Luis Rubio
Los ejemplos son evocadores y memorables, pero sobre todo evocadores. El ciudadano que debe dar mil y un vueltas para satisfacer al burócrata que sólo admite un trámite simple: el acta de defunción del solicitante. El funcionario probo y competente que, con plena conciencia, toma malas decisiones porque sólo así un torpe auditor al servicio de la burocracia no pondrá objeciones. El empresario que no ve la luz del día entre tantas regulaciones tan inútiles como contradictorias. El ciudadano ejemplar en materia fiscal resignado a perder horas y horas de su valioso tiempo para renovar su “firma electrónica” cada dos años a causa del dudoso privilegio de pagar impuestos. El científico que, favorecido por algún fondo para desarrollar su investigación, no logra que los funcionarios administrativos liberen los recursos por miedo a contravenir algún criterio que se llegara a inventar en los años subsecuentes.
Los ejemplos son interminables, pero el común denominador es uno: la burocracia, sobre todo la mente burocrática, ha tomado el control de México. Todo en el país se ha burocratizado al grado del estancamiento, mientras los llamados “poderes fácticos”, esos que están por encima de la ley y las regulaciones que afectan a los ciudadanos normales, tienen cancha para hacer de las suyas. El México de la gente normal vive asediado no sólo por la inseguridad, la criminalidad, los excesos sindicales y las empresas que la abruman, sino también por los burócratas que, muchas veces sin darse cuenta, han hecho del reino del hombre un mundo kafkiano sin salida.
Todo en México se ha burocratizado. Aunque el país sufre del centralismo desde su origen, la burocratización de esta época presenta novedades inusitadas. El México de antes, al menos el de buena parte del siglo pasado, mantenía suficiente flexibilidad como para hacer posible una evolución normal de la vida ciudadana. El llamado “milagro mexicano” de mediados del siglo XX, ese que durante cuatro décadas arrojó en promedio tasas de crecimiento económico superiores al 6.5% con una inflación menor al 3%, no podría explicarse sin esa flexibilidad. El gobierno procuraba resolver problemas y la ciudadanía, aunque vivía bajo el yugo de un sistema monopartidista abusivo, conservaba espacios de acción funcionales.
Algo comenzó a ocurrir en los sesenta, pero sobre todo en los setenta, que eliminó toda flexibilidad e introdujo mecanismos de control tan brutales que destruyó la capacidad de adaptación. Esto fue evidente en la manera que el gobierno mexicano dio respuesta al movimiento estudiantil de 1968: no había ya capacidad de adaptación al mundo cambiante. Las cosas empeoraron a lo largo de la siguiente década cuando se intentó cambiar al país por medio de decretos, fideicomisos y leyes, la mayoría de los cuales no hicieron más que complicarle la vida a la ciudadanía. Otro poco se agregó en los ochenta cuando se creó ese monstruo burocrático llamado Secretaría de la Contraloría, que sólo sirvió para paralizar al sector público sin mermar ni un céntimo la legendaria corrupción. Cualquiera que sea la explicación, el hecho es que el país sufre de una aguda inflexibilidad que mata toda iniciativa, impide la creación de empleos y privilegia los controles sobre el desarrollo.
La pregunta es si esto se puede cambiar. Nuestra historia es rica en ejemplos de cambios abruptos. Aunque ha habido momentos de adaptación, los grandes cambios –pienso en la Revolución– se dieron de manera violenta. Esos grandes rompimientos generan tiempos de ajuste y reajuste, seguidos de periodos, en ocasiones muy largos, de prosperidad. Tarde o temprano todo se anquilosa y torna inamovible. Luego de años de empuje y prosperidad, el porfiriato experimentó un periodo de regresión y parálisis. Algo similar ocurrió con la era preindependentista. La interrogante es si será posible construir una salida distinta, una que no requiera de grandes convulsiones pero permita transformar al país positivamente.
El problema es doble: por un lado, las estructuras formales que sustentan el mundo burocratizado que padecemos de manera cotidiana. Por el otro, la mentalidad que surge de dichas estructuras y la forma en que ella repercute sobre la población. Cambiar estructuras –leyes, reglamentos, secretarías– es fácil. Nuestros políticos lo han hecho con pasión y sin miramiento a lo largo de los años: baste apreciar el número de enmiendas a la Constitución para comprender el sentido de permanencia de las cosas. El gran problema reside no en las formas sino en la mentalidad que las crea y modifica. Las leyes y reglamentos no surgen de un vacío, sino de un contexto específico. El contexto actual genera miedo y el impulso de buscar protección ante una potencial persecución futura. Eso crea una mentalidad de acoso que se traduce en reglas imposibles de cumplir, demandas de satisfactores inexistentes y la inevitable propensión a no actuar. También explica el comportamiento de los funcionarios más probos y competentes: toman decisiones que se ajustan a la torpe y compleja normatividad a sabiendas de que no es la manera natural y razonable de actuar. De los que no son competentes y probos mejor no hablamos porque de ellos es el mundo terrenal.
Peor todavía, la mentalidad burocrática tiene un efecto espejo en la población: el ciudadano de a pie tampoco quiere problemas, por lo que toma actitudes de distanciamiento: no respeta los semáforos en rojo, se estaciona donde sea, no sigue regla alguna y jamás es responsable de nada. En este río revuelto, ganan los que no ven necesidad de apegarse a regla alguna porque están por encima de ellas. Esos son los que se hacen ricos sin trabajar, los que gozan de concesiones y prebendas y los que administran los diversos tipos de criminalidad.
El punto es que nuestros problemas no se resolverán como pretenden nuestros políticos, con el infinito cambio de la legislación. Tenemos que modificar el contexto para transformar, primero, la mentalidad burocrática. Hay una teoría bíblica aplicable a esta situación, que dice que la razón por la que Moisés anduvo dando vueltas en el desierto 40 años antes de entrar a la Tierra Prometida fue por el imperativo de romper con la mentalidad de esclavos que tenían los hebreos cuando salieron de Egipto. Para ello, según esta teoría, era necesario un cambio generacional. Nosotros tenemos que encontrar el equivalente: algo que nos una para poder sumar al país detrás de una transformación. De lo contrario, pasarán 40 años y seguiremos en el mismo lugar.