Contrastes

Luis Rubio

Contrastes y oportunidades. Eso es lo que se observa al comparar la manera en que diversos países se enfocan para lograr el desarrollo. Sobra decir que si bien muchas naciones (¿todas?) quisieran formar parte del relativamente exclusivo club de naciones ricas y desarrolladas, muy pocas lo logran. La clave para conseguirlo reside en la combinación de un sistema político funcional con un proyecto económico debidamente estructurado. La evidencia indica que sin una estrategia de desarrollo, éste es imposible, pero es igualmente inoperante si falta un sistema político capaz de sostener un proceso de transformación a lo largo del tiempo (y a través de gobiernos que cambian).

En una reunión internacional a la que asistí recientemente, la discusión se centró en torno a los contrastes y diferencias que existen entre los diversos países que intentan ingresar al club de las naciones ricas y desarrolladas. Los países en cuestión eran los obvios: Europa oriental, el sureste asiático, América Latina, Rusia, China e India.  De todos los ejemplos citados, los exitosos fueron aquellos que desde el principio se propusieron emular a los países europeos, Estados Unidos, Canadá o Japón. Ninguno de los que pretendieron fundar un “modelo alternativo” logró avanzar.

No es difícil identificar los casos exitosos: Irlanda, Estonia, Singapur, Corea, China, India, Chile, etcétera. Algunos de éstos –como China e India– apenas comienzan el proceso. Otros, más avanzados, como Irlanda o Singapur, enfrentan retos muy complejos porque el crecimiento sostenido supone un fuerte componente de tecnología y ciencia, lo que a su vez requiere un sistema educativo de otra naturaleza. En este contexto, Japón fue ejemplo frecuente: un país desarrollado bajo casi cualquier medida convencional, enfrenta la necesidad imperiosa de llevar a cabo una transformación radical de su sistema educativo, pues sin ello simplemente no puede aspirar a competir en los sectores que generan un alto valor agregado, algo para lo cual hoy no está preparado.

Pero el corazón del problema del desarrollo yace en la capacidad de un país para sacarlo adelante. China e India representan dos sendas muy contrastantes hacia el progreso, pero todos los países que han logrado transformarse en las últimas décadas, incluidos estos dos, apelaron a dos componentes que los distingue de aquellos que se lo propusieron sin conseguirlo: un buen proyecto económico en el sentido técnico y la capacidad política de instrumentarlo. Si falla cualquiera de esos dos componentes, el desarrollo es imposible.

El problema del desarrollo no es técnico. Aunque no existe una sola forma de alcanzarlo, los instrumentos que lo hacen posible son muy claros y no existe mayor polémica conceptual en torno a ellos. Un buen proyecto en términos técnicos es aquel que logra vertebrar los componentes clave para el desarrollo: equilibrios macroeconómicos, ahorro en la economía, disponibilidad de inversiones, reglas del juego (sistema legal, capacidad de hacer cumplir un contrato, definición de los derechos de propiedad), disponibilidad de infraestructura social, humana y económica, y una definición clara de las prioridades de un país.

Aunque mucho de lo anterior puede sonar esotérico, se trata de factores perfectamente conocidos y sobre los que existe una larga experiencia que justifica una conclusión muy concreta: no hay un problema técnico en la consecución del desarrollo. Si un país adopta las medidas adecuadas y persevera en ellas (algo que incluso puede llevar décadas), el desarrollo es plausible. De la misma manera, si un gobierno decide un camino distinto, por más atractivo que resulte (como podría ser el “modelo alternativo de nación”) el desarrollo es simplemente inalcanzable.

Si partimos del supuesto que un país adopta un proyecto viable de desarrollo, el factor crítico de éxito reside entonces en su estructura política. Aunque hay y ha habido muchos países que han logrado esbozar proyectos de desarrollo (o, más frecuentemente, algunos componentes de un proyecto de desarrollo), son muy pocos los que efectivamente logran alcanzarlo. Al comparar los diversos casos, el factor clave reside en la capacidad del sistema político para sostener un proyecto económico por el tiempo necesario de tal suerte que logre su cometido.

Así, una dictadura presenta menos complicaciones que una democracia para emprender medidas difíciles y en ocasiones impopulares que puedan sostenerse a lo largo del tiempo. En esta dimensión, no es casual que China haya logrado tanto mayor éxito que otras naciones pues, una vez definido un esquema técnicamente adecuado, su capacidad política para instrumentarlo ha sido extraordinaria. Para India, un país democrático y políticamente muy fragmentado, el proceso ha sido más complejo y escabroso. El caso de Irlanda es más revelador: su gobierno comenzó a implantar las medidas necesarias desde el final de los sesenta, pero no fue sino hasta 1987 cuando, casi de manera súbita, empezó a experimentar tasas de 9% de crecimiento anual. Su éxito se debe, en no poca medida, al hecho de que su sistema político logró articular los consensos necesarios para sostener un proceso de cambio y transformación a pesar de que los resultados fueron magros por muchos años. Irlanda muestra que, con un liderazgo eficaz, es perfectamente posible conducir un proceso de transformación en un contexto democrático.

A pesar de su complejidad, quizá la gran ventaja de la Unión Europea se explique porque, luego de años de experimentar, ha logrado articular un conjunto muy bien definido de políticas concretas que dan resultados. Los países que las adoptan de manera consciente y sistemática pueden esperar buenos resultados en un horizonte razonable de tiempo, como evidencian igual los que se incorporaron en los 70 y 80 (como España, Irlanda o Grecia) que los del este europeo, de más reciente adhesión.

El caso de Europa confirma lo obvio: el problema del desarrollo no es técnico; si un país adopta la política económica que, en buena medida, es resultado del sentido común y persevera en su aplicación, el desarrollo es asequible. Es claro que no se trata de una cuestión ideológica. De hecho, aquellos países, sobre todo en América Latina, que convierten las medidas necesarias para avanzar hacia el desarrollo en temas de confrontación política o ideológica, acaban cancelando la posibilidad de lograrlo. El camino al precipicio está saturado de buenas intenciones pero también de malas estrategias. Y, en nuestro caso, de liderazgos iluminados.

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¿Cuenta nueva?

Luis Rubio

La disyuntiva fiscal era cuenta nueva y borrón o borrón y cuenta nueva. Aunque parezca un mero juego de palabras, las dos frases representan posturas filosóficas profundamente diferentes. La primera le concede preeminencia al interés fiscal del gobierno (primero págame y luego hablamos), en tanto que la segunda propone olvidarnos del pasado, dejando al ciudadano, cumplido o evasor, libre de toda culpa. Aunque ninguna de las dos maneras de percibir la realidad es perfecta, las definiciones a este respecto pueden determinar la posibilidad de que, algún día, el país funcione bajo un conjunto de reglas confiables y certeras que permitan que todo mundo sepa dónde está, cuáles son sus derechos y obligaciones, y cómo defenderlos ante tribunales que sean, a su vez, confiables y justos. Es decir, que exista un Estado de derecho.

La disyuntiva fiscal planteada en el párrafo anterior, fue parte de una discusión que tuvo lugar hace más de una década en el seno del gobierno, pero vuelve a ser relevante el día de hoy. Lo que se analizaba entonces era la mejor manera de regularizar a la población en materia fiscal para que el gobierno pudiera reducir la evasión y lograra sus metas recaudatorias. Visto desde la perspectiva del gobierno, la discusión era lógica y pragmática, pues ambas partes buscaban el mismo objetivo (regularizar y elevar la recaudación), pero cada una tenía una visión filosófica distinta. Para unos, la obligación estaba marcada en la ley y, por lo tanto, era indiscutible. Si un causante quería regularizarse y quedar exento de toda persecución fiscal, primero tenía que apoquinar; el gobierno seguía siendo juez último del cumplimiento o no de la persona. En contraste, la otra parte en esta discusión sostenía que mientras el gobierno y sus leyes fuesen percibidas como ilegítimas, difíciles de cumplir y confusas, cualquier regularización resultaría infructuosa.

