El Informe

Luis Rubio

Más allá de los asuntos de forma, este es el Informe que yo quisiera escuchar:

Al H. Congreso de la Unión:

Acudo a esta representación a rendir el Informe de mi primer año de labores, pero sobre todo a proponer un programa de transformación integral del país. México requiere una nueva visión para su futuro y para el beneficio de todos los mexicanos.

Hace un año, el país vivía momentos difíciles, un proceso postelectoral conflictivo y un país deseoso de respuestas. La contienda electoral reveló fisuras en la malla social y un profundo deseo por parte de los mexicanos de lograr no sólo tasas de crecimiento elevadas dentro de un contexto de estabilidad, sino una lucha frontal contra la pobreza, los privilegios y la falta de oportunidades. Hoy vengo a exponerles un programa para responder a estos retos.

Comienzo por reconocer que a lo largo de estos primeros meses de mi administración, he podido trabajar de manera profesional y responsable con el poder legislativo. Se han dado pasos importantes en algunos temas críticos y sentado las bases para una redefinición de las relaciones entre los poderes públicos en el país. Me anima el deseo de los diversos partidos políticos por participar activamente en estas labores y los invito a seguir trabajado de la misma manera. Estoy consciente que no soy el presidente que todos los partidos hubieran deseado tener, pero estoy convencido de que en conjunto podemos producir una mejor estructura institucional para el futuro de México.

Por demasiados años, México ha tenido su mirada fija en el pasado. Tenemos un pasado glorioso que constituye un fundamento inigualable como cimiento para un futuro excepcional, pero el pasado no nos da para comer. Tenemos que asimilar los profundos cambios mundiales y aceptarlos como un reto a vencer, como el desafío que debemos ganar.

Hoy vengo a proponer una transformación cabal de los criterios que han animado la estrategia de desarrollo del país en las últimas décadas. Como todo mundo puede constatar, existen avances extraordinarios y los mexicanos podemos estar orgullosos de innumerables logros en diversos ámbitos de nuestra vida productiva. Pero también es necesario reconocer que los rezagos son enormes y la dinámica del avance muy desigual. Sobre todo, es imperativo comprender que el gobierno ha sido incapaz de dirigir sus esfuerzos de una manera constructiva para crear las condiciones propicias para el desarrollo. Mi propuesta busca, en primer lugar, una nueva manera de enfocar los esfuerzos del propio gobierno.

Propongo concentrar los esfuerzos en tres áreas. Primero, garantizar la seguridad de la ciudadanía. Segundo, eliminar todas las trabas que hoy hacen difícil, cuando no imposible, del desarrollo de las empresas y la creación de empleos. Tercero, negociar con el Congreso una nueva estructura institucional para fortalecer la capacidad del gobierno de ejercer sus funciones y del poder legislativo de servir de contrapeso como le corresponde.

Por lo que toca a la seguridad, iniciamos esta administración con operativos diseñados para minar las bases de poder regional de los grupos criminales; hemos avanzado hacia el fortalecimiento de las policías federales y estamos trabajando con los gobiernos de los estados para diseñar conjuntamente la mejor forma de erradicar el tráfico y el consumo de drogas, así como mejorar la capacidad del gobierno federal para enfrentar la criminalidad.

Me comprometo frente a la nación a que el mandato de las policías y de todas las fuerzas públicas se ejerza sin abusos o conductas fuera de la ley como la tortura. Como he dicho muchas veces, esta lucha no se gana en un día, pero el gobierno reconoce su responsabilidad esencial como garante de la seguridad pública y del cumplimiento de la ley para beneficio de la ciudadanía. Reconozco que la criminalidad es el peor enemigo de la paz social y del desarrollo económico y por eso me comprometo a seguir por este camino.

En materia económica, el gobierno ha incumplido su compromiso social. Bajo el supuesto de cuidar el empleo o proteger la planta productiva, por años el gobierno ha creado y tolerado, cuando no alentado, que se erijan toda clase de obstáculos al desarrollo económico, privilegiando a empresas abusivas o monopólicas, paraestatales corruptas, sindicatos mafiosos e intereses inconfesables. Mi gobierno reconoce que esta manera de proceder dificulta el desarrollo de las empresas, mina la creación de empleos y, con ello, reduce la tasa de crecimiento.

A partir de hoy, todos los esfuerzos gubernamentales se enfocarán hacia la planta productiva del futuro. Esta decisión entraña importantes consecuencias de política pública. En materia fiscal, nos enfocaremos menos a elevar la recaudación que a revisar con detalle todas las distorsiones provocadas por la actual estructura fiscal. El objetivo será igualar las condiciones de acceso a la economía sin privilegiar actividad alguna. En materia de regulación, el objetivo será propiciar la competencia y eliminar privilegios.

En el ámbito educativo, todos los programas se enfocarán al fortalecimiento de las capacidades individuales a fin de todos los mexicanos del futuro puedan enfrentar exitosamente los retos de una economía global donde cada persona compite con sus pares en el resto del mundo. Por lo que toca al sector público, iniciamos hoy una revisión cabal del gasto con base cero, es decir, revisaremos cada rubro del gasto y todo lo que no se justifique será eliminado. Cuando hayamos logrado este proceso, podremos regresar ante esta soberanía con la frente en alto para solicitar cambios en la estructura de gasto y recaudación fiscal, pero no antes. Finalmente, emprenderemos un agresivo programa de construcción de infraestructura para atraer inversión, reducir las desigualdades regionales y promover el crecimiento económico.

Las negociaciones para una reforma institucional o del Estado han avanzado paulatinamente. Se trata de un ambicioso proyecto que persigue adecuar nuestras estructuras políticas a la competencia electoral y la división real de poderes que hoy caracteriza al país. Cuentan ustedes, señores legisladores, con mi compromiso de trabajo para que lleguemos a buen puerto en esta materia.

El mundo cambia con celeridad y nosotros tenemos que hacerlo también. Una y otra vez en el pasado, el país ha demostrado excepcional capacidad para transformarse y enfrentar sus retos. Podemos y debemos construir un futuro mejor. Invito a todos ustedes, señores legisladores, y a cada ciudadano en lo individual, a sumarse a esta nueva visión del futuro.

Podemos hacerlo. México es más importante que nuestros prejuicios.

 

¿Democracia?

Luis Rubio

La política mexicana es un mar de contradicciones. Grandes aspiraciones democráticas se ven minadas por la dura realidad de los pleitos callejeros que caracterizan la política cotidiana. Contra muchos pronósticos, el presidente Calderón ha dominado el panorama nacional y controlado a su equipo, pero no ha logrado trascender la agenda cotidiana, establecer un nuevo marco de referencia para la política nacional o para el desarrollo de la economía. Los priístas han sabido aprovechar el momento pero arriesgan su potencial cada que juegan al chantaje: si no gana su partido no hay negociación. El PRD,  enfrascado en una disputa medular sobre su función y responsabilidad en la coyuntura, puede igual acabar hundiéndose que convirtiéndose en el factor clave de equilibrio en la política nacional.

Las cosas no son lo que parecen: hablamos de democracia pero estamos inmersos en la disputa de la política real que nada tiene de democrática. La paradoja no tiene desperdicio. La palabra “democracia” ha sido parte del diccionario de la política mexicana desde antaño, pero su uso retórico prácticamente va en dirección inversa a la realidad cotidiana: mientras más se afirma su existencia, menor su realidad. Las elecciones de la semana pasada son un buen ejemplo de los contrastes y paradojas que vivimos.

