Luis Rubio
La reconstrucción del viejo poder presidencial bien podría estar en marcha. Esto no debería ser sorprendente dada nuestra historia, pero lo peculiar del momento es la forma en que toda clase de personajes e intereses se conjuntaron para restaurarle facultades discrecionales al gobierno federal lo que, en el extremo, podría minar el enclenque proceso de construcción democrática. El móvil es la llamada Ley Televisa, pero si el fenómeno se generaliza tendrá repercusiones mucho más grandes de lo que esta coalición implícita supone.
La esencia del viejo presidencialismo residía en la capacidad del factotum político para actuar discrecionalmente. Con todas sus fallas, ese poder presidencial no era absoluto: existían contrapesos, si bien informales, que impedían los peores extremos. Aunque dichos mecanismos no tenían la fuerza que los pesos y contrapesos institucionalizados suelen manifestar en un régimen democrático bien arraigado, evitaron o, quizá más propiamente, compensaron y limitaron los peores excesos que la arbitrariedad del sistema permitía al presidente.
El movimiento democrático que poco a poco se fue conformando fue en buena medida una reacción a los abusos creados por ese sistema en distintos momentos de su historia. Para unos, sobre todo las organizaciones de izquierda, el momento definitorio, el que gestó la ruptura con el gobierno y las transformó en una fuerza política capaz de competir en un contexto democrático, fue 1968. Otros reaccionaron contra el populismo echeverrista y sus excesos. Unos más explican el punto de inflexión con las crisis económicas inauguradas a partir de la devaluación de 1976. Otro sector de la sociedad, variopinto por naturaleza, reconoce el momento decisivo en la expropiación de los bancos de 1982. La crisis del 95 dio el tiro de gracia al viejo sistema, abriendo la puerta para una elección democrática que aglutinó a un amplio sector de la población tras partidos distintos al PRI.
Desafortunadamente, la incipiente democracia mexicana no vino acompañada de las herramientas institucionales idóneas para que pudiera prosperar de inmediato. Quizá esto era inevitable dadas las circunstancias concretas, sobre todo la ausencia de un gran acuerdo político en torno a la construcción de un proyecto democrático. Sin embargo, lo importante para fines prácticos es que en 2000 tuvimos la primera transición pacífica del poder con un presidente de un partido distinto al PRI, pero sin un esquema de pesos y contrapesos que lo hiciera funcionar. Esta circunstancia, a la que debe sumarse la incompetencia del presidente y su equipo, gestaron un gobierno débil que no entendió el momento histórico ni tuvo la capacidad de articular un cambio institucional compatible con la democracia.
La combinación de expectativas exacerbadas con un gobierno volcado hacia la mercadotecnia abstracta y sin capacidad de arrojar resultado concreto alguno, creó el caldo de cultivo que hizo posible la construcción de una gran coalición de fuerzas disímbolas, todas las cuales lograron que esta semana se reiniciara, al menos en algunos rubros, la potencial reconstrucción del viejo presidencialismo. No es que quienes se unieron para vencer la famosa Ley Televisa compartieran un objetivo común ni que lo hubieran acordado de antemano. Además, muchos de sus argumentos son por demás justificados: la ley que había votado el legislativo ameritaba serias correcciones, sobre todo las relativas a la competencia (o su ausencia) en el sector y a la debilidad del regulador. Sin embargo, lo observado esta semana en el foro abierto de la Suprema Corte, sugiere que la recomposición de las fuerzas estadólatras en el país está en marcha. Ahí están los buscadores del poder, los críticos de los llamados poderes fácticos, los enemigos de las televisoras, los ardidos por el maltrato de los medios y, sobre todo, quienes detentan o esperan detentar el poder presidencial.
Cada uno por sus propias razones, el proceso de revisión constitucional se convirtió en un circo mediático. Si bien la Corte es por definición un cuerpo político, su esencia es la de erigirse como un poder distante, no sujeto a los ciclos electorales de los otros dos poderes. Así, su fortaleza reside precisamente en guardar distancia, debatir dentro de un foro privilegiado y ser inmune a las presiones típicas que los políticos electos sufren día y noche. Ante esto, el foro público en que se debatió la Ley Televisa erosionó la principal virtud de nuestra división de poderes, creando incentivos para que sus miembros se vieran sometidos a presiones y predicaran ante el coro de estadólatras. La Corte recibió muchos aplausos esta semana pero no es obvio que tenga de que sentirse halagada.
No hay duda que esta coalición pro estatal logró derrotar una legislación que a muchos había molestado por la forma o por el fondo y lo hizo empleando los instrumentos de la democracia y la nueva libertad de que gozamos los ciudadanos. Al mismo tiempo, no es posible ignorar ni minimizar la censura que ejercieron diversos medios de comunicación a quienes disentían de sus posturas e intereses, ni mucho menos dejar de resaltar la flagrante intimidación que los medios electrónicos intentaron de manera ilegítima (y que, en un régimen democrático, debería ser ilegal) para coaccionar tanto a los críticos como a la Corte.
Frente a eso, la Corte acabó transformada en un foro legislativo, lo que la expone a perder sus facultades de revisión constitucional en la próxima reforma del Estado. Si bien los concesionarios de los medios exageran su vulnerabilidad dado que la mayoría de sus concesiones tienen largos plazos de vigencia, el riesgo es que se acabe dándole al traste a los incipientes pesos y contrapesos que se construyeron en los últimos años, además de abrir la caja de Pandora para todo el régimen de concesiones que, dadas las limitaciones constitucionales a la propiedad privada, se había convertido en el mecanismo natural para el desarrollo de sectores enteros (incluyendo carreteras, electricidad, minería y bosques). Evidentemente, toda concesión debe poder ser revocada (para eso hay causales en la ley) y, en el caso de las telecomunicaciones, no es posible que el espectro, que sufre modificaciones a diario por el cambio tecnológico, permanezca incólume en poder de los concesionarios existentes. Pero el riesgo es que volvamos a un régimen tan discrecional que acabe siendo arbitrario.
Los poderes fácticos de las comunicaciones fueron derrotados. Tendremos que ver ahora si esta coalición políticamente correcta no acaba por erosionar la incipiente democracia.