La gran pregunta es cómo pasar de un mundo en el que la ilegalidad (o falta de Estado de derecho) es la norma a uno en el cual la legalidad se convierte en el factotum de la vida en sociedad. Este es un tema añejo que choca con conceptos y concepciones profundamente arraigados tanto entre intereses particulares (que se benefician del statu quo) como de quienes que, por su formación, consideran que no existe un problema real (como legítimamente y con inteligencia arguyen muchos abogados). La pregunta relevante es cómo crear un mundo de reglas que todo mundo acepte como suyo y, por lo tanto, se obligue a cumplir.

Enfrentado a un problema serio, algún presidente anterior afirmó que la ley no se puede aplicar de manera igual a los desiguales. Como planteamiento político, lo que ese presidente afirmaba era que la ley era disfuncional y, probablemente, su gobierno no contaba con la legitimidad para hacerla cumplir. Desde el punto de vista moral y legal, cuando un presidente afirma que la ley no es igual para todos da licencia y legitima de facto el comportamiento ilegal, abusivo y antisocial de cualquier persona o grupo en la sociedad. Es el caso de múltiples sindicatos, los macheteros de Atenco, Marcos, la APPO y otros grupos antes y ahora- que viven al margen de la ley. Pero esa es nuestra realidad política y, por tanto, la realidad legal: cuando la ley no es idéntica para todos no existe. Y no existe porque nadie la percibe como legítima.

Desde la perspectiva ciudadana, existe una desconfianza permanente en el gobierno y en las cambiantes reglas. La población puede conmiserarse con el más débil (así sea corrupto), pero sospecha del gobierno. Esa desconfianza es la que produjo dichos tan reveladores como obedezco pero no cumplo y no hay mal que dure seis años. La sabiduría popular refleja no sólo una manera de ser, sino toda una filosofía de vida.

Nuestra historia y realidad sugiere que lograr una transformación en esta materia será una tarea titánica, pero no imposible si se reconoce la naturaleza del problema. Si aceptamos la ausencia de legitimidad en las reglas del juego (para la legalidad) como el problema, entonces hay dos temas que requieren ser atendidos: uno, cómo lograr esa legitimidad (lo que, de hecho, implicaría convertir a cada individuo en un ciudadano, con los derechos y obligaciones que eso entraña); dos, cómo someter a todos los intereses particulares que siempre han vivido al margen de la legalidad (y, en muchos casos, en franca violación de la misma) para convertirlos en parte integral de la sociedad, bajo las nuevas reglas. Este último tema es crucial para la consecución de los objetivos.

De entrada, aunque se trata de dos carriles encontrados, no tienen por qué ser incompatibles. Por lo que toca a la ciudadanía, tradicionalmente escéptica del gobierno, la autoridad y la ley, la única manera de alterar la realidad y su percepción es comenzando por el principio: en lugar de disyuntivas como la de cuenta nueva y borrón, lo realmente fundamental es que el gobierno demuestre que es confiable y creíble para así ganarse el favor de la sociedad. Es decir, exactamente lo contrario a lo que ha sido la lógica dominante en el gobierno y la burocracia (que, como dijera Churchill, no son servidores públicos sino mafiosos privados). El gobierno debería comenzar, entonces, por ganarse la buena voluntad de la población para que, a través del ejemplo y excepcional desempeño de sus funciones, la convenza de que hay una mejor manera de hacer las cosas. Sin cambiar sus incentivos, los mexicanos difícilmente cambiarán su manera de ser.

Una vez ganado el respeto ciudadano, tendría que venir un gran pacto social que estableciera las nuevas reglas del juego, los derechos de la ciudadanía, los pesos y contrapesos de un sistema político-legal moderno, la fortaleza institucional para hacer cumplir la ley en toda instancia y por sobre cualquier interés, así como los mecanismos para hacerlo cumplir. Con la nueva legitimidad que se derivaría del respaldo de la población, algo de lo que no muchos gobernantes mexicanos pueden presumir, sería factible una negociación con todos esos sindicatos y grupos de poder a fin de incorporarlos (forzarlos) a la nueva legalidad. Por primera vez en décadas o siglos, el gobierno tendría la legitimidad, y el apoyo popular, para emplear la fuerza o, como hacen los gobiernos democráticos, la amenaza de la fuerza, para cambiar la realidad. Los tiempos de crisis son siempre tiempos de oportunidades, por lo que si el nuevo gobierno quiere evitar que la percepción de caos se torne en caos de verdad, deberá actuar.

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¿Qué sigue?

Luis Rubio

No habían pasado ni diez minutos de la accidentada pero exitosa toma de protesta del presidente Calderón, cuando se comenzaron a formalizar las disidencias dentro del contingente perredista. Ese botón sirve de muestra de la recomposición política que será característica del país en los años por venir. El capítulo electoral ha quedado atrás: ahora todo depende de la manera en que el presidente decida enfocar las baterías de su gobierno y la habilidad que tenga para que sus acciones y programas sean exitosos.

Las primeras acciones del nuevo gobierno demuestran que el presidente tiene un proyecto claro de lo que quiere alcanzar y, en franco contraste con su predecesor, la disposición para dedicarse personalmente a hacerlo avanzar. Pudiendo haber clamado “ya la hice”, el presidente Calderón optó por plantear dilemas y soluciones sin generar expectativas excesivas. Esa es la buena noticia. La mala es que no logró crear las condiciones para que la ceremonia de protesta en el palacio legislativo fuera tersa y civilizada. Es evidente que eso no dependía exclusivamente de él, pero además de mostrar la complejidad del escenario con el que tendrá que lidiar, también permite algún escepticismo sobre el enfoque de sus baterías. El simbolismo del primero de diciembre era fundamental y el resultado es bueno sólo en cuanto a que no hubo una catástrofe.

Con el cierre del aparentemente interminable proceso electoral, viene la hora de la verdad y, a pesar de las apariencias, muy pocos salen bien parados. La efervescencia dentro del PRD es palpable a leguas: aunque ese partido nunca ha sido un cuerpo uniforme e integrado, las fracturas que provocó la contienda y, sobre todo, el conflicto postelectoral se han ensanchado. Lo menos que tendrían que preguntarse sus miembros es qué se ganó, cómo recuperar al partido con capacidad y vocación de gobernar y cómo empezar el laborioso proceso de reconquistar la confianza del electorado, porque no es lo mismo atacar al contrario que ganar confianza para uno mismo. El filo rijoso y autoritario que el PRD dejó ver no hizo sino vindicar el voto de quienes, por temor a sus excesos, decidieron otra opción política.

Pero aunque las divisiones dentro del PRD se agudicen, eso por sí solo no es una buena noticia para el resto del sistema político. Los políticos, como un conjunto, han perdido, como el presidente Calderón reconoció en su discurso inaugural. La incapacidad de nuestros políticos para trabajar en conjunto, negociar, decidir y actuar habla mal de nuestras instituciones políticas porque deja la estabilidad del país y su progreso dependiendo de la buena voluntad y visión de Estado de los individuos y ninguna nación puede prosperar de esa manera. México necesita instituciones fuertes que acoten los excesos de sus participantes y no al revés. En este contexto, son impactantes las pequeñas cosas que hicieron posible que concluyera este proceso de una manera tan feliz como las circunstancias permitieron. Sin duda, el comportamiento del PRI fue fundamental. Aunque el partido tiene más problemas internos y de credibilidad que todos los demás partidos juntos, la vocación de poder y de Estado de sus integrantes legislativos salvó el día. Ese partido tiene mucho que pensar sobre su futuro si quiere seguir estando aquí, pero no hay duda que el legado institucional del viejo sistema no merece ser despreciado.

