseño electoral y político que empató con las necesidades y realidades particulares de Francia. En estas circunstancias, pretender imitar al sistema francés y suponer que se duplicarían los resultados sería tan absurdo como la imitación de cualquier otra forma de gobierno. Las realidades son distintas y distintas tienen que ser las soluciones.

Derivada de la experiencia francesa, se han construido propuestas para México tan ambiciosas como la adopción de este sistema sin cambios o la adaptación de algunos componentes específicos. Entre estos últimos destaca la idea de un jefe de gabinete, que no sería otra cosa sino un primer ministro emanado del poder legislativo con una serie de funciones que hoy corresponden al presidente. Es interesante notar que la mayor parte de estas propuestas no prevé un cambio en el régimen de partidos, que en nuestro caso destaca por su extraordinaria rigidez y por constituir, de hecho, el factotum de poder en el sistema político mexicano actual, en franco contraste con la extraordinaria flexibilidad del francés, cuya riqueza reside en la virtual inexistencia de barreras a la creación de partidos.

Una reforma tan ambiciosa como supondría la adopción del sistema político francés que, por cierto, suena mucho a los repetidos (y fallidos) intentos por reproducir formas europeas o norteamericanas en el siglo XIX, enfrenta el mismo reto que otras medidas de reorganización política: la voluntad de los partidos. Por mucho que uno quiera endulzar los conceptos, es claro que la soberanía, por llamarle de alguna manera, del sistema político mexicano yace en los tres partidos políticos grandes. Mientras éstos no decidan qué están dispuestos a emprender como proyecto de reforma política, la discusión permanecerá en un plano meramente académico. Pero este factor también es indicativo de los límites de una reforma: como ilustró el voto sobre la reelección de diputados y senadores, el sistema político mexicano no goza de la flexibilidad partidista del francés y, por lo tanto, sus opciones de mejoría dependen de la magnanimidad de los partidos. Mucho más, pretender adoptar el sistema de gobierno francés sin acoger, de manera paralela, la flexibilidad y representatividad ciudadana que le confiere su sistema de partidos no sólo haría imposible el alcance de los objetivos trazados, sino que serviría para estrangular, otro poco más, a la tortuosa democracia mexicana.

En el fondo, el problema medular reside en la inexistencia de un acuerdo sobre la naturaleza del problema político en el país. Desde mi perspectiva, tres son los problemas centrales: a) un gobierno ineficaz e incapaz de organizarse y tomar decisiones; b) una total desconexión entre el poder ejecutivo y el legislativo; y c) una absoluta falta de representatividad del sistema político. Uno puede coincidir con esta definición del problema o diferir de ella, pero lo crucial es lograr un consenso sobre la naturaleza del mismo, pues de otra manera es imposible actuar en consecuencia.

Si uno acepta esta definición del problema, habría que actuar en cada uno de estos frentes. Por lo que toca al poder ejecutivo, el problema es de personas y de instituciones. El problema de personas sólo se resuelve con una nueva elección en tanto que el de instituciones requiere un diseño distinto al actual. La administración pública mexicana ha sufrido interminables cambios, muchos de ellos producto más de vísceras que de inteligencia: más por afán de fortalecer a una persona o debilitar a una institución (como ocurrió en este sexenio con Economía y SRE, por un lado, y con Gobernación, por el otro). La lógica debe residir en una efectiva rendición de cuentas, hoy impedida por leyes concebidas para el control político y no la eficacia administrativa.

La desconexión entre el poder ejecutivo y el legislativo se deriva de la ausencia de pesos y contrapesos presentes de manera simultánea. El poder legislativo ha probado su capacidad para impedir, pero no ha desarrollado una igual habilidad para cooperar y construir. La solución a este problema no radica en la creación de un sistema parlamentario, sino en la construcción de incentivos para la cooperación y la construcción de mayorías. La reelección de diputados y senadores contribuiría a este proceso, tanto como la adopción de mecanismos como la ley guillotina, que establece un periodo perentorio para la adopción o rechazo de una iniciativa enviada por el ejecutivo. Si lo que se quiere es pesos y contrapesos, hay que pensar en su desarrollo, no en una tabula rasa.

Por lo que toca a la representatividad del sistema político, el problema radica en los partidos políticos que gozan de un inmenso poder, mismo que ejercen a través de un poder legislativo que, por diseño, niega toda posibilidad de influencia o participación ciudadana, excepto en la retórica. Sugerente del problema es el hecho de que, a pesar del cambio de gobierno y, supuestamente, de sistema, poco ha cambiado el uso de la palabra democracia en la retórica política.

 

Paradigma vs realidad

Luis Rubio

Todo ha cambiado, dijo alguna vez Einstein, excepto el paradigma que seguimos teniendo en la cabeza. Nuestro paradigma, al que la mayoría de los mexicanos hacemos referencia para comprender el mundo, hace mucho que dejó de empatar la realidad cotidiana. La economía no funciona de acuerdo a los vectores que la mayoría tiene en mente y nuestras formas políticas no se apegan ni al paradigma democrático que unos idealizan ni al viejo sistema que otros añoran. Muchos se aferran a una noción idílica del mundo porque desaprueban, desconocen o temen la realidad; pero lo único que cuenta es justamente dicha realidad. Los mexicanos, comenzando por el gobierno, deberíamos hacer un gran esfuerzo por desarrollar un nuevo paradigma que haga posible romper con la inercia devastadora y fatalista que en el presente parece consumirnos.

