Luis Rubio
Lo fácil es identificar problemas o, peor, culpables. Lo difícil es encontrar soluciones para nuestros problemas inmediatos y para los que permitirían una transformación del país en el largo plazo. Los primeros se refieren a cosas como la forma en que se ejerce el gasto o cómo se lidia con un conflicto en la calle, en el momento. Los segundos tienen que ver con la forma en que se construye un país: la estrategia fiscal y qué incentiva, o desincentiva; la forma en que se construyen y operan las instituciones; el tipo de inversiones que realiza el gobierno y así sucesivamente. Lo primero lo hacemos mal; lo segundo hace décadas que no se hace.
Así como el gobierno es responsable de la acción inmediata, el largo plazo se construye entre el gobierno y los legisladores. En un mundo ideal, el actuar colectivo de ambos componentes (que no tiene porque ser libre de fricciones o incluso de conflicto, pues cada uno tiene su responsabilidad) arrojaría una estructura institucional idónea para que la sociedad sepa a qué atenerse y cómo orientar su propia actividad. En ese mismo mundo ideal, las reglas serían claras y permanentes para que haya estabilidad y no sorpresas cada que algún político o burócrata abre la boca.
En función de esto, me permito hacer algunas preguntas sobre el camino que estamos siguiendo:
¿Hay plan? La pregunta podría parecer ociosa si no fuera por la contundente evidencia en contra: cada político tiene su plan de acción orientado a beneficiar sus intereses particulares o partidistas. El ejecutivo, por su parte, tiene una serie de estrategias en marcha. Como país, no parece haber más que una colección de estrategias particulares limitadas, no una estrategia cabal de desarrollo.
¿Se entiende en el mundo político que cada acción, decisión, regulación o ley tiene consecuencias en la forma de actuar de la población? La ciudadanía no es una colección de autómatas sino personas racionales que responden ante los incentivos y estímulos que tienen frente a sí. Los suizos saben que las reglas son permanentes y por eso actúan con tiempo y previsión; el mexicano sabe que las reglas son cambiantes, razón por la cual no puede confiar en sus autoridades ni depender de ellas. El solo hecho de que Zhenli Ye Gon haya logrado una cobertura mediática tan amplia debería decirle mucho a nuestros políticos. Peor cuando no es obvio que la población en general sea más escéptica de sus declaraciones que de la pobre respuesta gubernamental.
¿Por qué es tanto más estratégico el EPR que el gobierno? Si algo ha sido evidente en la forma de actuar del EPR a lo largo de los años, incluyendo aquellos misteriosos bombazos que destruyeron varias torres de transmisión eléctrica en 1994, probablemente por parte de algún grupo predecesor, es que, independientemente de las alianzas que pudiera tener, su actuar demuestra una gran claridad de objetivos y capacidad de acción. ¿Cómo es posible que nuestros políticos no se hayan podido poner de acuerdo para, al menos, construir un Estado funcional, capaz de responder ante el más elemental de sus retos, el de la sobrevivencia como sociedad organizada? La criminalidad, otra amenaza al menos igual de importante, evidencia que el monopolio de la fuerza, esa definición de Max Weber del Estado, hace tiempo que dejó de ser característica del mexicano.
¿Por qué los planes y respuestas de nuestros legisladores y gobernantes son tan pobres y carentes del más mínimo sentido común? Ejemplos hay muchos, pero uno me parece que habla por sí mismo. Entre los proyectos que se discuten en el senado se encuentra la noción de conferirle autonomía al ministerio público. Es decir, se propone que una de las peores lacras de nuestro sistema de justicia -ahí donde se inventan crímenes, se pierden pruebas y evidencias y siempre existen formas de exculpar hasta al criminal detenido en flagrancia- deje de responderle a autoridad alguna. Lo que se requiere es quitarle el monopolio de la acción penal, no garantizarle la más absoluta impunidad. ¿Se imagina uno a un Chapa Bezanilla a cargo de un ministerio público autónomo?
¿Por qué no pensamos en grande y hacia el futuro? Nuestro mundo político vive para proteger al pasado, cuidar los privilegios de antes y, al mismo tiempo, quejarse de que haya privilegiados y beneficiarios de esas circunstancias. En lugar de atacar a cada interés particular como si se tratara de una venganza, ¿por qué mejor no cambiar las circunstancias, las reglas del juego? Todo en el país está diseñado para proteger el statu quo. ¿Por qué no mejor enfocarnos al futuro, definir reglas del juego que eliminen privilegios viendo hacia adelante y abocarnos a sentar las bases del desarrollo? Cambiemos las reglas y obliguemos a todos a actuar conforme a ellas. La pequeñez de la visión que nos gobierna, que es de antaño, no nos va a conducir a mejor destino así haya reforma fiscal, reforma del Estado o más petróleo. Sería mejor abandonar la necedad de seguir copiando a los perdedores.
¿Por qué el gobierno sigue siendo el corazón de la corrupción y de la ambición de ascenso social? Aunque algunos gobiernos estén cerca y otros lejos de la vida económica, su manera de actuar es clave para el éxito o el fracaso de ésta. Lo que es seguro es que los países que han logrado verdaderas transformaciones y un acelerado desarrollo son aquellos en que el gobierno se ha dedicado a hacerlo posible y no a ser el corazón del mismo: ese es el caso de China y de España, Irlanda y Alemania, Japón y Francia. A pesar de ello, en México los políticos siguen viendo su ascenso tanto político como económico a través de los intestinos del gobierno y los grandes negocios siguen dependiendo del gobierno (igual como proveedores que como sectores regulados). Mientas el gobierno no deje de ser el factor de éxito o fracaso del desarrollo personal y empresarial, el país seguirá en el subdesarrollo.
¿Por qué no hay grandeza entre quienes deciden? Porque no saben otra cosa. Los partidos viven para sí mismos y disfrutan del inmenso poder que el fin del presidencialismo les heredó. No es que los viejos presidentes hayan sido dechados de altruismo, pero no cabe duda que al menos el juicio de la historia pesaba sobre ellos. En cambio, los partidos, esos entes amorfos que no le rinden cuentas a nadie, no tienen preocupación alguna. Su único interés es depredar.
Hay, por supuesto, muchas posibles respuestas a estas interrogantes, que no son exhaustivas en modo alguno. Comenzar a discutirlas podría ser una forma de forzar un cambio institucional de verdad.