Lo menos que se puede decir de este agrio periodo de nuestra incipiente historia democrática es que los problemas políticos del país son enormes y que, por lo tanto, el desafío para Calderón es extraordinario. Desafío que no se limita a la amenaza de aniquilación que el candidato perdedor pretende sostener a lo largo del sexenio, sino que se acrecienta por los ingentes problemas de representatividad de las instituciones políticas, la incapacidad de decisión del sistema político en su conjunto y los vetos que estrecharon el margen de decisión del presidente en la conformación de su gabinete. Con todo, como dice el dicho, con esos bueyes tendrá que arar el nuevo presidente. El detalle, siguiendo la parábola, es que tendrá que hacerlo en el contexto de una agricultura altamente tecnificada donde el presidente tiene pocos instrumentos para actuar. Por si lo anterior no fuera suficiente, el presidente enfrenta un liderazgo hostil en su partido que, aunque no regateó ni un ápice su apoyo el primero de diciembre, está decidido a avanzar mejores causas que las de su gobierno. Sin el control de su partido, difícilmente podrá gobernar.

¿Podrá gobernar? El país se encuentra en un estado catatónico donde todo premia la parálisis en lugar de la acción y la irresponsabilidad en lugar de la sensatez. Pero estas dos características, herencia no intencional de un sistema político construido bajo otras circunstancias, son obstáculos sólo en la medida en que se privilegie la confrontación y la falta de respeto a los interlocutores necesarios, como ocurrió a lo largo de la última década. Felipe Calderón comenzó con el pie derecho en este frente: no sólo se ha dirigido a sus interlocutores en el legislativo y en los partidos, sino que está enfocándose hacia la acción política como medio para destrabar el nudo que recibió como legado. Su actuar en Oaxaca es claro, aunque claramente insuficiente. Los políticos afirman que la política es el arte de la negociación: ahora es el tiempo de demostrarlo y de construir salidas para el entuerto en el que se encuentra el país, pero también ellos  y sus partidos.

Ahora viene el tiempo de la acción. Los próximos días y semanas mostrarán dónde están las prioridades. Esas primeras decisiones serán críticas para sentar las bases del futuro. Un error en ese frente, como vimos hace seis años, puede destruir toda posibilidad de salir victorioso. Es obvia la necesidad de afectar múltiples intereses en todos los ámbitos, pero no se puede enfrentar todos a una misma vez. El orden de prioridades y la forma en que se impulsen serán críticos. Los mejores momentos de las últimas décadas, los que generaron entusiasmo entre la población, fueron  producto de acciones –no ilusiones- inteligentes y decididas por parte de diversos gobiernos. Esperemos que Calderón no se equivoque en esta materia.

El nuevo presidente no le debe nada nadie y sabe lo costosa que es la vanidad. Nadie razonable desearía enfrentar la complejidad que él tiene frente a sí, pero su oportunidad es también trascendental. Parafraseando a otro político…, por el bien de todos, más nos vale que le vaya bien.

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Oportunidad

Luis Rubio

Un nuevo gobierno representa una nueva oportunidad. Como cuando nace un niño, la esperanza es siempre infinita. Aunque la experiencia aconseje cautela, la expectativa de que “esta vez” todo será diferente está siempre presente. Por supuesto, en nuestro caso, esa esperanza siempre viene aderezada del tradicional fatalismo del mexicano que tiende a poner las cosas en perspectiva con el dicho popular que afirma que “no hay mal que dure seis años”. Pero, más allá de la adversidad que caracterizó su inauguración, no existe razón para pensar que un nuevo gobierno no podrá hacer la diferencia, rompa con ese fatalismo y abra la puerta hacia una nueva era de desarrollo del país.

El país padece un terrible mal de enfoque: en lugar de orientar nuestros esfuerzos, comenzando por los del gobierno, hacia lo que puede transformar la vida de la población en un sentido positivo, los recursos se dirigen hacia la preservación del statu quo y los proyectos favoritos de los gobernadores, que rara vez son los más rentables, los deseados por la población o los que podrían construir los cimientos de la economía y sociedad del futuro. La promesa de una transformación cabal que nació con la negociación del TLC, se evaporó en los años siguientes al volver a nuestras formas tradicionales de hacer las cosas, ignorar el potencial de los habitantes y cerrar las puertas a la economía del mañana.

Todo eso se puede comenzar a revertir con la inauguración de un nuevo gobierno. La clave es el enfoque. El nuevo gobierno tendrá que definirse y esa definición podrá tomar muchas formas, pero en el fondo, lo esencial dependerá de cómo se ve a sí mismo. El gobierno podrá enfocarse hacia los pobres o los ricos, los grandes o los chicos, pero su éxito dependerá de dos factores: qué hace por el consumidor y qué proporción de la población logra sacar del mundo de la marginación.

En la década pasada, el país experimentó grandes cambios y escarmientos. La crisis del 95 dejó una profunda huella en el comportamiento de los políticos, a la vez que abrió todas las heridas y despertó agravios acumulados por siglos en la sociedad. La economía superó la crisis, pero no logró alcanzar tasas elevadas de crecimiento; la vida política experimentó una creciente apertura que posibilitó  la primera alternancia de partidos en el gobierno de nuestra era, todo ello sin haberse creado las estructuras institucionales necesarias para el funcionamiento eficaz de una democracia incipiente. La disputada elección de julio pasado selló una década de conflictos, expectativas insatisfechas y desgobierno. ¿Podrá Felipe Calderón cambiar las tendencias resultantes?

Lo que el país requiere es un nuevo futuro. En alguna ocasión, Paul Valéry dijo que “el problema de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que solía ser”. Quizá lo que México necesita es redefinir su futuro, no mediante la inflación de las expectativas como hizo el presidente saliente, sino transformando la realidad. Y esa realidad se define por la manera como el próximo gobierno enfoque sus prioridades y, sobre todo, su concepción de lo que el país requiere y el gobierno puede hacer al respecto.

Si uno observa al país con detenimiento, encontrará circunstancias y realidades muy concretas que desafían mucho de lo que damos por sentado. Por ejemplo, la economía del país sí ha crecido en los últimos años y lo ha hecho con celeridad. El problema es que sólo una parte del país ha experimentado ese proceso, mientras que otra se ha rezagado. Aunque al norte le ha ido mejor, en términos generales, hay muchos casos de empresas, personas y regiones exitosas en los lugares más recónditos de Chiapas, Veracruz y Oaxaca. Lo que el país no ha experimentado es un crecimiento sostenido de la economía que beneficie por parejo al conjunto.

De hecho, el proceso que hemos experimentado es, a la vez, mucho mejor y mucho peor de lo aparente. Es mucho mejor porque un sinnúmero de personas y empresas ha logrado transformarse exitosamente y adecuarse a las demandas de la economía internacional. Esas personas y empresas se adaptan y ajustan a las cambiantes circunstancias sin mayor dificultad. Al migrar y encontrar nuevas formas de ganarse la vida, muchos de los mexicanos más pobres del país han mostrado la misma capacidad de adecuación y éxito, demostrando que no hay nada que impida romper con nuestro fatalismo y salir de nuestro letargo.

Pero el otro lado de la moneda no es menos real. Millones de mexicanos se han quedado rezagados, sobreviven desde hace décadas, cuando no siglos,  realizando las mismas actividades no rentables y poco productivas, sin acceso a marcos de referencia que les permitan la transformación requerida. En este terreno, el contraste con países como China o Chile, cada uno en su justa dimensión, es impactante.