El contraste entre el paradigma mental que llevamos dentro y la realidad es patente en casi todos los ámbitos. Respecto a la economía, por ejemplo, la mayor parte de la población, y no pocos economistas, sigue pensando en una fórmula simplista: aquélla en que la oferta tiene que empatar a la demanda en un espacio territorial relativamente pequeño. Por supuesto que existen exportaciones e importaciones en ese modelo, pero éstas son uno de los muchos componentes de la actividad productiva. El consumidor es ese señor o señora que va y compra enseres en la tienda, espacio donde se llevan a cabo todas las transacciones comerciales relevantes y donde comienza y termina la relación entre comprador y productor. El gobierno está ahí para asegurar que los productores funcionen y sean exitosos, para lo cual cuenta con un pequeño arsenal de instrumentos: gasto público para hacer crecer la demanda, subsidios para estimular la inversión en algunos ámbitos o apoyar a un fabricante cuando éste se atora y, por supuesto, mecanismos de regulación y protección para asegurar que no haya competidores desleales ni importaciones que amenacen la sobrevivencia de un productor y de los empleos por él generados.

Quizá exagero cuando describo la manera en que muchos conciben a la economía del país, pero basta observar las reacciones instintivas de políticos y empresarios, de sindicatos y de la población en general ante situaciones críticas para confirmar que lo típico de muchas propuestas, respuestas o demandas, según sea el caso, están más ligadas a nuestras prenociones que a la realidad económica de todos los días. Lo mismo ocurre en el ámbito político y en otros territorios de la vida social.

A diferencia de la economía, en la política coexisten dos paradigmas totalmente contradictorios tanto entre políticos como en la población en general. Para unos, México es una nación indistinguible de otras con una tradición democrática de siglos. Su visión es la de un mundo de competencia política constante, con elecciones competidas y un sistema de regulación política mediado por instituciones como el IFE, el Tribunal Electoral o las diversas instancias judiciales que, a pesar de sus problemas, funcionan y avanza día a día. La libertad de prensa es una realidad y los medios son el instrumento a través del cual se disemina la información; la población acude a dicha información para poder tomar decisiones responsables. Importa, bajo esta perspectiva, corregir las pequeñas deficiencias que persisten, sea a través de la reelección legislativa o por medio de la modernización de los sistemas de seguridad pública pero, piensan quienes conciben así a México, somos una democracia emergente que no puede más que consolidarse.

Frente a esa visión paradigmática, existe otra perspectiva, totalmente opuesta y con el mismo arraigo en la realidad política nacional (y no sólo entre los políticos). Nuestra situación actual piensan los creyentes en este modelo– corre el riesgo de desbordarse; todo es un desorden y es imperativo recrear el viejo paradigma en el que el gobierno tenía la capacidad de establecer la agenda pública, liderar el proceso de desarrollo, encauzar las demandas de la población y asegurar que la economía prospere. Para quienes aceptan este paradigma, el viejo sistema priísta había perdido credibilidad y requería de legitimidad, razón por la cual se llevaron a cabo diversas reformas electorales y, con los procesos electorales competidos de que hoy gozamos, el problema ha desparecido. Por ello, lo imperativo es no exagerar: hay que recrear el viejo orden político dentro del marco de legitimidad hoy existente, pero reconociendo que la democracia no es apropiada para un pueblo como el mexicano, inculto y proclive a hacerse justicia por mano propia, como ilustra el recurso al linchamiento a nivel popular, ejemplo perfecto añaden– de la disfuncionalidad del poder judicial.

¿Excesivo? Tal vez. Pero cada quien debe preguntarse cuándo fue la última vez que llegó al borde de la incredulidad con el desorden que se ha vuelto una de las características medulares de la realidad política, económica y gubernamental del país. Independientemente de lo exagerado de estas descripciones, la mayoría de los mexicanos vivimos un momento preñado de irrealidad. Nuestra visión igual en lo económico que en lo político- sigue firmemente anclada en paradigmas que tal vez tuvieron relevancia y fueron compatibles con la realidad en algún momento en el pasado, pero ahora resultan inoperantes. Al menos a nivel hipotético, es posible afirmar que mientras no rompamos con esos paradigmas que ya no sirven como representación de la realidad, estaremos años luz de entender lo que existe e imposibilitados para construir nuevos marcos de referencia que nos permitan actuar y transformarnos para ser exitosos, tanto en la economía como en la democracia.

La realidad actual poco tiene que ver con los paradigmas aquí descritos. En lo que toca a la economía, vivimos en un mundo que poco, muy poco, se parece a las realidades de los cincuenta o sesenta que son, en muchos sentidos, el marco de referencia de la visión paradigmática prevaleciente. Para comenzar, ningún país se puede abstraer de un entorno global que lo mismo crea oportunidades inusitadas que limita muchas de nuestras formas tradicionales de producir. La tecnología ha transformado las comunicaciones y esto ha hecho posible la existencia de un mercado financiero global, lo que implica que, para ser exitosos, todos los países y empresas tienen que apegarse a un conjunto de reglas de transparencia y comportamiento que son la gasolina de la actividad económica en la actualidad.

