Luis Rubio
El México de hoy fue construido para una época que ya no existe y, mucho más importante, que ya no es compatible con la realidad presente. Aunque todos los mexicanos reconocemos esto como una realidad, como sociedad no hemos sido capaces de actuar. La creciente conflictividad de nuestro sistema político, la violencia que aqueja a buena parte del país, la criminalidad y la incapacidad para lograr tasas elevadas de crecimiento sostenido, son indicadores claros de un país que no ha logrado aceptar su realidad y actuar en consecuencia. Resulta irónico saber –esa es la buena noticia- que las oportunidades y el potencial hacia el futuro son enormes; la mala noticia es que nos estamos quedando sin opciones. Nuestra disposición para transformar el estado de las cosas no aparece por ningún lado.
El México postrevolucionario fue construido para un mundo distinto al de hoy. En principio, cada país constituía entonces un espacio en sí mismo, en buena medida aislado del resto del planeta. Aunque nadie podía mantenerse al margen en el sentido estricto de la palabra, todos los reflectores se concentraban hacia el interior. El gobierno definía sus estrategias y elaboraba sus programas de desarrollo. Algunos lo hacían bien, otros mal, pero cada uno actuaba sin tomar demasiado en cuenta al otro. Ciertamente, existían límites a lo que cada país podía hacer. Por ejemplo, el sistema monetario internacional de la posguerra estaba caracterizado por una gran rigidez, sobre todo porque se trataba de una estructura apuntalada en tipos de cambio fijos, donde cualquier alteración en la política fiscal o monetaria forzaba a una devaluación inmediata. Pero más allá de esas fronteras, cada país velaba por su propio destino.
El mundo de hoy es de fronteras porosas, competencia inmisericorde, integración económica e interdependencia creciente en todos los campos. El mundo se ha tornado “plano”, afirma Thomas Friedman en su más reciente libro: es decir, las viejas fronteras y, en especial, los viejos mecanismos de protección han desaparecido. Hoy en día, un hindú empleado en Bangalore puede sacar del mercado no sólo a un trabajador de la industria de la confección en Puebla o en Haití, sino que también puede desplazar a un radiólogo del hospital más famoso de Londres o al contador de un banco neoyorquino. El mundo se está integrado y ese proceso genera realidades nuevas que simplemente no existían hace dos o tres décadas.
Toda realidad cambiante exige ajustes y nuevas definiciones. Cuando un fabricante de zapatos advierte que sus clientes no gustan ya de los zapatos de charol que ha vendido por años, tiene dos opciones: puede ampliar y diversificar su mercado o comenzar a producir otro tipo de zapatos que goce del gusto del consumidor; o puede también pretender que el mundo permanecerá inamovible, lo que tarde o temprano lo llevará a la quiebra. La decisión es suya.
Una gran porción de los mexicanos ha respondido en masa ante nuestra patética realidad. Unos han emigrado y otros se han estancado. Los que han emigrado, entre ellos millones de pobres, han tenido la posibilidad de evadir la realidad nacional y crear una dependencia de muchas regiones del país con sus remesas. Pero no sólo emigran los pobres. Hay un número creciente de mexicanos que ocupan espacios prominentes en la academia norteamericana, canadiense y europea, así como en las empresas más avanzadas de tecnología de punta en lugares como el Valle del Silicio y otros similares.
A diferencia de India, que ha logrado atraer a técnicos y científicos hindúes de regreso a su país, además de haber creado un espacio excepcional para el desarrollo de millones de sus nacionales a través de servicios de alto valor agregado en su propio lugar de nacimiento, nosotros nos conformamos con expulsar a todos los que aquí no consiguen empleo. Claro que todo mundo, en un acto de contrición políticamente correcto, se suma al reclamo de que sean los estadounidenses quienes abandonen sus propios intereses y resuelvan el problema de los mexicanos residentes allá, pero nadie hace nada por modificar las condiciones internas a fin de parar la ignominia que representa abandonar familia y país. Nuestras prioridades están totalmente invertidas: el problema está aquí, dentro del país.
Mientras la economía mexicana más o menos crecía, la emigración resolvió parcialmente el problema, al menos por un buen rato. Pero en la medida en que nuestra actividad económica sufre la competencia inmisericorde de productores de bienes y servicios de lugares cada vez más recónditos, la capacidad de crecimiento de nuestra economía disminuye. Las economías del sudeste asiático, China e India, por citar los casos más obvios, no crecen porque paguen bajos salarios, sino porque sus gobiernos se dedican a crear condiciones para atraer la inversión y ofrecer oportunidades de crecimiento en forma consciente y sistemática. Por más que nosotros estemos concentrados (perdidos de hecho) en el proceso de sucesión presidencial, lo relevante es nuestra capacidad de generar condiciones para el crecimiento futuro y quien sea que llegue a la presidencia tendrá que lidiar con ese factor medular, no con las grillas baratas de todos los días en el congreso, en las conferencias mañaneras o en las intrigas de Los Pinos.