La gran diferencia con China es la capacidad que esa nación ha tenido para integrar olas sucesivas de nuevos demandantes de empleo en la economía moderna. En lugar de proteger la planta productiva existente, el gobierno chino se ha dedicado, en cuerpo y alma, a hacer posible la planta productiva del futuro y con ese criterio le ha abierto oportunidades a cientos de millones de chinos. Chile hizo dos cosas que constituyen un enorme aprendizaje para nosotros. Por un lado, centró el desarrollo de su economía en el consumidor: las acciones del gobierno no se miden por el éxito de los productores, sino por cómo se satisface al consumidor, al ciudadano. Por otro lado, a través de una profunda reforma educativa cuyo eje rector fue el transformar la capacidad productiva de las personas, le abrió oportunidades de desarrollo a todos los ciudadanos, no sólo a aquellos que, por cualquier circunstancia, tenían ventajas de origen.

La agenda del nuevo gobierno tiene que ser la del crecimiento económico en el contexto de la transformación de las estructuras sociales y económicas tradicionales. Sólo una acelerada tasa de crecimiento económico permitirá romper el fatalismo que nos inhibe, pero sólo una transformación estructural –social, económica, de la justicia y la seguridad pública– nos permitirá integrar a la sociedad que ha estado rezagada y marginada.

La función del gobierno es la de hacer posible el desarrollo de la sociedad. En lugar de quemar su pólvora en infiernillos, el nuevo gobierno haría bien en sumar a los políticos, incluidos los revoltosos, en un gran ejercicio transformador donde sea la población el eje rector. Como diría Mafalda, “hay que empujar al país para llevarlo adelante”. Felipe Calderón va a requerir mucho empuje y el apoyo de toda la población.

Una farsa riesgosa

 Luis Rubio

Cuenta Yukio Mishima que cuando un hombre no iba a poder llegar a una cita, decidió suicidarse para que su espíritu, al menos, arribara. La alegoría retrata muy bien la lógica de López Obrador: si no la presidencia, al menos el drama. La farsa de esta semana debería llevarnos a recapacitar sobre el tipo de sistema político que tenemos y las reglas de convivencia necesarias para evitar retrocesos en nuestra incipiente democracia. Aunque la derrota es gravosa, máxime cuando fue por un margen tan pequeño y tras meses de estar arriba en las encuestas, la farsa de una legitimidad superior no es sino otra más de las muchas mentiras que pululan en el ambiente político y una burla para la democracia y los valores por los que el propio ex candidato del PRD apostó a lo largo de su campaña, al menos hasta su derrota en las urnas. Lo peor de la farsa no es el espectáculo mismo, sino el legado de mentiras típico de la vieja manera de hacer política.

Como van las cosas, en unos días el país tendrá dos presidentes, uno que triunfó en las urnas y formalmente comenzara actividades el próximo primero de diciembre, y otro que ha decidido declararse como tal aunque lo sostenga sólo su voluntarismo: ganó porque tenía que ganar. Lamentablemente, esa percepción tiene arraigo. La lucha por el poder fuera de los marcos institucionales es legítima y aceptable para una porción significativa de la población. De la misma manera en que mucha gente no ve razón alguna para rechazar los llamados productos pirata, pensar que las elecciones sirven para determinar quién gana y quién pierde y, por lo tanto, quien es el gobernante legítimo, resulta poco significativo y muy relativo.

La toma simbólica del poder puede ser risible, pero no deja de tener un profundo sedimento de credibilidad en una sociedad donde muchos se sienten agraviados. AMLO abrió una caja de Pandora que quizá nadie pueda ahora cerrar. Pero su movimiento es profundamente racional: se trata de una racionalidad distinta a la institucional (y por eso al diablo con sus instituciones), pero no por eso deja de tener una lógica interna, una lógica de poder: no es el actuar de un loco. El problema es que puede acabar destapando cloacas que no hagan sino revertir, o hacer imposibles, los objetivos que el propio ex jefe de Gobierno del DF reconoce como deseables, incluidas las altas tasas de crecimiento económico.

El movimiento encabezado por el candidato perdedor no es distinto a otros levantamientos que fueron el pan de cada día a lo largo del siglo XIX. A falta de un sistema de gobierno efectivo, cualquier gobernador o líder político, rural o social, se levantaba en armas para enarbolar su causa, que, por lo regular, era bastante peregrina: el poder para sí mismo. La mayoría de esos innumerables levantamientos y revoluciones, que José Maria Luis Mora registra con precisión, acabó naufragando, pero dejaron tras de sí una estela de violencia, destrucción y desánimo. El porfiriato y el sistema priísta aplacaron y sometieron toda disidencia pero no acabaron con ella: tan pronto se erosionó el poder centralizado, la violencia hizo una estruendosa reaparición (en la Revolución de 1910, en el estallido de Chiapas, en el asesinato de Colosio en 1994). Con el fin de la presidencia monopólica, la política del levantamiento ha adquirido una supuesta legitimidad.

En esto hay que reconocer el fracaso, al menos parcial, de toda una era de lucha por la construcción de una sociedad democrática. Muchos mexicanos consideran que hubo fraude en el pasado proceso electoral y una porción significativa está dispuesta a apoyar un movimiento disidente. Es posible que la política desarrollada por el gobierno de Calderón todavía triunfe y logre sumar esfuerzos de todas las fuerzas políticas igual las institucionales que las disidentes, pero no hay duda que la construcción institucional de los últimos años ha probado ser insuficiente para resolver el tema medular del acceso al poder.

Otra importante lección de este proceso se explica por el fin del sistema presidencialista. La centralización del poder tuvo sus beneficios y sus costos, pero uno de sus rasgos fue hacer parecer el país como una nación armoniosa y homogénea, a pesar de que la historia y realidad decía lo contrario. Pues bien, estos últimos meses también le han dado al traste a ese otro mito. La aparente armonía que arrojaba el yugo presidencialista comenzó a desaparecer desde que el congreso se convirtió en un foro saturado de disputas y la política volvió a las calles. El tema no es si el país debe ser homogéneo o armonioso para funcionar, o que el congreso deba aprobar cualquier iniciativa enviada por el presidente. El tema relevante hoy es la falta de mecanismos unánimemente aceptados para acceder al poder o resolver diferendos en esta diversidad.

Los esfuerzos de los últimos años para organizar y construir los andamios de una democracia moderna parecieron fructificar en la elección de 2000, sobre todo porque ganó un candidato de la oposición pero, más aún, porque el candidato perdedor reconoció su derrota con dignidad. Ese primer ejercicio plenamente democrático resultó insuficiente para garantizar la existencia de un gobierno efectivo y funcional. Los esfuerzos de hace una década no fueron malos pero, como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, resultaron claramente insuficientes porque dependían para su éxito de la buena voluntad de los actores. La ficción de un país ordenado y democrático fue derrumbada a partir de que AMLO decidió no reconocer su derrota el 2 de julio pasado.

Todo esto nos conduce a los dilemas del momento. Al recibir su premio Nóbel, Albert Camus afirmó que la libertad es peligrosa: tan emocionante como difícil vivir con ella. La democracia nos abrió un espacio de libertad que por muchas décadas estuvo ausente en el país. Pero esa democracia y esa libertad dependen del cuidado y la responsabilidad con que la ciudadanía y los actores políticos las hagan suyas. El periodo entre el 2 de julio y el 20 de noviembre ha demostrado que mientras no haya una transformación integral de la estructura del poder y una autoridad capaz de hacerla valer, el país tendrá que aprender a vivir con la incertidumbre como componente natural de su quehacer cotidiano.