La paradoja no quiere decir que la política mexicana esté estancada o que no haya cambiado a lo largo del tiempo. De hecho, si uno echa la mirada hacia atrás, es evidente que la realidad política mexicana actual nada tiene que ver con la de hace algunas décadas. Por ejemplo, desapareció el viejo presidencialismo y se afianzó la libertad de expresión. En forma paralela, nadie puede dudar del fortalecimiento de los poderes legislativo y judicial como mecanismos de contrapeso, al menos al más alto nivel. También es evidente que los gobernantes se eligen con el voto popular y que, al menos en lo fundamental, los políticos han respetado las decisiones de la SCJN cuando se trata de diferendos mayores.

Puesto en otros términos, el país ha experimentado una profunda revolución política que ha cambiado las normas, reglas del juego y expectativas de su funcionamiento. Ya no se hace lo que dice el presidente ni cualquier político puede imponer su voluntad al margen de las urnas o de los procesos institucionales establecidos. El que los viejos chistes de la política mexicana ya no resuenen como reales habla por sí mismo: el presidente ya no se puede dar el lujo de que, al preguntar la hora, le contesten “la que usted diga”. Otro rasero de la democracia, el que afirma que en un país autoritario los políticos se burlan de los ciudadanos en tanto que en la democracia ocurre al revés, sirve para reconocer qué tanto hemos cambiado. Desde esta perspectiva, poco o nada del viejo sistema sigue operando.

Pero el cambio que ha experimentado la política mexicana no se ha consolidado en formas democráticas al servicio de la ciudadanía. Las disputas postelectorales no sólo no disminuyen, sino que es rara la contienda que no acaba en el Trife. Muchos gobernadores siguen siendo dueños y amos de vidas y haciendas y actúan como tales, si bien no siempre con inteligencia (el “carro completo” de Oaxaca habla por sí mismo). El chantaje legislativo se ha vuelto moneda de cambio. Los poderes fácticos son cada vez más poderosos y la impunidad está a la orden del día.

A pesar de lo anterior, la población ha obtenido un beneficio extraordinario y ese es que el potencial de abuso de los políticos sobre el bienestar de los ciudadanos ha disminuido: el presidente ya no puede cambiar la constitución a su antojo; los mercados financieros (y cualquier ciudadano) cuentan con información suficiente para anticipar crisis; los políticos pueden no creer mucho en las razones por las cuales es deseable la estabilidad financiera, pero tienen pavor de que los culpen de una devaluación; muchos burócratas, sobre todo los más honestos, prefieren no tomar decisión alguna que ser objeto de una investigación por corrupción. Por donde uno le busque, la población, aún a sabiendas de que tiene poca influencia sobre la toma de decisiones en la vida pública, goza del beneficio de que sus riesgos mayores se han mermado y eso no es poca cosa. Su sensatez en la forma de votar el domingo pasado es impactante.

Pero los mínimos no son siempre algo deseable y aquí hay un tema generacional: para quienes vivieron tiempos aciagos y violentos de la vida pública mexicana, el PRI constituyó una salvación y temen a la era actual; para quienes crecieron en la era de las disputas políticas y las crisis, cualquier cosa parecía preferible al PRI; para las generaciones más recientes, la democracia actual es inadecuada e insuficiente porque no responde a sus expectativas.

Desde esta perspectiva, los malos manejos electorales y los conflictos urbanos (igual los plantones en el DF que la toma de la ciudad en Oaxaca) merecen lecturas muy distintas por parte de cada uno de estos grupos de la sociedad. Por ejemplo, para quienes la historia de fraude electoral es inherente a la concepción política que aprendieron a partir de los años revolucionarios y sus consecuencias, lo importante es la estabilidad. En contraste, para la juventud de hoy, la idea de la democracia y su funcionalidad es mucho más importante. Para los primeros, la noción de que el PRI decidiera disputar el resultado electoral de Baja California o pudiera emplear medios autoritarios para ganar la elección de Oaxaca es una mera anécdota; para los segundos el burdo intento de chantajear al gobierno federal con la reforma fiscal de no ganar una elección local es algo inaceptable, independientemente de que todo mundo sabe que la capacidad del gobierno federal de decidir las elecciones locales es inexistente. El problema para el PRI es que el segundo grupo es el futuro del electorado mexicano.

El mexicano se ríe de sus políticos pero no es obvio que sea el último en reír. Hasta en sus momentos más duros, el autoritarismo mexicano en nada se parecía al soviético: la larga historia de chistes y caricaturas sobre la política y los políticos es testigo de que la risa es una constante. Lo que ha cambiado ahora es que los chistes son públicos, es posible demandar a un gobernante y la prensa todo lo publica. Pero eso no quiere decir que la rendición de cuentas haya mejorado, que los políticos sirvan a los intereses de la ciudadanía o que el país vaya resolviendo sus dificultades. La pregunta es qué tan infinita será la paciencia de la ciudadanía y su disposición a emplear el voto para mantener el bote a salvo.

www.cidac.org

60 vs. 2000

Luis Rubio

Todos los mexicanos con edad suficiente para recordar las elevadas tasas de crecimiento que experimentó la economía en los años sesenta, saben bien que algo no marcha bien en los últimos años. Muchos han sido los cambios y extraordinario el debate y contraposición de posturas e ideas sobre por qué no hemos crecido elevada y sostenidamente. El debate, cuyo clímax tuvo lugar en la contienda presidencial del año pasado, ha sido sesgado y pobre, pero en cualquier caso no ha contribuido a explicar las causas de nuestros problemas.

Unos proponen retornar a la década de los sesenta, algo irónico, toda vez que muchos de quienes así argumentan son precisamente los que entonces abogaban por cambiarlo todo y son cómplices de la era de desequilibrios y crisis que comenzó en 1970. Otros proponen hacer más reformas y concluir las que se quedaron pendientes, sin reparar en el hecho obvio de que muchas de ellas no alcanzaron los objetivos prometidos. Cualquiera que vea su derredor sabe bien que es necesario acelerar el paso en muchos temas críticos, pero también es indispensable entender otros problemas que impiden el desarrollo y son particulares a nuestro país.

Los impedimentos al crecimiento son muchos y variados, pero no hay acuerdo sobre cuáles afectan más severamente o cómo combatirlos. Algunos afirman que la corrupción es el corazón del problema, otros que son los trámites y obstáculos burocráticos; algunos dicen que el mexicano no tiene iniciativa, otros que son los bancos, con la falta de crédito, quienes aniquilan toda oportunidad; algunos más han estudiado la (poca) disposición a asumir riesgo como factor determinante de la falta de nuevas empresas y empresarios. Otros ven en la presencia de empresas dominantes, sobre todo en sectores críticos como las comunicaciones y la energía, un atentado en contra de las capacidades de desarrollo de nuevas iniciativas empresariales.

Las explicaciones son muchas, variopintas y pocas aguantan un escrutinio más o menos riguroso. Típicamente, las explicaciones que se sustentan en factores culturales (como que el mexicano no puede o no quiere) se derrumban frente a la abrumadora evidencia que surge del éxito empresarial de miles de mexicanos en EUA. De la misma forma, los intentos de explicación que apelan a la corrupción son igualmente invalidados por la evidencia que presentan muchas naciones asiáticas, donde la corrupción convive mano a mano con tasas de crecimiento sostenidas de casi dos dígitos. Algo influye también la interminable tramitología, pues el mero hecho de que exista una economía informal tan amplia, evidencia los excesos burocráticos (pero también la falta de un gobierno dispuesto a hacer cumplir la ley). Además, no hay duda sobre la merma que sufren algunas actividades, imposibilitadas de crecer porque la estructura económica actual se traduce en costos tan elevados para insumos básicos que les resulta imposible competir.

No menos importante es el hecho de que el crecimiento experimentado en los cincuenta y sesenta se agotó entonces porque no era sostenible ni financiable. En este contexto, es más fácil idealizar un pasado no repetible que enfrentar los problemas estructurales de fondo.