Además, la globalización de la producción ha trastocado todos los arquetipos del pasado: por ejemplo, lo común hoy en día ya no es que se fabriquen productos completos (como coches, computadoras o radios) en una sola fábrica, sino que se produzcan millones de partes y componentes en los lugares más recónditos, para luego ser ensamblados como producto final. Este proceso reduce costos y eleva la calidad. De la misma manera, las utilidades que tienden a crecer ya no están asociadas a la fabricación de productos o a la actividad agrícola tradicional, sino más bien a los servicios asociados a estos procesos: la logística, la administración de marcas, servicios integrales de producción y transporte, etcétera. Ninguna economía se puede abstraer de lo que ocurre en el resto del mundo, pero igualmente cierto es el hecho de que sólo pueden ser exitosas aquellas que aceptan estas condiciones como la esencia de un nuevo paradigma.

Aunque afortunadamente existe un sinnúmero de empresas mexicanas que opera con el nuevo paradigma y han logrado crecer y desarrollarse de una manera prodigiosa en los últimos años, la realidad mexicana también es una de informalidad e incoherencia. La economía informal parecería ser algo parecido a la migración de mexicanos a Estados Unidos: una salida quizá no del todo atractiva, pero aceptable dada la ausencia de alternativas. Sin embargo, el otro lado de la moneda es que mientras crece la informalidad, también crece el incentivo a no resolver ninguno de los problemas estructurales que enfrenta el país desde la seguridad pública hasta la educación, el sistema de justicia y el rezago energético-, pues nada de eso beneficia directamente a quienes participan en ese sector de la economía. Es decir, el crecimiento de la economía informal tiende a afianzar todos nuestros vicios, a la vez que impide que éstos puedan ser corregidos: impide, en otras palabras, que se adopte un nuevo paradigma lo que, irónicamente, tiene el efecto de profundizar la desigualdad del ingreso, hacer permanente la pobreza e impedir que se logren tasas de crecimiento económico elevadas. Este es un asunto de enorme trascendencia.

Algo semejante ocurre en el ámbito político. El mexicano ya no es el sistema presidencialista y autoritario de la era de los treinta, pero tampoco es una democracia consolidada que avanza paso a paso sin el menor riesgo de fracasar. Es evidente que existe un enorme desorden, así como el riesgo creciente de un colapso político. Cada quien puede tener una visión distinta sobre qué es lo posible y deseable para la conformación de un sistema político moderno en el país, pero es indudable que nuestra realidad no es la de un país exitoso o una democracia infalible. Al igual que en la economía, lo imperativo es romper con los paradigmas obsoletos para avanzar hacia un sistema político moderno, capaz de dirimir las disputas sin violencia, dar cauce al desarrollo de sistemas y procesos de regulación y competencia que no sólo logren legitimidad, sino también eficacia.

El sistema político real, el actual, es disfuncional para la mayoría de la población, pero persiste por una razón muy simple: porque beneficia a toda clase de intereses corporativistas del pasado que no fueron arrasados por los cambios políticos y democráticos de los últimos lustros. Esos intereses corren enormes riesgos si cambiáramos el paradigma, pues chocan con el interés del resto de la población de crear un mundo, tanto político como económico, que le permita vivir, crecer, desarrollarse y producir en paz y en un entorno de certidumbre. Esos son los dos Méxicos que hoy se enfrentan: el que no acaba de morir y al que no dejan nacer.

 

Autonomía a PEMEX

Luis Rubio

En una era caracterizada por el conflicto y el encono, es encomiable que en un tema parezca haber consenso. Lo que no está claro es que el consenso en torno a la idea de concederle autonomía a la empresa petrolera paraestatal reconozca la enormidad del reto que semejante objetivo entraña. La pregunta clave es si se trata de hacer de PEMEX una empresa moderna, eficiente y competitiva que efectivamente se convierta en una fuente de crecimiento y desarrollo para el país o si, muy a la mexicana, se trata de otro mito más cocinado con saliva y sin la menor probabilidad de mejorar el desempeño de la empresa o de la economía del país.

La noción de darle autonomía a PEMEX goza de un amplio apoyo por razones evidentes, algunas más legítimas que otras. La razón evidente es que la inversión que la empresa requiere para poder mantener y ampliar la producción de crudo ha estado sensiblemente por debajo de lo necesario y esto se muestra en la caída sistemática de las reservas probadas, lo que, según los expertos, implica que el país cuenta con aproximadamente una década de producción a los niveles actuales. Puesto en otros términos, a menos que se eleve sensiblemente la inversión en exploración y explotación de petróleo (como aparentemente ya se está haciendo), el país corre el riesgo de enfrentar escasez y, en un momento dado, la necesidad de importar petróleo de otras latitudes. Para un país que, supuestamente, cuenta con inmensos recursos de petróleo y gas, esta situación es no sólo absurda, sino vergonzosa. Dada la situación y el riesgo, hay muy buenas razones para criticar la falta de inversión.

Pero la falta de inversión no es gratuita: es un resultado directo de dos circunstancias muy específicas, ambas características típicas de nuestra realidad política y económica. Por un lado se encuentra la empresa petrolera y su propensión a mal invertir sus recursos, razón por la cual en la década de los ochenta perdió de facto su autonomía financiera. Por el otro lado se encuentra un gobierno privado de recursos, un poder legislativo indispuesto a llevar a cabo una reforma fiscal y una sed interminable por elevar el gasto público, todo ello produciendo una combinación letal que lleva a que se empleen los recursos petroleros para fines distintos a los de mantener la producción petrolera (inversión y mantenimiento). Es decir, son los recursos petroleros los que han hecho posible que funcione el gobierno y se financie un gasto público, en ocasiones desbordado, todo ello a costa del desarrollo de la propia industria.