El país fue construido para una realidad incompatible con el mundo de hoy. Esta situación es visible en todas las esquinas del país. Los sindicatos, por ejemplo, fueron diseñados no para proteger a los trabajadores como claman sus corruptos líderes, sino para controlar a sus agremiados. Las empresas paraestatales no fueron concebidas para competir en la economía, sino para controlar recursos naturales, generar empleo y satisfacer las necesidades financieras de políticos y candidatos (Pemexgate dixit). El sindicato de maestros fue organizado para manipular elecciones, sojuzgar al profesorado y enriquecer a caciques capaces de articular reveladoras y mordaces frases (como esa de que “la moral es un árbol que da moras o vale para una pura chingada”), pero no para educar a la niñez mexicana o prepararla para enfrentar un mundo cruel y competitivo. En una palabra, el país, y todas sus estructuras e instituciones, se construyeron para un mundo que ya murió.
Independientemente de la visión y objetivos que conformaron nuestra realidad posrevolucionaria, nuestras estructuras e instituciones se crearon para un mundo que dejó de existir. Todo eso era posible en el contexto de una economía cerrada, de un mundo caracterizado por virtuales estancos económicos. Pero el mundo de hoy, como ilustran mejor que nadie nuestros propios compatriotas en Estados Unidos, exige capacidades distintas. Nuestra desidia ha sido tan grande, que aun si aceptamos la inevitabilidad de la emigración, ni siquiera hemos tenido la capacidad de formar mejor a esos mismos migrantes (como brillantemente ha hecho el gobierno filipino) a fin de que puedan ser más productivos en la economía americana y eso se traduzca en mayores remesas. Ni eso hemos podido hacer bien.
A pesar de esta triste y grave realidad, todo en la vida pública mexicana está concentrado en la sucesión presidencial. Unos atentos al hueso que podría tocarles en el próximo gobierno, otros en hacer posible su triunfo electoral (ambos lógicos), nadie parece reconocer el hecho de que si el país fuese una empresa estaría a punto de quebrar: sus clientes migran en masa, sus activos pierden valor y no se han hecho inversiones para resolver una cosa o la otra. Aunque el símil de una empresa parezca grotesco a muchos, el ejemplo sirve para ilustrar el enorme dilema que enfrenta el país: el pasado no sólo no garantiza el futuro, sino que se ha convertido en un fardo.
Lo esencial no radica en abandonar nuestra esencia, sino en transformar nuestro presente. Los sindicatos, las empresas paraestatales y el tipo de regulaciones que fueron emblemáticos en el país a lo largo de muchas décadas durante el siglo pasado, son incompatibles con nuestras necesidades actuales y con el enorme potencial desaprovechado que tiene el país. De nada sirve pretender ignorar la realidad o simular que ésta no existe. El hecho tangible es que la educación en el país no es adecuada para los desafíos que enfrenta la población todos los días, las empresas paraestatales no contribuyen a agregar valor a la economía o a elevar su productividad y una buena parte del marco regulatorio no hace sino impedir la creación de nuevas empresas, empleos u oportunidades de desarrollo.
Los políticos de hoy, al igual que los líderes sindicales y funcionarios respectivos, no son culpables de esta situación, pero sí son responsables de su perpetuación. Todos los mexicanos, con la salvedad de un puñado de políticos empeñados en negar la realidad, sabemos que empresas como PEMEX, CFE y Luz y Fuerza son propiedad de sus sindicatos y no del gobierno ni mucho menos de la ciudadanía. Independientemente sobre cuál sea la estructura de propiedad de dichas instituciones en el futuro (sobre lo que debiera haber un debate honesto y legítimo), de nada sirve pretender que esas entidades no constituyen un problema que debe ser enfrentado.
El país tiene que definir cómo va a lidiar con su futuro. Una forma sería enfrentar cada dilema, entidad, institución y regulación en lo individual, como en buena forma se ha hecho a lo largo de la última década. Ese método asegura, sin embargo, que cada discusión se convierta en una afrenta a la soberanía del país, lo que garantiza que nada cambie. Basta observar las absurdas e interminables batallas que han tenido lugar en temas como el fiscal, el energético y otros más. El fracaso de esa manera de proceder se ha traducido en más emigración, menos crecimiento y más conflicto político. La alternativa consistiría en plantear el dilema del país como un todo, debatir las implicaciones de nuestro estancamiento y subordinar cada uno de esos temas a una discusión más general. Puesto en contexto, capaz que es posible construir un futuro distinto al pasado.
Los ciudadanos podríamos forzar a los candidatos para que nos expliquen cómo van a construir ese futuro en lugar de seguir perdiendo el tiempo con sus desafueros y otros juegos de escondidillas.