Frente a estas circunstancias, el debate público y político no contribuye a dilucidar las causas de los problemas porque muchas veces se trata de discusiones etéreas, politizadas y tan abstractas e ideológicas que es imposible separar las causas de las consecuencias. Esa forma de debatir no es productiva porque tiende a anatemizar: que si debemos aumentar el gasto público con celeridad para inducir un crecimiento por el lado de la demanda o si debemos contraerlo para favorecer la estabilidad; que si es necesario hundir a los ricos cobrándoles cada vez más impuestos o si requerimos reducirlos para fomentar la inversión. Cada visión y perspectiva de las políticas públicas tiene su lógica y racionalidad, pero lo que se discute poco contribuye a dilucidarla.

Tratando de entender las causas de nuestras penurias, he consultado literatura sobre diversos países. Sin pretender hallar la piedra filosofal que explique nuestras dificultades, encontré argumentos interesantes para entender mejor las circunstancias de nuestra economía, particularmente el agudo contraste entre los sesenta y la actualidad. Evidentemente, las circunstancias de ambos periodos no tienen relación alguna: el mundo ha cambiado con tal celeridad que no es posible replicar el pasado. Sin embargo, es posible dilucidar qué condiciones del éxito de ayer no existen en la actualidad. Comienzo con una.

Los profesores Shaomin Li y Judy Jun Wu han estudiado el fenómeno de la corrupción en Asia. En un estudio reciente (Why China Thrives Despite Corruption, Far Easter Economic Review, Abril 2007), los académicos concluyen que la corrupción puede ser un instrumento útil para el desarrollo económico, sobre todo cuando las reglas son tan estrictas e inflexibles que es imposible cumplirlas a cabalidad. Sin embargo, añaden los autores, no en todos los países donde hay corrupción existe crecimiento económico acelerado. ¿Por qué?

Al comparar China con Filipinas, Li y Yun Wu encuentran una interesante explicación: la corrupción tiene efectos benéficos (en el sentido de facilitar el crecimiento) cuando existe un entorno de confianza en una sociedad. Un clima de confianza permite que ambas partes, el corruptor y el corrompido, tengan la seguridad de que lo pactado será cumplido; más importante, un clima de confianza propicia un mercado eficiente de corrupción en el que los oficiales corruptos venden los bienes públicos (contratos, información privilegiada o acceso al mercado) al postor que cuenta con la operación empresarial más eficiente. En un contexto de desconfianza en el entorno social, sólo participan los jugadores que se conocen, limitando el acceso de nuevos empresarios, potencialmente más eficientes. En China, dicen los autores, existe un clima de confianza, en Filipinas no.

Me pregunto si una de las explicaciones de nuestro estancamiento resida en la brutal caída de los niveles de confianza dentro de la sociedad. ¿Será posible que la economía del México anterior a las crisis funcionara mejor porque había un entorno de confianza que permitía a los procesos funcionar? ¿Será posible que los esfuerzos setenteros por burocratizarlo todo y luego moralizarlo en los ochenta, se hayan traducido en niveles cada vez menores de confianza? Son preguntas que tal vez nos ayuden a entender mejor nuestros entuertos.

 

Puro costo

Luis Rubio

Los costos del gobierno anterior se siguen apilando. Aunque el gobierno de Fox logró una notable y encomiable continuidad en algunas áreas de la política pública, especialmente en materia macroeconómica y social, es evidente que no supo aprovechar el enorme capital político que la alternancia de partidos en el año 2000 ofreció. Ese desperdicio entraña diversos costos, el primero de los cuales lo pudimos apreciar vívidamente en el conflicto postelectoral del año pasado. Pero el mayor de todos esos costos tiene que ver con la oportunidad desperdiciada de cambiar el pasado.

Aunque los priístas se vanagloriaban de que el país era democrático porque así lo decía su retórica, lo cierto es que la supuesta democracia mexicana de entonces era, pues, muy poco democrática. Pero lo peor de todo es que, más allá de los incuestionables avances en materia electoral y de libertad de expresión, el país sigue siendo poco democrático. La forma en que se conducen los asuntos políticos no responde a las formas que comúnmente se definen como democráticas y la población sigue estando marginada de la política. Basta observar las campañas presidenciales para comprobar que los políticos actúan como si la ciudadanía fuera un estorbo, en lugar de considerarla su razón de ser.

Esta forma de conducir la política contrasta severamente con la de otras naciones que, a primera vista, se parecen a la nuestra. Pero son las diferencias las que vale la pena explorar porque revelan una problemática distinta. Por razones obvias, muchas de las comparaciones que se hacen para determinar el grado de avance o retroceso de nuestra democracia y economía se establecen con los países del continente, sobre todo Argentina, Brasil, Colombia y, en algunos casos, Chile. Comparados con aquellos, nosotros estamos mejor en algunas cosas y peor en otras. Pero lo interesante resulta observar cuan distintos somos en algunos temas clave para revelar que el marco de referencia no es el adecuado.

Para los estudiosos de temas judiciales, notablemente Ana Laura Magaloni, es significativo que algunas reformas en materia de administración de justicia y seguridad pública han tenido efectos muy distintos respecto a países como Colombia y Brasil. Diversos estudios muestran la existencia de obstáculos, como una excesiva dependencia de los jueces respecto al ejecutivo, que no son típicos de aquellas naciones. En términos generales, uno de los rasgos que parece distinguir a México de otras naciones del hemisferio es que la independencia de los actores (lo mismo jueces que periodistas, maestros y policías) no es tan evidente aquí como en aquellos países. Por supuesto que hay personas independientes en México, pero el fenómeno de la estadolatría (la adoración del Estado y la sumisión al mismo) es prototípico de México, no de la región en general.

En este tema, nuestro país, quizá por la naturaleza histórica del PRI y del sistema político postrevolucionario, es más parecido a los países del este europeo que de América Latina. Es decir, ningún otro país del hemisferio tuvo un sistema político tan integrado, estructurado y abrumador como el priísta, que no dejaba espacios de libertad e independencia. Su naturaleza misma era la del monopolio del poder y todo caía bajo su control. En este sentido, aunque sin las connotaciones ideológicas o tan autoritarias de los países comunistas, el país tiene muchas mayores semejanzas con las sociedades que rompieron con el bloque soviético en las últimas dos décadas que con nuestros vecinos hemisféricos. Es ese pasado el que hay que cambiar.

Leszek Balcerowicz, un profesor polaco que fue activo participante en el primer gobierno post-comunista de su país, argumenta que la caracterización tradicional de las transiciones políticas no se aplica a regímenes comunistas. Según uno de sus escritos (Entendiendo las transiciones post comunistas, Journal of Democracy, octubre, 1994), hay cuatro tipos de transición: a) transición clásica (ampliación de la democracia en países capitalistas avanzados, entre 1860 y 1920); b) transición neoclásica (democratización de países esencialmente capitalistas después de la segunda guerra mundial, comenzando por Alemania, Japón e Italia, pero incluyendo algunos países latinoamericanos en los 70, España, Portugal, Corea y Taiwán); c) reformas de mercado (Corea y Taiwán después de la guerra, Chile en los 70, Argentina en los 90); y d) transiciones post comunistas en Asia (sobre todo China y Vietnam).