En este contexto, el ánimo de conferirle autonomía a la empresa responsable de la explotación, producción y distribución del petróleo suena absolutamente lógico. A final de cuentas, como cualquier empresa, de no invertir y reinvertir de manera constante, sus instalaciones se deterioran (como ilustran los accidentes recientes) y no se desarrollan nuevos campos, lo que representa una apuesta implícita a que los pozos actuales serán eternos. La necesidad de inversión es obvia y la escasez de recursos destinados a estos propósitos constituye un riesgo cada vez más elevado.

 

El tema sobre el manejo de los recursos financieros de la empresa tiene dos caras. En la mitología construida en los últimos años, que ha adquirido carácter de consenso político, la empresa petrolera ha sido explotada y abusada por fuerzas malignas surgidas esencialmente de la Secretaría de Hacienda que, en este tenor, no tiene mayor propósito que el de empobrecer, de hecho hambrear, a la paraestatal para dirigir los recursos a sus propios proyectos. La realidad es, por supuesto, más compleja. Por lo que toca a la Secretaría de Hacienda, los fondos que recauda de la empresa petrolera han servido para financiar el presupuesto federal y, sobre todo, los programas que crecientemente se deciden a nivel estatal, aunque en los últimos años los fondos destinados a inversión en PEMEX se han elevado en más de 300% cada año. En todo caso, en la realidad política actual, no se puede culpar a Hacienda de los destinos que se le den a recursos, sobre cuya disposición el congreso tiene hoy cada vez más autoridad.

Pero el tema de verdadero interés y digno de atención es la situación del propio PEMEX, pues allí reside la razón por la cual la empresa perdió su autonomía hace más de veinte años. PEMEX, todos lo sabemos, no es una empresa; se trata, parafraseando a Octavio Paz, de un ogro burocrático. La empresa petrolera es todo menos una empresa. Para comenzar, su administración tiene relativamente poca autoridad sobre el funcionamiento de la entidad. El verdadero dueño no es el pueblo de México o incluso el gobierno, sino el sindicato, cuyas prácticas determinan la forma en que opera la empresa. En la práctica, la administración y el sindicato negocian la forma como se va a administrar la empresa, para su propio beneficio. Es esta lógica la que llevó a que en los ochenta se decidiera transferir la autoridad de inversión al gobierno federal.

Cuando la empresa contaba con autoridad plena sobre su régimen de inversión (o sea, gozaba de autonomía financiera) y el país requería mayor inversión en exploración y explotación de petróleo, la empresa invertía en plantas petroquímicas. Como si se tratara del sueño de un ingeniero, los responsables de la empresa avanzaban sus propios proyectos, con frecuencia a costa de inversión básica. Su lógica, burocrática hasta la médula, era muy sencilla: el consejo de administración (es decir, el gobierno federal) no podría negarle a la empresa fondos para invertir en exploración y explotación de petróleo, pues eso habría entrañado la destrucción de la empresa en el largo plazo. Por ello, en lugar de preguntar, mejor actuaban, lo que con frecuencia implicaba (sobre todo en los setenta y tempranos ochenta) inversiones millonarias en proyectos sobre los cuales la empresa no gozaba de un monopolio constitucional, pero que eran atractivos por su potencial de visibilidad, corrupción o ambos.

PEMEX perdió su autonomía de gestión financiera por la combinación de dos factores: un apetito insaciable por el gasto público federal y el uso abusivo de los recursos derivados del petróleo por parte de la propia empresa. Es decir, dado el pésimo desempeño que mostraban las cuentas de gasto e inversión de PEMEX (una mezcla patética de corrupción e ineficiencia, ambas galopantes), el gobierno federal, que en los ochenta enfrentaba una fenomenal crisis financiera luego del libertinaje fiscal de los años setenta, optó por controlar el gasto y la inversión de la empresa. El resultado fue un menor desperdicio de los fondos petroleros, pero no un mejor desempeño de la empresa. Además, la decisión tuvo la consecuencia de distraer los recursos que eran necesarios para el desarrollo de la industria hacia proyectos, con frecuencia menos relevantes, de gasto público corriente.

México ha cambiado mucho en estos últimos veinte años y sería posible argumentar, aunque quizá con menor convicción de la que expresan quienes abogan por la autonomía de la empresa, que ya es tiempo de hacer un replanteamiento de todo el esquema. Nadie puede dudar sobre la impostergable necesidad de incrementar la inversión para el desarrollo de la industria. Lo que no es obvio es que la empresa y su administración se encuentren en mejores condiciones para garantizar un desempeño profesional de la empresa, o sea, que estos veinte años hayan servido para profesionalizar la administración, erradicar la corrupción y eliminar la ineficiencia. Sería digno de un cuento de hadas que, súbitamente, la fuente de corrupción más grande del país hubiera adoptado estándares suizos de administración, eficiencia y desempeño. Pero eso es exactamente lo que el poder legislativo pareciera creer al pretender concederle a la empresa, sin mayor procesamiento, autonomía en sus decisiones financieras.