Cuando a la salida de su convención constituyente alguien gritó preguntando qué es lo que se había acordado, Benjamín Franklin respondió: una república, si es que ustedes, los ciudadanos, la pueden mantener. Quizá debamos comenzar a cuidar la nuestra.

 

Paralelos

Luis Rubio

México y China tienen muchas diferencias, pero bien podrían compartir una gran coincidencia: el crecimiento económico. Luego de la muerte de Mao, el régimen encabezado por Teng Hsiao-ping lanzó al ruedo una contundente transformación económica. Algunos años después, ese cambio se vio amenazado por la demanda de democratización que el gobierno chino no supo procesar de manera pacífica. Pero lo impactante fue que en lugar de acobardarse y ceder ante la presión de revertir las reformas causa del cimbramiento del statu quo ante, el gobierno chino hizo del crecimiento de la economía el imperativo político número uno. De hecho, mantener altas tasas de crecimiento se tornó en base para la estabilidad política y todo lo demás pasó a segundo plano. El resto es historia.

Tal vez sea tiempo de reconocer que México se encuentra en una tesitura similar a la de China cuando el desastre de Tiananmen, si bien no en naturaleza, sí en su enorme trascendencia. El país lleva años a la deriva por falta de liderazgo, pero sobre todo por la ausencia de una estrategia de desarrollo que haga digeribles los cambios que requiere la construcción de un país moderno. A diferencia de China, cada vez que México se ha encontrado con algún contratiempo da lo mismo los zapatistas que una devaluación, una manifestación o un desencuentro político, el gobierno perdió el temple, cedió ante las presiones y perdió el camino.

Mientras que la economía china ha crecido a tasas anuales superiores al 9% en promedio por casi tres décadas, creando empleos y absorbiendo a más de 400 millones de pobres en los procesos productivos, la economía mexicana difícilmente crece por arriba de la tasa de crecimiento demográfico y prácticamente no crea empleos nuevos, productivos y formales. Cuando mucho, la economía mexicana ha logrado mejorar el potencial de desarrollo de quienes ya están integrados en las estructuras productivas (incluyendo, por supuesto, a los informales), pero no ha sido capaz de avanzar hacia un desarrollo integral y exitoso que incorpore a toda la población en un proceso transformador de enriquecimiento y modernización generalizado.

La transformación económica de China no fue producto de la casualidad. Los dos ingredientes centrales que la han caracterizado son, por un lado, una gran claridad de visión y liderazgo y, por el otro, una determinación absoluta para lograr la transformación económica y social de su país. Al igual que México, la estrategia de transformación china se encontró con diversos impedimentos y enfrentó avatares diversos. La diferencia fue que en China el gobierno reconoció que el riesgo de ceder ante las presiones y demandas por abandonar los procesos de reforma sería tan enorme y tan costoso, que decidió acelerar el paso para no dejarse doblegar en ningún momento o ante circunstancia alguna.

El momento crítico en China se presentó con las manifestaciones estudiantiles en Tiananmen. La represión con que el gobierno chino dio respuesta a las demandas de democratización hace casi dos décadas, marcó un punto de inflexión en la estrategia de desarrollo de aquel gobierno. Hasta ese momento, un poco como en México hasta 1994, las reformas habían avanzado de manera más o menos fluida y sin grandes contratiempos. La suma de visión y liderazgo marcaba el camino.

Cuando irrumpió el movimiento estudiantil y las demandas de democratización, pero sobre todo la crisis de legitimidad derivada de la represión, el gobierno chino tuvo que optar entre abandonar el proyecto modernizador para satisfacer a sus críticos o convertirlo en un imperativo político por encima de cualquier otro factor. A partir de ese momento, todo el actuar del gobierno chino se ha encaminado a allanar el camino para el crecimiento económico. De hecho, no ha habido obstáculo suficientemente grande para impedir la consecución de su cometido central: el gobierno ha cambiado regulaciones y privatizado empresas, atacado intereses de todo tipo, construido infraestructura por todos lados y modificado su legislación. Para el gobierno chino, una elevada tasa de crecimiento económico explica el secreto de la estabilidad política.

Ciertamente, el gobierno mexicano no se asemeja al chino en estructura o poder, ni estoy abogando de manera alguna por la represión como método legítimo para impulsar un proceso de desarrollo. Pero es indudable que cuando el gobierno chino dio al crecimiento un estatuto de imperativo político, sus prioridades se tornaron transparentes y su actuar adquirió una determinación nunca antes vista.

Las circunstancias específicas de México nada tienen que ver con las de China en el momento de Tiananmen, pero no cabe duda que la capacidad y funcionalidad de nuestro gobierno (el conjunto del Estado) se han erosionado y su competencia para encabezar un proceso de desarrollo prácticamente se ha extinguido. El presidente Calderón enfrenta retos directos no sólo a la legitimidad de su gobierno, sino también a su actuar cotidiano. Una buena parte de la población ha quedado excluida del (enclenque) crecimiento que ha experimentado la economía y otra ha optado por emigrar ante la falta de oportunidades. Todo porque los gobiernos recientes han sido incapaces de encabezar un proceso transformador a partir de una estrategia de desarrollo que haga posible el crecimiento.

Como presidente electo, Felipe Calderón ha tomado decisiones por demás pragmáticas. Ha ido construyendo su gabinete con personas capaces de realizar el trabajo que se les encomiende en lugar de optar por gente cercana en términos políticos o ideológicos. Su proceder muestra una clara determinación de remontar los obstáculos que enfrentó pero también creó- su predecesor, para intentar una transformación cabal del país. Ciertamente, no es el primer presidente en intentar una transformación de tal envergadura, pero tampoco hay muchos precedentes para el momento actual que vive la sociedad mexicana. A menos de que el presidente Calderón cambie radicalmente los términos de la discusión pública en el país, los retos que enfrentará serán inconmensurables.

Todo lo que queda de las grandes ambiciones transformadoras de los noventa son un conjunto de instrumentos que le han ido dando forma a la actividad económica, pero no hay una estrategia de desarrollo integral que plantee objetivos claros, establezca una dirección para el futuro o sea capaz de convencer a la población, y al conjunto del aparato político, de su imperativo político y moral. Y con todo eso comenzar a romper los obstáculos al crecimiento. Tal vez sea tiempo de aprender algo de los chinos.

 

Hechos bolas

Luis Rubio

Al ver que su archienemigo Henry Clay caminaba hacia él por una vereda donde sólo cabía una persona, John Randolph decidió no cederle el paso. Cuando se toparon frente a frente, envalentonado y con un tono de macho consumado, Randolph le dijo: yo nunca le cedo el paso a un bribón. Ante lo cual, Clay simplemente se hizo a un lado y declaró: yo siempre lo hago. De ese estilo parece ser nuestra incapacidad para debatir un componente central del conflicto oaxaqueño, el educativo.

La mayoría de los mexicanos no concibe a la educación como un medio de movilidad social, una vía para obtener mejores empleos y mayores ingresos. Sin duda, muchos padres, sobre todo las madres, entienden que la educación es importante para que una persona salga adelante en su vida, pero no hay un reconocimiento cabal del papel que dicho factor juega en esta era del desarrollo económico. En realidad, desafortunadamente muy pocos en el país entienden la enorme transformación que está sufriendo la economía mundial y cómo cuadra el proceso educativo en esa dinámica.

La educación en México no está orientada al desarrollo de las personas ni a la formación de individuos independientes, capaces de crear, innovar y alcanzar el máximo de su potencial, todos ellos atributos indispensables para la era de la economía del conocimiento. El sistema educativo se concibió y organizó, durante el antiguo régimen político, como un instrumento de control político e indoctrinación al servicio del gobierno y el desarrollo industrial. Estas características han dejado una profunda mella en la forma como se entiende la educación y se concibe la estrategia de desarrollo tanto entre los profesionales del tema como en la población en general.

