Luis Rubio
Más allá de bombazos y novelas chinas, los últimos meses han sido fecundos en oportunidades de interacción política y social, que en su mayoría han sido aprovechadas. El poder legislativo avanzó en diversos frentes y ahora discute y negocia las dos reformas con mayor potencial de transformación en el largo plazo: las reformas institucional (englobada bajo el rubro de reforma del Estado) y fiscal. Por su parte, el poder ejecutivo no sólo ha sido cauto y diligente, sino que edifica todo un entramado para negociar y avanzar su agenda. En franco contraste con la última década, el país comienza a moverse hacia una nueva institucionalidad; de consumarse los proyectos que ahora transitan por el proceso político, las oportunidades serán tanto mayores. Lo que no ha sufrido mayores cambios es el persistente impasse social que tiene grandes y trascendentes consecuencias.
Por muchas décadas, dominó la noción de que la cooperación social era crítica para el desarrollo y eso condujo a muchas sociedades, como las europeas, a fortalecer sus instituciones sociales como eje del desarrollo. En nuestro caso, esa visión nos llegó distorsionada: en lugar de propiciar el desarrollo social y económico, convirtió a sindicatos y partidos en formas de control social. Los excesos y abusos del modelo centralizado y de control (alrededor del mundo) dieron lugar a otra visión del desarrollo; en los últimos años, el panorama ha estado dominado por la idea de que el desarrollo depende de la existencia de reglas claras, incentivos e instituciones que reconozcan las características de las personas, definan los derechos de propiedad y permitan el desarrollo de espacios de interacción para el beneficio de todos. Ahora comienzan a surgir estudiosos para quienes el secreto no reside en lo social ni en las reglas del juego, sino en la combinación de los dos. (Un buen ejemplo de esto último es Rodríguez-Pose, A. y Storper, M. Better Rules or Stronger Communities?, publicado en Economic Geography, vol. 82, núm. 1, 2006).
El impasse social puede describirse como la propensión al estancamiento social, el aislamiento de las personas, la falta de cooperación, la ausencia de confianza en las transacciones e interacciones cotidianas entre los individuos. Si bien hay muchas maneras de definir un fenómeno como éste, el que la población tienda a replegarse hacia su círculo más cercano o íntimo entraña agudas consecuencias sociales.
Una sociedad que guarda poca confianza hacia el prójimo tiende a extremar los cuidados y precauciones, disminuye las transacciones sociales y económicas e impide la cooperación social. Estudiosos del fenómeno, desde Durkheim, quien acuñó el concepto de anomia, hasta académicos recientes como Robert Putnam, dedicado a estudiar las diferencias de niveles de desarrollo entre el sur y el norte de Italia, arguyen que la cooperación entre las personas y el sentido de comunidad tienen profundas consecuencias para el desarrollo pues determinan los niveles de participación política, la existencia de organizaciones sociales y civiles, así como la capacidad de la sociedad para hacer valer sus intereses de una manera cooperativa. Algunos teóricos, como Francis Fukuyama, afirman que la capacidad de desarrollo económico de una sociedad se deriva de la existencia o no de estos elementos de cohesión social.
Aunque la literatura sobre el tema en México no es muy amplia, nadie puede dudar que los niveles de cooperación y confianza en la sociedad mexicana han disminuido progresivamente y tampoco es difícil especular sobre las causas de esta evolución. Algunas de ellas tienen que ver con los efectos de la urbanización, la fragmentación de los mercados de trabajo, el crecimiento de las ciudades y la cambiante naturaleza de la actividad económica. No es lo mismo la vida en un pequeño pueblo donde toda la comunidad depende de sus integrantes para el conjunto de su actividad, que las urbes modernas donde la interacción cobra formas impersonales y distantes. A ello se suman los modos de diversión de la actualidad, que son radicalmente distintos, en términos sociales, a los del pasado: antes la gente se divertía en un baile o en una fiesta, en tanto que hoy la televisión e Internet crean formas de interacción que modifican la naturaleza de la convivencia. Estos factores se agudizan si consideramos otros fenómenos como las crisis económicas, la criminalidad, el temor, la fragmentación y, en general, el debilitamiento del tejido social, todas ellas causales de desconfianza.
Los institucionalistas no discuten la importancia del capital social para el desarrollo; más bien, sus esfuerzos se han encaminado a decodificar y plantear las estructuras que son necesarias para que pueda funcionar una sociedad. Desde su perspectiva, la interacción social es imposible sin la existencia de reglas del juego que la normen. En cierta forma, la desconfianza creció en la medida que las normas y formas de interacción social se colapsaron o dejaron de ser adecuadas.
Dicho lo anterior, algunos de los argumentos que plantean los autores del texto citado serían irrebatibles, incluso por los institucionalistas. Afirman, por ejemplo, que una sociedad integrada y con instituciones inductivas de la cooperación, tienden a aceptar sacrificios en el curso del desarrollo (como podrían ser impuestos o correcciones fiscales) con mayor facilidad que aquellas donde cada cual se preocupa sólo por sí mismo. Esta perspectiva quizá también permita explicar por qué un plomero o carpintero alemán no sólo está contento y satisfecho con su trabajo (amén de un buen nivel de ingreso), sino que además sea socialmente respetado y acuda a escuchar un concierto junto al empresario más encumbrado. En Alemania a nadie le parece extraña esta fotografía, tan ajena a nuestra realidad.
Resultan incuestionables los deseos, en cualquier ámbito de la vida comunitaria, por tener un capital social bien desarrollado combinado con la existencia de reglas del juego que favorezcan la interacción económica y social, además del desarrollo. Lo que no resulta tan obvio es la forma como podremos alcanzar esa feliz conjunción de circunstancias. Pero la ausencia de un mapa no es excusa para no buscarlo y por ello es trascendental atacar las fuentes de violencia y criminalidad, pues no importa qué se logre en otros campos: mientras persista el miedo a salir a la calle e interactuar con otros, ninguna sociedad podrá desarrollarse. En esto el presidente tiene toda la razón y debe aprovechar la coyuntura para sumar apoyos contra la violencia y la criminalidad.