Según Balcerowicz, ninguna de estas caracterizaciones es apropiada para los países ex comunistas y mucho de su argumento es enteramente aplicable a México. Las sociedades comunistas no sólo tenían que transformar su economía, sino que debían crear estructuras democráticas profundamente arraigadas para evitar un retroceso. Esto las diferencia de las transiciones más tradicionales. Primero, en las transiciones tradicionales, el cambio fue económico o político, pero no ambos simultáneamente. Segundo, la necesidad de transformar ambos componentes entraña una presión extraordinaria sobre los mecanismos de decisión. Tercero, el cambio tiene lugar con el mismo cuerpo administrativo del gobierno. Cuarto, por muchos cambios que hubiese habido con anterioridad, las reformas económicas tienen que ser excepcionalmente amplias para lograr su cometido y esto tiene que llevarse a cabo, a diferencia de casos como el de Chile o España, dentro del contexto de un sistema político democrático plural, lo que cambia la dinámica del proceso. Quinto, la naturaleza no violenta del cambio implica que permanece intacto todo tipo de grupos de interés en el gobierno y en la sociedad. Finalmente, muchos de los nuevos actores clave en la nueva economía sin duda incluirán a la vieja élite, lo que abre frentes de potencial ilegitimidad para el nuevo régimen.

Todo momento de cambio político radical entraña oportunidades y costos. Un cambio de régimen o, como en nuestro caso, la alternancia de partidos en el gobierno, abre un espacio de oportunidad para llevar a cabo cambios dramáticos, antes de que la normalidad política y la contención propia de ese sistema de gobierno entre en operación. El mayor costo del gobierno de Fox fue el de haber desperdiciado esa coyuntura excepcional, pues su fracaso en llevar a cabo el ajuste político y económico que el país requería en el momento en que eso era posible dejó al país anquilosado sin romper con las ataduras del pasado. Baste establecer la comparación con los países europeos que aprovecharon la oportunidad y los que no lo hicieron para apreciar la diferencia.

 

Siete preguntas

Luis Rubio

Lo fácil es identificar problemas o, peor, culpables. Lo difícil es encontrar soluciones para nuestros problemas inmediatos y para los que permitirían una transformación del país en el largo plazo. Los primeros se refieren a cosas como la forma en que se ejerce el gasto o cómo se lidia con un conflicto en la calle, en el momento. Los segundos tienen que ver con la forma en que se construye un país: la estrategia fiscal y qué incentiva, o desincentiva; la forma en que se construyen y operan las instituciones; el tipo de inversiones que realiza el gobierno y así sucesivamente. Lo primero lo hacemos mal; lo segundo hace décadas que no se hace.

Así como el gobierno es responsable de la acción inmediata, el largo plazo se construye entre el gobierno y los legisladores. En un mundo ideal, el actuar colectivo de ambos componentes (que no tiene porque ser libre de fricciones o incluso de conflicto, pues cada uno tiene su responsabilidad) arrojaría una estructura institucional idónea para que la sociedad sepa a qué atenerse y cómo orientar su propia actividad. En ese mismo mundo ideal, las reglas serían claras y permanentes para que haya estabilidad y no sorpresas cada que algún político o burócrata abre la boca.

En función de esto, me permito hacer algunas preguntas sobre el camino que estamos siguiendo:

¿Hay plan? La pregunta podría parecer ociosa si no fuera por la contundente evidencia en contra: cada político tiene su plan de acción orientado a beneficiar sus intereses particulares o partidistas. El ejecutivo, por su parte, tiene una serie de estrategias en marcha. Como país, no parece haber más que una colección de estrategias particulares limitadas, no una estrategia cabal de desarrollo.

¿Se entiende en el mundo político que cada acción, decisión, regulación o ley tiene consecuencias en la forma de actuar de la población? La ciudadanía no es una colección de autómatas sino personas racionales que responden ante los incentivos y estímulos que tienen frente a sí. Los suizos saben que las reglas son permanentes y por eso actúan con tiempo y previsión; el mexicano sabe que las reglas son cambiantes, razón por la cual no puede confiar en sus autoridades ni depender de ellas. El solo hecho de que Zhenli Ye Gon haya logrado una cobertura mediática tan amplia debería decirle mucho a nuestros políticos. Peor cuando no es obvio que la población en general sea más escéptica de sus declaraciones que de la pobre respuesta gubernamental.

¿Por qué es tanto más estratégico el EPR que el gobierno? Si algo ha sido evidente en la forma de actuar del EPR a lo largo de los años, incluyendo aquellos misteriosos bombazos que destruyeron varias torres de transmisión eléctrica en 1994, probablemente por parte de algún grupo predecesor, es que, independientemente de las alianzas que pudiera tener, su actuar demuestra una gran claridad de objetivos y capacidad de acción. ¿Cómo es posible que nuestros políticos no se hayan podido poner de acuerdo para, al menos, construir un Estado funcional, capaz de responder ante el más elemental de sus retos, el de la sobrevivencia como sociedad organizada? La criminalidad, otra amenaza al menos igual de importante, evidencia que el monopolio de la fuerza, esa definición de Max Weber del Estado, hace tiempo que dejó de ser característica del mexicano.

¿Por qué los planes y respuestas de nuestros legisladores y gobernantes son tan pobres y carentes del más mínimo sentido común? Ejemplos hay muchos, pero uno me parece que habla por sí mismo. Entre los proyectos que se discuten en el senado se encuentra la noción de conferirle autonomía al ministerio público. Es decir, se propone que una de las peores lacras de nuestro sistema de justicia -ahí donde se inventan crímenes, se pierden pruebas y evidencias y siempre existen formas de exculpar hasta al criminal detenido en flagrancia- deje de responderle a autoridad alguna. Lo que se requiere es quitarle el monopolio de la acción penal, no garantizarle la más absoluta impunidad. ¿Se imagina uno a un Chapa Bezanilla a cargo de un ministerio público autónomo?

¿Por qué no pensamos en grande y hacia el futuro? Nuestro mundo político vive para proteger al pasado, cuidar los privilegios de antes y, al mismo tiempo, quejarse de que haya privilegiados y beneficiarios de esas circunstancias. En lugar de atacar a cada interés particular como si se tratara de una venganza, ¿por qué mejor no cambiar las circunstancias, las reglas del juego? Todo en el país está diseñado para proteger el statu quo. ¿Por qué no mejor enfocarnos al futuro, definir reglas del juego que eliminen privilegios viendo hacia adelante y abocarnos a sentar las bases del desarrollo? Cambiemos las reglas y obliguemos a todos a actuar conforme a ellas. La pequeñez de la visión que nos gobierna, que es de antaño, no nos va a conducir a mejor destino así haya reforma fiscal, reforma del Estado o más petróleo. Sería mejor abandonar la necedad de seguir copiando a los perdedores.

¿Por qué el gobierno sigue siendo el corazón de la corrupción y de la ambición de ascenso social? Aunque algunos gobiernos estén cerca y otros lejos de la vida económica, su manera de actuar es clave para el éxito o el fracaso de ésta. Lo que es seguro es que los países que han logrado verdaderas transformaciones y un acelerado desarrollo son aquellos en que el gobierno se ha dedicado a hacerlo posible y no a ser el corazón del mismo: ese es el caso de China y de España, Irlanda y Alemania, Japón y Francia. A pesar de ello, en México los políticos siguen viendo su ascenso tanto político como económico a través de los intestinos del gobierno y los grandes negocios siguen dependiendo del gobierno (igual como proveedores que como sectores regulados). Mientas el gobierno no deje de ser el factor de éxito o fracaso del desarrollo personal y empresarial, el país seguirá en el subdesarrollo.

¿Por qué no hay grandeza entre quienes deciden? Porque no saben otra cosa. Los partidos viven para sí mismos y disfrutan del inmenso poder que el fin del presidencialismo les heredó. No es que los viejos presidentes hayan sido dechados de altruismo, pero no cabe duda que al menos el juicio de la historia pesaba sobre ellos. En cambio, los partidos, esos entes amorfos que no le rinden cuentas a nadie, no tienen preocupación alguna. Su único interés es depredar.

Hay, por supuesto, muchas posibles respuestas a estas interrogantes, que no son exhaustivas en modo alguno. Comenzar a discutirlas podría ser una forma de forzar un cambio institucional de verdad.

