Luis Rubio
¿Tendremos capacidad para aprender? La pregunta parecería ociosa, si no es que insultante, de no ser por la evidencia acumulada. Nos encontramos discutiendo temas centrales para el futuro del país y existe disposición en todos los niveles del gobierno para encarar las discusiones relevantes, formular opciones y aprobar leyes. La disposición de actuar parece estar ahí; menos claro es que exista una similar disposición a aprender de nuestros errores y de las lecciones que arrojan otras naciones.
Hace unas semanas tuvieron lugar las elecciones presidenciales en Francia. Además del interés específico que pudiera tener el acontecimiento en sí, los procesos políticos franceses tienen especial relevancia para México porque mucho del contenido de las diversas propuestas de reforma política o del Estado que se han discutido a lo largo de los años, se inspiran en lo que allá ocurre. Independientemente de la validez del caso francés para nuestra realidad política, propuestas como la de implantar un régimen político semiparlamentario, un sistema electoral de dos vueltas y la estatización del financiamiento de las campañas, tienen su origen en el sistema político francés y por eso reclaman ser observadas con detenimiento.
Se puede cambiar mucho, pero eso no garantiza un mejor gobierno. Con frecuencia se cita la famosa afirmación de Churchill la democracia es el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás. A juzgar por la manera en que funcionan algunas democracias, uno debería repensar la primera parte de la célebre frase: el hecho de que la democracia puede ser un pésimo sistema de gobierno. En su mínima expresión, la democracia permite que sea el voto ciudadano el que determine quién gobernará. Sin embargo, el ciudadano en México no cuenta con medios para influir sobre la forma de gobierno o su estructura de representación.
En México hemos logrado avances mayúsculos en materia electoral, pero no así en la calidad del gobierno. Desde esta perspectiva, es altamente probable que la mayoría de las propuestas de reforma institucional que se han presentado a lo largo de los años no contribuirían a mejorar la calidad del gobierno en el país y por eso deben ser estudiadas con detenimiento.
En un país de largo arraigo presidencialista (que se remonta al Tlatoani, la colonia y el sistema romano) es difícil imaginar una presidencia trunca o manca, lo que no equivale a abogar por una presidencia todopoderosa o irresponsable de sus actos. El régimen francés evolucionó a lo largo de más de un siglo, en sus circunstancias, hasta alcanzar la forma que hoy tiene; el régimen democrático mexicano tendrá que evolucionar, esperamos que con mayor celeridad, pero de acuerdo a sus propios mecanismos y circunstancias. De igual forma, si la relación entre legitimidad y segunda vuelta electoral no está garantizada en el país que la hizo famosa, mucho menos lo será en países como el nuestro donde no hemos resuelto los problemas mas básicos de legitimidad del poder. Así que tres o cuatro vueltas tampoco resolverían el problema.
Los meses que vienen serán tiempos de arduas negociaciones. En la mesa estarán los dos grandes proyectos que animan a nuestros políticos: para unos la redefinición de las relaciones políticas, para otros el financiamiento del gobierno. Es posible que ambos proyectos avancen de manera paralela. El ejecutivo tal vez ceda en materia político-institucional a cambio de que el legislativo lo haga en materia fiscal, pero más allá de la mecánica de las negociaciones, lo que estará en juego serán las relaciones de poder en la sociedad mexicana.
En los proyectos que se han esbozado, hay una clara búsqueda de acotar el poder presidencial (a través, por ejemplo, de la ratificación por parte del legislativo de algunas carteras del ejecutivo), pero también hay propuestas en el otro sentido: las que pretenden fortalecer más al propio ejecutivo en sus negociaciones con el congreso, tal es el caso de la propuesta de alternativa ficta (o ley guillotina) que obligaría al congreso a responder ante las iniciativas de ley del presidente en un plazo perentorio. Es decir, estamos ante la posibilidad de que comience un proceso de negociaciones serias y constructivas.
El gran enemigo en un proceso de negociación de esta naturaleza no son los intereses de las partes implicadas, sino la mitología que los acompaña, la moralina que les da vida propia. Es perfectamente lógico y natural que cada partido o grupo social tenga intereses propios, muchos de ellos claramente distintivos y contrastantes del resto. La política es el terreno donde se confrontan y dirimen esos intereses e, idealmente, se construyen las formas que, sin negar ni minar la legitimidad de los involucrados, pretenden dar una salida constructiva al conjunto. Cuando esas formas responden a la realidad política, las instituciones resultantes permitirán resolver los problemas de una sociedad y facilitarán la toma de decisiones en el gobierno y con sus contrapartes. Evidentemente, mucho tenemos por avanzar en esta materia pero ello se conseguirá sólo gracias a tres circunstancias: a) disposición a aprender de nuestra experiencia y las de otros; b) honestidad para reconocer y distinguir entre intereses y mitos, sean voluntarios o no; y c) involucramiento de la ciudadanía como eje central.
En el último par de meses hemos podido atestiguar, no sin rubor y estupefacción, la forma tan vil en que se ha intentado imponer una manera de pensar y ser como si ésta fuera universal. De ello son culpables todas las partes. Igual si se trata de la discusión sobre el aborto que sobre los bioenergéticos o Zongolica (tres ejemplos obvios pero no únicos), persiste la reivindicación de una sola moral pública sobre temas en los que inevitablemente hay perspectivas distintas. La aparente necesidad de imponer una moral sobre la forma de pensar individual o grupal (circunstancia que se aprecia en los polos de prácticamente todas las discusiones públicas de hoy), no conduce más que a la radicalización y a la búsqueda inmediata de la revancha. Cada quien construye sus mitos y de ahí no sale.
Nuestra política es más una discusión sobre mitos que sobre esencias. Pero los temas de la agenda pública venidera son demasiado importantes para extraviarlos en un mar de disputas ideológicas. Nuestra atención debiera centrarse en el plano de los imperativos que el país enfrenta en materia de empleos y pobreza, capacidad de decisión gubernamental y competitividad. Valdría la pena otear al panorama de las últimas semanas para identificar lo que no debería repetirse.