El propósito, sin embargo, reclama especiales cuidados. Aunque todo indica que el plan es bastante simple (quitarle el control a Hacienda para trasferírselo a la empresa), las implicaciones son enormes. Antes de actuar, los políticos deberían meditar sobre al menos cuatro temas: a) cómo se va a manejar la deuda de la empresa; b) cómo se va a garantizar el abasto; c) qué se va a hacer con las utilidades que genere la empresa; y, lo más crítico, d) cómo se va a gobernar la empresa ahora que goce de autonomía. Cada una de estas preguntas entraña un mar de consecuencias.

El tema de la deuda es fundamental. A la fecha, a pesar de su ineficiencia, corrupción y desempeño, la empresa ha gozado de amplio acceso a los mercados financieros (y a tasas muy bajas) gracias a la garantía implícita del gobierno federal. Sin embargo, la autonomía supondría que la empresa haría suya la deuda y se haría responsable de su servicio. Esto cambiaría de súbito la lógica de su administración (y, sin duda, el costo de su financiamiento).

El tema del abasto es central pues, presumiblemente, una empresa autónoma no tiene más objetivo que su propio desarrollo. Sin embargo, tratándose de un monopolio, el abasto es clave. Lo mismo se puede decir de las utilidades que genere la empresa, suponiendo que las va a generar: a qué se van a destinar, quién va a juzgar si fueron bajas o altas, qué proyectos u objetivos van a ser beneficiados (¿la seguridad social, los programas de pobreza, inversión en infraestructura?).

Pero el tema medular reside en la forma de gobierno de la empresa. En ausencia de un régimen de propiedad que garantice el interés de los dueños sobre el desempeño de su inversión, PEMEX requeriría un sistema de gobierno interno que asegurara el interés de su accionariado (presumiblemente el pueblo de México). Algunas preguntas específicas sugieren la complejidad del tema: quién es el dueño; cómo se asegura que la empresa no acabe siendo secuestrada por su burocracia y sindicato; quién decide, y cómo, qué proveedores son impolutos y cuales corruptos. Si de por sí la empresa es un mar de corrupción e ineficiencia, con una autonomía sin gobierno estos vicios  se multiplicarían.

La autonomía de PEMEX es un objetivo deseable. Pero más vale que los legisladores mediten bien sobre la forma que ésta adquiera antes de crear un verdadero caos del que, como es costumbre, nadie se haría responsable.

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El mundo al revés

Luis Rubio

Una nueva normalidad sobrecoge al país: la de la violencia contra la población y la de la irresponsabilidad de sus gobernantes. Lo que tendría que ser reprobado de entrada y sin miramientos se ha convertido en algo normal. Lo raro en nuestro entorno es la paz social, la negociación entre adversarios y la solución pacífica de conflictos; lo cotidiano son secuestros y asesinatos, discursos irresponsables, además de falaces, por parte del presidente y otros funcionarios, parálisis en la gestión pública y una ola de violencia que ha acabado por convertirse en una nueva realidad. Nos parece natural lo que debería verse como una aberración y utópico lo que debiera ser un derecho elemental de todo ciudadano. El mundo al revés.

Nuestra involuntaria capacidad de adaptación es tan asombrosa que hasta nos resulta difícil concebir un mundo normal. De hecho, es casi necesario que alguien venido de afuera nos obligue a despertar de la pesadilla cotidiana para reconocer que vivimos en la anormalidad. Habría que comenzar por describir un semblante de la normalidad para identificar las desviaciones. Peor, sólo observando el contraste entre ambas dimensiones es posible reconocer lo extremo de las reacciones que se han convertido en el pan de cada día y, quizá más relevante, las implicaciones políticas del nuevo estado de cosas.

Lo que en términos convencionales se llamaría una “vida normal”, tendría rasgos tan elementales como seguridad pública, tránsito normal de un lugar a otro, un sistema educativo que provee habilidades y conocimientos al educando, una economía en evolución (siguiendo el ciclo normal de crecimiento por años y pequeños exabruptos de vez en cuando), todo ello enmarcado por un gobierno que hace posible que el resto funcione de manera adecuada.

Si lo vemos en la forma de una familia común y corriente, los padres podrían salir de su casa e ir a su lugar de empleo o actividad en un tiempo razonable, los niños irían a la escuela a sabiendas de que habría exámenes y otras medidas relevantes de evaluación y la policía velaría por nuestra seguridad. Los padres no tendrían que estarse mordiendo las uñas el sábado en la noche por temor de que un hijo sea asaltado o secuestrado, los niños verían el futuro con un sentido de oportunidad y al trabajo como un reto. Los adultos de la familia irían a votar cada tres años, momento en el cual tendrían la oportunidad de premiar o castigar el desempeño gubernamental y contarían todo el tiempo con mecanismos para hacer valer sus derechos, reclamar el mal desempeño del gobierno y acceso a toda la información necesaria para hacer un juicio informado.

No se trata aquí de describir al gobierno suizo. Un gobierno como ése se concibe a sí mismo al servicio de la ciudadanía y sabe que puede ser removido en cualquier momento. Tampoco se requiere imaginar servicios de calidad suiza, donde las escuelas son, pues, del primer mundo; las carreteras cuentan con señalización y diversos mecanismos de asistencia y protección que aquí son un mero sueño; los aeropuertos funcionan y son suficientes para la demanda y la policía no ceja en hacer cumplir la ley, trátese de quien se trate. Tampoco se trata de demandar un poder judicial plenamente independiente, con probada capacidad de investigación, que se ve a sí mismo como autónomo y con capacidad de decidir por encima de intereses económicos, políticos o gubernamentales.

