Transparencia

Luis Rubio

Transparencia y corrupción son enemigos naturales: uno mata al otro. Cuando hay transparencia, el potencial de corrupción disminuye; si predomina la corrupción, la transparencia es imposible. Este binomio resume la que quizá sea la principal tensión entre ciudadanía y gobierno. Históricamente, el gobierno y la burocracia, los políticos en general, han tenido una marcada preferencia por leyes, mecanismos y procedimientos de carácter discrecional (o de un alto grado de opacidad), bajo el supuesto de que eso ofrece flexibilidad. El resultado ha sido un mar de corrupción. En esta lógica, el reclamo de transparencia no es gratuito: para la población es el único instrumento con que se puede combatir la corrupción. Y hay mucho de verdad en este anhelo.

La corrupción fue inherente al sistema político postrevolucionario donde cumplía dos funciones: por un lado, constituía un mecanismo de control y disciplina para los miembros de la llamada “familia revolucionaria”. El “sistema” premiaba apoyo, disciplina e institucionalidad con cargos de representación, puestos burocráticos y fuentes de riqueza. En este sentido, la corrupción era parte integral del sistema político. Por otro lado, facilitaba el funcionamiento de la vida cotidiana, permitiendo al ciudadano común y corriente la eliminación de obstáculos a su actuar, ante impedimentos que ni Kafka hubiera concebido. En realidad, se trata de dos lados de una misma moneda: los obstáculos que se derivan de la discrecionalidad-opacidad en las leyes y regulaciones, no son más que un instrumento para que los políticos y burócratas se enriquezcan, lo que inevitablemente  significa impedimentos para el desarrollo normal de las actividades de los ciudadanos.

La discrecionalidad de burócratas y autoridades en general, no tiene límites. Hay leyes que con precisión establecen las atribuciones de las partes en un determinado tema, para luego conferirle a la autoridad facultades discrecionales que modifican dichas atribuciones, a juicio del burócrata. Estos elementos le otorgan al burócrata una enorme latitud para hacerle la vida igual fácil que difícil al ciudadano, lo cual abre la puerta para la corrupción. Como no todos los políticos y burócratas son jefes de compras de PEMEX o la CFE, la mayoría está sujeta a la corrupción al menudeo para la formación de su patrimonio personal. El nuevo reglamento de tránsito del DF es un monumento a esta forma de ser.

Lo lamentable del primer gobierno no priísta en nuestra era fue que, al no cambiar la estructura institucional del país, preservó todos los defectos e incentivos disfuncionales que eran el pan de cada día del viejo sistema. Aunque ahora disponemos de una ley de transparencia e innumerables mecanismos para el acceso a la información, no contamos con los incentivos idóneos para que los burócratas y políticos dejen de tener acceso a la corrupción. O, puesto en otros términos, hoy, como siempre, la corrupción depende de la decisión individual del burócrata: dada la discrecionalidad que otorgan, las leyes y regulaciones crean incentivos que hacen posible –y, con frecuencia, necesaria, si no es que inevitable– la corrupción. La pregunta es cómo cambiar esta realidad.

La arbitrariedad que emana del gobierno mexicano se explica por las instituciones que lo componen, empezando por prácticamente la totalidad de las leyes y regulaciones vigentes. De esta manera, la forma más obvia, pero ingenua, de llevar a cabo una transformación integral de las estructuras gubernamentales partiría de una renovación completa del marco jurídico e institucional. Una empresa de esa magnitud equivale a la trasformación del régimen, que no ha tenido lugar en el país a pesar de la alternancia de partidos en el gobierno.

La transformación del régimen implicaría una nueva concepción del papel del gobierno en la sociedad, una nueva relación entre el ciudadano y el gobernante y la existencia de mecanismos efectivos para la protección de los derechos ciudadanos, así como límites igualmente efectivos al abuso por parte de gobernantes y burócratas. Es decir, un nuevo régimen implicaría borrar de tajo  la lógica bajo la cual se organizó y funcionó la sociedad y gobierno mexicano desde el fin de la Revolución.

Son pocos los mexicanos que no reconocen los contrastes existentes entre una realidad cotidiana asediada por la corrupción y la arbitrariedad y las promesas de un régimen democrático y una economía desarrollada. En las campañas presidenciales recientes se discutió mucho el tema de la corrupción, pero nunca se analizaron o plantearon las causas, ni mucho menos se propusieron soluciones que fueran más allá de la moralidad, honestidad o responsabilidad de los individuos en lo particular.

Aunque lo deseable sería una transformación integral del régimen, el gobierno podría comenzar por incorporar algunos mecanismos prácticos y concretos en la toma de decisiones de las secretarías y entidades gubernamentales más propensas a la corrupción. Por ejemplo, el gobierno podría obligar a todas las entidades gubernamentales para que recurrieran a la subasta en sus procesos de compras o ventas. Algunas entidades que ya han comenzado a seguir ese procedimiento, como la UNAM, han conseguido no sólo una mayor eficiencia y transparencia en sus adquisiciones, sino que disminuyeron el costo de sus insumos de manera notable. ¿Podría uno imaginar qué pasaría si entidades como PEMEX o el IMSS se vieran forzadas a abandonar la discrecionalidad en sus compras (o, lo que es igual, la ficción de las licitaciones) para sustituirlas por subastas públicas y transparentes?

La corrupción imperante es endémica y no desaparecerá en tanto le resulte funcional al statu quo y sus beneficiarios. Un sistema corrupto como el que tenemos no hace sino sofocar el deseo de superación y favorece la extorsión que aqueja a los ciudadanos. Desde esta perspectiva, no es ilógico que el ciudadano pague lo menos que pueda de impuestos. El cinismo que evidencia la población frente al gobierno no es producto de la casualidad, sino que es la reacción natural ante un sistema que inhibe su progreso y desarrollo, castiga la iniciativa personal y convierte en una burla la noción de que la mexicana es una democracia.

Hace seis años, el primer gobierno no priísta prometió un cambio que nunca realizó. Muchos en la izquierda equiparaban cambio con abandono de la política económica, lo único respetable de los últimos gobiernos. El verdadero cambio ocurrirá el día en que se transforme el régimen y comience a servir al interés de la ciudadanía. El gobierno calderonista podría comenzar por ahí.

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