Desde que se formó el régimen posrevolucionario, la educación adquirió una prioridad central: ésta serviría a los objetivos del control del sistema político. Programas y contenidos educativos, así como la propia estructura administrativa del aparato educativo incluido el magisterio y su sindicato, por supuesto- fueron concebidos y estructurados para mantener el control político de los maestros y la población en general. Lo importante no era el tipo o calidad de la enseñanza, sino mantener a la población sumisa. El contenido ideológico que acompañó al proceso garantizaba que los maestros hicieran suyo el objetivo, aun cuando no necesariamente se percataran del propósito ulterior. Y ahí residía la genialidad inherente al sistema: sus principales actores y operadores estaban tan inmersos en el proceso que no se percataban de ser sólo una parte subordinada de un engranaje más grande.

Pero todo ese andamiaje respondía no sólo al control que el sistema político demandaba, sino también a un momento muy específico de la historia del país: el del desarrollo económico sustentado en la industria manufacturera y extractiva. De esta manera, la combinación de control político con la formación de una mano de obra apropiada para la era del desarrollo industrial, construyó la realidad político-económica que nos caracteriza en la actualidad. En esa perspectiva, lo importante era asegurar que existiera una mano de obra disciplinada, capaz de hacer posible el desarrollo de una economía manufacturera y extractiva moderna. El sistema educativo promovía la conformidad que requería el desarrollo económico y demandaba la estabilidad política.

Ahora, muchas décadas después, nos encontramos con una economía paralizada, una realidad internacional cambiante (y en continuo movimiento) y un sistema educativo que no contribuye a formar individuos capaces de valerse y competir en la nueva realidad económica. Adicto al control político y a una industria tradicional, el sistema educativo no tiene la estructura, ni siquiera el potencial de desarrollar la visión requerida, para empatar con la cambiante realidad económica donde el juicio crítico, en lugar de la sumisión, es lo que genera riqueza y empleos y, por lo tanto, capacidad de desarrollo.

Lo importante para el desarrollo económico no es la vieja planta manufacturera o extractiva, sino las actividades y sectores que todavía no se crean. Es decir, la educación tiene que concebirse para servir a la economía del futuro y no a la del pasado. Ahora son los servicios y de una manera creciente, la ciencia y la tecnología, lo que genera valor y, por lo tanto, empleos y riqueza. En esta era de los servicios, lo que cuenta es la capacidad creativa y crítica de cada individuo. Las personas formadas en un ambiente de conformidad y sumisión, típico de una economía industrial y de un sistema político opresivo, son incapaces de adaptarse a un cambio tan radical como el que está implícito en la economía de los servicios, donde lo que cuenta es la capacidad de cada persona para crear, innovar y desarrollarse. Es ahí, en el valor agregado y en el desarrollo de nuevas tecnologías, donde reside el futuro económico, áreas que el sistema educativo actual hace imposibles porque no se ha podido adecuar. El mundo va en una dirección, pero el país, de la mano con su sistema educativo y el magisterio, encabezado por un liderazgo con intereses propios, va en otra.

Si los mexicanos en edad de estudiar tuvieran claridad de las exigencias del mercado de trabajo, se estarían encaminando a las carreras técnicas, sobre todo a las ingenierías. Sin embargo, cuando uno observa los números, más de la mitad de los nuevos alumnos en las universidades del país entran a carreras en las áreas sociales (leyes, sociología y afines). Egresados de una educación primaria y secundaria orientada al control, son incapaces de optar por las carreras que les permitirían desarrollar su máximo potencial. Y eso nos dice mucho sobre el potencial económico futuro.

En este contexto, el problema no es tener una educación de calidad, como afirma con frecuencia el presidente Fox, sino de un enfoque totalmente distinto para la educación. La calidad es indispensable, pero de nada serviría optimizar un sistema con objetivos pervertidos.

El problema de la educación en México es de orientación y enfoque. Reconocer que un enfoque idóneo nos permitiría romper con el círculo vicioso de la pobreza en una generación, constituye el reto fundamental para el futuro. Pero también, de ese tamaño es la oportunidad.

 

Perversión

Con la modificación a los artículos 76 y 124 constitucional aprobados por el senado en abril y que le confieren facultades a los estados en materia de regulación económica y de comunicaciones, se abre una caja de Pandora: de aprobarse en el congreso, esa enmienda podría suscitar el rompimiento del pacto federal.

 

Policías

Luis Rubio

La población le tiene miedo. Los políticos temen recurrir a ella. Las razones, en cada caso, son distintas, pero existe un consenso casi generalizado (porque hay excepciones) sobre los cuerpos policíacos del país: inadecuados, mal entrenados, poco disciplinados, nada profesionales y expertos en el mal uso de la fuerza. En lugar de cumplir con el objetivo de mantener el orden, velar por la seguridad de la ciudadanía y ser una fuente de confianza, las policías son vistas con resquemor, preocupación y miedo. Todo eso es cierto y, sin embargo, la semana pasada la Policía Federal Preventiva nos mostró que un cuerpo policíaco puede ser todo lo contrario: profesional, disciplinado y preciso en sus objetivos.

La mala fama de las policías todas, pero sobre todo las estatales y municipales- no es producto de la imaginación. La palabra que describe con mayor precisión su forma de actuar es abusiva. El abuso no es nuevo, pero sí lacerante y cada vez menos productivo para sus tradicionales beneficiarios. Más importante, en la era posterior a los gobiernos autoritarios y centralizados, la ausencia de un sistema policíaco moderno y efectivo constituye un fardo para el desarrollo económico, la convivencia social y la democracia. La ausencia de policías respetables y respetadas es uno de nuestros mayores déficits políticos y sociales.

El problema de la modernización de las policías no es de orden técnico, sino de concepción, de origen. Como un cuerpo policiaco nuevo, la PFP fue concebida dentro de los parámetros de una sociedad en proceso de democratización. En contraste, las policías tradicionales estatales y municipales no nacieron para velar por la seguridad de la población ni para ser un brazo de acción en manos de un gobierno democrático, responsable y dedicado a la ciudadanía, sino para constituirse como instrumentos de control y sometimiento de la población a los intereses del mandamás del momento. Engarzados dentro de una estructura autoritaria, lo último que le importaba al gobernante era la percepción que de las policías tenía la ciudadanía. Su objetivo no era caerle bien a la gente sino llevar a cabo su encomienda principal: el control político.

A pesar de la distorsión con que nacieron las policías que hoy tenemos, por muchos años no sólo fueron efectivas en mantener el control político como parte de una cadena de mecanismos e instituciones, sino que también desarrollaron capacidades para controlar e investigar el crimen. Centrados en la estabilidad política, los gobiernos de la era priísta tenían plena conciencia sobre la necesidad de desarrollar habilidades para contener la delincuencia y la criminalidad. Así, nunca se desarrolló una policía moderna y atenta a las necesidades de la ciudadanía, pero sí se crearon fuerzas policíacas efectivas para el combate a la criminalidad. En realidad, las policías, controladas desde arriba como el resto de la sociedad, desarrollaron capacidades de investigación (vale la pena recordar la excepcional novela El Complot Mongol, de Rafael Bernal, para entender toda una época de la vida político-policíaca de México) y de administración de la criminalidad, pero no de profesionalismo, transparencia o respeto a la ciudadanía.