 

‘Impasse’ social

Luis Rubio

Más allá de bombazos y novelas chinas, los últimos meses han sido fecundos en oportunidades de interacción política y social, que en su mayoría han sido aprovechadas. El poder legislativo avanzó en diversos frentes y ahora discute y negocia las dos reformas con mayor potencial de transformación en el largo plazo: las reformas institucional (englobada bajo el rubro de reforma del Estado) y fiscal. Por su parte, el poder ejecutivo no sólo ha sido cauto y diligente, sino que edifica todo un entramado para negociar y avanzar su agenda. En franco contraste con la última década, el país comienza a moverse hacia una nueva institucionalidad; de consumarse los proyectos que ahora transitan por el proceso político, las oportunidades serán tanto mayores. Lo que no ha sufrido mayores cambios es el persistente impasse social que tiene grandes y trascendentes consecuencias.

Por muchas décadas, dominó la noción de que la cooperación social era crítica para el desarrollo y eso condujo a muchas sociedades, como las europeas, a fortalecer sus instituciones sociales como eje del desarrollo. En nuestro caso, esa visión nos llegó distorsionada: en lugar de propiciar el desarrollo social y económico, convirtió a sindicatos y partidos en formas de control social. Los excesos y abusos del modelo centralizado y de control (alrededor del mundo) dieron lugar a otra visión del desarrollo; en los últimos años, el panorama ha estado dominado por la idea de que el desarrollo depende de la existencia de reglas claras, incentivos e instituciones que reconozcan las características de las personas, definan los derechos de propiedad y permitan el desarrollo de espacios de interacción para el beneficio de todos. Ahora comienzan a surgir estudiosos para quienes el secreto no reside en lo social ni en las reglas del juego, sino en la combinación de los dos. (Un buen ejemplo de esto último es Rodríguez-Pose, A. y Storper, M. Better Rules or Stronger Communities?, publicado en Economic Geography, vol. 82, núm. 1, 2006).

El impasse social puede describirse como la propensión al estancamiento social, el aislamiento de las personas, la falta de cooperación, la ausencia de confianza en las transacciones e interacciones cotidianas entre los individuos. Si bien hay muchas maneras de definir un fenómeno como éste, el que la población tienda a replegarse hacia su círculo más cercano o íntimo entraña agudas consecuencias sociales.

Una sociedad que guarda poca confianza hacia el prójimo tiende a extremar los cuidados y precauciones, disminuye las transacciones sociales y económicas e impide la cooperación social. Estudiosos del fenómeno, desde Durkheim, quien acuñó el concepto de anomia, hasta académicos recientes como Robert Putnam, dedicado a estudiar las diferencias de niveles de desarrollo entre el sur y el norte de Italia, arguyen que la cooperación entre las personas y el sentido de comunidad tienen profundas consecuencias para el desarrollo pues determinan los niveles de participación política, la existencia de organizaciones sociales y civiles, así como la capacidad de la sociedad para hacer valer sus intereses de una manera cooperativa. Algunos teóricos, como Francis Fukuyama, afirman que la capacidad de desarrollo económico de una sociedad se deriva de la existencia o no de estos elementos de cohesión social.

Aunque la literatura sobre el tema en México no es muy amplia, nadie puede dudar que los niveles de cooperación y confianza en la sociedad mexicana han disminuido progresivamente y tampoco es difícil especular sobre las causas de esta evolución. Algunas de ellas tienen que ver con los efectos de la urbanización, la fragmentación de los mercados de trabajo, el crecimiento de las ciudades y la cambiante naturaleza de la actividad económica. No es lo mismo la vida en un pequeño pueblo donde toda la comunidad depende de sus integrantes para el conjunto de su actividad, que las urbes modernas donde la interacción cobra formas impersonales y distantes. A ello se suman los modos de diversión de la actualidad, que son radicalmente distintos, en términos sociales, a los del pasado: antes la gente se divertía en un baile o en una fiesta, en tanto que hoy la televisión e Internet crean formas de interacción que modifican la naturaleza de la convivencia. Estos factores se agudizan si consideramos otros fenómenos como las crisis económicas, la criminalidad, el temor, la fragmentación y, en general, el debilitamiento del tejido social, todas ellas causales de desconfianza.

Los institucionalistas no discuten la importancia del capital social para el desarrollo; más bien, sus esfuerzos se han encaminado a decodificar y plantear las estructuras que son necesarias para que pueda funcionar una sociedad. Desde su perspectiva, la interacción social es imposible sin la existencia de reglas del juego que la normen. En cierta forma, la desconfianza creció en la medida que las normas y formas de interacción social se colapsaron o dejaron de ser adecuadas.

Dicho lo anterior, algunos de los argumentos que plantean los autores del texto citado serían irrebatibles, incluso por los institucionalistas. Afirman, por ejemplo, que una sociedad integrada y con instituciones inductivas de la cooperación, tienden a aceptar sacrificios en el curso del desarrollo (como podrían ser impuestos o correcciones fiscales) con mayor facilidad que aquellas donde cada cual se preocupa sólo por sí mismo. Esta perspectiva quizá también permita explicar por qué un plomero o carpintero alemán no sólo está contento y satisfecho con su trabajo (amén de un buen nivel de ingreso), sino que además sea socialmente respetado y acuda a escuchar un concierto junto al empresario más encumbrado. En Alemania a nadie le parece extraña esta fotografía, tan ajena a nuestra realidad.

Resultan incuestionables los deseos, en cualquier ámbito de la vida comunitaria, por tener un capital social bien desarrollado combinado con la existencia de reglas del juego que favorezcan la interacción económica y social, además del desarrollo. Lo que no resulta tan obvio es la forma como podremos alcanzar esa feliz conjunción de circunstancias. Pero la ausencia de un mapa no es excusa para no buscarlo y por ello es trascendental atacar las fuentes de violencia y criminalidad, pues no importa qué se logre en otros campos: mientras persista el miedo a salir a la calle e interactuar con otros, ninguna sociedad podrá desarrollarse. En esto el presidente tiene toda la razón y debe aprovechar la coyuntura para sumar apoyos contra la violencia y la criminalidad.

 

Transparencia

Luis Rubio

Transparencia y corrupción son enemigos naturales: uno mata al otro. Cuando hay transparencia, el potencial de corrupción disminuye; si predomina la corrupción, la transparencia es imposible. Este binomio resume la que quizá sea la principal tensión entre ciudadanía y gobierno. Históricamente, el gobierno y la burocracia, los políticos en general, han tenido una marcada preferencia por leyes, mecanismos y procedimientos de carácter discrecional (o de un alto grado de opacidad), bajo el supuesto de que eso ofrece flexibilidad. El resultado ha sido un mar de corrupción. En esta lógica, el reclamo de transparencia no es gratuito: para la población es el único instrumento con que se puede combatir la corrupción. Y hay mucho de verdad en este anhelo.

La corrupción fue inherente al sistema político postrevolucionario donde cumplía dos funciones: por un lado, constituía un mecanismo de control y disciplina para los miembros de la llamada “familia revolucionaria”. El “sistema” premiaba apoyo, disciplina e institucionalidad con cargos de representación, puestos burocráticos y fuentes de riqueza. En este sentido, la corrupción era parte integral del sistema político. Por otro lado, facilitaba el funcionamiento de la vida cotidiana, permitiendo al ciudadano común y corriente la eliminación de obstáculos a su actuar, ante impedimentos que ni Kafka hubiera concebido. En realidad, se trata de dos lados de una misma moneda: los obstáculos que se derivan de la discrecionalidad-opacidad en las leyes y regulaciones, no son más que un instrumento para que los políticos y burócratas se enriquezcan, lo que inevitablemente  significa impedimentos para el desarrollo normal de las actividades de los ciudadanos.