Se trata, simple y llanamente, de describir lo que cualquier ciudadano de un país “normal” debe ver como natural. Es decir, un entorno en el que el gobierno, por pobre que sea, está al servicio de la ciudadanía y asume la responsabilidad de mantener servicios públicos de primera calidad para asegurar, al menos, la integridad física y patrimonial de la población. Con todos sus problemas y limitaciones, comenzando por la naturaleza dura y, en buena medida, inaccesible del gobierno, los mexicanos mayores de cuarenta o cincuenta años seguramente recuerdan la época en la que se podía caminar en las calles, en que el tráfico, aun cuando pesado, no era impenetrable y en que los servicios públicos contribuían al crecimiento económico. El México de los sesenta no era perfecto, pero se caracterizaba al menos por un semblante de normalidad; si bien el sistema político no era autoritario (valdría la pena observar la naturaleza de esos gobiernos en Hungría, Argentina o Corea), de democrático nada tenía.

En el curso de los setenta, esa normalidad se vino al suelo. En los setenta se inauguraron las crisis financieras y los sucesivos gobiernos que las causaron culparon siempre a terceros de la debacle (los gringos, los empresarios, los vendepatrias, los sacadólares, etcétera). Las cacerías de brujas se desataron y su consecuencia fue la de inaugurar la lucha de clases como fenómeno político en el país. Las intenciones pudieron haber sido buenas, pero a la realidad eso no pareció importarle. Los ochenta fueron años de pagar las cuentas de la lujuria setentera con recesión e inflación. La oprobiosa combinación de “destrucción en los setenta” y “depresión de los ochenta” sembró las semillas de la criminalidad, el desmantelamiento del gobierno y la desaparición de todo vestigio de la anterior normalidad.

Los años de reforma fueron también intentos de restauración y, en esa mala mezcla, acabamos en las contradicciones que hoy son nuestra segunda naturaleza. Las reformas económicas se proponían construir los cimientos de una economía moderna y de una sociedad desarrollada. Desafortunadamente, las reformas vinieron acompañadas de un factor limitante que acabó por minarlas e impedir que muchas de ellas arribaran al destino prometido. Porque aunque yo estoy convencido de la honorabilidad de los objetivos planteados en la mayor parte de las reformas y privatizaciones, no cabe duda que había un objetivo adicional, aunque implícito (en adición, por supuesto, a todas las corruptelas que pudo haber habido), que trascendía los objetivos económicos, y ese objetivo se cifraba en salvar la permanencia del régimen priísta.

Las reformas y los reformadores podían avanzar sus proyectos siempre y cuando no se alterara el statu quo en términos políticos. Esto implicaba, por ejemplo, que no se podían generar entidades de regulación autónoma, factor indispensable para una economía moderna donde la certidumbre y la no politización de la vida económica son clave. Al mismo tiempo, aquellos gobiernos optaron, con toda alevosía y ventaja, por no constituir mecanismos de pesos y contrapesos, necesarios en cualquier sociedad moderna, con el objeto de no limitar las facultades efectivas del presidente ni dar la impresión de que el gobierno se preparaba para una transición democrática eventual.

El punto de todo esto es que el país pasó de una situación de normalidad, en su sentido más convencional, a una nueva realidad de violencia, criminalidad e irresponsabilidad gubernamental esencialmente porque nadie previó o creó mecanismos de protección para lidiar con las consecuencias políticas y sociales de largo plazo de las crisis económicas y de las reformas estructurales. Es obvio que no se trabajó en esa dirección porque ello hubiera implicado una redefinición política a la que ningún gobierno de antaño estuvo ni remotamente dispuesto. El gobierno actual ha exacerbado el problema porque nunca entendió la problemática del país que recibía ni tuvo la capacidad, ni la humildad, para trascender sus prejuicios en aras de aprovechar la excepcional oportunidad que creó la elección del 2000.

La realidad actual, todos la conocemos, es detestable. La violencia del narcotráfico se ha tornado en algo cotidiano, al grado en que lo mejor que nuestras autoridades nos pueden dispensar como explicación (porque pedir acción constituye una exageración) es que “el Chapo es muy inteligente”. Por su parte, el presidente municipal de ciudad Juárez nos dice que “en todo el mundo hay asesinatos, por lo que no hay que preocuparse”. Por si lo anterior no fuera suficiente, el presidente nos recrimina que no dejemos de “refritear” los asesinatos de dos niñas en aquella localidad fronteriza. Ahora resulta que la incompetencia gubernamental es culpa de los ciudadanos. Hasta Díaz Ordaz, ese presidente tan vapuleado por sus formas duras, se habría sonrojado ante el despotismo de nuestros gobernantes actuales.

A menos que aceptemos el colapso total de la mexicana como sociedad organizada (al estilo de Somalia), no cabe la menor duda de que México está llegando al límite por lo que toca a la violencia, criminalidad e incompetencia gubernamental. Max Weber, el sociólogo alemán que afirmaba que el Estado es aquel que cuenta con el monopolio de la violencia, estaría a un tris de afirmar que los narcotraficantes, secuestradores y criminales comunes y corrientes son ya el Estado mexicano. A eso hemos llegado.