Con el fin de la era de los controles verticales, la naturaleza de nuestras policías se ha vuelto en contra tanto de los gobiernos como de la población. Tan pronto desaparecieron los controles sobre estos destacamentos, comenzaron a actuar sin institucionalidad, formación ni disciplina. No pasó mucho tiempo para que los propios policías se convirtieran en fuente y causa fundamental de la criminalidad, pero también de vejación contra la gente. La población les tiene miedo porque, en uso de su autoridad y armamento, tienden a detener personas inocentes, golpear a quien se para en su camino y abusar de mujeres, con frecuencia en grupo. Del control absoluto pasamos al libertinaje y, por lo tanto, al miedo y a la total ausencia de respeto por los cuerpos que, en teoría, deberían estar al servicio de la población. Lo peor es que no sólo dejaron de ser útiles para el control político, sino también para el combate a la criminalidad.

Algo no muy distinto ocurrió con el gobierno. Necesitado de hacer valer la ley y el orden, el gobierno se enfrenta con la ausencia de cuerpos policíacos confiables para cumplir con su obligación legal. Temeroso de los abusos que éstos pudiesen cometer, el gobierno de Fox optó por la línea de menor resistencia, sembrando con ello las semillas de toda la disidencia violenta que ha enfrentado. Al no hacer valer el orden, el gobierno alentó a los extorsionadores profesionales. Ciertamente, es encomiable que el gobierno evite manchar sus manos con sangre, pero lo que pudimos ver en estos días sugiere que no sólo es posible crear una policía profesional, sino que ya existe, al menos en ciernes, la policía que el país requiere.

La evidencia de los últimos años demuestra que el sistema policíaco estatal y municipal es disfuncional e incompatible con una sociedad moderna. Pero lo paradójico es que nada se haya hecho a pesar de las infinitas muestras de incompatibilidad entre lo necesario y lo existente. El contraste entre la disciplina y organización que desplegó la PFP en Oaxaca con experiencias previas y con la práctica cotidiana en Nuevo Laredo y la ciudad de México, por citar dos ejemplos obvios, es impactante. En contraste con Atenco y Lázaro Cárdenas, donde lo evidente fue la indisciplina, la falta de estrategia, los objetivos cruzados y la ausencia de control, en Oaxaca quizá se pueda otear un futuro menos gravoso y temible.

En el país ha habido varios experimentos orientados a transformar los cuerpos policíacos. Algunos han logrado avances importantes (como muestra Querétaro y Nuevo León), pero la mayoría han sido insuficientes. Algunas entidades, notablemente el Distrito Federal, han ignorado la necesidad de transformar la concepción histórica de las policías, lo que explica las continuas vejaciones asociadas con éstas, además de la persistencia de la criminalidad y desconfianza. A diferencia de entidades como Querétaro, donde el gobierno llevó a cabo un cambio radical en los incentivos hacia las policías (premiando la disminución del crimen), en el Distrito Federal los incentivos premian el número de detenidos, así sean totalmente arbitrarios.

Un país moderno requiere de policías profesionales. A juzgar por ellas, México es un país no sólo primitivo sino subdesarrollado. Pero la experiencia de esta semana sugiere que el futuro podría ser muy distinto.

 

Qué hacer con EU

Luis Rubio

El muro fronterizo es ofensivo pero no cambia nuestra realidad económica ni nuestra condición geopolítica. México lleva casi doscientos años tratando de definir la naturaleza de su relación con el poderoso vecino norteño. La mayoría de las veces, ha evadido esa definición al pretender que se puede, al mismo tiempo, mantener una distancia y aprovechar la cercanía. La razón de esta ambigüedad es obvia: se trata de una relación difícil, de un vecino demandante que genera atracción y repudio entre los mexicanos, así como un impacto extraordinario en el devenir histórico de nuestro país.

Por décadas, nuestra indefinición con Estados Unidos resultó conveniente y funcionó razonablemente. Aunque la retórica nacionalista le daba una connotación ideológica y a veces tensa a la relación, dominó el pragmatismo en el actuar gubernamental. El problema hoy es que dicho modus operandi carece de funcionalidad. Tanto la globalización económica como los temas de seguridad han cambiado la ecuación y la ambigüedad, que por tanto tiempo permitió una convivencia benigna, será paulatinamente menos fácil y más onerosa de sostener. Quizá valiera la pena pensar en una clara definición económica como preludio a una mayor libertad geopolítica.

El problema no es nuevo, pero su naturaleza ha cambiado en términos cualitativos. Por casi dos siglos, la relación entre México y Estados Unidos ha tenido momentos de euforia o de tensión y crisis. Hay historiadores que explican nuestro nacionalismo como una forma de reacción a la invasión norteamericana (v. gr. Las ideas de un día de Javier Ocampo López). Tan íntima ha sido esa relación que algunos embajadores estadounidenses, de manera particular Pointset y Henry Lane Wilson, influyeron enormemente en dos de los períodos más críticos de la historia de México: la guerra de independencia y la Revolución. Además de la turbulenta historia del siglo XIX, las diferencias culturales y de enfoque son en muchos sentidos radicales. Como diría Octavio Paz, la cultura política mexicana es hija de la contrarreforma española, en tanto que la de los norteamericanos debe su herencia a la reforma luterana. Si uno se empeña, no es necesario ver muy lejos para encontrar diferencias que justifiquen una distancia.

Las diferencias han alejado a México de EU, en tanto que las semejanzas y oportunidades lo han acercado. El TLC es quizá el mejor ejemplo de esa dualidad: nos acercamos para aprovechar las ventajas del poderío económico y la fortaleza de las instituciones norteamericanas, pero erigimos toda clase de barreras para evitar una contaminación excesiva. De la misma forma, de la década de los setenta a los noventa, los gobiernos mexicanos utilizaron la relación con Cuba como un medio para satisfacer o, al menos, distraer, a la izquierda mexicana, mientras se desarrollaba una relación funcional con los estadounidenses. En lugar de adoptar definiciones blancas o negras, el pragmatismo mexicano siempre favoreció un tono de gris que parecía satisfacer a todo mundo.

Pero la ambigüedad que tantos beneficios permitió ha dejado de ser útil. Por un lado, el acortamiento de las distancias característico de la globalización, supone costos crecientes de no darse una integración económica efectiva y funcional. Mucho del terreno perdido en materia de competitividad, sobre todo frente a China, se debe precisamente a la indisposición de México para adoptar medidas que allanen, de manera efectiva, los obstáculos a la importación y exportación. Esto facilitaría el comercio entre ambas naciones y, con ello, el crecimiento decidido de la economía.

Lo paradójico es que China ha sido mucho menos rebuscada en su intento por acelerar su crecimiento. Un ejemplo lo dice todo: en la actualidad, cuesta menos transportar un producto de Shanghai a Chicago que desde Guadalajara, a pesar de la menor distancia entre las ciudades mexicana y estadounidense. Los chinos han hecho todo lo posible por afianzar su integración como instrumento para el desarrollo nacional. Nuestra perenne afición por la ambigüedad ha frenado decisiones en esta materia, con un enorme costo en términos de crecimiento económico. Mientras los chinos se ven a sí mismos como una potencia emergente, nosotros no terminamos por decidirnos.

No faltará quien diga que China puede darse el lujo de integrar su economía con mayor diligencia debido a la distancia que la separa de las costas norteamericanas, lo cual tiene mucho de verdad. Pero la verdadera diferencia no está en EU ni en la cercanía o distancia, sino en la claridad de propósito que cada país tiene en su fuero interno. China tiene una visión optimista de sí misma y del futuro, visión compartida por toda su población. En México, sobre todo desde la crisis de 1995, vivimos aletargados por un enfoque pesimista acerca del futuro y nadie que sea pesimista puede conquistar al mundo, mucho menos lograr el desarrollo.