La discrecionalidad de burócratas y autoridades en general, no tiene límites. Hay leyes que con precisión establecen las atribuciones de las partes en un determinado tema, para luego conferirle a la autoridad facultades discrecionales que modifican dichas atribuciones, a juicio del burócrata. Estos elementos le otorgan al burócrata una enorme latitud para hacerle la vida igual fácil que difícil al ciudadano, lo cual abre la puerta para la corrupción. Como no todos los políticos y burócratas son jefes de compras de PEMEX o la CFE, la mayoría está sujeta a la corrupción al menudeo para la formación de su patrimonio personal. El nuevo reglamento de tránsito del DF es un monumento a esta forma de ser.

Lo lamentable del primer gobierno no priísta en nuestra era fue que, al no cambiar la estructura institucional del país, preservó todos los defectos e incentivos disfuncionales que eran el pan de cada día del viejo sistema. Aunque ahora disponemos de una ley de transparencia e innumerables mecanismos para el acceso a la información, no contamos con los incentivos idóneos para que los burócratas y políticos dejen de tener acceso a la corrupción. O, puesto en otros términos, hoy, como siempre, la corrupción depende de la decisión individual del burócrata: dada la discrecionalidad que otorgan, las leyes y regulaciones crean incentivos que hacen posible –y, con frecuencia, necesaria, si no es que inevitable– la corrupción. La pregunta es cómo cambiar esta realidad.

La arbitrariedad que emana del gobierno mexicano se explica por las instituciones que lo componen, empezando por prácticamente la totalidad de las leyes y regulaciones vigentes. De esta manera, la forma más obvia, pero ingenua, de llevar a cabo una transformación integral de las estructuras gubernamentales partiría de una renovación completa del marco jurídico e institucional. Una empresa de esa magnitud equivale a la trasformación del régimen, que no ha tenido lugar en el país a pesar de la alternancia de partidos en el gobierno.

La transformación del régimen implicaría una nueva concepción del papel del gobierno en la sociedad, una nueva relación entre el ciudadano y el gobernante y la existencia de mecanismos efectivos para la protección de los derechos ciudadanos, así como límites igualmente efectivos al abuso por parte de gobernantes y burócratas. Es decir, un nuevo régimen implicaría borrar de tajo  la lógica bajo la cual se organizó y funcionó la sociedad y gobierno mexicano desde el fin de la Revolución.

Son pocos los mexicanos que no reconocen los contrastes existentes entre una realidad cotidiana asediada por la corrupción y la arbitrariedad y las promesas de un régimen democrático y una economía desarrollada. En las campañas presidenciales recientes se discutió mucho el tema de la corrupción, pero nunca se analizaron o plantearon las causas, ni mucho menos se propusieron soluciones que fueran más allá de la moralidad, honestidad o responsabilidad de los individuos en lo particular.

Aunque lo deseable sería una transformación integral del régimen, el gobierno podría comenzar por incorporar algunos mecanismos prácticos y concretos en la toma de decisiones de las secretarías y entidades gubernamentales más propensas a la corrupción. Por ejemplo, el gobierno podría obligar a todas las entidades gubernamentales para que recurrieran a la subasta en sus procesos de compras o ventas. Algunas entidades que ya han comenzado a seguir ese procedimiento, como la UNAM, han conseguido no sólo una mayor eficiencia y transparencia en sus adquisiciones, sino que disminuyeron el costo de sus insumos de manera notable. ¿Podría uno imaginar qué pasaría si entidades como PEMEX o el IMSS se vieran forzadas a abandonar la discrecionalidad en sus compras (o, lo que es igual, la ficción de las licitaciones) para sustituirlas por subastas públicas y transparentes?

La corrupción imperante es endémica y no desaparecerá en tanto le resulte funcional al statu quo y sus beneficiarios. Un sistema corrupto como el que tenemos no hace sino sofocar el deseo de superación y favorece la extorsión que aqueja a los ciudadanos. Desde esta perspectiva, no es ilógico que el ciudadano pague lo menos que pueda de impuestos. El cinismo que evidencia la población frente al gobierno no es producto de la casualidad, sino que es la reacción natural ante un sistema que inhibe su progreso y desarrollo, castiga la iniciativa personal y convierte en una burla la noción de que la mexicana es una democracia.

Hace seis años, el primer gobierno no priísta prometió un cambio que nunca realizó. Muchos en la izquierda equiparaban cambio con abandono de la política económica, lo único respetable de los últimos gobiernos. El verdadero cambio ocurrirá el día en que se transforme el régimen y comience a servir al interés de la ciudadanía. El gobierno calderonista podría comenzar por ahí.

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¿Por qué la crisis?

Luis Rubio

El año pasado, México vivió una grave crisis política. Aunque las primeras iniciativas y acciones del gobierno calderonista han comenzado a modificar el panorama, nada puede cambiar el hecho de que en más de un momento entre 2005 y 2006 el país estuvo al borde del precipicio. Ahora que se está contemplando un nuevo proceso de discusión sobre temas electorales y de gobernabilidad, es clave identificar cuáles son los factores estructurales e institucionales que condujeron a esos riesgos para poder debatir sobre una base de realidad y no de prejuicios ideológicos, partidistas o personales.

Ante todo, valdría la pena partir del principio de que todos los seres humanos, incluidos, sin afán de ofender, los políticos, respondemos a los incentivos que existen en el medio ambiente. Nadie, en su sano juicio, va a darse un disparo en el pie. De la misma manera, si las reglas del juego, las reales y no necesariamente las escritas, promueven comportamientos histriónicos, anómalos, suicidas o aparentemente irracionales, no otra cosa harán los humanos. Viendo hacia atrás, es evidente que las reglas del juego del “viejo” sistema político poco o nada tenían que ver con la legislación escrita: lo que contaba eran las reglas “no escritas” del sistema y todos los políticos se ajustaban a esas normas, porque eran las reales. Lo importante es que los mexicanos, como cualquier otro pueblo, nos ajustamos a lo que es real y no a la teoría.

El mexicano es un pueblo acostumbrado a los atropellos. Siglos de abuso le enseñaron a comportarse de acuerdo a las normas reales y no a las reglas formales. Así, la gente se ha adaptado a las cambiantes realidades con celeridad y eso explica el cinismo con que las personas observan a los políticos mientras se preguntan: ¿dónde está el gato encerrado? Antes que la democracia per se, al mexicano le importa que el gobierno actúe, cumpla sus promesas y no genere una crisis económica o de violencia.  La democracia ha servido para reducir la propensión a las crisis porque limita el potencial de abuso del gobernante, pero todos los ciudadanos saben que sus derechos siguen siendo muy limitados y por eso no la hacen suya. Con la creación del IFE, la apuesta fue eliminar estos entuertos: los incentivos estarían absolutamente alineados con las reglas formales del juego. Pero ese objetivo sufrió una erosión por lo absurdo de una ley que obliga a cambiar a todo el consejo de golpe.

El sistema político-electoral que surgió de la reforma de 1996 fue diseñado para el triunfo del retador, nunca del candidato del partido en el poder. Esta paradoja generó las enormes expectativas del 2000 y la debacle del 2006. Aunque todo sistema electoral es perfectible, la diferencia real entre las dos últimas elecciones nada tiene que ver con la calidad de la organización electoral o la talla moral de los miembros del consejo del IFE, sino con el hecho simple y llano de que en 2000 ganó el candidato políticamente correcto, en tanto que lo opuesto ocurrió en 2006. Ningún argumento funciona cuando la expectativa general, formada por los opinadores, se centra en el triunfo del políticamente correcto. En este sentido, las grandes reputaciones que nacieron en 2000, como las que se destruyeron en 2006, fueron al menos en parte producto de la casualidad.

