Todo cambia

Luis Rubio

Tienen razón los sindicatos que han estado protestando. Efectivamente, con la nueva Ley del ISSSTE, las reglas del juego cambiaron para los poderosos gremios del sector público. El cambio en la estructura y administración de las pensiones altera el pacto social que, explícita o implícitamente, guardaba el gobierno con sus aliados históricos. Y la respuesta ha sido reveladora: recuerda un tanto la forma en que el PRI encaró su derrota en 2000, con absoluta perplejidad, sin capacidad de comprender que el mundo a su derredor había cambiado.

El ajuste que experimenta el sector público en materia de pensiones es parte del proceso de ajuste de la sociedad mexicana al mundo de la competencia política y de la globalización en lo económico pero, sobre todo, exige una necesaria dosis de sensatez que mucha falta le hace al país, aun cuando ello signifique convencer a muchos sindicalistas furibundos. Porque, a final de cuentas, en ese ajuste nos jugamos la capacidad del país para enfrentar exitosamente el futuro.

Aunque no afecta a ningún agremiado actual, el cambio en el régimen de pensiones era necesario e impostergable. Los argumentos financieros se han esgrimido hasta el cansancio, pero no por eso podemos socavarlos. Las pensiones comenzaban a erosionar el presupuesto gubernamental a un ritmo tan acelerado que era sólo cuestión de tiempo para que desplazaran el resto del gasto público. Entre 2000 y 2006, ese gasto creció 400% y así seguirá ascendiendo por décadas. La razón de lo anterior es muy simple: la gente vive más, los empleados públicos tienden a retirarse muy jóvenes y la tasa de crecimiento poblacional ha venido disminuyendo de manera sistemática. Hace ochenta años, cuando las instituciones de seguridad social comenzaron a edificarse, la población era fundamentalmente joven, los viejos eran pocos y las contribuciones de los primeros permitían jubilar sin problema a los segundos. Las circunstancias de hoy no guardan semejanza con ese panorama y por eso era imprescindible el ajuste.

Pero no obstante la contundencia lógica de este razonamiento, los sindicatos sólo entienden de sus reclamos: creen que se les prometió una cosa y están recibiendo otra. Ciertamente, es falaz el planteamiento sindical, toda vez que no se está conculcando derecho alguno a los trabajadores de hoy; sólo se cambiaron las reglas para los trabajadores futuros. Pero lo que yace detrás del reclamo sindical es más profundo: la protesta no radica en que los sucesores de los actuales sindicalistas vayan a tener prestaciones distintas a las suyas, sino en cómo el gobierno cambia su relación con los sindicatos a raíz de la ley. Es esa transformación la que anima las protestas.

Las protestas son patéticas por su total ausencia de realismo. Acostumbrados a los mimos, los trabajadores del sector público no pueden imaginar un escenario con reglas del juego distintas. Que le pregunten al PRI: de ser el dueño del establecimiento, pasó a ser un comensal más en el ruidoso entorno político. Que le pregunten al industrial cuya motivación principal era convencer (o corromper) al burócrata para poder vender sus productos sin considerar en lo más mínimo el interés del consumidor; el mismo industrial que, en los últimos años, ha tenido que aprender a competir con los mejores fabricantes chinos, franceses o brasileños. Que le pregunten al comerciante habituado a los mercados cautivos, ahora enfrentado con supermercados eficientes con una oferta de mejores productos a precios menores. Todo el país ha mostrado capacidad de adaptación, excepto los sindicatos. Ya es hora.

El ajuste que el país experimenta es complejo y en muchos casos doloroso. No es fácil aprender a competir (igual en las manufacturas que en las elecciones) ni es sencillo desarrollar habilidades nuevas. Tampoco es fácil aceptar que muchas de las ventajas del pasado eran, en realidad, privilegios excepcionales, desconocidos en otras latitudes. Los políticos priístas se habían acostumbrado a explotar al país como si fuera su hacienda particular, al igual que los industriales adulaban a la burocracia en lugar de reducir los costos o elevar la calidad de sus productos. Ambos (como tantos otros) han tenido que ajustarse a una realidad cambiante.

Los priístas quedaron pasmados luego del histórico 2 de julio de 2000. Les tomó tiempo comprender, sobre todo aceptar, la nueva realidad política del país. Fue realmente hasta estos últimos meses en que la derrota se convirtió en ventaja estratégica; quizá en los próximos años demuestren que pueden igualmente crear una capacidad competitiva a nivel electoral en un entorno con reglas iguales para todos. Lo mismo puede afirmarse del sector empresarial, cuyo ajuste no ha sido nada fácil, pero increíblemente exitoso en un sinnúmero de casos.

El sindicalismo del sector productivo se ha ajustado tanto como las empresas. Aunque nunca gozaron de tantos privilegios como los del SME o el STPRM, por citar dos casos extremos, los sindicatos de empresa contaban con privilegios y condiciones de trabajo mucho más relajadas y generosas que sus pares en otros países (eso independientemente de cómo se distribuyeran los beneficios entre líderes y trabajadores, asunto de otro costal). La competencia ha forzado a todos esos sindicatos a ajustarse en paralelo con las empresas, pues la alternativa hubiera sido la quiebra. Hay numerosos ejemplos de sindicatos duros y militantes (en el sector automotriz por ejemplo) que han tenido la capacidad y visión, pero sobre todo las agallas, para reconocer los cambios mundiales y la obligada transformación que ellos debían experimentar. No ocurrió así con el sindicalismo público. Ahí la fiesta continúa.

Vuelvo al principio: no cabe la menor duda que el viejo pacto político ha cambiado. El gobierno ya no puede sufragar beneficios y privilegios financieramente insostenibles, sobre todo dada la extraordinariamente baja productividad de nuestra economía. Las reglas cambiaron y los sindicatos necesitan adaptarse. Sin embargo, a juzgar por la forma en que se han venido conduciendo, el pataleo seguirá por un buen rato.

Hace algunas décadas, un estudioso del poder, F.W. Frey, acuñó una frase que viene como anillo al dedo tras las protestas sindicales recientes: Para qué hacer que las cosas sean difíciles cuando, con un poco más de esfuerzo, las podemos hacer imposibles (Comment: on Issues and Nonissues in the Study of Power, APSR 65, 1081-1101). ¿Los sindicatos buscan hacer menos difícil el ajuste o, en aras de preservar sus privilegios, pretenden condenar al país al subdesarrollo?