México puede optar por una mayor cercanía o una mayor distancia, pero la ambivalencia no ayuda a resolver nuestro desarrollo. Nuestra postura entraña costos crecientes para el desarrollo económico y ningún beneficio a cambio. Si en lugar de percibir la frontera como un límite comenzamos a valorarla como una ventaja excepcional, la economía mexicana aceleraría su paso hacia la competitividad. Una integración económica efectiva obligaría a elevar la productividad dentro del país y eso se traduciría en nuevas empresas, empleos productivos y mejores ingresos. Contrario a lo que con frecuencia se piensa, la pobreza que afecta a una gran parte de la población, así como las dificultades que enfrentan muchas empresas del país, se explica por los mecanismos que originalmente fueron pensados para protegerla. Nuestra indecisión respecto a la economía norteamericana también impide que nos enfoquemos hacia el futuro lo que se traduce en un incentivo para preservar la planta productiva del pasado, en lugar de abocarnos a construir la del futuro. Esto incide, de manera brutal, en la migración de mexicanos hacia el norte.

Hace dos décadas, México comenzó a ver en la economía estadounidense respuestas y soluciones, que no encontrábamos aquí, a nuestros problemas de desarrollo. Dimos un gran paso con el TLC, pero nunca lo completamos y eso nos ha impedido lograr el objetivo del desarrollo. La ironía radica en que una integración económica exitosa nos daría mucho más latitud para desplegar una política exterior de altura que no sólo procurara equilibrios políticos, sino que a la vez afianzara una auto percepción de país rico y a la vez satisfecho de sí mismo.

 

El pasado

Luis Rubio

Quizá el error más costoso y perdurable del presidente Fox fue su impericia parar lidiar con el pasado. Todos los países tienen un pasado, pero pocos son buenos para lidiar con él, construir sobre él y evitar que, en lugar de sustento, se convierta en un fardo. México no ha logrado ese acto de prestidigitación. Todo en la política mexicana se remite al pasado, pero nunca de una manera constructiva. La reciente contienda electoral tuvo más que ver con el pasado es decir, con una serie de interpretaciones equívocas y peculiares, por no decir voluntariosas, sobre lo que fue que con la resolución de su ominoso legado: desigualdad, desempleo, expectativas cuatropeadas e incertidumbre.

La verdad es que son excepcionales las naciones que han sabido manejar su pasado y los fantasmas que de éste derivan. La carga del pasado suele ser tan abrumadora que acaba siendo el factor dominante en la vida política, sobre todo cuando los políticos lo reclaman y usan para impulsar sus nimiedades. El uso arbitrario y conveniente del pasado permite atizar un nacionalismo excluyente y xenofóbico que es no sólo incompatible, sino contradictorio, con la democracia. Quizá no sea exagerado afirmar que una democracia no puede madurar, ni mucho menos prosperar, mientras no resuelva esos fantasmas.

El fenómeno no es exclusivo de México. El pasado es un fardo en numerosos países, sobre todo en aquellos que no han tenido la habilidad para manejarlo y convertirlo en un fundamento positivo, constructivo y propiciatorio de la unidad nacional. Un ejemplo dice más que mil palabras. Hace algunos años, en un acto conmemorativo de la batalla de Gallipoli (1915-16), se reunieron sobrevivientes australianos y turcos en el lugar de la encarnizada lucha. Los organizadores de la celebración tenían por objetivo pintar una raya respecto al pasado en pos de un futuro mejor. El libreto que se había preparado convocaba a dos sobrevivientes, uno australiano y otro turco, ambos apostados en el mismo lugar donde habían estado al inicio de la batalla en esa playa ensangrentada, para que, vestidos con el uniforme de entonces, avanzaran hacia el centro del terreno y ahí, en un acto simbólico, intercambiaran prendas como una forma de concluir la odiosa historia. Al acercarse a la línea divisoria, el australiano comenzó a desabotonar su túnica, el turco se quitó el quepís y, con una cara de odio y rechazo, lo aventó al suelo, dio la espalda a su otrora contrincante, volvió sobre sus pasos y, con una voz venida del alma, gritó ¡jamás!

El peso del pasado puede ser tan apremiante que impida el desarrollo de una nación. Basta observar cómo los odios derivados del pasado más o menos reciente paralizaron al país: el primer gobierno panista no pudo vivir sin denunciar al PRI; valieron más décadas de odios acumulados que un cambio radical en la política nacional. Por su parte, el PRD vive por y para el pasado, tratando de restaurar una era que idealiza independientemente de que ésta, en sentido estricto, nunca existió. El PRI no tiene más que una referencia histórica porque parece incapaz de articular una postura hacia el futuro. La combinación de esa ausencia colectiva de visión paralizó al país en este sexenio, cancelando la oportunidad histórica de lograr la famosa transición pacífica que todo mundo anhelaba. El pasado probó ser demasiado poderoso.

El presidente Fox no supo cómo enfrentar el pasado y acabó empantanado. Incapaz de decidirse sobre cómo lidiar con el PRI y el pasado, atrofió a su gobierno y atizó los odios entre los partidos políticos. Independientemente de las razones, motivaciones o habilidades de los responsables de ese proceder, no cabe la menor duda que el pasado probó ser tan divisorio que nadie pudo escapar de sus efectos perniciosos. En lugar de invocar el pasado como referencia de nuestra grandeza histórica, el gobierno y el congreso lo convirtieron en la razón de ser de sus posturas, en la esencia del debate sobre el futuro. Esa no es la forma de bregar con problemas contemporáneos y críticos para el futuro como la globalización, la pobreza, la desigualdad y el desarrollo de millones de pujantes empresarios.

Muchos perredistas creen fervientemente que el problema político de fondo es la inexistencia de un cambio verdadero, que PRI y PAN son indistinguibles y, por lo tanto, sólo un gobierno emanado de su partido podría remontar los odios y construir una genuina democracia. Más allá de la veracidad de sus premisas, se puede argumentar exactamente lo contrario: primero, que PRI y PAN son tan diferentes como sus respectivos legados y, en ese sentido, el pasado probó ser un fardo inasible; y, segundo, que un gobierno emanado del PRD podría parecerse tanto a los antiguos regímenes priístas que igual estaríamos ante una restauración autoritaria. La cuestión no es ponerle etiquetas a los gobiernos, anteriores o futuros; más bien, lo que resulta evidente de estos últimos años es la imposibilidad de salir adelante mientras no se resuelva el pasado.

La pregunta que deberíamos hacernos los mexicanos, comenzando por los políticos, es cómo vamos a aceptar el pasado tal como es, sin adjetivos para comenzar a enfocarnos hacia el futuro. Cada quien tiene el absoluto derecho de interpretar el pasado como mejor le plazca, pero el foco de atención debe ser el futuro. Disputar el pasado constituye no sólo una pérdida de tiempo, sino una fuente de querella permanente en una sociedad que demanda y le urge construir con miras hacia adelante para salir del hoyo en que estas disputas nos han metido.

El presidente Fox fue incapaz de pintar una raya respecto al pasado. Pudo haber negociado una amnistía con el PRI amnistía no sólo en un sentido legal respecto a cualquier cargo que se le hubiera podido fincar a los miembros de ese partido, sino también en términos morales y políticos, para construir juntos un futuro del que todos los mexicanos se sintieran no sólo orgullosos, sino partícipes. Ese fracaso hace tanto más difícil un segundo intento, pero no por ello es menos necesario. Ignoro si el país requiere de un gobierno perredista para romper con el círculo vicioso, uno priísta que enfrente sus propios traumas u otro panista que sí entienda el problema. Lo obvio es que no habrá ninguna salida mientras el pasado no quede ahí donde le corresponde: en la historia.

 

Superan a Kafka

Ni a la burocracia estalinista más encumbrada se le pudo ocurrir un sistema de marcación telefónica tan obtuso, poco amigable para el usuario e innecesariamente complicado como el que aprobó Cofetel y la SCT. Seguimos avanzando.