Estas circunstancias –tanto la irracionalidad de las expectativas como la racionalidad del actuar cotidiano de los involucrados, igual de los políticos que de los ciudadanos comunes y corrientes– crean un entorno propicio para equivocarse en los diagnósticos, tomar salidas fáciles (las de los chivos expiatorios) y precipitarse en construir nuevos elefantes blancos que tampoco resolverán los problemas de fondo. El nivel de crispación que existe en la sociedad mexicana genera altos niveles de intolerancia no sólo a las opiniones de otros, sino incluso a la identificación de los problemas reales. Por eso es tan importante identificar correctamente el mal que se pretende corregir.

Como toda persona razonable sabe, la crisis electoral de 2006 no se dio por la mala voluntad de los consejeros electorales ni por el cacareado fraude que nunca existió o cualquier otra perversión. Tampoco es cierto que el problema del IFE radique en la forma como se nombraron en el Congreso a los consejeros, aunque sin duda faltó grandeza, generosidad y, sobre todo, visión –sobre todo en el PAN– para integrar un consejo que satisficiera a todos los partidos políticos. Como en prácticamente todo el sistema político mexicano, faltó transparencia y sobró arrogancia. Los diputados se dedicaron a nombrar representantes en lugar de crear un consejo ciudadano acorde con el espíritu original.

La falta de transparencia fue quizá el peor de los males. Todos los involucrados en el proceso preelectoral, comenzando por los representantes de los partidos ante el IFE, conocían perfectamente bien los procedimientos, habían participado en las discusiones y estaban al tanto de los acuerdos que se habían tomado sobre cómo se procedería el día de la elección. Sin embargo, la arrogancia llevó a que ese grupo se comportara como el club de Toby: sólo ellos sabían los procedimientos. Al ignorar la imperiosa necesidad de transparencia, actuaron como si ellos fuesen poseedores de la verdad única. Su pecado no fue la ineficacia, sino la arrogancia. Nada ilustra mejor su desempeño que la decisión, de facto, de invalidar el PREP la noche de la elección. Peor, ni siquiera se percataron de la trascendencia de su actuar.

En el caso del IFE existe el gran riesgo de errar al castigar a la institución, modificándola por razones que nada tienen que ver con su actuar. El gran mérito de la reforma de 1996 fue que se procuró alinear los incentivos con las reglas del juego, es decir, crear la primera organización moderna para la política mexicana. El consejo del IFE, quizá sin percatarse, erró al desconocer al PREP, con lo que  abrió  la puerta  a  la  desconfianza y,  con eso,  al  movimiento  de protesta que siguió. Y este es el punto crucial: lo trascendente no es quitar o cambiar a los consejeros del IFE sino asegurar que la transparencia de sus decisiones sea absoluta. La transparencia en los temas políticos, pero sobre todo en los electorales, no puede limitarse al pasado, sino a las decisiones que se toman en tiempo real. La credibilidad de una elección reside en la confianza que el votante tenga de que su voto cuenta y la única manera de lograrlo es asegurando que todo el proceso electoral, desde la decisión más pequeña hasta la más grande, sea pública y, por lo tanto, indisputable.  México tiene instituciones electorales excepcionales; falta dejarlas volar sin tanto médico político de cabecera.

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México burocrático

Luis Rubio

Los ejemplos son evocadores y memorables, pero sobre todo evocadores. El ciudadano que debe dar mil y un vueltas para satisfacer al burócrata que sólo admite un trámite simple: el acta de defunción del solicitante. El funcionario probo y competente que, con plena conciencia, toma malas decisiones porque sólo así un torpe auditor al servicio de la burocracia no pondrá objeciones. El empresario que no ve la luz del día entre tantas regulaciones tan inútiles como contradictorias. El ciudadano ejemplar en materia fiscal resignado a perder horas y horas de su valioso tiempo para renovar su “firma electrónica” cada dos años a causa del dudoso privilegio de pagar impuestos. El científico que, favorecido por algún fondo para desarrollar su investigación, no logra que los funcionarios administrativos liberen los recursos por miedo a contravenir algún criterio que se llegara a inventar en los años subsecuentes.

Los ejemplos son interminables, pero el común denominador es uno: la burocracia, sobre todo la mente burocrática, ha tomado el control de México. Todo en el país se ha burocratizado al grado del estancamiento, mientras los llamados “poderes fácticos”, esos que están por encima de la ley y las regulaciones que afectan a los ciudadanos normales, tienen cancha para hacer de las suyas. El México de la gente normal vive asediado no sólo por la inseguridad, la criminalidad, los excesos sindicales y las empresas que la abruman, sino también por los burócratas que, muchas veces sin darse cuenta, han hecho del reino del hombre un mundo kafkiano sin salida.

Todo en México se ha burocratizado. Aunque el país sufre del centralismo desde su origen, la burocratización de esta época presenta novedades inusitadas. El México de antes, al menos el de buena parte del siglo pasado, mantenía suficiente flexibilidad como para hacer posible una evolución normal de la vida ciudadana. El llamado “milagro mexicano” de mediados del siglo XX, ese que durante cuatro décadas arrojó en promedio tasas de crecimiento económico superiores al 6.5%  con una inflación menor al 3%, no podría explicarse sin esa flexibilidad. El gobierno procuraba resolver problemas y la ciudadanía, aunque vivía bajo el yugo de un sistema monopartidista abusivo, conservaba espacios de acción funcionales.

Algo comenzó a ocurrir en los sesenta, pero sobre todo en los setenta, que eliminó toda flexibilidad e introdujo mecanismos de control tan brutales que destruyó la capacidad de adaptación. Esto fue evidente en la manera que el gobierno mexicano dio respuesta al movimiento estudiantil de 1968: no había ya capacidad de adaptación al mundo cambiante. Las cosas empeoraron a lo largo de la siguiente década cuando se intentó cambiar al país por medio de decretos, fideicomisos y leyes, la mayoría de los cuales no hicieron más que complicarle la vida a la ciudadanía. Otro poco se agregó en los ochenta cuando se creó ese monstruo burocrático llamado Secretaría de la Contraloría, que sólo sirvió para paralizar al sector público sin mermar ni un céntimo la legendaria corrupción. Cualquiera que sea la explicación, el hecho es que el país sufre de una aguda inflexibilidad que mata toda iniciativa, impide la creación de empleos y privilegia los controles sobre el desarrollo.

La pregunta es si esto se puede cambiar. Nuestra historia es rica en ejemplos de cambios abruptos. Aunque ha habido momentos de adaptación, los grandes cambios –pienso en la Revolución– se dieron de manera violenta. Esos grandes rompimientos generan tiempos de ajuste y reajuste, seguidos de periodos, en ocasiones muy largos, de prosperidad. Tarde o temprano todo se anquilosa y torna inamovible. Luego de años de empuje y prosperidad, el porfiriato experimentó un periodo de regresión y parálisis. Algo similar ocurrió con la era preindependentista. La interrogante es si será posible construir una salida distinta, una que no requiera de grandes convulsiones pero permita transformar al país positivamente.

El problema es doble: por un lado, las estructuras formales que sustentan el mundo burocratizado que padecemos de manera cotidiana. Por el otro, la mentalidad que surge de dichas estructuras y la forma en que ella repercute sobre la población. Cambiar estructuras –leyes, reglamentos, secretarías– es fácil. Nuestros políticos lo han hecho con pasión y sin miramiento a lo largo de los años: baste apreciar el número de enmiendas a la Constitución para comprender el sentido de permanencia de las cosas. El gran problema reside no en las formas sino en la mentalidad que las crea y modifica. Las leyes y reglamentos no surgen de un vacío, sino de un contexto específico. El contexto actual genera miedo y el impulso de buscar protección ante una potencial persecución futura. Eso crea una mentalidad de acoso que se traduce en reglas imposibles de cumplir, demandas de satisfactores inexistentes y la inevitable propensión a no actuar. También explica el comportamiento de los funcionarios más probos y competentes: toman decisiones que se ajustan a la torpe y compleja normatividad a sabiendas de que no es la manera natural y razonable de actuar. De los que no son competentes y probos mejor no hablamos porque de ellos es el mundo terrenal.