Lo paradójico de la sociedad mexicana es que si bien critica las fallas de la transición en su dimensión política, ha sido tan tolerante del deterioro social y criminal que ya percibe a esa realidad como normal. Es necesario reconocer que parte del problema de la parálisis de todos los gobiernos del país en el tema de la criminalidad reside en el hecho de que existe una diferencia no sólo conceptual y legal, sino práctica entre el llamado fuero común (responsabilidad de cada estado y municipio) y el fuero federal (responsabilidad del gobierno federal) y ambos chocan a diario. Luego de quince años de un crecimiento sistemático y sin parangón en la criminalidad, como que ya es hora de que alguien plantee la necesidad de modificar o eliminar esa diferencia por improcedente. Otra enorme falla del gobierno del cambio que acabó por empeorar el entorno en lugar de transformarlo.

La tolerancia que se ha convertido en normalidad tiene consecuencias políticas. La normalidad al revés le confiere enorme latitud al gobernante, pues éste ya ni siquiera se siente responsable del acontecer cotidiano ni encuentra razón alguna para responder ante el reclamo popular. Lo mismo se puede decir de los precandidatos a la presidencia que viven en un mundo caracterizado por la frivolidad y el desprecio de la realidad ciudadana. Como todo es al revés, no hay necesidad de resolver problema alguno. Todo está bien y lo poco que no, se resuelve con sólo elegir a tal o cual individuo. En este año electoral, la ciudadanía debería exigir más, mucho más.

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El TLC y la desigualdad social

Luis Rubio

Mucho se discute acerca del evidente problema de la desigualdad social. Tratándose de un problema ancestral que no ha sido atacado de manera definitiva, es irónico que muchos señalen al tratado de libre comercio de la región norteamericana como su causa. El TLC constituye un instrumento que puede servir para apalancar el desarrollo del país, pero no es, nunca fue concebido para ser, una estrategia integral de desarrollo. Es posible que al país le falte justamente eso: una estrategia integral de desarrollo que se apuntale en los dos instrumentos clave más exitosos de los últimos tiempos –Oportunidades y el TLC- pero que vaya mucho más allá: que se proponga no sólo crear oportunidades, sino sesgar todas las políticas públicas a fin de avanzar decididamente hacia un desarrollo general que incluya a toda la población. El reporte de la Comisión Independiente sobre el Futuro de Norteamérica ofrece una perspectiva útil en esa dirección.

Vayamos por partes. La desigualdad es un hecho ostensible. Basta con observar el panorama nacional para identificar vastos contrastes de pobreza y riqueza, acceso y aislamiento. Aunque sin duda se trata de un problema ancestral, eso no lo justifica ni excusa su persistencia. De hecho, su existencia es el testimonio más convincente sobre los insuficientes, y muchas veces infructuosos, esfuerzos por impulsar el desarrollo del país, incluso de aquellos que fructificaron en tasas de crecimiento elevadas por largos periodos.

Lo peor de todo es que la brecha de la desigualdad se está ampliando. Por décadas, quizá siglos, esa brecha era persistente, pero no necesariamente se agudizaba. La pobreza convivía con la riqueza de una manera que siempre debió ser intolerable, pero no por ello era menos real. Pero esa brecha se ha agudizado no por el TLC, sino por los cambios estructurales que viene sufriendo la economía del mundo, incluida por supuesto la nuestra. En la medida en que se eliminan barreras al comercio y a la provisión de servicios (en parte por cambios en las regulaciones, pero sobre todo por el avance de la tecnología), la competencia en la producción de bienes tradicionales se torna inmisericorde.

La desigualdad se ha agudizado precisamente porque lo que se ha vuelto más rentable en esta nueva era del desarrollo económico es aquello vinculado ya no con el uso de la fuerza muscular, sino con la capacidad cerebral. Si un chino, un haitiano o un mexicano pueden llevar a cabo exactamente el mismo proceso industrial pero a diferentes costos, es porque la capacidad de competir en ese nivel se reduce a dos factores: la productividad y el salario. La productividad depende de la tecnología que se emplee y del valor agregado que le imprima cada empresa y trabajador. Si para fines de ejemplo suponemos que la tecnología empleada es la misma, el salario va a determinar quién se queda en el mercado y quién es desplazado.

Si llevamos este argumento un paso más adelante, hacia los servicios, las diferencias se tornan mucho más patentes, abriendo un sinfín de oportunidades. El esfuerzo que ha emprendido India por insertarse en la globalización a través de servicios más que de procesos industriales es particularmente relevante. En los servicios de valor agregado (aquellos que requieren de la creatividad y capacidad cerebral del trabajador más que de su mano de obra), lo que cuenta no es la capacidad de la persona para coser mil botones por minuto o jalar una palanca de determinada manera cada cierto tiempo, sino su habilidad para resolver problemas, incorporar nuevas ideas. En su versión más primitiva, como pueden ser los centros de atención telefónica que han hecho famosa a la ciudad de Bangalore, las personas tienen que atacar problemas relativamente simples, como preguntas sobre cuentas bancarias o formas de resolver un problema en la operación de una computadora o un sistema de sonido. En la medida en que se avanza en la escala de la complejidad, esos servicios involucran la preparación de declaraciones fiscales, lectura de análisis clínicos o radiográficos, diseño y desarrollo de software, etc.

En la era del conocimiento, la desigualdad se profundiza porque lo que cuenta son las capacidades intrínsecas de las personas, las cuales dependen en buena medida de dos fuentes: las que cada quien desarrolla en su casa y ambiente de  nacimiento y las que le provee el sistema educativo y de salud. Algunas de esas diferencias son en cierta forma inevitables: un niño urbano y uno rural pueden nacer con los mismos atributos y en familias idénticas, pero el medio urbano constituye una fuente de estímulo mucho más poderosa que el rural. Pero otras diferencias son producto no del medio, sino de las políticas públicas: el conocimiento, la salud y el desarrollo de habilidades son factores que se desprenden directamente del sistema escolar y hospitalario (y de salud en general). El hecho de que las brechas se estén ampliando es un testimonio brutal de que ni uno ni el otro están funcionando en el país. En India, país infinitamente más complejo que el nuestro, ha habido avances notables en el sistema educativo y ese es el factor que explica su éxito, así sea todavía pequeño para un país tan enorme.

En todo esto, ¿qué tiene que ver el TLC con la desigualdad? La respuesta directa y exacta es que el TLC no tiene nada que ver. En su esencia, el TLC fue concebido como un instrumento para facilitar los flujos de inversión extranjera y eliminar barreras al comercio entre los tres países de Norteamérica. Si uno observa la forma en que ha crecido la inversión extranjera y el comercio, es evidente que esos objetivos se han logrado con creces. Pero así como son innegables los beneficios del TLC, una buena parte de la población no se siente satisfecha con su situación particular. La verdad, simple y llana, es que el TLC es un mero instrumento de política pública y no constituye una estrategia de desarrollo; aunque ha logrado sus objetivos de manera espectacular y sobrada, al país le sigue haciendo falta una estrategia integral de desarrollo. No hay vuelta de hoja.

Los números le dan la razón a la población que se siente insatisfecha. Según las Cuentas Nacionales que produce el INEGI, mientras que la región norte del país creció en un 53% entre 1994 y 2004, la región sur creció en sólo 16% y la del centro en 22%. Estas cifras nos dicen al menos tres cosas: primero, que los beneficios del crecimiento (y del TLC) se han distribuido de una manera muy desigual; segundo, dado que el TLC es de aplicación general en todo el territorio, resulta evidente que existen enormes problemas en el sur del país y que éstos le han salido carísimos a toda la población que ahí reside; y tercero, que hay muchas oportunidades, pero que no hemos sido capaces de aprovecharlas. La mejor evidencia de lo anterior es que una infinidad de personas y empresas han logrado un enorme éxito en el norte del país. ¿Qué no podría lograrse de haber mejores condiciones para que toda la población del país tuviera acceso?

Aunque se pueden identificar muchas diferencias entre el sur y el norte del país, una por demás significativa es la de la infraestructura. No cabe la menor duda de que el sur del país está mucho más desconectado del resto del mundo que el norte. Si bien nuestra infraestructura de por sí deja mucho que desear, las diferencias regionales son enormes. Y esas diferencias entrañan graves consecuencias para el desarrollo de la población en cada localidad. La falta de infraestructura favorece la existencia de cacicazgos y les confiere un enorme poder a los gobiernos local y estatal, a la vez que el aislamiento relativo crea inmensas oportunidades para la corrupción. No menos importante, esas carencias se traducen en gobernadores abusivos, inseguridad pública y, sobre todo, una impotencia ciudadana para forzar cambios a su realidad social y económica. El punto es que las diferencias en infraestructura favorecen (de hecho, promueven) el rezago en que vive una buena parte del país.

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En días pasados se publicó el reporte final de la Comisión Independiente sobre el futuro de Norteamérica (http://www.cfr.org/publication.php?id=8102). La Comisión integró a un conjunto de estudiosos de la región, a expertos en comercio e inversión, a ex funcionarios públicos, políticos y académicos de los tres países. El objetivo de la comisión era producir un reporte que propusiera una ruta a seguir en la relación entre los tres países. En lo que toca a México, el punto de partida fue el reconocimiento tanto en Canadá como en Estados Unidos de que el país no está creciendo al ritmo necesario y no está atacando exitosamente el problema de pobreza para que, en un plazo razonable (por ejemplo, dos décadas), el producto per cápita de los mexicanos comience a acercarse al de sus dos socios comerciales.

Si bien el debate dentro de la comisión incluyó un sinnúmero de temas, grandes y pequeños, que aquejan a alguno de los tres países en asuntos tan diversos como el comercio y la inversión, la educación y la tasa de crecimiento económico, el funcionamiento de las fronteras y la seguridad integral de la región, las preocupaciones centrales eran las de asegurar que la relación entre los tres países sirviera de palanca para avanzar hacia la prosperidad en un entorno de seguridad física. Desde luego, cada miembro de la comisión llegó con preocupaciones distintas. Las preocupaciones de los canadienses no son iguales a las nuestras y ninguna de éstas es absolutamente convergente con las de los estadounidenses. Pero lo interesante del proceso fue que se pudo ir construyendo una propuesta satisfactoria para todos los integrantes y, al mismo tiempo, clara y convincente como visión para el futuro.

En su esencia, la visión de futuro que presenta la comisión entraña la necesidad de que los mexicanos nos definamos. Aunque en la práctica la abrumadora mayoría de los mexicanos ha optado por mirar hacia el norte, las élites intelectual y política han estado claramente indispuestas a definirse. La visión que la comisión ofrece es una de transformación integral de México, incluyendo la posibilidad de enormes fondos destinados a la inversión en infraestructura, siempre y cuando nosotros articulemos una estrategia de desarrollo inteligente y adecuada para emplear bien esos recursos y convertirlos en el factor transformador que nos ha hecho tanta falta.

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