Peor todavía, la mentalidad burocrática tiene un efecto espejo en la población: el ciudadano de a pie tampoco quiere problemas, por lo que toma actitudes de distanciamiento: no respeta los semáforos en rojo, se estaciona donde sea, no sigue regla alguna y jamás es responsable de nada. En este río revuelto, ganan los que no ven necesidad de apegarse a regla alguna porque están por encima de ellas. Esos son los que se hacen ricos sin trabajar, los que gozan de concesiones y prebendas y los que administran los diversos tipos de criminalidad.

El punto es que nuestros problemas no se resolverán como pretenden nuestros políticos, con el infinito cambio de la legislación. Tenemos que modificar el contexto para transformar, primero, la mentalidad burocrática. Hay una teoría bíblica aplicable a esta situación, que dice que la razón por la que Moisés anduvo dando vueltas en el desierto 40 años antes de entrar a la Tierra Prometida fue por el imperativo de romper con la mentalidad de esclavos que tenían los hebreos cuando salieron de Egipto. Para ello, según esta teoría, era necesario un cambio generacional. Nosotros tenemos que encontrar el equivalente: algo que nos una para poder sumar al país detrás de una transformación. De lo contrario, pasarán 40 años y seguiremos en el mismo lugar.

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Independencia

Luis Rubio

Regulador capturado, ombudsman descarriado, ya lo compraron, se deschavetó, árbitro vendido. No importa el ámbito del que hablemos, los mexicanos no tenemos mucho respeto por la autoridad ni identificamos a la independencia como un valor en sí. Cuando un tribunal resuelve de manera que satisface a una parte, el juicio es imparcial y el juez alcanza la categoría de santo; si ocurre lo contrario, el juez es un imbécil corrupto. Lo mismo aplica para las entidades reguladoras que se han construido en los últimos años: desde el IFE hasta la COFETEL. Claramente, el país enfrenta un serio problema tanto de percepción como de realidad: ¿será que la independencia, factor medular para el funcionamiento institucional de una sociedad, nos es ajena e imposible?

La pregunta no es ociosa. Los problemas de corrupción son ancestrales y no se corrigen con el tiempo. En tiempos recientes han ocurrido dos cosas contradictorias al respecto: por un lado, se han creado toda clase de entidades ciudadanas o independientes orientadas a crear mecanismos transexenales que le confieran certidumbre a procesos sociales tan fundamentales como los electorales, la transparencia en las decisiones públicas y la regulación de sectores económicos particulares, como las telecomunicaciones y la energía. La idea que sustenta la creación de estas entidades es colocar a un grupo de personas competentes y bien pagadas en un espacio de libertad e independencia que les permita decidir objetivamente, con plena neutralidad, sobre asuntos clave para el desarrollo del país. Todas las naciones desarrolladas muestran gran riqueza institucional a partir de este tipo de mecanismos.

Pero en paralelo a la creación de estas entidades ha ocurrido otra situación: la sospecha de abuso o parcialidad por parte de los individuos nombrados para esas tareas y, no menos importante, la amenaza del poder legislativo de penalizarlos o removerlos simplemente por no responder ante sus demandas. En el momento actual, por ejemplo, pende una espada de Damocles tanto sobre el IFE como sobre la Suprema Corte por no alinearse a las expectativas precisas de los legisladores.

Volviendo a la pregunta inicial, el problema de la independencia de las personas en el país es por demás serio. Parte del problema es sin duda cultural: los europeos o estadounidenses no tienen dificultad alguna para separar la vida personal de su desempeño profesional, mientras que los mexicanos tendemos a mezclar las dos cosas. Un inglés puede, en calidad de juez, resolver en contra de su amigo y eso no es percibido como un acto de deslealtad. En México, hasta un acusado sorprendido en flagrancia espera que su cuate lo saque del tambo: es su responsabilidad de amigo. Desde esta perspectiva, no es sorprendente que la percepción generalizada sea la de los arreglos, en lo obscurito, entre reguladores o jueces y las partes interesadas.

Pero el problema es más que cultural. La estructura del poder en México hace casi imposible la independencia de un juez o funcionario; cuando están de por medio los intereses de alguien poderoso, las instituciones –igual las leyes que las entidades– acaban siendo tremendamente vulnerables a la presión. La concentración del poder en términos de ingreso, poder y riqueza, en general, es dramáticamente distinta a la de los países europeos y crea un entorno muy distinto para el funcionamiento de entidades concebidas para ser independientes y para las personas que ahí deben funcionar.

El problema no es sólo institucional, pues se reproduce a escala de las personas. Aun cuando una persona sea absolutamente impecable en sus valores éticos e incluso en su situación financiera, no es fácil, y quizá sea imposible, ser independiente a menos que esa persona adopte su mandato como una misión y esté dispuesta, casi literalmente, a morir por su ideal, sin importarle las consecuencias personales o familiares de participar en la toma de decisiones que afectarán intereses dispuestos a emplear cualquiera de sus instrumentos –presión, amenaza, violencia, chantaje, etcétera– para hacerlos valer.

Sin duda, la independencia depende del perfil psicológico y la profundidad de las convicciones del funcionario, pero nadie es inmune a presiones. Aunque la independencia ciertamente es posible, es igualmente probable que una persona con convicciones profundas y un sentido de misión se desbarranque no porque se deje capturar, sino porque ese tipo de convicciones en ocasiones son equiparables a ignorancia: el dogmatismo o el fanatismo son igual de perniciosos que la captura o la corrupción, pues no resuelven la independencia ni mejoran la realidad.

A diferencia de un servidor público o ciudadano estadounidense o europeo que ve en un nombramiento de esa naturaleza una oportunidad de desarrollo profesional dentro de una institución que le ayudará a preservar su independencia, el equivalente mexicano –una persona proba que ve en un empleo en una entidad regulatoria la oportunidad de desarrollarse– automáticamente está en una situación de dependencia psicológica respecto al poder, sea éste el presidencial o los llamados poderes “fácticos”.

En el viejo sistema político, la presidencia era todopoderosa y creó la cultura de dependencia que persiste, aunque haya cambiado de forma. Las fuentes de poder se han multiplicado, pero las formas de ejercerlo no han cambiado un ápice. Para muestra un botón: el año pasado pudimos observar la forma en que las televisoras literalmente destruyeron a poderosos empresarios ante la posibilidad de que se creara una nueva cadena televisiva mientras la autoridad regulatoria ni se dio por aludida.

La concentración del poder crea un entorno de dependencia y la sociedad no premia la independencia, por lo que la propensión a alinearse con el poderoso es generalmente irresistible. El fenómeno se reproduce en todos los ámbitos, públicos y privados, y afecta todos los rincones de la vida nacional. Lo peor es que no resulta tan obvio cómo encontrarle la cuadratura a este círculo vicioso.

No hay soluciones fáciles para el dilema que enfrentamos: se requiere de la independencia, pero ésta es sumamente difícil de afianzar en nuestro contexto. En algunos casos se ha “pedido prestada” bajo la forma de instituciones supranacionales (como el TLC o los supervisores bancarios donde se localizan las matrices de los bancos mexicanos). La ventaja de una persona o entidad extranjera es que desaparece la capacidad de presión sobre ellas. Además de que no es una solución perfecta, revela lo escabroso del camino que nos falta por recorrer.